Cultura, entretenimiento y sumisión

José A. Zamora



Una de las consecuencias más importante del proceso mercantilización de la cultura es la fusión de cultura y entretenimiento. Los consumidores de la industria cultural buscan escapar al aburrimiento, pero ni quieren ni son capaces de invertir el esfuerzo y la seriedad que serían necesarias para realizar nuevas experiencias que les interesasen más que de manera sólo fugaz. Todo cuanto se resiste contra lo fácil, superficial y conformista tiende a ser neutralizado. Como señalan Horkheimer y Adorno, «divertirse significa estar de acuerdo [...,] que no hay que pensar, que hay que olvidar el dolor, incluso allí donde se muestra. A su base está la impotencia».

Esta crítica no se dirige contra el esparcimiento, sino contra su sabotaje en la animación impuesta, en la que más que diversión lo que tiene lugar es una reproducción y confirmación de las formas de vida dominantes. La industria de la cultura ofrece la misma cotidianidad como paraíso, por eso fomenta la resignación que en ella se quiere olvidar. A lo que apunta esta reflexión es a la función social de la diversión comercializada. Para analizarla hay que atender a la dialéctica entre trabajo y tiempo libre. El tiempo libre está encadenado a su contrario, y ese contrario le imprime rasgos esenciales. La paradoja que representa el tiempo libre regido por la industria cultural es que reproduce los esquemas semejantes al mundo laboral dominado por procedimientos seriados de quehaceres normados, porque dicha industria está presidida por los mismos esquemas.

A diferencia del puro esparcimiento sin finalidad programada, la diversión habitual ofrecida por la industria de la cultura está configurada por la situación vital y laboral de los individuos. Se busca la distracción y el entretenimiento con la intención de evadirse de los procesos mecanizados de trabajo, para poder responder nuevamente en ellos. Por eso termina petrificándose en aburrimiento, porque para poder seguir siendo diversión no debe costar otra vez esfuerzo y por ello se mueve rígidamente por las vías de asociación ya trilladas. En la diversión ofrecida por la industria de la cultura se tiende a borrar todo atisbo de nuevas exigencias o pretensiones inesperadas dirigidas a un pensamiento independiente y a una acción de los individuos en cuanto sujetos autónomos. Aquellas capacidades que no pueden ser desarrolladas durante el tiempo de trabajo, tampoco en el tiempo libre encuentran posibilidades de despliegue. Al abastecer la necesidad de distracción con modelos de asociación recurrentes y estereotipos repetitivos, la industria cultural impide la génesis en los consumidores de un pensamiento y un sentimiento propios capaces de oponerse críticamente a la triste cotidianidad y las condiciones de vida.

La industria del tiempo libre presenta una oferta gigantesca a los consumidores. No sólo existen innumerables secciones —las actividades de aire libre, el deporte, la música, etc.—, sino que el abanico de posibilidades en cada una de ellas se dispara. Existe una tendencia a acorralar y a atrapar la conciencia del público desde todos los lados y a que casi no se pueda dar un paso fuera del ámbito del trabajo sin topar con alguna manifestación de la industria de la cultura. Este abastecimiento masivo con productos de la industria del tiempo libre dificulta enormemente el mantenimiento de espacios de tiempo libre no planificados con anterioridad por dicha industria en los que desplegar la propia creatividad. En la naturalidad con que se pregunta qué hobby se tiene, resuena que habría que tener uno; a ser posible ya una selección entre los hobbies que coincida con la oferta del negocio del tiempo libre. El tiempo libre organizado es coactivo. Es más, pretextando suministrar placer y diversión a las masas, evasión de lo cotidiano, en realidad la risa decretada por la industria cultural se convierte muy frecuentemente en un instrumento para estafar la felicidad.

Así pues, la cultura producida como mercancía, es decir, buscando la facilidad de venta y con ello bajo la promesa de una satisfacción rápida y sencilla, está al servicio del engaño del comprador, pues le promete una experiencia que, sin embargo, resulta inalcanzable como diversión y estridente entretenimiento. Esa forma de congraciarse paternalistamente con la supuesta (in-)capacidad de comprensión del publico elimina de los productos culturales lo que éstos tienen de desafío y provocación y desprecia a sus destinatarios precisamente en el gesto del atento "su deseo es una orden".

La industria cultural trata de suprimir la distancia entre ella y sus receptores. Por medio de su primitivismo no fomenta, como pretenden algunos, la capacidad expresiva de las masas populares, sino las tendencias regresivas que elevan la disposición a adaptarse. Por esas tendencias están moldeadas de modo específico las necesidades culturales de las diferentes capas sociales, que se manifiestan conjuntamente en el conformismo del espíritu. Pensar y actuar tal como todos hacen dentro del propio ambiente, sugiere la impresión de ser parte de un todo más poderoso: un error que engaña sobre la impotencia real, pero al que todos sucumben y que, por tanto, permanece en gran medida oculto.

La industria de la cultura, que con su jerga de la "comunicación sin límites" abarca todos los ámbitos de la sociedad, ejerce un control casi total en el sentido de asegurar la conformidad: el ‘esquema de la industria de la cultura’ diferenciado de modo específico para los distintos estratos o ambientes sociales y orientado a los diversos grupos receptores, incluye a todos los individuos sin excepción. Participar en la cultura significa hacerse dependiente de aquellas instituciones que forman parte de la industria cultural. Esa dependencia no debe entenderse, sin embargo, como una manipulación pretendida por los poderosos monopolios de esa industria, sino en el sentido de una especie de coacción no coactiva. Pues la oferta casi inagotable de sus mercancías es un dato social y cuenta con aceptación, del mismo modo como el proceso de recepción, por ejemplo, de la última película de Hollywood y la nueva serie televisiva o como la participación todas las noches en el ritual de los quince minutos de noticias se basan en la libre voluntad. Aunque ésta, a su vez, es el resultado de la predisposición a adaptarse producida por una red omniabarcante de instituciones de la industria cultural. Su función principal es generar esa conformidad de principio con la disposición actual del mundo, procurar una conciencia fundamentalmente afirmativa a pesar de las discrepancias en detalle.

A pesar de que la producción cultural está dominada por el principio de estandarización, el ardid comercial consiste en presentar los productos de la industria cultural como lo contrario, como algo modelado artísticamente de manera individual y completamente único. Los rituales de la cultura de masas simulan la individualidad que ellos mismos ayudan a sofocar, como paradigmáticamente demuestran los anuncios publicitarios dirigidos a todos bajo la apariencia de exclusividad: aquel ya lejano ‘Especially for You’, o el más cercano de ‘Especialistas en ti’. Los ‘participantes’ en esos rituales funcionan de nuevo como objetos, en los que ya los ha convertido la organización monopolista de la producción. En el film, en la información o en el deporte son reproducidos en cada momento aquellos esquemas de percepción y de comportamiento guiados por clichés, que necesitan las personas para sobrevivir en una vida monopolizada. La espontaneidad que haría posible la constitución de la individualidad es eliminada al mismo tiempo que se simula su existencia.

Esto se corresponde con otra tendencia que observamos en la industria cultural. El publico es "implicado" cada vez más en el acontecer mediático como comunicante en una emisión de radio o como participante en las innumerables tertulias televisivas, pero también en las series que reproducen la cotidianidad familiar, escolar o profesional, en "encuestas" de opinión que acompañan a la emisión o le sirven de trasfondo, en los reportajes sobre catástrofes o accidentes, en todo tipo de "reality-shows". Esto tiene el efecto de una reduplicación de la realidad social en la que fácilmente la televisión, el medio de masas por excelencia, deja de ser un medio que informa sobre la realidad afuera, para convertirse tendencialmente en la realidad misma. Todo el aparato mediático y su inmenso soporte técnico no hace más que reproducir con algo de glamour nuestra mezquina cotidianidad y sus obsesiones.

El espectador es remitido nuevamente a su propia cotidianidad y a su rutina entre la fábrica, la oficina y el tiempo libre programado. La situación vital no es iluminada hasta penetrar en el sustrato social contradictorio en que se sustenta. Más bien se pasan por alto las contradicciones inmanentes o las posibles alternativas a la vida social dominante. Al contar los problemas y las pequeñas historias de cada día, esa cotidianidad se mete por los ojos al espectador como horizonte insuperable de toda vida humana. No es que en esos productos no se ofrezcan soluciones a los problemas o no aparezcan cambios en modestas dimensiones. Al contrario, las series de televisión producen la impresión de como si para todas esas cuestiones estuvieran listos los remedios, como si la bondadosa abuela o el tío bonachón sólo necesitaran aparecer por la puerta más próxima para poner en orden un matrimonio destrozado. Ahí lo tenemos: el mundo estremecedor de los arquetipos de una "vida sana", que primero dan a los seres humanos una falsa imagen de lo que es la vida auténtica y que además les hacen creer que las contradicciones que alcanzan hasta el fundamento último de nuestra sociedad pueden ser solucionadas y subsanadas a base de relaciones interpersonales, que todo depende de las personas.

Precisamente porque en la industria de la cultura tienden a desaparecer las ideologías manifiestas y tan sólo se hace publicidad para el mundo por medio de su reduplicación, produce dicha industria un acuerdo general con el orden dominante en cada momento. Éste no está necesitado de legitimarse apelando a determinados contenidos políticos o morales, ya que no se presenta con pretensiones de validez normativa. Tampoco se trata de ganarse el acuerdo consciente de los espectadores, sino de conseguir una adaptación inconsciente y una progresiva pérdida del pensamiento crítico. Éste depende de la capacidad para penetrar la mediación social de los fenómenos individuales. El enmascaramiento resulta de la falsa inmediatez producida por el medio, pese a su carácter de construcción selectiva y composición formal: en la presencia directa de la reproducción parece hacerse presente lo reproducido.

La evolución del capitalismo tardío ha reducido a pura ilusión los esquemas de éxito social y económico sustentado en el rendimiento y el esfuerzo individuales. No es que éstos no sigan siendo exigidos, pero la felicidad y el éxito ya no depende de ellos, sino de la "suerte", que es por definición más bien improbable. Lo que sucedía al proletariado en la época del capitalismo liberal, a causa de la "armada de reserva" de los que no tenían trabajo, llega a afectar a las grandes mayorías. Para los individuos que las componen es necesario "tener suerte" de cara al ascenso social o una vida privada maravillosa y digna de envidia como la pintan los medios. Innumerables concursos de todo tipo se encargan de repartir la "suerte" del dinero, la amistad, las relaciones amorosas o la aventura, sin dejar de hacer patente de modo continuo su extrema cercanía con la "mala suerte", con el poder quedar excluido de esos supuestos bienes por dicha "mala suerte". Siendo espectadores de estos concursos se nos muestra que ser espectador y soñar despiertos es lo mejor que podemos esperar para nosotros.

De todos modos, no es la industria de la cultura la que produce la aniquilación del individuo como sujeto autónomo. Lo que ella hace es reforzar su integración contribuyendo a que reconozca y acepte su insignificante valor y su intercambiabilidad, es decir, que de hecho se ha vuelto prescindible como individuo singular y autónomo en el capitalismo tardío. Lo que le sucede a la cultura bajo el imperativo del principio de intercambio capitalista, la denigración de su valor de uso a medio de entretenimiento y distracción, tiene por tanto un carácter ejemplar para el conjunto de la sociedad: su tendencia al conformismo, a la trivialización y a la estandarización está en conformidad con el proceso histórico de "liquidación del individuo" en cuanto signatura de toda una época.