José A. Zamora


Recensión de: Manuel Fraijó: El cristianismo. Una aproximación. Madrid: Trotta 1997 ("Estrucuturas y Procesos"; Religión), 129 pág.

en: Scripta Fulgentina VIII/1-2 (1998) nos 15-16, pp. 383-386.


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W. Benjamin habla en sus tesis Sobre el concepto de historia de una "débil fuerza mesiánica" que es dada a cada generación y sobre la que el pasado exige derechos, derechos pendientes de esperanzas incumplidas, de injusticias no resarcidas, de sufrimientos irredentos,... Perece como si Benjamin quisiera advertirnos de que imponer silencio a esas exigencias puede costarnos caro, puede costarnos nuestra humanidad y un futuro verdaderamente liberado. ¿De qué nos serviría una felicidad basada en el olvido y por tanto inhumana por insolidaria? Pero el peso a veces casi aplastante de esos derechos pendientes no deja espacio a una esperanza inconscientemente confiada, como tampoco nos deja enterrar para siempre el último resquicio de la misma, abandonando a las víctimas pasadas a su suerte. Por eso, a la vista de la cadena de catástrofes que la historia presenta a nuestros ojos, sólo cabe una débil fuerza mesiánica. Se trata de una fuerza que sabe de su debilidad, que sabe más de derrotas que de victorias, de generaciones vencidas e injustamente aplastadas que de héroes triunfantes, que no marcha al unísono con los batallones a la cabeza de la historia, sino que más bien no da abasto registrando en los márgenes de la misma el grito desgarrado de los vencidos: se trata de la débil fuerza de la memoria solidaria o de la solidaridad anamnética, que tanto da.

Al que ha seguido con atención las páginas de la aproximación al cristianismo objeto de esta presentación no le sorprende que Fraijó las concluya evocando precisamente a W. Benjamin y a su 'enano jorobado'. Se trata de una aproximación que está tocada en todo momento por la pregunta de la teodicea, es decir, por la pregunta por el sufrimiento, por las víctimas, por el dolor irredento. Fraijó está convencido que la "dignidad de la religión tiene que ver con la cultura del recuerdo", pero ese recuerdo tiene también su precio: se lleva mal con la apología triunfalista o incluso excesivamente afirmativa. El que sólo posee una débil fuerza mesiánica no puede elaborar más que una teología mínima, del mismo modo que las reflexiones adornianas 'desde la vida dañada' por la catástrofe de Auschwitz no dieron más que para una Minima moralia. Así, sin querer y aun teniendo que pedir disculpas, el discurso se ve interrumpido por aquello que no estaba previsto, por la historia de dolor que irrumpe en el plan de exposición pensado previamente e interrumpe el hilo argumentativo bien trazado. Fraijó quiere hablarnos de la predilección de Jesús por los pobres y marginados, y la catástrofe de Biescas se le cuela de rondón y le deja atónito,... de verdad (!) y no como un mero recurso retórico que se integra brillantemente en el argumento principal. No puede simplemente dispensar a Dios de las preguntas que le acosan como aquellos seguros de su no existencia. Pero el mutismo de aquél que únicamente sería capaz de dar respuesta a su interrogante abierto como una herida pesa casi tanto como su posible no existencia. Y a Fraijó le cuesta seguir su discurso....

Quizás otra característica de esta aproximación con la que el lector se topa a cada paso, y que no es separable de lo que acabamos de decir, es su estrecha vinculación con la biografía del que la escribe. No hace falta conocer personalmente a Fraijó para percibir en estas páginas el pulso de su trayectoria vital latiendo en la manera de abordar las cuestiones decisivas y la sinceridad con la que destapa sus cartas sin reservas, más allá de la acostumbrada actitud intelectual honesta, pero recatada y prudente. Siguiendo las huellas, a distancia inevitable y quizás necesaria, pero siguiéndolas, de ese maestro de teólogos que fue K. Rahner, siguiendo su intento de introducir al sujeto en la teología, de llevar a esta última las historias que conforman nuestra experiencia y nuestra vida, y no como un complemento, no como mera ejemplificación o campo de aplicación, sino como constitutivas de la misma, el discurso sobre el cristianismo que despliega Fraijó en esta obra se convierte en articulación de la propia historia vital. Quizás no haya otra manera verdaderamente acertada de hablar del cristianismo. Entiéndaseme bien, no se trata de contar historietas sobre uno mismo. Lo que se aprecia en el discurso al que nos referimos es que no está hablando simplemente el "técnico", aunque él se presente así en las primeras páginas, sino aquel cuya trayectoria vital, experiencias y vivencias, están amalgamadas con las cuestiones filosóficas y teológicas que se van afrontando. Y lo que se trasluce no es una trayectoria sin sobresaltos, al resguardo de los zarpazos del dolor propio y ajeno. No es la 'biografía de una vida sin drama' la que se amasa con el discurso, como J.B. Metz dijera de K. Rahner sin menoscabar su grandeza, sino una biografía herida por preguntas que nacen de confrontarse sin demasiadas protecciones con la masiva negatividad que puebla la noche oscura de la historia. Esto es lo que lleva a Fraijó a adoptar en tantas cuestiones la actitud que es más que meramente intelectual, que es existencial, la que adoptó Lutero ante Carlos V: "Hier stehe ich, ich kann nicht anders", "Aquí estoy, no puedo hacer otra cosa".

No es pues humildad o falta de competencia teológica, que a Fraijó le sobra, lo que le lleva a adoptar una posición nada cómoda entre dos sillas, la teología fundamental y la filosofía de la religión. Es una necesidad biográfica, siempre que no confundamos esto último con subjetivista o caprichosa, la que le lleva a huir de una dogmática afirmativa y segura, pero también de una seguridad en la negación de toda trascendencia, sin que le falte respeto sincero para ambas; es esa necesidad lo que le lleva a saltar de Rahner, Barth, Bultmann o Bonhoeffer a Bloch, Hegel, Lessing o Nietzsche, a estar realizando un movimiento permanente de descentramiento del discurso para atender a la otra parte en cada caso. Los derechos de la razón hay que tomarlos en serio y no sólo por "sincero aprecio por la profecía extranjera", como escribe Fraijó al principio de sus páginas, sino para no traicionarse a sí mismo; es esa necesidad la que le lleva a acogerse a los 'puntos suspensivos' del querido maestro J.L.L. Aranguren en una cuestión tan crucial como es la resurrección: crucial para el paso de la jesuología a la cristología, crucial para la legitimidad de la esperanza cristiana, pero crucial también para la débil esperanza del que no puede dar el paso a una afirmación tranquila ni a una negación sin paliativos. Quizás porque Fraijó percibe el grito desgarrado de los sufrientes que late en el fondo de la fe en la resurrección, un grito tantas veces sepultado por el poder del mito tan consustancialmente unido a la religión, pero también un grito al que cada vez más se le impone sordina en una sociedad dominada por la rutina consumista y la anestesia anímica de las mil evasiones y en la que por eso crece a pasos agigantados la inhumanidad, quizás sea por todo esto, digo, porque mientras que la fe en la resurrección siga viva no podremos evitar que haya una 'cuestión pendiente', no podremos dejar de forcejear contra la nada como origen y como meta, lo que tanta importancia tiene para nuestro forcejeo con la injusticia y el mal siempre actual, no podremos dejar de atender el grito de las víctimas para el que la resurrección es respuesta, quizás sea por todo eso, repito, por lo que Fraijó no está dispuesto a eliminar los puntos suspensivos. Es también por eso por lo el lector percibe a lo largo de las páginas, aun sin nombrarlos siempre, una afinidad electiva con los Pascal, Dostoievski, Camus, Unamuno o Kierkegaard, con "los que no han conseguido aclimatarse con lo que la realidad ofrece", con los que siguen esperando, aun a sabiendas de "cuánta precariedad encierra esta esperanza", sin dejar de percibir dolorosamente la ausencia de Dios en la historia, su (¿aparente?) silencio no roto ni ante la provocación de los que le retaban ante la cruz de Jesús: "Si eres el Hijo de Dios, sálvate y baja de la cruz".

Pero paradójicamente la presentación de la figura central, Jesús de Nazaret, comienza hablándonos de su buena fama. Y Fraijó nos presenta una galería de testigos que lo corroboran, desde teólogos de reconocido prestigio hasta ateos interesados en la persona de Jesús. Yo no sé si a finales de siglo XX esto todavía es realmente así. La "muerte de Dios" no está dando hoy vuelos a la jesuología, sino al resurgir de una simpatía creciente por lo mitológico y lo mágico, por el reencantamiento del mundo y de las almas. No interesa Dios, pero sí la religión (J.B. Metz). Sin embargo, el Jesús de la historia se tomó demasiado en serio a Dios y tuvo demasiados problemas con la religión, como para tener coyuntura en ese nuevo panorama. ¿Y qué no decir de un Jesús despojado de todo recubrimiento mitológico, incluso de las mitologías salvíficas que él mismo pudiera acoger en su fe teñida por la apocalíptica? Por su parte, la Iglesia Católica promueve en su discurso oficial un rearme doctrinal sin compromisos y utiliza las fuentes bíblicas como en tiempos que creíamos olvidados, como si el método histórico-crítico no hubiera existido. Dudo, pues, que Jesús tenga coyuntura.

Apoyado en los resultados del estudio crítico de las fuentes, Fraijó nos va presentando después lo que sin demasiado temor a sucumbir a proyecciones de fe podemos decir de Jesús de Nazaret: su obsesión por el reino de Dios, su predilección por los pobres, el carácter salvífico de su mensaje, etc. Los problemas comienzan cuando hay que dar el salto del Jesús predicador y, si se quiere, taumaturgo, al Cristo predicado por la comunidad. ¿Se trata de una tergiversación interesada, de una proyección comprensible, de una transición inevitable? Ante esta pregunta hay que mojarse, hay que ir más allá de lo que desde el punto de vista histórico-crítico es posible decir, aunque esto nos sirva de base. La fe de los discípulos en Cristo, nos dice Fraijó, surgió y es expresión de su experiencia con el Jesús histórico. Y para ello son suficientes los recuerdos de la nueva imagen de Dios que Jesús les hizo cercana, de las divergencias doctrinales con las que alteró el universo doctrinal judío, de la denuncia social que rompió tantos esquemas sobre los que se sustentaba la exclusión de su tiempo, de la pretensión de autoridad que ponía de manifiesto su llamada al seguimiento: "el Jesús histórico que habían conocido era el Mesías, el Cristo. El viernes santo no podía borrar tanta huella como había dejado el Nazareno". Fraijó comprende que los discípulos sacaran esa conclusión, quizás lo ve incluso con simpatía, pero, personalmente, no da ese paso. Fuera del ámbito de la fe resulta imposible encontrar nada en Jesús que nos remita 'inequívocamente' a Dios. Yo añadiría, y Fraijó seguramente suscribiría, tampoco dentro del ámbito de la fe. Éste no es el reino de lo inequívoco. La fe prepascual de los discípulos y la fe del Jesús histórico, el horizonte en que vivieron las experiencias tan intensas de su relación y que fue conmovido tan enérgicamente por las novedades que representaba su mensaje y su conducta, no están asegurados frente a las sospechas que recaen sobre cualquier fe, para la que el creyente más ferviente y seguro carece de pruebas apodícticas para sí, cuanto menos aún para los otros. Es imposible escapar al círculo, por mucho que algunos apologetas infectados de racionalismo pretendieran lo contrario recurriendo a los milagros, incluida la resurrección, para 'probar' la divinidad de Jesús como fundamento seguro de la fe en él.

Está claro que la resurrección tampoco escapa a ese círculo. ¿Es la fe, la convicción de que Jesús es el Mesías, el ámbito donde es posible creer que Jesús ha resucitado, cuando no el origen mismo de esa creencia, o es la experiencia 'histórica' del encuentro con el resucitado lo que lleva a los discípulos a creer que Jesús es el Cristo? Creo que en la respuesta a esta pregunta entran en juego las plausibilidades personales y éstas dependen de muchos factores racionales y experienciales. Quizá habría que discutir largamente sobre qué pudo ser un encuentro de ese tipo. Para Fraijó el origen de todo se encuentra en el proceso de recuerdo y reflexión post mortem Jesu que lleva a los discípulos a una 'conversión', de la que los testimonios del encuentro con el resucitado no son más que una formulación, que además les permite "sacudirse la responsabilidad" de haber convertido a Jesús en el Cristo, descargándola sobre Dios que confirma a su profeta resucitándolo de entre los muertos. Pero entonces dicha conversión no tiene más respaldo que el deseo de aquellos que se dejaron arrastrar al seguimiento por Jesús, cuyo último testimonio era el grito desgarrado en la cruz apelando al Dios por el que se sentía abandonado. ¿Se trata entonces de algo más que un deseo vano? Fraijó no dispone de una contestación definitiva a esta pregunta, sólo de unos puntos suspensivos, que más que apuntar a la resurrección de Jesús antes del final, apuntan si acaso a un final salvífico para todos.

No es el sitio aquí para entrar en una discusión, por otro lado larga y difícil, sobre la apocalíptica, en cuanto ámbito específico de la fe en la resurrección de los muertos que compartían Jesús y sus discípulos, y en cuyo horizonte se inscriben los testimonios sobre su resurrección. Pero sí convendría decir que el método histórico-crítico y por delante de todos su maestro indiscutible, R. Bultmann, siempre lo ha tenido difícil con la apocalíptica. Las primitivas historias de milagros y las imágenes apocalípticas prefieren despreciar las reglas de la razón y su furia desmitologizadora, que negar a la vida humana el derecho escatológico a una salvación radical también más allá de la muerte. De todos modos, la dificultad está en comprender la resurrección de Jesús como 'hecho escatológico', cuando la historia sigue su curso, y por cierto un curso bastante irredento. Si la parusía se retrasa más allá del tiempo de la tribulación, del tiempo del anticristo, y ya han trascurrido veinte siglos, tampoco la apocalíptica tiene respuestas satisfactorias para comprender una resurrección individual antes del final. El Nuevo Testamento nos da pruebas suficientes de las dificultades que esto planteó a la iglesia naciente. Pero sigo creyendo que sería necesario preguntarse si el método histórico-crítico, deudor del historicismo, esto es, de una forma de apropiarse la tradición histórica que la hace disponible en una especie de simultaneidad ideal, es capaz de hacer justicia a la apocalíptica. Por eso me gustaría sugerir que el marco de esta aproximación al cristianismo, que he intentado analizar en los primeros párrafos de mi comentario y que tan afín creo al pensamiento de W. Benjamin, parece estar exigiendo ir más allá de ese método. Quizás podamos seguir pensando en esta línea. Pero, por ahora, hay que concluir.

Cuando la pregunta de la teodicea, la pregunta por el mal, el sufrimiento, las víctimas y el dolor irredento en el horizonte de Dios informa y dirige la reflexión sobre el cristianismo, la pasión por el sistema o la gran obra deja sitio al lenguaje entrecortado, interrogante y breve que sabe de la inutilidad de tantas palabras que eluden y escamotean el 'asunto', entonces no se pueden escribir 950 páginas como H. Küng hace en su Cristianismo. Esencia e historia, y el lector lo agradece, al menos éste que firma. M. Fraijó no necesita mirarse en ese espejo.