José A. Zamora


Recensión de:
Patricio Peñalver, Argumento de alteridad. La hipérbole metafísica de Emmanuel Lévinas. Madrid: Caparros 2001 ("Esprit"; 43) ISBN
84-87943-86-1; 256 pp.

en: Espinosa, Año I, Número 2. Primavera / Verano de 2002, pp. 107-111.


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Ontología del pensamiento heterológico
Una lectura de E. Lévinas en el horizonte de la Shoah y la diferencia de lo griego y lo judío

En este breve comentario al libro de Patricio Peñalver voy a comenzar refiriéndome al último capítulo, al que lleva el título de "Los excesos de Lévinas". Y quiero comenzar por este capítulo porque en él se ofrecen algunas claves que juzgo importantes para todo acercamiento al pensamiento de Lévinas, o a su escritura, y, como no, a la ayuda que Patricio Peñalver nos ofrece para leerla. Estoy pensando en la referencia a la Shoah, signatura histórica poco utilizada por la historiografía filosófica convencional, por lo general bastante refractaria a las quiebras históricas como referente de su periodizaciones. Sin embargo, el horizonte de la catástrofe del genocidio judío no es un dato contextual más, como cuando mencionamos otros contextos históricos para situar un pensador en el tiempo. La Shoah representa un horror extremo con el que ha de medirse, o al menos intentarlo, toda filosofía que no quiera caer bajo la sospecha de asemejarse a la música con la que los oficiales de la SS solían acompañar el camino de las víctimas hacia las cámaras de gas. Lévinas —que en su brazo llevaba tatuado el nº 1492 del campo de concentración situado en el Brezal de Lüneburg (cifra tan significativa para nosotros, pero que aquí debe hacernos pensar sobre todo en la expulsión de los judíos de España)— nos releva en Ética e Infinito que toda su vida trascurrió en un presentimiento de los horrores nacionalsocialistas y en el recuerdo insuperable de los mismos. Quizás, por eso, no sea demasiado aventurado decir que el centro permanentemente presente en su pensamiento, aunque sólo esporádicamente convertido en tema explícito, sea la experiencia de la Shoah y la pregunta por sus consecuencias no sólo para el judaísmo después, sino para el conjunto de la civilización occidental y la filosofía que representa su conciencia refleja. Sólo desde este foco es posible hacer justicia al novum del pensamiento levinasiano sin sucumbir a la tentación de una traducción reductora a viejas formas discursivas que acechan permanentemente, y que Patricio Peñalver mantiene a raya sin concesiones a lo largo de todo su libro, presidido por el rechazo necesario de toda comprensión precipitada de unos textos ni arbitraria ni artificialmente difíciles. El entender demasiado rápido, nos quiere decir el autor, aunque esté presidido por una actitud afirmativa y simpática, conduce inevitablemente a traicionar los textos.

La otra clave que resulta imprescindible para acercase al pensamiento de Lévinas es la referida a la relación entre lo griego y lo judío. Como advierte Patricio Peñalver no se trata, como por cierto hemos acostumbrado a hacer en la tradición cultural occidental, de una relación entre lo filosófico y lo religioso: lo primero proveniente de Atenas, lo segundo de Jerusalén. Esta separación de género a fuerza de pedagógica y facilitadora resulta falsa. Lo griego y lo judío no son dos géneros limpiamente distintos y paralelos, sino «dos espacios en una misma página» (240), convocados al exceso, a ir más allá de sí, a interpelarse y contaminarse, pero a no disolverse en una reconciliación traicionadora de ambos. Y esto no por algún tipo de justeza historicista, sino porque como sospecha el propio Lévinas, quizás Auschwitz haya sido producido por la civilización del idealismo, y está por ver si la filosofía puede ser otra cosa que idealismo, por ver y por intentar que lo sea. En cualquier caso, Auschwitz es inseparable de la racionalidad egológica y de la coacción a la identidad que ella pone por obra. El recurso al pensamiento judío no es pues caprichoso, ni depende sólo de la pertenencia de Lévinas al pueblo víctima del mayor genocidio en la historia occidental. Auschwitz es la negación de la transcendencia que irrumpe en el rostro del otro. De ahí la exigencia de pensar esa negación, de enfrentarse a la tradición filosófica occidental para escrutar los caminos que conducen a la catástrofe, para intentar atisbar grietas y quiebras por las que escapar al imperio de la identidad, para buscar argumentos de alteridad.

Esto exige reconocer en el judaísmo no meramente una fuente de creencia religiosa dispuesta a verterse en los moldes conceptuales de la filosofía, sino como una «aventura intelectual» diferenciada (175). Pero esta exigencia no puede desentenderse de la ontología, abandonarla con un hierro viejo e inservible, porque eso sería sucumbir la ingenuidad de ignorar su poder, la capacidad de sobrevivir a su muerte tantas veces anunciada y celebrada en la historia del pensamiento filosófico. La irreductibilidad de la experiencia escatológica del profetismo judío no dispensa pues a Lévinas, como resalta Patricio Peñalver, de buscar su traducción al «medium de la universalidad que es la ontología filosófica» (178). Tarea ciertamente aporética llevada a cabo en Totalidad e infinito, obra cuya lectura ocupa gran parte del trabajo que comentamos, a vueltas con una negatividad que no debe ser absorbida por una totalidad capaz de hacerla productiva y a vueltas también con la alteridad infinita de lo Otro que se resiste tanto a ser confundida con una infinitud teológicamente positivizada como a refugiarse en una renuncia al lenguaje emparentada con la teología negativa. Apoyado en la crítica de Derrida, deletrea Patricio Peñalver la confrontación de Lévinas con Hegel, Husserl y Heidegger, para evidenciar la «incoherencia entre su intención heterológica y su discurso filosófico» (184). Pero quien, habituado en exceso a medir el pensamiento desde su capacidad para evitar contradicciones performativas, celebre esta constatación como prueba de un fracaso, quizás subestime apresuradamente la "paciencia" de la intención heterológica.

En De otro modo que ser o más allá de la esencia, reconoce y señala Patricio Peñalver el esfuerzo de abordar este problema por medio de la tematización de la inadecuación entre el Decir y lo Dicho. Los tropos del lenguaje ético, de la responsabilidad por el otro contraída antes de poder haber sido asumida, exige una transposición del lenguaje ontológico que estalla y hace saltar por los aíres las categorías ontológicas de la esencia, la identidad y la sustancialidad. Como señala nuestro autor, «la responsabilidad está ya en el sí mismo previo a la formación de la voluntad en el ego racional» (188). Pero, ¿es posible describir no ontológicamente la subjetividad? ¿No volvemos a las mismas aporías? Lévinas percibe el poder clausurador y envolvente del discurso perdicativo, al que no escapa el discurso mismo que expone la diferencia entre el Decir y lo Dicho. Pero la tematización de esta contradicción performativa está al servicio del lenguaje ético-trópico. Reafirmar el Decir como pasión de una responsabilidad ilimitadas es la manera de resistir a la correlación sincronizadora del Decir y lo Dicho, aunque se parta y se retorne siempre a lo Dicho. Se trata, como señala Patricio Peñalver, de dar otra vuelta de tuerca «en la explicación interna de la diferencia greco-judía, una nueva dramatización de ese desgarramiento o de esa hipocresía» (193).

Señaladas, pues, las claves que permiten un acercamiento no reductor a los textos de Lévinas, comprendemos la radicalidad con que Patricio Peñalver los defiende de lecturas realizadas desde esquemas distorsionadores. Él se refiere a tres: «un cierto teísmo restauracionista, una cierta inflexión fratercentrista del los Humanismos y una cierta complacencia pseudoliteraria en la narratividad postmodernista» (18). Frente al primero Patricio Peñalver moviliza el ateísmo metafísico levinasiano, que remite a los forofos de la afirmación teológica al corazón de la relación social y la indeclinabilidad del deber de hacer justicia. Frente a la segunda moviliza las reservas levinasianas frente al concepto de persona y su hipostatización identitaria. Y frente a la tercera, por fin, la irrevocable vocación universalista y el intelectualismo de Lévinas.

De este modo es como Patricio Peñalver nos pone en pista para hacer una lectura de Totalidad e infinito que evite interpretarla como «una moral subjetiva y utópica animada por la patética del rostro en un lenguaje finalmente religioso» (176). Pensar la transcendencia, finalidad inscrita en las raíces mismas de la ontología, sólo es posible volviéndose contra ésta, es decir, pensando la relación transcendente entre lo Mismo y lo Otro, entre el yo y lo Absoluto, que es malograda necesariamente por la totalidad que los suma y pretende englobarlos en la complementariedad, reduciendo en realidad lo segundo a lo primero. El primado de la idea de infinito sobre el concepto de totalidad lucha contra esta reducción. En él se basa la posibilidad de una paz ético-escatológica, inconfundible con el curso de la historia dominado por la guerra. La idea de infinito no arranca pues de la historia, sino que queda constituida en la responsabilidad ante el rostro del otro. No hay una historia del Otro. El lugar donde el Otro se nos abre y donde nos mostramos vulnerables ante él es auténticamente contra-histórico. Por eso, lo infinito en el «ámbito interhumano —como nos dice Patricio Peñalver— es el rostro, expresión por sí y no tema desvelable a la luz de la comprensión» (70): desnudez sin metáfora (78).

Sin embargo, la necesidad misma de evitar la complementariedad entre lo Mismo y lo Otro, que se esconde en la idea de totalidad que los engloba, es lo que exige una ontología de la existencia cotidiana, en la que Lévinas nos acerca a la estructura básica de la existencia interior en lo Mismo. Se trata, como nos dice Patricio Peñalver, de presentar «la vocación de plenitud, satisfacción y autonomía de un yo que, sólo así, en tanto feliz y separado, podrá desear al otro sin necesitarlo, fuera, pues, de la lógica de la totalidad» (177).

Pero la metafísica inscrita en la idea de infinito escapa al paradigma de la alimentación, a la lógica de la representación y al mundo objetivo de las obras, supuestos del yo separado. Aquella sólo se concreta, como hemos visto, en la relación con el rostro del otro. Este remitirnos al ámbito interhumano no debe confundirnos. No se trata de un espacio de fraternidad "cosmopolita" basada en una pertenencia común al género humano, que ha de poder fundamentar la justicia universal en el sentido de una reciprocidad deontológica generalizada sin la entrega de uno a la responsabilidad del otro. Se es responsable antes de que pueda plantearse la pregunta por la reciprocidad (económica) que están dispuestos a reconocer individuos señores de sí mismos. Patricio Peñalver habla de la «la asimetría constitutiva de la relación social original» (134). Desde la exterioridad, desde su ser transcendente, es decir, de su resistencia a toda tentativa de dominio y aniquilación, por tanto, también desde su esencial vulnerabilidad y necesidad, el rostro del otro apela a mi responsabilidad. El autor resalta la importancia del lenguaje que viene del otro, como acontecimiento que funda la universalidad de razón. De nuevo Patricio Peñalver: «si la universalidad reina como la presencia de la humanidad en los ojos que me miran, si, en fin, se recuerda que esta mirada apela a mi responsabilidad y consagra mi libertad en tanto que responsabilidad y don de sí, el pluralismo de la sociedad no podría desaparecer en la elevación a la razón. Sería su condición» (143).

Pero la contraposición irreconciliable entre la metafísica del rostro y la "historia" o la "política" lleva a Lévinas a profundizar en la cuarta sección del Totalidad e infinito en un «tercer orden peculiar de la existencia, el de la subjetividad en cuanto marcada por el conflicto de las voluntades» (150). Estamos hablando del reino de la historia y del comercio. Y quizás es aquí donde se me agolpan las preguntas que el recorrido hecho de la mano de Argumentos de Alteridad ha ido suscitando. ¿Debe poder quedar indiferente la historia frente al juicio que se expresa en la responsabilidad para el Otro? ¿No tiene todo su sentido la apología del Bien que nos inspira en la responsabilidad para el Otro precisamente en afirmase en la historia misma? ¿Que decir en otro caso de una ética como filosofía primera que abandona la historia a sí misma y que sólo constata la carencia en ésta de toda idea sobre el juicio emitido desde la responsabilidad para el Otro sobre ella? ¿Y no tiene la responsabilidad que se expone al Otro también ella misma su sentido en una responsabilidad asumida que adopta figura histórica? ¿O hemos de pensar la historia como el curso del mundo que no dice nada en sentido levinasiano, es decir, totalizador y fatal, que tiene que permanecer siempre ciego en la relación con el Bien de un Decir de la responsabilidad para el Otro desde una "interioridad" capaz sólo secretamente de hacer saltar la historia?

Estas preguntas no son sino una invitación a seguir pensando con Lévinas y sobre su escritura, que es a lo que contribuye muy significativamente el libro de Patricio Peñalver. Un libro en el que desde la primera página nos encontramos confrontados con las cuestiones fundamentales que plantean los textos de Lévinas. Y esto sin concesiones al lector, lo que se agradece. Lo anecdótico carece de lugar. El contexto o el horizonte del pensamiento se recupera desde lo nuclear del mismo. Patricio Peñalver no sacrifica la complejidad a la comunicabilidad, no cae en la tentación de servir al lector minusvalorándolo, evitándole pasar por el espesor del discurso filosófico levinasiano, de un pensamiento que, como él dice, es «muy complejo, muy matizado, muy difícil» (87). La propuesta de lectura que nos ofrece este libro no desmerece de la densidad, el rigor y la exigencia de los textos a los que se enfrenta. Pero preservarlos de una cercanía engañosa no los aleja del lector, sino que les permite conservar su valor y renovar su atractividad esquiva para el que quiera aventurarse por las páginas que nos ha dejado Emmanuel Lévinas. Por todas esta razones, creo que Argumentos de alteridad representa una ayuda inestimable para la lectura de dichas páginas y un libro logrado.