José A. Zamora |
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Entre las muchas formas de plantear el problema de la relación entre los poderes públicos y la moral, la primera y, por así decirlo, más a la mano es considerar dicha relación desde el punto de vista de la Ética de la Administración Pública o la Ética Política, es decir, como un capítulo de la ética aplicada, que intenta encarnar los valores mayoritariamente compartidos por los ciudadanos en cada una de las esferas de la vida social, en este caso en la esfera de la Administración Pública o en la Política. Naturalmente, esto no sólo tendría que ver con los problemas de corrupción que están en la conciencia de todos nosotros y que gozan de una gran notoriedad mediática, sino también con los problemas cotidianos de negligencia, falta de profesionalidad, clientelismo, arbitrariedad, etc. que aquejan a la Función Pública.
Sin embargo, esta forma de abordar la relación entre moral y poderes públicos se enfrenta a dificultades insalvables, dificultades que provienen de dos frentes. El primero está referido a las posibilidades de determinación de una ética cívica aceptada mayoritariamente dentro del contexto de pluralismo valorativo irreversible que caracteriza nuestra cultura. ¿Es posible llegar hoy a un consenso sobre los valores cívicos que sea algo más que una tregua coyuntural en la lucha a muerte que, como decía Max Weber, mantienen los dioses olímpicos redivivos? ¿Es posible llegar a un tal consenso que vaya más allá de una coexistencia aparentemente pacífica de propuestas morales diversas que se toleran públicamente, mientras mantienen una lucha sorda por hacerse con los centros de influencia social, movidas por la esperanza de que el poder fáctico terminará resolviendo el conflicto que el diálogo no es capaz de dirimir?¿No está movida la confrontación más o menos dialógica en torno a los contenidos de la moral cívica por los mismos intereses, pasiones, estrategias, etc. que supuestamente dicha moral ha de ayudar a superar? Y para terminar, ¿cómo se puede esperar que la ética cívica aplicada ayude a solventar las deficiencias morales de la vida pública, cuando de facto ella misma es el resultado de una lucha asimétrica, cuajada de violencias disfrazadas, sustentada por grupos de intereses con recursos políticos, económicos y mediáticos desiguales, pero determinantes del resultado?
Pero es más, y aquí nos enfrentamos a un segundo frente de dificultades que tiene este planteamiento del problema, si partimos de una situación ideal en la que hubiéramos llegado a un consenso mayoritariamente aceptado sobre cuál sea el contenido valorativo y normativo de la moral cívica, ¿qué nos garantiza la posibilidad de su aplicación? ¿cómo salvar la distancia entre el reconocimiento de un conjunto de valores morales y su aplicación en la vida pública? ¿es que no existe ninguna quiebra entre asunción de un marco valorativo, la determinación de la voluntad por el mismo, la praxis derivada de decisiones informadas por dicha voluntad y los resultados reales de la praxis? ¿no mantiene un resto incuestionable de verdad la ética de la responsabilidad frente a la ética de la convicción, según la conocida distinción de Max Weber, que consiste en haber percibido el papel de las mediaciones estructurales, ya sean éstas administrativas, económicas o sociales, en el resultado de las acciones de los sujetos sociales? ¿existen medios racionales para prevenir y, por lo tanto, calcular y regular los efectos de dichas mediaciones en la ejecución de proyectos informados por intencionalidades éticas?¿No fue el recurso kantiano a la "buena voluntad" el primer registro en el umbral de la modernidad de que, con la complejidad creciente del entramado social, nadie es dueño ya de los resultados de sus acciones y, por lo tanto, que estos escapan a la posibilidad de ser imputados taxativamente al sujeto y han dejado de ser, en consecuencia, un fundamento seguro de su moralidad?
A nadie se le oculta que, cuando hablamos de poderes públicos, nos enfrentamos con los misterios inescrutables de la racionalidad burocrática, de una racionalidad que llevada al extremo y guiada por su propia lógica, es decir, sin necesidad de la contribución de factores supuestamente distorsionantes como la corrupción, la falta de profesionalidad, la arbitrariedad, etc., termina por sí misma dando un vuelco hacia la irracionalidad. ¿No es la propia lógica burocrático-administrativa la que ha llevado a una proliferación de organismos, administraciones e instituciones y, lo que es peor, a una invertebración del aparato administrativo, que hace de éste un instrumento más bien imprevisible en su relación con el poder político? ¿No parece estar, por otra parte, el origen de las corruptelas e inoperancias en la infiltración política del aparato administrativo, con lo que difícilmente se podrá recurrir a un empleo supuestamente terapéutico de dicha infiltración, más contraproducente que sanador? ¿Qué posibilidades tienen en este caso las decisiones políticas, aparentemente respaldadas por mayorías ciudadanas, de llegar a una ejecución aceptable?
Bastaría un análisis pormenorizado del proceso de toma de decisiones político-administrativas y de su implementación, de las interferencias internas y externas que sufre dicho proceso, para rebajar considerablemente las pretensiones idealistas de ciertos moralistas que centran su oficio en hacer apelaciones "urbi et orbi" y confunden el aforo de sus conferencias o el número de ediciones de sus libros con la eficacia de sus apelaciones. La sociología de los aparatos administrativos, y estos son los principales instrumentos del poder político, se convierte así en un complemento imprescindible de la ética cívica aplicada a la Función Pública, pero también en su mayor relativización, por no decir su cuestionamiento radical. A ello habría que añadir la relativización que el poder público sufre cuando se lo inserta en el conjunto de poderes que constituyen el entramado social y se considera la posible relación de estos poderes económicos, sociales y culturales, desde luego no menos problemática, con la ética cívica.
Quizá sería la ironía la única respuesta adecuada a la sinrazón político-administrativa, si no fuera por los dramáticos problemas a los que la sociedad en su conjunto se enfrenta y frente a los cuales sólo unos pocos privilegiados pueden permitirse la distancia irónica. Pensemos en la cifras de paro en Europa y el paro masivo a escala mundial, la miseria en la que viven millones de seres humanos, el más que incierto futuro ecológico del planeta,... por nombrar sólo unos cuantos. ¿Qué capacidad tiene el aparato político-administrativo, por así decirlo, la "Realpolitik", la política real, de dar respuesta eficaz a estos problemas? ¿No vivimos todos bajo la sensación, que es más que una sensación, de que el poder político se ha convertido en una realidad virtual, casi exclusivamente mediática, que encubre un sistema emancipado de todo gobierno y regulación humana, del que siendo actores y ejecutores, al mismo tiempo y paradójicamente no somos más que sus marionetas?
Cuando hablo de "Realpolitik", de política real, como se hablaba hasta hace poco del "socialismo real" para referirse al socialismo existente en los países del Este, por contraposición al socialismo supuestamente menos real de occidente, bien por ser un socialismo meramente teórico o de intelectuales, no realmente implantado, o bien por no ser considerado realmente socialismo, cuando hablo, como digo, de política real, me estoy refiriendo a un ideal del siglo XIX, heredado por el XX que consiste en buscar y encontrar talentos políticos, pero no entre los actores sociales convencidos, sino entre los pragmáticos que, supuestamente, entienden su oficio. Cuando uno no está fascinado por los artistas de lo posible y sus brillantes competencias en el abordaje de problemas, sino que contempla los resultados visibles de ese tipo de política en el siglo XX, entonces no puede dejar de pensar que algo está equivocado en la estructura de ese concepto de política y en su efectos reales.
Esa política se ha manifestado como inservible en muchos aspectos. No produce ninguna comunidad social, que sería la materia prima de lo político. Al contrario, allí donde ésta empieza a apuntar, allí donde las personas empiezan a organizarse siguiendo sus intereses vitales, esa política real se ocupa de intervenir en dichos procesos para interrumpirlos, es decir, para impedir posibilidades mejores de organizar la comunidad social. La 'política real' ha hecho valer siempre la consideración despreciativa de lo meramente utópico respecto a aquellos intereses que estando orientados hacia la construcción de la comunidad social se entendían a sí mismos como políticos. De este modo dicha política no ha hecho sino mistificar el poder real del status quo.
La política real de la soberanía, sustentada por el poder estatal, es la forma de expresión más importante de esa hegemonización del status quo, con el que el principio de realidad se ha creado una fortaleza en el totalidad colectiva, llegando a penetrar incluso en la constitución interna de los individuos a través de su evolución vital. A la vista de este poder, el primer acto de ilustración sería la increencia, el rechazo escéptico, y esto no sólo por honradez intelectual. Pues si fuera posible hacer un balance de los logros de la política real en el siglo XX, lo primero que constataríamos sería seguramente un derroche sin precedentes: un derroche de fuerza de trabajo, de capital, masacres, genocidios, víctimas, destrucciones, reconstrucciones siguiendo los antiguos planos, desgaste de hombres y mujeres con talento, destierros masivos, inflaciones y dos guerras mundiales. Nada de todo esto puede separarse de lo que he denominado 'política real'.
Evidentemente, en el uso lingüístico dominante, se entiende por política lo que los políticos hacen. Sin embargo, lo político, en cuanto ámbito especializado y profesionalmente atendido, no es todo lo político y sus pretensiones de exclusividad carecen de legitimidad. Con esto no pretendo negar los logros duramente trabajados de los modernos sistemas políticos de corte liberal en occidente, de momento insustituibles. Pero si pretendo poner de manifiesto que la política, entendida como un ámbito institucional especializado y profesionalizado tiene la tendencia a terminar agostando y consumiendo la materia prima de lo político. Habría que preguntarse pues, hacia dónde se ha desplazado lo político, cuando parece desaparecer en la política profesionalizada y degradada a pura administración con cometidos específicos.
Las actitudes y comportamientos humanos, las energías y su campos de fuerza inestables, que pueden llegar a ser materia prima de lo político, tienen su fuente en tres grandes ámbitos: uno sería el ámbito de la producción (y las profesiones), otro el de la socialización (por ejemplo, las familias) y otro en la esfera del tiempo libre y del consumo. El mismo estado y la política poco pueden añadir a estos poderosos caudales sociales. Si buscamos la materia prima de lo político, de lo político no reducido a una esfera específica o a una actividad profesional, nos encontraremos con impulsos ocultos en el mundo de vida, que por regla general tienen sus raíces en la esfera privada (profesión, familia, empresa, etc.), aunque ahí esos impulsos todavía no se expresan políticamente. Tiene que añadirse algo para que esto suceda: la generalización. Yo reconozco mis propios intereses y su formulación en otros. De ello resulta la autoconciencia y una capacidad ampliada de expresión. Esto ya es la materia que puede ser descifrada y captada de modo político. Pero todavía se trata de una fuente de energía más bien pasiva que activa. Para que algo se vuelva altamente explosivo desde el punto de vista político, sería necesario además una pretensión de validez que vaya más allá de la situación, por ejemplo, la reclamación de unos derechos. En la mayoría de los casos se trata de un sentimiento de justicia herido, de una actividad que nace de la necesidad de defenderse. Entonces es cuando se constituye una certeza política. Por eso, puede que la mayor parte de la energías políticas se encuentre en aquellas redes relacionales en las que se intenta la restitución de una felicidad perdida.
Si esto es así, habría que preguntarse bajo qué condiciones la materia prima de lo político (intereses, sentimientos, protestas, etc.) producen exitosamente los siguientes parámetros: duración necesaria, voluntad propia y autonomía subjetiva que se unen en una comunidad social, capacidad de expresión y de discernimiento que mantiene reconocible en el ámbito de lo público la experiencia vital, es decir, que impide la exclusión, y, por último, la producción de libertad. Allí donde la libertad individual es satisfecha, de modo que las fuerzas sociales asociativas pueden ser liberadas, la comunidad social no se sustenta sobre lo administrativo, sino sobre una rica expresión común. El elemento de lo general o universal en lo político no negaría entonces el derecho de lo singular, sino que se convertiría en su contorno protector.
La teoría política tradicional parte de una soberanía que emana del poder central y está sustentada sobre la fuerza. Cuanto más abajo desciende esa fuerza, tanto más pequeña es la participación de las fuerzas sociales en ella. Y en relación a esta construcción centralista de lo político, nada cambia en principio la forma democrática de estado. Por el contrario, los parámetros de la durabilidad, la diversidad productiva, el contacto con la experiencia, la determinación, la tolerancia, la libertad, la capacidad de discernimiento, la democracia y la cogestión en sentido material, los procesos de acuerdo en cuestiones sustanciales, etc., todos estos parámetros presuponen que las proporciones, las formas y los lugares de la circulación entre las fuentes de lo político y los resultados de la política se adapten a las dimensiones de lo cotidiano.
Esto es imposible representárselo exclusivamente en formas de la actividad estatal. Los correctivos modernos al poder del estado tienen como condición un amplio espacio intermedio de instituciones que no pueden ser ni estatales, ni meramente privadas. Sólo ellas son capaces de producir contrapoder, durabilidad, equilibrios y formas modernas de división de poderes y participación, que no simplemente debiliten la soberanía del estado desde el punto de vista constitucional, sino que personifiquen un contraprincipio organizativo.
Dado que en todos los ámbitos de la vida social puede generarse la materia prima de lo político, tan pronto como los sentimientos adquieren un grado de intensidad política a causa de un desajuste intolerable, la cuestión clave, también la cuestión clave desde el punto de vista moral, está referida al problema de la transformación de la excitación política en representación política. Los peores enemigos de esa transformación son el secuestro de la memoria, la pérdida de la capacidad de expresión y de lenguaje, la aceleración del tiempo vital, el sentimiento de impotencia, el mecanismo de negación de la percepción, etc., todo ello inteligentemente administrado por los poderes constituidos. Sólo en oposición a estos enemigos es posible definir la sustancia de lo moral en ámbito de lo político.