José A. Zamora

 

«Dimensión ética de la cooperación al desarrollo»

en: P. Ortega y R. Mínguez (coords.): Educación, cooperación y desarrollo. Murcia: CajaMurcia 1999, pp. 77-121.


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«Todo es del dolor con que se mira.»

Mario Benedetti


«El sistema:
Con una mano roba lo que con otra presta.
Sus víctimas:
Cuanto más pagan, más deben.
Cuanto más reciben, menos tienen.
Cuanto más venden, menos cobran.»

Eduardo Galeano




Si hubiera un acuerdo más o menos compartido sobre la cooperación al desarrollo podríamos dedicarnos inmediatamente a reflexionar sobre lo que pueda ser su "dimensión ética", pero evidentemente esto no es así. Es más, en la discusión en torno al asunto mismo y en el análisis crítico de las prácticas existentes ya se introducen consideraciones valorativas que advierten sobre la relevancia ética de la correcta definición del problema al que pretende enfrentarse la cooperación.

No es difícil advertir un malestar cada vez más extendido frente al concepto mismo de "cooperación al desarrollo". Se trata de un malestar que hunde sus raíces tanto en las experiencias de fracaso de bastantes de las políticas de cooperación aplicadas entre los años cincuenta y setenta (Müller, 1997: 31-40; Friedman 1992), como en la conciencia progresivamente agudizada de las consecuencias perversas de los procesos de modernización (Beck, 1998; Beck, Giddens y Lash, 1997; J. Beriain, 1996), que han llevado a cuestionar seriamente los modelos que servían de referentes a aquellas políticas.

A mitad de los años ochenta, a la vista de las consecuencias de la crisis internacional provocada por la imposibilidad de responder de la deuda externa de parte de los países endeudados del Tercer Mundo, se llegó a hablar incluso de "ayuda mortífera" (Erle, 1985). No puede pues extrañar que a veces se tenga la sensación de que el término "ayuda al desarrollo" es él mismo un velo encubridor del problema al que intenta responder y de que el lastre de planteamientos que hoy consideramos rechazables todavía sigue pesando demasiado sobre las prácticas llevadas a cabo bajo ese concepto, pese a todos los esfuerzos por redefinirlo (Sogge, 1998: 35-40).

La identificación tan arraigada entre modernización y desarrollo llevó a considerar a ambos como un proceso histórico lineal, ilimitado y global, que en todos sitios sigue más o menos el mismo curso y al que a la larga las sociedades tradicionales no pueden sustraerse (Rostow, 1990). El modelo normativo orientador de ese proceso, se entendiera éste de manera preferentemente económica o multidimensional (economía, cultura y política), lo constituían los países industrializados, y esto se mantenía así independientemente de que las recetas de cara a propiciar el desarrollo modernizador variaran según los distintas teorías bajo las que se analizaban las relaciones Norte-Sur, desde la teoría de la dependencia a la del libre comercio (Hinkelammert, 1995: 133ss.).

En todo caso, el supuesto de que la ayuda conduciría a un desarrollo económico rápido que, junto a una política social adecuada, tendría como efecto la integración económica de toda la población de los países empobrecidos en el mercado mundial y la división del trabajo internacional ha sido refutado por el curso de los hechos (Wallerstein, 1991; 1994). Tampoco ha tenido ningún éxito la alternativa neoliberal de imponer a los países receptores de ayuda condiciones fundamentalmente económicas llamadas de "ajuste estructural", supuestamente favorecedoras de dicha integración, en el convencimiento de que las mismas respondían a la lógica del mercado, cuya "magia" sí sería capaz de sacar de la miseria a los mencionados países (Petras y Vieux, 1995: 47-56; Berzosa: 1994: 244ss.; Bustelo, 1994).

Además, las sociedades que personificaban el ideal de desarrollo, es decir, que supuestamente habían sido capaces de combinar el progreso técnico, el crecimiento económico y la integración económica, social y política de toda la población, permitiendo sobre eso la aparición de un pluralismo cultural que emancipaba a los individuos tanto del sometimiento a cosmovisiones únicas como del peso de tradiciones impuestas, y a pesar de que el modelo alternativo no-capitalista de desarrollo se declaraba en bancarrota, dichas "sociedades modelo" se veían acuciadas por contradicciones seriamente amenazantes: incapacidad para integrar económicamente a una parte creciente de la población, repercusiones destructivas del crecimiento económico sobre el medio ambiente, desintegración social y cosmovisional, etc. El supuesto de una armonía entre desarrollo técnico, crecimiento económico y desarrollo humano se derrumba al mismo tiempo en que se celebra a bombo y platillo mediático el "triunfo" del capitalismo a escala mundial como destino último e irrebasable de la historia (Fukuyama, 1992; Zamora, 1997a: 7-11). Pero la victoria del capitalismo se ha revelado como una victoria pírrica en la que sale a la luz una crisis de civilización de dimensiones incomparablemente mayores.

Esto ha hecho que a partir de finales de los años ochenta la situación de los países empobrecidos empiece a percibirse de modo cada vez más generalizado en relación a ámbitos de problemas globales. Pues si bien las consecuencias negativas de dichos problemas son especial y desigualmente graves en el Tercer Mundo, desde luego no estamos antes problemas exclusivamente del Sur, sino ante problemas de dimensiones mundiales y de carácter interdependiente, que también afectan a los países más industrializados. Las grandes conferencias mundiales de los últimos años, las cumbres mundiales sobre infancia (Nueva York, 1990), medio ambiente y desarrollo (Río de Janeiro, 1992), derechos humanos (Viena, 1993), población y desarrollo (Cairo, 1994), desarrollo social (Copenhague, 1995), mujer (Beijing, 1995), asentamientos humanos (Estambul, 1996) y alimentación (Roma, 1996), todas estas conferencias, más allá de sus resultados efectivos, pueden ser consideradas como un barómetros de los problemas mundiales. Y aunque dichos problemas afecten desigualmente, es decir, aunque tengan consecuencias negativas tremendamente mayores para los países empobrecidos, sin embargo, nos encontramos ante problemas que afectan a todos y porque son de todos, exigen soluciones que impliquen a todos. Cada vez más vivimos en un solo mundo cuya posibilidad de supervivencia se ha convertido en un problema común.


I. Grandes retos en la era de la globalización

Esta visión de las cosas viene también propiciada por el fenómeno de la "globalización", que en cierta manera impone la necesidad de analizar los problemas de manera interdependiente y mundial, es decir, en términos de un creciente entrelazamiento económico, político y cultural a escala global. Se asegura al respecto que la mayor parte de nuestra vida social está determinada por procesos "globales", es decir, por aquellos procesos en los que se debilita la incidencia de las culturas nacionales, las economías nacionales, las políticas económicas nacionales y en general el gobierno político por medio de la soberanía, la legislación, los medios de comunicación y las fronteras nacionales, es decir, que en relación a los procesos operativos en cuestión todos estos factores pierden su función, cuando no se vuelven disfuncionales.

Ya se vea en el concepto de "globalización" el único instrumento de análisis apropiado a los cambios experimentados desde mediados de los años ochenta (Waters, 1995) o más bien un mito legitimador de determinadas políticas (Hirst y Thompson, 1996), existen ciertos datos que deben ser tenidos en cuenta (Windfuhr, 1998: 36-309):

  1. El crecimiento del volumen del comercio mundial se encuentra desde hace varias décadas por encima del crecimiento de la producción mundial de bienes. Esta tendencia viene apoyada por una política de liberalización selectiva, de la que es expresión la Organización Mundial de Comercio.
  2. Más rápido que el comercio mundial han crecido las inversiones extranjeras directas a cargo sobre todo de grupos de empresas transnacionales.
  3. En relación con estas inversiones, aunque en mayor medida vinculado a transacciones especulativas, se ha producido un rápido crecimiento de los flujos internacionales de capital, que dadas sus dimensiones debilitan o incluso imposibilitan los intentos de políticas monetarias y fiscales nacionales autónomas.
  4. A través de inversiones en ramas productivas y en servicios relacionados con ellas intensivos en capital y tecnología han surgido interrelaciones que van más allá de meras traslaciones empresariales en busca de retribuciones bajas del factor trabajo, de modo que se puede hablar de una importante internacionalización de la producción. Suministro, producción, prestación de servicios relacionados con la producción así como el marketing y la venta pueden ser optimizados por las grandes empresas transnacionales a escala global.
  5. También ha crecido vertiginosamente el mercado global de bienes "culturales" y de la comunicación así como la oferta de bienes y servicios crecientemente estandarizados a escala mundial, para lo que se ha acuñado términos como "MacDonaldlización" (Ritzer, 1993) o "Disneylandización" de la sociedad (Bruckner, 1994).
  6. Todos estos fenómenos no habrían sido posibles sin la revolución tecnológica de la microelectrónica, la informática, las telecomunicaciones y la optoelectrónica.

Pero la existencia de todos estos "datos" todavía no dice nada sobre las características estructurales del proceso de globalización. Según M. Castells, «la arquitectura de la economía global ofrece un mundo asimétricamente interdependiente, organizado en torno a tres regiones económicas principales y cada vez más polarizadas a lo largo de un eje de oposición entre zonas productivas, con abundante información y ricas, y zonas empobrecidas, de economías devaluadas y socialmente excluidas» (Castells, 1996: 173). Así pues, el supuestamente "nuevo" paradigma técnico-económico no sólo mantiene las mismas metas que el antiguo --«profundizar en la lógica capitalista de búsqueda de beneficios en las relaciones capital-trabajo» e «intensificar la productividad del trabajo y el capital» (p. 45)--, sino que mantiene y fortalece las pautas de dominio heredadas históricamente a través de un emplazamiento diferencial en la división internacional del trabajo, que supone de hecho la exclusión de grandes regiones rurales, países enteros de todo el mundo, gran parte del continente africano y grandes sectores de población en países y regiones ricas (p. 133ss.). En cierto modo nos encontramos ante la paradoja de que nuestro mundo se ha vuelto más unitario y más desgarrado a la vez (S. Amir, 1999: 15ss.).


1. Desigualdad y exclusión

Los datos ofrecidos por los últimos informes del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo hablan por sí solos:

DESIGUALDADES DEL CONSUMO

20%
MÁS RICO

20%
MÁS POBRE

Consumo de carne y pescado 45% 5%
Consumo de energía 58% 4%
Líneas telefónicas 74% 1,5%
Consumo de papel 84% 1,1%
Flota mundial de vehículos 87% 1%
GASTOS EN CONSUMO PRIVADO

86%

1,3%

Datos del PNUD: Informe 1998, p. 2


En los últimos 30 años, la participación en el ingreso mundial del 20% más pobre de la población mundial se redujo de 2,3% (1960) a 1,4% (1991) y a 1,1% (1997). Mientras tanto, la participación del 20% más rico aumentó de 70% a 85%. Así se duplicó la relación entre la proporción correspondiente a los más ricos y a los más pobres, de 30:1 (1960) a 61:1 (1991) y a 78:1 (1994). Hay en el mundo 358 personas cuyos activos se estiman en más de mil millones de dólares cada una, con lo cual superan el ingreso anual combinado de países donde vive el 45% de la población mundial. En los últimos tres decenios, la proporción de gente cuyo ingreso per cápita creció por lo menos a un ritmo de 5% anual se duplicó con creces, del 12% al 27%, en tanto que la proporción de los que experimentaron un crecimiento negativo se triplicó ampliamente, de 5% a 18%. La diferencia en cuanto al ingreso per cápita entre el mundo industrializado y el mundo en desarrollo se triplicó, de 5.700 dólares en 1970 a 15.400 dólares en 1993 (PNUD, 1996; 1998: 1-2).

Pero no nos enfrentamos sólo a una pobreza relativa y una desigualdad creciente, sino a una situación alarmante de pobreza absoluta. Alrededor de un tercio de la humanidad, 1.300 millones de personas, viven con un ingreso inferior a 1 dólar diario. «De los 4.400 millones de habitantes del mundo en desarrollo, casi tres quintas partes carecen de saneamiento básico. Casi un tercio no tiene acceso a agua limpia. La cuarta parte no tiene vivienda adecuada. Un quinto no tiene acceso a servicios modernos de salud. La quinta parte de los niños no asiste a la escuela hasta el quinto grado. Alrededor de la quinta parte no tiene energía y proteínas suficientes en su dieta. Las insuficiencias de micro-nutrientes son incluso más generalizadas. En todo el mundo hay dos mil millones de personas anémicas, incluidos 55 millones en los países industrializados» ((PNUD, 1998: 2). Esto supone que anualmente 200 millones de personas se vean afectadas por la tuberculosis y que unos 5 millones de lactantes y niños mueren por infecciones agudas de las vías respiratorias. El 94% de las personas con sida viven en países subdesarrollados, especialmente en el África subsahariana. 507 millones de personas tienen una esperanza de vida inferior a 40 años, 158 millones de niños menores de 5 años sufren malnutrición y 800 millones de personas no tienen recursos suficientes para comer.

El último informe del PNUD ha introducido un nuevo índice de pobreza (IPH-2) para medir la pobreza humana en los países industrializados. La dimensión adicional que se considera respecto al IPH-1 es la "exclusión social", medida por el porcentaje de la población que se estima que no sobrevivirá hasta los 60 años de edad, la tasa de analfabetismo funcional, el porcentaje de la población que vive por debajo del límite de la pobreza de ingreso de la mediana del ingreso disponible y la tasa de desempleo de largo plazo. Pues bien, este "nuevo" índice revela que casi 200 millones de habitantes de los países ricos, entre el 7% y el 17% de la población según los distintos países, es pobre. A la cabeza se encuentran los EE.UU., que es a la vez el país con ingreso medio más elevado (PNUD, 1998; Sebastián, 1998). En los países de la OCDE 37 millones de personas están sin empleo, especialmente los jóvenes (49% de mujeres jóvenes y 36% de hombres jóvenes en España) y más de 100 millones de personas carecen de hogar.

Todas estas cifras, por lo demás suficientemente conocidas, no pretenden ninguna exhaustividad, ni tampoco simplificar en su generalidad la multiplicidad de situaciones que en ellas quedan subsumidas: desigualdad entre zonas rurales y urbanas, entre hombres y mujeres, entre regiones en los mismos países, entre adultos y niños, entre etnias, etc. Quizás por esa razón sería conveniente atender sobre todo a la dinámica del sistema mundial tal como se manifiesta, según M. Castells, en los procesos de diferenciación social: «por una parte, desigualdad, polarización, pobreza y miseria pertenecen al ámbito de las relaciones de distribución/consumo o de la apropiación diferencial de la riqueza generada por el esfuerzo colectivo. Por otra parte, individualización del trabajo, sobreexplotación de los trabajadores, exclusión social e integración perversa son características de cuatro procesos específicos respecto a las relaciones de producción» (1998: 96).

2. Destrucción del medio ambiente

Otro de los problemas que contribuye de manera especial a tomar conciencia que vivimos en "un" mundo es el avance de la destrucción global del medio ambiente. Los informes del Club de Roma, desde Los límites del crecimiento (1975) hasta el Factor 4 (Weizsäcker, 1997), pasando por Nuestro futuro común (CMMAD, 1992), han puesto de manifiesto no sólo los límites de los recursos naturales, sino los límites que nos imponen los residuos producidos por un crecimiento basado en el consumo de cantidades cada vez mayores de energía y materias primas. Temas como la contaminación atmosférica y envenenamiento de las aguas, la disminución de la capa de ozono, el "efecto invernadero", la deforestación, la desertización, etc. llenan las páginas de nuestros diarios.

Se produce un contraste muy significativo no sólo de los indicadores económicos globales sistemáticamente positivos (IMF, 1997) con la desigualdad/pobreza en el mundo, sino también con los indicadores ambientales. El medio ambiente se ve sometido a tensiones antes nunca vistas a causa del crecimiento desbocado del consumo en los últimos 50 años. Desde 1950 se ha quintuplicado la quema de combustibles fósiles, desde 1969 se ha casi duplicado el consumo de agua y cuadruplicado la captura marina, el consumo de madera en general es ahora un 40% superior a lo que era hace 25 años (PNUD, 1998: 3).

Este consumo desbocado ha llevado el deterioro de los recursos renovables: desde la diversidad biológica al agua, pasando por los suelos, los bosques y los peces. «Veinte países ya sufren de tensión respecto del agua, con menos de mil metros cúbicos per cápita por año, y la disponibilidad mundial de agua se ha reducido de diecisiete mil metros cúbicos per cápita en 1950 a siete mil en la actualidad. Una sexta parte de la superficie terrestre del mundo --casi dos mil millones de hectáreas-- se ha degradado como resultado del apacentamiento excesivo y de malas prácticas de cultivo. Los bosques del mundo --que ligan el suelo y previenen la erosión, regulan el abastecimiento de agua y ayudan a regir el clima-- se están reduciendo en tamaño. Desde 1970 la superficie forestal por mil habitantes se ha reducido de 11,4 kilómetros cuadrados a 7,3. Las existencias de peces se están reduciendo, y cerca de la cuarta parte está actualmente agotada o en peligro de agotamiento y otro 44% se está pescando hasta llegar a su límite biológico. Las especies silvestres se están extinguiendo de 50 a 100 veces más rápidamente que lo que lo harían en forma natural, amenazando con dejar grandes huecos en la red de la vida» (PNUD, 1998: 4). Cada día son más los ecosistemas al borde del colapso (Brown, 1998).

Si que el ecosistema global es finito, es decir, tiene una capacidad limitada de regeneración y asimilación, el crecimiento del subsistema económico, dado que se nutre de recursos y energía del ecosistema, que realiza además funciones de vertedero energético y de residuos, no puede ser ilimitado. La apropiación de la biomasa por los seres humanos (40% de la producción primaria de la fotosíntesis terrestre), el recalentamiento global (0,7ºC en los últimos cien años), la destrucción de la capa de ozono, la degradación del suelo (35% del suelo terrestre está ya degradado y las tasas de pérdida de suelo, de diez a cien toneladas por hectárea y año, exceden a la formación de suelo por lo menos en diez veces), el descenso de la biodiversidad (extinción de unas 150.000 especies anuales) y el crecimiento de la población (cerca de ocho mil millones para el año 2025, lo que supondría un 75% de aumento en el consumo de energía comercializada en los países en desarrollo), todas estas realidades avalan la tesis de que no puede mantenerse el actual crecimiento de la economía global basado en el consumo incontrolado de recursos (Goodland 1997: 19-36).

Pero no todos contaminamos igual ni soportamos de la misma manera las consecuencias de la destrucción del medio ambiente. El aumento del uso de recursos desde 1950 está desigualmente repartido, correspondiendo más de la mitad a los países industrializados. La emisión de dióxido de carbono del 20% de población con ingreso más elevado es de 53%, mientras que el 20% más pobre emite el 3% del total. Está diferencia sigue siendo escandalosa incluso cuando en la comparación se toman los países pobres más contaminantes: en 1995 se emitían 20,5 toneladas métricas anuales por habitante en Estados Unidos y por ejemplo 3,9 en México, 2,7 en China o 1,6 en Brasil.

Por otro lado, la gente pobre vive en el medio ambiente más deteriorado. Las economías de supervivencia a las que se ven abocados los millones de pobres de la mayoría de países subdesarrollados se centran en actividades humanas con alto empleo de materiales orgánicos y bajo nivel de procesamiento. Para ellos el medio ambiente es su medio de subsistencia y la crisis ecológica una cuestión de vida o muerte. Apelar al universalismo del deterioro del medio ambiente y al posible interés común por hacerle frente no puede ocultar las diferencias existentes en cuanto a la contribución a ese deterioro, como la diversidad de capacidades de respuesta al mismo, ya se trate de los efectos de la contaminación, de las catástrofes naturales asociadas al cambio climático o de los efectos de la desertización (Jacobs, 1997: 66ss.). Se puede hablar pues de una «espiral descendente» entre pobreza y medio ambiente, en la que el deterioro del segundo conduce al aumento de la primera y viceversa, la primera se convierte en una dificultad para la regeneración del segundo. «Los pobres se ven obligados a agotar los recursos para sobrevivir; esta degradación del medio ambiente los empobrece todavía más» (PNUD, 1998: 5).

Pero tampoco conviene olvidar que el mercado mundial dominado por los países de la OCDE ha sido hasta ahora la palanca más poderosa del saqueo de la naturaleza en los países del Tercer y Cuarto Mundo a través de la demanda de materias primas minerales y de alimentos tropicales (monocultivos), exportación de pesticidas, demanda de maderas nobles, políticas financieras que han generado una deuda económica que deja sin opción a los países pobres abocados a una explotación despiadada de sus propios recursos naturales irremplazables, etc. (Nuscheler, 1997: 16-17).

3. Amenaza a la diversidad cultural

El turismo y las migraciones, los medios de comunicación de masas, sobre todo la televisión, la venta a escala planetaria de productos culturales o de consumo, con sus campañas promocionales, etc. son fenómenos que apuntan a una multiplicación de los contactos y de las interacciones culturales a escala mundial. No cabe duda de que estamos asistiendo a un entrelazamiento de extraordinarias repercusiones entre estrategias económicas liberalizadoras y desreguladoras, es decir, favorecedoras del proceso de globalización, por un lado, y estrategias en el ámbito de la comunicación para impulsar e imponer nuevas tecnologías junto a formas privadas de organizar dicho ámbito, por otro.

Las cuestiones que todo esto plantea son sobradamente conocidas. ¿Se está produciendo un proceso de homogeneización cultural vía globalización? ¿Conlleva la globalización necesariamente una eliminación progresiva de diferencias locales y temporales significativas en el ámbito cultural? ¿Se puede considerar la industria transnacional de la cultura como el vehículo privilegiado de las multinacionales para la conquista empresarial del mundo, es decir, para imponer determinados modo de vida que facilitan su expansión? ¿Se está gestando algo así como una cultura global o se están imponiendo globalmente determinados elementos locales de la cultura occidental o, más concretamente, de la cultura "popular" norteamericana? ¿Es posible pensar y, lo que es más importante, realizar una industria de la cultural multicultural? ¿Conlleva la globalización cultural a largo plazo una destrucción sin paliativo de las tradiciones y su diversidad o más bien permite a los que viven bajo su imperio sin alternativas un grado de distancia y reflexión característico de las sociedades postradicionales?

En principio puede afirmarse que la pluralidad y diversidad de identidades culturales pertenece a la forma de ser esencialmente histórica de los seres humanos y que esa diversidad no es eliminable. Esto no significa que las identidades culturales de los distintos grupos humanos sean realidades estancas e inalterables. Más bien se encuentran en permanente transformación y contacto. Esto ha sido así a lo largo de toda la historia y previsiblemente lo seguirá siendo. Sin embargo, este hecho no puede utilizarse como argumento para minimizar las consecuencias de las formas hegemónicas de contacto cultural. Esclavitud, genocidio, llamadas a la "colonización" de las así llamadas "zonas despobladas" son formas bien conocidas de una negativa a registrar y reconocer la otreidad cultural. La consecuencia está bien patente: la rápida extinción de muchas lenguas, la destrucción total o parcial de los mecanismos materiales y sociales tradicionales de reproducción, la imposición desde posiciones de poder de los patrones culturales de los "conquistadores": desde la lengua a la religión, etc.

Tampoco puede negarse que en la actualidad ningún rincón del mundo escapa a la hegemonía económica del mercado, aunque para muchos la integración en el mismo tenga un carácter perverso. Y la globalización económica es inseparable de la globalización cultural. La "infraestructura" de esta globalización ha sufrido importantes y vertiginosos cambios, desde el telégrafo a las novísimas tecnologías de la comunicación, pasando por las agencias de noticias internacionales y los grandes consorcios mediáticos. Pero quizás sean estos últimos uno de los más claros exponentes de la concentración de poder económico y simbólico que permite operar en el mercado mundial.

Si se analizan las cincuenta empresas mediáticas más grandes del mundo puede constatarse un variado entrelazamiento transnacional que representa un poder de mercado de más de 26 billones de pesetas (Hachmeister y Rager, 1997: 13). Según los datos de la UNESCO, en 1990 de las 300 empresas más importantes de información y comunicación, 144 eran norteamericanas, 80 de la Unión Europea y 49 japonesas, es decir, la inmensa mayoría. De las 75 primeras empresas de prensa, 39 eran norteamericanas, 25 europeas y 8 japonesas. De las 88 primeras firmas de informática, 39 eran norteamericanas, 19 europeas y 7 japonesas. De las 158 primeras empresas fabricantes de material de comunicación, 75 eran de de EE UU, 36 europeas y 33 japonesas. Y el resto, cuando hay restos, tampoco es de los países pobres, sino de Australia, Suiza, Taiwan, Singapur, etc. «Algunos expertos prevén que, hacia el año 2000, en los ocho o diez sectores industriales de la economía desarrollada, particularmente en los de la informática y las telecomunicaciones, no habrá más que siete u ocho redes de empresas multinacionales que dominarán el 75 por 100 del mercado total» (Ramonet 1998: 150).

Para percibir lo que está en juego en esto bastaría con considerar que allí donde no llega el agua potable, sí que llega la televisión. El afer en torno al Informe McBride de la UNESCO Un solo mundo, voces múltiples (1980), que hizo movilizarse en contra a los Estados Unidos de Reagan y al Reino Unido de Tatcher y a retirarse de la institución, pone de manifiesto la magnitud de los intereses económicos y de hegemonía cultural cuestionados por el informe (Mattelart, 1998: 27). De hecho el proceso de monopolización a conducido a la situación que describe J. L. Sánchez Noriega: «En los países del Tercer Mundo africano, latinoamericano y asiático la implantación de nuevas tecnologías de las comunicaciones se hace a costa de incrementar la dependencia del exterior. En definitiva, en la explosión del audiovisual, en la "opulencia comunicacional" se dan fuertes desequilibrios entre países productores y consumidores, tanto de aparatos (hardware) como de contenidos, lo cual supone una colonización económica e ideológica --la identidad creada a través de los medios de los países ricos-- que no es sino expresión del desequilibrio Norte-Sur» (1997; Mathew, 1997: 43ss.).

El Informe 1998 del PNUD hace hincapié en el peso creciente de la publicidad --cuyo gasto crece un tercio más rápido que la economía mundial-- en el ámbito comunicacional. El mayor crecimiento se ha producido en los países del Tercer Mundo. Lo mismo ocurre con el aumento de suscriptores de la televisión por cable y las ventas de televisiones. «Es tan probable que una aldea china» --afirma dicho informe-- «esté vinculada al cine de Hollywood y a la publicidad por la televisión de satélite como por carretera o ferrocarril a una aldea situada a 50 kilómetros de distancia» (PNUD, 1998: 63).

Amplias capas de población de los países empobrecidos se encuentran en posiciones inferiores de la estructura social correspondiente: dominadas, dependientes, excluidas socialmente, etc. El contacto con la civilización occidental se produce frecuentemente en conexión directa con la sustitución o disolución de los marcos tradiciones de vida con sus modelos culturales y de comportamiento. Ese contacto afecta pues a seres humanos conformados por su procedencia y su memoria y va acompañado a menudo de discriminación, coacción a la asimilación y circunstancias de vida injustas en el nuevo marco de referencia. Con todo, el efecto de los medios de comunicación modernos no consiste tanto en la asunción de contenidos específicos cuanto de formas de pensamiento universales características de dichos medios, es decir, de estructuras conductuales y competencias cognitivas. Si se tiene en cuenta que los medios de comunicación han sustituido en gran medida a las instancias socializadoras tradicionales y que poseen un gran poder para establecer valores, formas de conducta, universos simbólicos, etc. y si se constata el carácter monopolista de la estructura de la comunicación mundial (Nuñez y Martín, 1996), no puede extrañar que algunos teóricos de los mass media hablen de imperialismo cultural (Schiller, 1992).

La posibilidad o incluso la necesidad de matizar esta tesis ha sido reconocida por el propio autor (p. 1-43). Los críticos de la misma afirman, en primer lugar, que las culturas de los países del Tercer Mundo no han sido ajenas a los conflictos, las imposiciones, las "colonizaciones", las disoluciones coactivas, etc. ya antes de su contacto con la civilización occidental. Todas las culturas tienen una carácter híbrido y están sometidas a imposiciones exteriores, lo que no excluye la existencia de formas propias de recepción, adaptación y resistencia, por lo que no se puede afirmar que la globalización conlleve necesariamente una integración homogeneizadora, ni un proceso de nivelación mundial (Thompson, 1998: 219ss.; Lisón, 1998). Sin embargo, los trabajos etnográficos que muestran las diferentes maneras de reaccionar y apropiarse los productos culturales de la industria mediática, no pueden obviar que dicha industria puede convertir a cualquier personaje de una serie televisiva en elemento cotidiano del universo simbólico de millones de seres humanos de distintos pueblos y culturas, independientemente de cómo éstos interpreten luego su figura. Y tampoco que la posibilidad de que las culturas que carecen del respaldo económico y técnico de la occidental sólo puedan hacerse presentes en el universo mediático global en formas devaluadas de presencia, que dichas culturas escasamente pueden controlar (Sánchez Noriega, 1999). La asimetría es evidente. Lo global restringe lo local. Lo segundo puede efectivamente determinar lo primero, pero es más fuertemente determinado por éste, lo que no quiere decir que lo global lo asimile y lo homogenice, sino que lo global en el espacio de sus posibilidades prácticas de darse forma y expandirse establece el espacio (im)posible de conformarse y expresarse lo local. La diferencias espacio-temporales no desaparecen, pero son modificadas con arreglo a la racionalidad propia de la actividad globalizada correspondiente.

2. Sistema-mundo e injusticia

La pregunta que conviene plantearse ahora es si existen relaciones sistémicas entre el capitalismo global por un lado y la desigualdad y la exclusión social, la destrucción del medio ambiente y la amenaza de la diversidad cultural por otro.

El concepto de "sistema-mundo" esta asociado a la figura de I. Wallerstein (1979; 1988), que interpreta el mundo como un sistema global de flujos económicos, políticos, culturales y militares interrelacionados bajo la ley capitalista de acumulación incesante de capital, a la que quedan subordinadas las diferentes construcciones sociales. Justificar y/o matizar este concepto desborda las posibilidades de lo que pretendemos aquí (Tortosa, 1992). Quizás sea su enfatización de los factores económicos como clave de todo el sistema --pues según Wallerstein serían ellos los que determinan a los componentes políticos y culturales-- lo que ha provocado las acusaciones por parte de otros teóricos de hacer una cierta simplificación economicista. A pesar de ello, creemos que la idea de "sistema-mundo" se puede tomar como punto de partida y esperamos que se justifique esta opción por su aplicación no dogmática a los fenómenos descritos más arriba.

A) En el caso de la pobreza, las desigualdades y la exclusión, significa que estos fenómenos no son explicables de manera circunstancial, aunque las circunstancias influyan, ni pueden ser imputados a los individuos que la padecen, aunque los individuos no deban ser exonerados de toda responsabilidad. La pobreza, la desigualdad y la exclusión tanto en los países pobres como en los países ricos son una pobreza, desigualdad y exclusión propias del sistema capitalista (Tortosa, 1993). Esto supone acabar con la idea tan arraigada de que el "mercado", en especial el mercado capitalista, no produce pobreza, sino riqueza. Muy al contrario, pertenece a la lógica del sistema aumentar la producción de bienes sin reducir el número de personas que carecen de los medios para satisfacer sus necesidades básicas. Ni las desigualdades entre grupos sociales dentro de los países, ni entre los países mismos deben ser consideradas como la expresión de un diferente estadio evolutivo dentro de un proceso igual para todos, sino como diferentes posiciones dentro de la economía-mundo (Tortosa, 1997).

Los cambios producidos en la forma de apropiación capitalista, desde las transformaciones en la titularidad de los derechos de propiedad del capital hasta la aparición de redes financieras globales, no han hecho más que agudizar la tendencia a aumentar la desigualdad y la polarización sociales. Es más, un número creciente de personas se vuelve completamente prescindible, lo mismo como productores que como consumidores. Frente a un capital cada vez más concentrado y "anárquicamente" organizado a través de las redes financieras globales se encuentran los productores crecientemente individualizados y debilitados en su capacidad de respuesta organizada.

La figura actual del capitalismo caracterizada por una liberalización selectiva del comercio mundial, por una todavía más importante desregulación y liberalización de los flujos de capitales, por el crecimiento de redes empresariales transnacionales con una fuerte internacionalización tanto de los procesos productivos como distributivos sobre la base de la revolución tecnológica informacional, de cara a mantener el nivel de acumulación de capital, genera sistémicamente espirales de enriquecimiento y empobrecimiento, dependiendo de que se esté enlazado --aun con diferentes grados de integración-- a las redes de capital, información y mercados o se esté desconectado de las mismas (Castells, 1998: 371ss.). La competitividad y el crecimiento correspondiente no sólo son incapaces de integrar a todos en el proceso económico, como prometían sus heraldos, sino que cada vez se agrandan más las dimensiones de la exclusión. Dichos mecanismos carecen de la capacidad de ofrecer trabajo y satisfacción mínima de las necesidades a todos. Y cuanto más se imponen las leyes de la competitividad y las exigencias de recursos tecnológicos, financieros y humanos capaces de cumplirlas, tanto más se aleja la posibilidad de las economías atrasadas de alcanzar el tren de alta velocidad del "progreso".


B) En el caso de la destrucción de la naturaleza cabría preguntarse también por su relación sistémica con los mecanismos del mercado regido por la maximización del beneficio y con las nuevas condiciones de liberalización selectiva y desregulación. ¿Poseen dichos mecanismos criterios internos para detectar que se ha llegado a un límite? La respuesta es claramente negativa. «No es inherente a los actuales sistemas económicos encerrar preocupación alguna respecto a la sostenibilidad del sistema natural que sirve de base a nuestra vida y a las economías que dependen de él» (Costanza, 1997: 108). Así pues, todo parece indicar que «se está gobernando la sociedad con una brújula que no sirve» (Tinbergen y Hueting, 1997: 63).

Si bien no existen mercados completamente "libres", los mecanismos por los cuales se asignan recursos y bienes (materias primas, energía, fuerza de trabajo, servicios y bienes de consumo, residuos) dependen de las fuerzas del mercado, son pues decisiones privadas guiadas fundamentalmente por el cálculo de rentabilidad económica. Las alternativas técnicas se evaluarán fundamentalmente en relación al coste y se tenderá a escoger la opción más barata frente a la menos dañina del medio ambiente, si esta última es más cara. Las consecuencias colectivas de estas decisiones en relación al medio ambiente, en el que lo global es lo determinante, no suelen entrar en el cálculo. Pero incluso allí donde las restricciones locales imponen límites externos a la planificación empresarial, que, por otra parte, no deben entorpecer gravemente el principio de maximización del beneficio, dichas restricciones no tienen una incidencia significativa sobre el impacto global.

Al contrario, las fuerzas del mercado buscan entonces cómo minimizar los costes que suponen esas restricciones "exportando" a los países en desarrollo los residuos contaminantes, dado que en ellos en depósito o tratamiento resulta más económico, precisamente por no existir restricciones legales o de hecho no ser efectiva. Con esto se muestra que los ámbitos sobre los que actúan los agentes económicos son siempre limitados y fragmentarios. También el cálculo de la relación entre costes y beneficios es limitado y fragmentario, mientras que lo que caracteriza al sustrato natural de la reproducción de la sociedad es la interdependencia global. Desde el punto de vista del mercado un producto merece ser producido si encuentra compradores dispuestos a adquirirlo de forma que la venta genere beneficios. Para los trabajadores es mucho más directa y perceptible la relación entre la venta del producto, los beneficios de la empresa y su salario, que entre su trabajo y los efectos colaterales destructores del medio ambiente. «Casi todos los problemas medioambientales caen dentro de la categoría de "externalidades negativas". Representan costes de las decisiones de producción y de consumo que no recaen sobre los agentes involucrados en la transacción» (Jacobs, 1997: 80).

En relación a los recursos naturales y la capacidad de vertedero de la naturaleza, el mercado tiende a calcular sólo los gastos de extracción o de recolección de las materias primas o, dado el caso, de su producción, y del depósito de los residuos. La mercantilización del recurso natural permite saber su valor para el proceso de producción de un determinado producto, pero no todos los recursos naturales son mercantilizables. La escasez de una materia prima puede reflejarse directamente en un aumento de costos vía mercado, sin embargo los efectos destructivos de los residuos o incluso una futura escasez del recurso mercantilizado sólo pueden hacerlo por limitaciones impuestas desde fuera al mercado. La disminución de la capa de ozono o de la biodiversidad, por ejemplo, difícilmente tendrá un reflejo en el costo de los productos causantes de la misma (Daly, 1997: 46). Los signos de colapso ecológico capaces de generar una autolimitación del mercado sólo aparecerían lamentablemente una vez sobrepasado el punto del que ya no sería posible el retorno.

Un problema clave derivado de la dificultad para introducir esta limitación en la planificación económica regida por los mecanismos del mercado es el referido al crecimiento económico. Para sostener la productividad del capital de formación humana, el sistema productivo fuerza un aumento del flujo de recursos naturales imponiendo una presión creciente sobre las reservas de capital natural (Haavelmo y Hansen, 1997: 52). En el cálculo de la renta nacional, supuesto índice de riqueza y bienestar, no entra para nada el agotamiento de los recursos naturales y la destrucción del medio ambiente. Es más, cuanto más destructivas son las actividades económicas tanto más contribuyen a aumentar la renta nacional y, al contrario, cuanto más benignas menos contribuyen al crecimiento. La forma usual de calcular el PIB en la actualidad es incapaz de reflejar en términos monetarios las pérdidas que sufren las funciones medioambientales. Es más, estimula dichas pérdidas.

C) En lo relativo a la cultura, lo característico del modo histórico actual de producción y distribución de conocimientos, así como de mediación simbólica de las relaciones sociales es su institucionalización industrial y su vinculación al mercado. M. Horkheimer y Th. W. Adorno acuñaron en los años 40 el término industria cultural para referirse a la producción cultural bajo los imperativos del mercado (1994: 165ss.; Zamora, 1995: 289ss.; 1997b: 284ss.; Foro, 1998: 30ss.). Esto quiere decir que también las "mercancías culturales" son modeladas según los principios del máximo aprovechamiento comercial. Este proceso es inevitable porque en nuestra sociedad industrias enteras dependen de su éxito en el mercado de la cultura, han de producir para dicho mercado y cortan sus productos a la medida de los consumidores, dado que los productos culturales sólo pueden ser elaborados, distribuidos y vendidos en un marco de este tipo reducido y adaptado al mercado.

El "esquema de la industria de la cultura" diferenciado de modo específico para los distintos estratos o ambientes sociales y orientado a los diversos grupos receptores, incluye a todos los individuos sin excepción. Participar en la cultura significa hacerse dependiente de aquellas instituciones que forman parte de la industria cultural. Pues la oferta casi inagotable de sus mercancías es un dato social y cuenta con aceptación, del mismo modo como el proceso de recepción, por ejemplo, de la última película de Hollywood y la nueva serie televisiva o como la participación todas las noches en el ritual de los quince minutos de noticias se basan en la libre voluntad. Aunque ésta, a su vez, es el resultado de la predisposición a adaptarse producida por una red omniabarcante de instituciones de la industria cultural. Su función principal es generar esa conformidad de principio con la disposición actual del mundo, procurar una conciencia fundamentalmente afirmativa a pesar de las discrepancias en detalle.

Pero además, en la actualidad la industria cultural se encuentra sometida al mismo proceso de globalización que afecta al mercado mundial. El esquema de relaciones internacionales surgido del "sistema-mundo" se apoya, como hemos visto, en la tecnología de la información y en un modelo de organización-red. Esto supone un sistema internacional de producción, distribución y consumo de productos culturales con una tendencia muy acentuada a la concentración en grupos multimedia conectados entre sí y con los grandes consorcios industriales y financieros (ramonet, 1998: 207ss.). Esta concentración oligopolista de la propiedad de los medios y sus vínculos con los poderes económicos y políticos hegemónicos hace temer por la autonomía y la autodespliegue de las culturas sometidas a ese poder.

Aunque no conviene dejarse llevar por generalizaciones en lo que se refiere al influjo de los medios, tampoco conviene olvidar que son los medios de masas los que crean el marco general para todos los procesos comunicativos de la sociedad en general. Su peso se hace sentir en un espectro amplio de realidades: los ámbitos de preocupación o temas que hay que tener en cuenta, los hábitos de consumo y tiempo libre, la información y el conocimiento acerca del mundo, los saberes prácticos, la socialización de valores, normas, actitudes y opiniones, la vertebración social y la creación de corrientes de opinión, la percepción de afectos, sentimientos y emociones, el comportamiento, las relaciones sociales y familiares, la satisfacción de necesidades y deseos, el gusto y la educación estética, la creación de cosmovisiones, etc. (Sánchez Noriega, 1997: 145ss.)

Si bien no deja de hablarse de las potencialidades de la convergencia tecnológica entre ordenadores, telecomunicaciones y medios de comunicación de masas, las estrategias que prevalecen se encaminan «hacia el desarrollo de un gigantesco sistema de entretenimiento electrónico», que se ha convertido en uno de los ámbitos de inversión más seguros desde el punto de vista empresarial (Castells, 1996: 339). Quizás sea el modelo Disney uno de los exponentes más significativos de este tipo de estrategias (Sánchez Noriega, 1997: 203ss.). Pero esta convergencia impone a los grandes consorcios de la telecomunicación y el entretenimiento, para conservar la rentabilidad de sus inversiones, la necesidad de dominar toda la cadena, desde los contenidos, la producción, la difusión y la conexión con el abonado. Por eso, incluso los que más esperan de la comunicación multinodal horizontal, del tipo de Internet, tienen que reconocer la persistencia de interactuantes e interactuados en el nuevo sistema, en lo que se sigue reflejando el sistema de dominación (Castells, 1996: 407). Los emisores tradicionales, externos al sistema por razones de codificación de su poder simbólico, o también, como en el caso de los pueblos sin el potencial económico y tecnológico que sostiene dicho sistema, por imposibilidad de interactuar en él, sufren un debilitamiento extraordinario.


3. Círculos diabólicos en el capitalismo globalizado

A la cuestión de si existen relaciones sistémicas entre el capitalismo global por un lado y la desigualdad y la exclusión social, la destrucción del medio ambiente y la amenaza de la diversidad cultural por otro, hay que unir la cuestión de la relaciones entre estos tres grandes retos en la era del capitalismo global y los posibles círculos diabólicos que dichas relaciones generan.


A) La relación entre la pobreza de millones de seres humanos y los límites ya alcanzados en la destrucción del medio ambiente plantea el difícil dilema entre crecimiento y protección del medio ambiente. En las ricas sociedades consumistas y derrochadoras la destrucción del medio ambiente es la consecuencia de la maximización de la producción y el consumo. En las sociedades empobrecidas, sin embargo, los pobres tienen que arrancar a la naturaleza lo que pueden para poder sobrevivir, incluso aunque con ello destruyan las bases que permitirían una seguridad de supervivencia a largo plazo. Pero ¿quién debe hacer renuncias?

Los grupos dirigentes del Tercer Mundo reclaman como parte del derecho al desarrollo el derecho de alcanzar a los países desarrollados y con ello el "derecho" a la destrucción del medio ambiente siguiendo el modelo occidental. El consejo de contentarse con un estándar de vida sencillo por amor al balance ecológico global, teniendo en cuenta la escasa disposición de la rica minoría mundial a realizar una reforma ecológica a fondo de su modelo de bienestar, aparece como un intento abyecto de impedir su industrialización y su desarrollo agroindustrial. Por otro lado, la "aldea global" no es capaz de soportar un desarrollo de los países pobres que alcance el nivel de los industrializados, si con ello se entiende una universalización de sus estándares per cápita de producción, consumo y desgaste de naturaleza y reservas. Una universalización del modelo de civilización bajo este punto de vista se convierte en una pesadilla.

El modelo occidental de bienestar es un modelo catastrófico desde el punto de vista ecológico, que a través de su alto grado de contaminación no sólo puede provocar una catástrofe ecológica global, sino que también limita considerable el espacio de crecimiento y desarrollo de los "perseguidores" del pelotón del Tercer Mundo. La cuestión de cuánto desarrollo puede aguantar el mundo, no debe ser dirigida pues en primer lugar a los países en desarrollo, sino ante todo a los ya desarrollados, cuya cuenta ecológica se encuentra ya hace tiempo en números rojos. La mayor parte de informes mundiales coinciden en que para la mayoría de la población del globo es preciso un crecimiento material para satisfacer las necesidades humanas básicas. Pero si ya se han alcanzado los "límites del crecimiento", la única alternativa posible es restringir el estándar de vida oligárquico de la minoría rica. Esto no sólo es dificultado por la dinámica expansiva de la economía, sino también por la situación de pobreza y exclusión en dichos países, en los que el crecimiento económico se ha convertido en talismán político frente al paro y la exclusión social. Teniendo en cuenta el desfase estructural entre crecimiento y empleo motivado por el aumento incesante y a mayor ritmo de la productividad, la apuesta por el crecimiento en los países industrializados se puede convertir en un callejón sin salida para los problemas de pobreza y destrucción del medio ambiente a escala mundial.


B) El desarrollo material necesario para salir de la situación de pobreza absoluta en que viven millones de personas en el mundo y la amenaza de colonización cultural destructora asociada a los proyectos de desarrollo plantea el difícil dilema entre desarrollo y autonomía cultural.

La posibilidad de definir y, sobre todo, de realizar modelos de desarrollo material desde una dinámica propia y en las claves culturales autóctonas se enfrenta a dificultades que a veces parecen insalvables, ya que la reproducción material de las sociedades es inseparable de sus universos simbólicos y culturales. A lo largo de la historia la sociedades van desarrollando formas culturales propias de resolver su reproducción material, más o menos justas, más o menos respetuosas con el entorno, etc. Pero ese desarrollo es afectado frecuentemente por encuentros, más o menos traumáticos, más o menos destructivos, con otros pueblos y culturas. A este respecto, las sociedades empobrecidas han sufrido un proceso de siglos de integración perversa no sólo en la economía mundial bajo la hegemonía de occidente, sino también en el marco cultural europeo, cuyas consecuencias negativas se han agudizado en fase actual de liberalización global. Del mismo modo que las posibilidades de autodesarrollo material de esas sociedades están hipotecadas por los poderosos vínculos económicos y tecnológicos con el inundo industrializado, piénsese sólo en la deuda externa del Tercer Mundo, la exportación de materias primas y el transfer de tecnología, de igual manera existe un sometimiento al marco cultural de la modernización, por mucho que sus supuestos sean claramente criticables.

Según este modelo interpretativo de la relación intercultural, las sociedades tradicionales representan el comienzo de un proceso evolutivo, del que la modernidad es la culminación. Las intervenciones de los países modernizados perseguirían la finalidad de dinamizar dicho proceso también en lo que tiene de superación de valores, modelos de pensamiento y comportamiento, así como estructuras sociales tradicionales. Al oponer tradición y modernidad, los elementos culturales no occidentales se convierten en síntomas de un grado de desarrollo que hay que superar. Bajo la impresión de los procesos de diferenciación cultural y social, en los que los individuos son desgajados de redes sociales establecidas e introducidos en una pluralidad de roles diversos, las sociedades modernas son caracterizadas como sociedades de masas altamente complejas con individuos aislados que se encuentran frente a frente en cuanto personas singulares y que sólo quedan integrados socialmente a través de interacciones mediadas por el mercado o el estado. Por el contrario, en las formas de interacción social en las que predominan los contextos del mundo de vida se ve la característica de las sociedades tradicionales, que se van erosionando en el proceso de modernización y que en todo caso sobreviven rudimentariamente como "reservados" tolerados.

La insuficiencia de este modelo interpretativo es patente. Sin embargo, su efectividad sigue siendo bastante mayor de lo deseable. Y esto por varias razones. En primer lugar, resulta tremendamente difícil reducir el peso de la hegemonía económica, tecnológica y cultural de occidente, de la que la misma cooperación, tanto oficial como privada, es un elemento más. En segundo lugar, a causa de la integración destructiva en la economía mundial y en el marco cultural occidental, lo otro y diferente de las culturas sometidas posee de hecho un carácter fragmentario y fuertemente erosionado, en muchos caso marginal o residual. En tercer lugar, la orientación hacia valores y necesidades extrañas, tal como son transmitidos globalmente por los mass media, está ya enormemente extendida en las otras culturas, sobre las que la civilización occidental ejercer una terrible atracción. Y por último, los retos a los que se enfrenta la humanidad de cara al nuevo milenio exigen un proceso de entendimiento entre todos los pueblos y grupos humanos sobre cuestiones que desbordan los límites de los universos simbólicos y culturales particulares.

Aunque el tema estrella dentro del ámbito de relaciones entre desarrollo y diversidad cultural suele ser el de los "Derechos Humanos", también se puede recurrir a otro ejemplo que conecta los tres grandes retos --pobreza, medio ambiente y diversidad cultural--, como sería la exigencia de un transfer de tecnologías más respetuosas con el medio ambiente a países en desarrollo. La argumentación a favor de ese transfer apela a la deuda contraída por los países industrializados, dado que ha sido su gigantesca contribución al deterioro medioambiental la que ahora limita la posibilidad de los países en desarrollo de crecer económicamente lo suficiente para disminuir sustancialmente su pobreza, produciendo la concomitante contaminación, a la que desde un punto de vista distributivo tendrían "derecho". «Los países industriales deberían, en consecuencia, estar dispuestos a compensar al mundo en desarrollo por el cierre de esas opciones. Esto podría hacerse en parte mediante la financiación de inversiones en tecnología sostenible» (Droste y Dogsé, 1997: 94s.).

Esta forma de argumentar presupone que el crecimiento demográfico y la pobreza absoluta de millones de personas en el mundo deja poca opción a supuestos modelos tradicionales de reproducción material cuya eficacia dependía de circunstancias muy diferentes de las actuales. De modo que a gran escala la alternativa real se plantea entre técnicas modernas obsoletas y contaminantes y técnicas modernas sanas desde el punto de vista medioambiental. Pero tanto en un caso como en el otro nos encontramos con un elemento fundamental de las sociedades occidentales, esto es, la incorporación de conocimientos y métodos científicos a todo tipo de técnicas productivas. Esta incorporación es a su vez inseparable de formas de división del trabajo y de los procesos de diferenciación social y cultural que la acompaña. Con ello nos enfrentamos de nuevo al problema de la afirmación de la diversidad cultural y el respeto a la diferencia, ya que muy pocas culturas no occidentales u occidentalizadas estarían en condiciones a través de procesos de evolución endógenos de dar el salto tecnológico para desarrollar y aplicar autónomamente a gran escala nuevas técnicas medioambientalmente respetuosas. Proceso de desarrollo, forma propia de producción y cultura son inseparables (Ishemo, 1998).


4. ¿Cooperación al desarrollo o política estructural global?

Una vez presentados los grandes problemas en la era de la globalización, sus relaciones sistémicas con el capitalismo globalizado y los círculos diabólicos que dificultan el abordaje de esos problemas, conviene analizar el papel de la cooperación al desarrollo y su idoneidad en dicho abordaje.

A) La cooperación al desarrollo ha estado siempre ligada al evolución política general. Hasta finales de los años sesenta y posteriormente en los años ochenta la política de cooperación estuvo muy determinada por el conflicto entre el Este y el Oeste. En los años setenta importaban más los intereses económicos globales. Desde comienzo de los años noventa disminuye la significación y las dimensiones de la ayuda al desarrollo, mientras crecen considerablemente las relaciones comerciales (OCDE, 1997: 75-79). Actualmente dicha ayuda se concede fundamentalmente siguiendo consideraciones geoestratégicas y económicas a países de interés prioritario para los donantes de ayuda y sólo los países extremadamente pobres reciben ayuda en condiciones realmente favorables.

Detrás de la cooperación al desarrollo se esconden pues intereses diversos, que a menudo se enredan de modo inextricable. Entre ellos desempeñan un papel primordial los intereses de política exterior y seguridad. Desde el final de la guerra fría, la ayuda se utiliza sobre todo como instrumento geoestratégico, ya sea para asegurarse la amistad de países importantes, ya sea para premiar el comportamiento deseado en situaciones de crisis, como p.ej. en la guerra del golfo contra Iraq. Cada día parecen tener más importancia los miedos frente a catástrofes reales o supuestas, empezando por la estructura "caótica" del poder en algunos países y el fundamentalismo islámico, hasta las crisis ecológicas y las migraciones masivas, que se intentan limitar por medio de la ayuda.

Desde la caída del muro son los objetivos de política económica exterior los que determinan cada vez más la entrega de ayuda, pero de tal manera que los criterios establecidos internacionalmente se manejan tanto más flexiblemente cuanto más importante es el socio o su mercado. La ayuda se ha convertido en un instrumento para favorecer la exportación, asegurar el acceso a materias primas, impulsar las inversiones en el extranjero y abrir nuevos mercados. Todo esto se acentúa en el caso de tratarse de sectores y ramos con poca capacidad competitiva y alto paro. De modo que se puede afirmar, que la ayuda oficial al desarrollo (AOD) «no tiene como prioridad contribuir a erradicar la pobreza extrema y ser un instrumento de mayor justicia internacional. Los países donantes venden armas a los países del Sur, estrangulan con la organización mundial del comercio las posibilidades exportadoras de éstos, les cobran la deuda externa y luego les dan las migajas de la AOD para tenerlos más dependientes y dominados» (Díaz-Salazar, 1996: 117).

A la vista del hecho incontrovertible de que hoy más de mil millones de seres humanos ni siquiera pueden satisfacer adecuadamente sus necesidades más elementales, el resultado de casi cuatro décadas de ayuda oficial al desarrollo produce una gran decepción (Fanjul, 1998). En primer lugar las dimensiones de la ayuda es desde el punto de vista cuantitativo casi insignificante (1% del PIB de los países en desarrollo), contribuyendo muy escasamente al producto social, las inversiones o la exportación. En muchos casos ha actuado de barrera para las reformas económicas en los países receptores y favoreciendo un derroche insocial e improductivo del dinero. Por otro lado, la ayuda ha fortalecido estructuras injustas y explotadoras al beneficiar casi preferentemente a detentadores del poder irresponsables y corruptos o a las ricas élites estatales. Tampoco en el ámbito medio ambiental puede presentar la AOD un balance positivo. En vez de financiar energías renovables y tecnologías acordes, se han favorecido los intereses de multinacionales para dar salida comercial a tecnologías periclitadas (Greenpeace, 1994). La lucha por el dinero y el influjo que se mueve en torno a la ayuda ha generado una "alianza perversa" entre los países industrializados, las élites estatales del Sur y las burocracias de la cooperación nacionales (Agencias de cooperación, ONGs, etc.) e internacionales (Banco Mundial), que forman lobbies poderosos y defienden la ayuda actual por intereses propios.

Además, la eficiencia de la mayoría de proyectos es bastante cuestionable y en muchos casos han tenido efectos claramente nocivos desde puntos de vista económicos, ecológicos y culturales. Se ha preferido la cantidad (grandes proyectos) a la calidad y en muchos casos los costos de los efectos han sido más altos que los supuestos beneficios, como cuando la ayuda alimenticia destruye las estructuras productivas autóctonas en vez de potenciarlas. Según estimaciones, «sólo de un 5% a un 15% de la ayuda oficial se gasta en actuaciones contra la pobreza, a pesar de las afirmaciones que defienden que de un 30% a un 44% se dirigen hacia "necesidades básicas"» (Sogge, 1998: 37).

Si dentro de este panorama fijamos nuestra mirada en las organizaciones no gubernamentales para el desarrollo (ONGD) podremos constatar un aumento del número de las mismas tanto en el Sur como en el Norte, así como una diversidad importante de presupuestos ideológicos, estructuras organizativas, objetivos y estrategias, etc. (Senillosa, 1997: 71ss.). Sin embargo, lo que proveen dichas ONGs del volumen de toda la ayuda al desarrollo, ya de por sí insuficiente, no superaba en 1994 el 13% (Sebastián, 1996: 191). Lo curioso es que en la última década, mientras la ayuda oficial disminuye en relación al PIB, las grandes empresas y los mercados financieros consiguen disminuir su contribución al sostenimiento de las políticas sociales y de cooperación y los estados recortan sus gastos, no deja de aumentar la dependencia de las ONGD de la financiación pública. Dicha finanããåßn se ha vuelto vital para al menos la mitad de las ONGD más importantes (Saxby, 1998: 69). Los gobiernos han dejando de ser instancias que responden a las demandas de las ONGD para pasar a tomar la iniciativa, imponiendo sus plantillas o retículos administrativos --"Ayuda alimentaria", "Ayuda de emergencia", "Mujer y desarrollo", "Ayuda y salud", etc.--, así como sus criterios de éxito, eficiencia, imagen pública, docilidad política, evaluación auditora, etc., que hacen de filtro al que han de adaptarse las organizaciones para tener acceso a las subvenciones.

También se denuncia el crecimiento del espíritu de empresa y la dependencia creciente de las leyes del mercado. Fenómenos como la competencia, la comercialización y el oportunismo han hecho aparición en el ámbito de las organizaciones no gubernamentales, que se ven sometidas a presiones e incentivos tanto de los gobiernos como de sus "clientelas" de donantes. Esto conlleva asumir modelos de coste y eficiencia, inversión y crecimiento, prefijados por la lógica del mercado. Las organizaciones no gubernamentales «proporcionan al Norte imágenes e información sobre la pobreza y las crisis en el Sur, y ofrecen remedios. En el Norte, se consigue una demanda "de mercado" o "efectiva": las preferencias de los donantes en el gasto. En este mercado las organizaciones obtienen fondos para proporcionar al Sur remedios contra la pobreza y contra las crisis. Esta creación de mercado tiene un potencial y un efecto enormes» (Sogge y Zadek, 1998: 107). De él se deriva el grave peligro de que la cooperación no gubernamental al desarrollo se convierta en un "negocio de transferir recursos", donde los imperativos de la mercadotecnia terminen imponiéndose, socavando progresivamente los criterios definitorios del desarrollo a largo plazo, desde abajo, sostenido por dinámicas autóctonas, no espectacular, participativo, sensible al género, ecológico, etc. que han sido sancionados por los códigos de conducta establecidos por las mismas organizaciones. Indudablemente este peligro acecha de modo desigual a las grandes organizaciones transnacionales y a las pequeñas organizaciones no gubernamentales del Sur (Smillie, 1998: 150).

A esta dependencia del mercado o la que se veía más arriba respecto de los gobiernos, que puede convertir a bastantes ONGD en subcontratistas de servicios públicos, se unen otros déficit señalados por las voces más críticas. Uno de ellos es la falta de transparencia tanto respecto a la organización interna como respecto al nivel de efectividad de los proyectos. La autoevaluación de estos aspectos se encuentra vinculada muy frecuentemente a las campañas para recaudar fondos y la eficacia de dichas campañas depende de crear la ilusión de que entre la aportación del donante y la solución del problema existe una relación directa. Pero en realidad las organizaciones no gubernamentales se enfrentan con enormes dificultades para averiguar lo que logran y para gestionar la eficacia de sus programas. «El mensaje que se desprende de los estudios de impacto y otros estudios es que las organizaciones no son tan sensibles al género ni tan capaces de llegar a los estratos más pobres y desposeídos de la sociedad como parecen sugerir sus afirmaciones. Los datos existentes también suscitan preguntas acerca de la escala del alcance de las organizaciones: estimaciones optimistas actuales indican que, en el mejor de los casos, pueden estar prestando ayuda al 20% de los pobres del mundo, lo cual difícilmente se deduce de la publicidad actual» (Fowler y Biekart, 1998: 179s.).

Puede que en las transferencias de recursos (financiación, bienes y servicios), la asesoría técnica (tecnologías apropiadas, técnicas agropecuarias, modelos de gestión y administración, etc.), el envío de personal contratado y voluntario, etc., el trabajo de ONGD sea preferible a las ayudas gestionadas directamente por las Agencias de Cooperación oficiales o a los programas financiados por el Banco Mundial, que van directamente a los gobiernos de los países en desarrollo o empresas privadas. Pero su aportación no es tan significativa como para provocar un cambio estructural de la cooperación al desarrollo y mucho menos del orden económico mundial que hace que los pobres sigan siéndolo. Por otro lado su trabajo de presión política y sensibilización tendentes a provocar cambios estructurales de carácter político y económico de cara a la eliminación de la pobreza y la desigualdad a escala global, así como a frenar y evitar la destrucción del medio ambiente, se ve comprometido por la creciente dependencia de la financiación gubernamental.

Luchar por hacer más eficiente la ayuda --la ya existente o, a ser posible, aumentada-- de cara a un desarrollo sostenible, equitativo, democrático y sensible al género no es un objetivo desdeñable y si pudiera conseguirse sería ya en sí un logro. Pero todo hace pensar que la superación de las dificultades para una transformación estructural de la cooperación pasa por una política estructural global.

B) El esquema subyacente a la cooperación al desarrollo, incluso a la mejor posible, es que en la periferia pobre del mundo existe un problema y en el centro rico existen recursos para mitigar o solucionar el problema, en caso de que haya voluntad política de destinar dichos recursos, no sólo en cantidad suficiente, sino también en calidad, al objetivo de solucionarlo. A veces se dan cifras de lo que costaría realizar un programa como el recogido en Pacto de Desarrollo Humano 20:20 del PNUD, para mostrar que sería perfectamente realizable. Sin embargo, la situación de postración de millones de personas no es un estado, sino el resultado de proceso que ha tenido lugar conforme a unas reglas de juego. Según estas reglas lo que se ha producido en la década de los ochenta, pese a la ayuda al desarrollo, es una transferencia neta de recursos financieros desde los países subdesarrollados al resto, sobre todo a los del primer mundo: contabilizando la inversión directa, los préstamos exteriores netos privados a corto, medio y largo plazo, las donaciones privadas y de los gobiernos y organismos oficiales, etc., el balance total de dichas transferencias es negativo para los países en desarrollo en 165.000 millones de dólares (Montés, 1993: 76). Estos datos no hacen más que reforzar la impresión de que con la cooperación al desarrollo se está proponiendo un problema como solución (Sogge, 1998: 35).

Así pues, en un juego en que el que ganadores y perdedores están fijados de antemano, no sólo porque unos jugadores sean mejor que los otros, sino porque las reglas del juego prácticamente no dejan otra opción, de poco sirve que algunos jugadores del equipo ganador echen una mano al otro equipo, si al mismo tiempo no se procura cambiar las reglas de juego y se consigue que las nuevas reglas se cumplan (sebastién, 1996: 168ss.). La cuestión del desarrollo no es una cuestión del Tercer Mundo, sino una cuestión universal. «Los países ricos y los países pobres constituyen un único sistema mundial, y el desarrollo de los primeros está estrechamente vinculado al maldesarrollo de los segundos. Ninguno de estos "desarrollos" es sostenible a largo plazo; y ambos suspenden la prueba de la equidad. La visión de un desarrollo alternativo es, por consiguiente, tan pertinente para los países centrales de la economía mundial como para los periféricos» (Slim, 1998: 67).

Si contemplamos las relaciones Norte-Sur como hemos hecho hasta aquí, hemos de concluir pues que la consecución de las metas que se trazan las políticas de cooperación al desarrollo pasa por llevar a cabo una política estructural global con el objetivo de un orden económico, ecológico y cultural global que respete los criterios de justicia, solidaridad, igualdad, sustentabilidad, respeto a las diferencias culturales y de género, participación democrática, etc. El escaso margen de maniobra de un sistema que ha alcanzado su punto límite no puede ser ensanchado simplemente con una mejora de la efectividad técnica en el uso de la energía y los recursos naturales, por mucho que ésta sea urgente y necesaria (Weizsäcker, 1997), si se siguen manteniendo las políticas de liberalización selectiva y desventajosa para el Sur que imponen las instituciones financieras internacionales o los instrumentos legales, fiscales y financieros al uso, etc.

Es necesario y urgente una condonación y renegociación de la deuda externa de los países empobrecidos, ya que la deuda externa se ha convertido no sólo en el principal obstáculo para el desarrollo económico y social de los países del Sur (Díaz-Salazar, 1996: 138ss.), sino en el principal responsable de la degradación medio ambiental (Jacobs, 1997: 93), y esto no sólo porque muchos proyectos financiados con los préstamos han sido ecológicamente nocivos, sino porque el aumento de la deuda genera coacciona al expolio de las reservas naturales como única fuente de divisas. También es necesaria una reorientación y transformación del Banco Mundial y el Banco Monetario Internacional (Cavanagh et al., 1994):

«1. Apartar de su control a la Asociación Internacional de Desarrollo (AID), que recibe fondos del dinero de los contribuyentes y no de préstamos del mercado libre, como con las demás operaciones del Banco Mundial.

2. Adjudicar a Naciones Unidas el control directo de la AID y el GEF (Fondo Mundial del Medio Ambiente, para financiar medidas de conservación).

3. Restringir la actividad del FMI a la asistencia técnica y la disposición de medidas para aliviar la deuda.

4. Reducir los proyectos infraestructurales a gran escala del Banco al 10% de sus actividades y exigirles que se sometan a controles medioambientales.

5. Requerir al Fondo y al Banco que adopten una política de información más abierta.

6. Establecer un grupo de inspección independiente para dirigir proyectos.

7. Crear las entidades de asesoramiento independientes acordadas, según figura en las Actas del FMI y del Banco Mundial, y que nunca se pusieron en marcha: un consejo presupuestario, un consejo de asesoramiento bancario y comités de préstamo para cada proyecto, que incluiría expertos seleccionados por el país en cuyo territorio se localice el proyecto.

8. Introducir otras medidas para ampliar la participación de los representantes de esos países y grupos de países que reciben ayudas del Fondo o del Banco, para dirigir y poner en práctica la elaboración de proyectos y programas.

9. El uso por parte del FMI de parte de sus reservas en oro para disminuir la deuda externa de los países menos desarrollados.

10. El uso por parte del Banco Mundial de sus ganancias, reservas y provisiones para aliviar la deuda, especialmente en los proyectos del propio Banco que hayan resultado inviables» (Barrat Brown, 1998, 102s.).

No menos necesarias serían reformas importantes del sistema crediticio que establecieran mecanismos de desigualdad compensadora, es decir, de trato preferencial y no recíproco de las relaciones económicas en favor de los países empobrecidos (Cantos, 1998: 89ss.). El Informe de PNUD de 1994 proponía además el establecimiento de un sistema impositivo mundial (1994: 6). Aquí se podrían incluir un impuesto mundial a la energía, un impuesto mundial sobre transacciones monetarias --idea de premio nobel de economía, James Tobin--, la realización efectiva del compromiso del 0,7% y la eliminación del proteccionismo comercial que se enmascara bajo instituciones como la Organización Mundial del Comercio, pese a toda la verborrea sobre libre comercio que ha acompañado los acuerdos (Amin, 1999: 43ss.).

Pero todo esto no basta. Lo que se necesita es un nuevo paradigma de relaciones sociales, económicas, políticas y culturales, que posibilite una redistribución más justa y solidaria de la riqueza, que favorezca la existencia y las posibilidades de expresión y despliegue autónomo de la diversidad cultural, que descentralice y democratice realmente el poder político, que permita reducir en el Norte el «crecimiento basado en el consumo de materias primas y residuos, utilizando al efecto instrumentos legales y económicos, a la vez que suministra al Sur capital y tecnologías medioambientales sanas a través de una diversidad de acuerdos, tales como los fondos verdes y canjes consistentes en donación de deuda a cambio de desarrollo» (Droste y Dogsé, 1997: 95). El intento de establecer a nivel mundial políticas redistributivas de tipo keynesiano resulta claramente insuficiente a la vista de los límites ecológicos del crecimiento. Es necesario no sólo redistribuir, sino también combatir la economía del despilfarro.

Mientras se mantengan los actuales mecanismos de acumulación desigual de la riqueza y el poder político bajo el principio de maximización del beneficio en el marco de una competitividad exacerbada, el carácter depredador de la producción capitalista, la creciente despolitización de los ciudadanos reducidos a electores y consumidores, el desprecio por las minorías, la colonización cultural y la imposición de imaginarios sociales o estilos de vida deshumanizadores y expoliadores de la naturaleza, la defensa a ultranza de los privilegios de unos pocos a costa de la miseria de la inmensa mayoría, el sistema patriarcal de organización del poder social, la absolutización del mercado como forma de regular la producción y su distribución, mientras se mantenga todo esto, será muy difícil escapar a la dinámica autodestructiva en la que nos encontramos y que tan bien quedaba expresada en aquella escena de una película de los hermanos Marx, en la que para proveer de material de combustión a la caldera del tren, van destruyendo poco a poco los vagones, mientras el tren cada vez más reducido marcha a toda velocidad hacia ningún lugar.

El objetivo del nuevo paradigma no puede ser otro que posibilitar el desarrollo integral de todos los seres humanos, que parta de la diversidad ecológica y cultural y la respete. Serán necesarios mecanismos de redistribución de la riqueza, pero también del poder político, para acabar con los monopolios tecnológicos, comunicacionales, armamentísticos, financieros y de explotación de los recursos naturales, que dominan la escena local y global. Esto exige la creación de instituciones políticas, o al menos la reforma profunda de las existentes, para que representen los intereses sociales y ecológicos universales y garanticen el cumplimiento de criterios básicos como la descentralización, la participación, el protagonismo de la mujer, etc. Es preciso relativizar el rol de la competitividad, crear espacios de desarrollo con modelos diferentes y adaptados, en los que el empleo y la distribución adecuada de los ingresos no se espere más de un efecto indirecto del crecimiento económico e integrar el crecimiento económico con la naturaleza.

El nuevo paradigma de desarrollo integral sólo será viable si se realiza en los países industrializados y ricos. Objetivos como la democratización y ecologización de la economía (Carrieri, 1997, Schweickart, 1993; Groz, 1995), la desmonopolización tecnológica, comunicacional, financiera, etc. (Amin, 1999), la traducción de la rentabilidad a causa del crecimiento de la productividad en una reducción del tiempo de trabajo, evitando su compensación con más crecimiento destructor del medio ambiente (Aznar, 1994; Riechmann y Recio, 1997; Riechmann y Fernández Buey, 1998), no tienen sólo que ver con las desigualdades Norte-Sur, sino con la posibilidad de evitar un suicidio colectivo a largo plazo para todos. Sólo si nosotros somos alternativos en el Norte, tendremos derecho a intervenir globalmente, y esto sobre todo cuando se trata de despedirse de rutinas y ventajas a las que se ha tomado cariño.


C) Una vez planteado que la cooperación al desarrollo sólo puede servir a sus objetivos dentro de una política estructural global que atienda a los tres retos a los que veíamos se encuentra enfrentada la humanidad en la fase del capitalismo globalizado --pobreza absoluta y desigualdad extrema, destrucción medioambiental y amenaza a la diversidad cultural--, conviene hacerse la pregunta acerca de lo que puede servir de soporte real a esa política estructural. La propuesta de un nuevo paradigma de relaciones sociales, económicas, políticas y culturales carecería de viabilidad si el viejo paradigma no se viera enfrentado a contradicciones internas insolubles. La mera confianza en el cambio de conciencia masivo que permitiera aunar voluntades a escala planetaria resulta insuficiente, y no sólo porque presupone la existencia de un soporte tecnológico universalizado, que por otro lado no garantizaría por sí solo la opción social. Además, que el control de los mecanismos que forman la conciencia puedan ser eliminados por los controlados es una esperanza que infravalora la capacidad de los poderes hegemónicos para crear nuevas formas de dominación ideológica. Es necesario algo más que los cambios de conciencia y de actitudes individuales o comunitarias.

Según I. Wallerstein, el sistema-mundo capitalista se enfrenta con tres contradicciones internas, que reflejan la existencia de una seria crisis histórica. Una afecta a la acumulación de capital, razón de ser y actividad central de la civilización capitalista. Las fórmulas seguidas hasta aquí para restaurar los niveles de beneficio, disminuyendo los costes del trabajo, incrementando la demanda efectiva o creando productos punteros capaces de sustentar operaciones monopolistas y de gran beneficio, han agotado su efectividad porque la expansión que permitía los ajustes, la inclusión de nuevas zonas en la economía-mundo, ha llegado a su límite. La otra contradicción afecta a las políticas redistributivas y su función de legitimación política. «Hacia 1970 se llegó a los límites de lo que podía ofrecerse en la redistribución mundial sin que tuviera ningún impacto negativo serio sobre la porción de plusvalía adjudicada a los cuadros del sistema» (Wallerstein, 1997: 80). Por último, tenemos la contradicción entre la dinámica igualitaria del universalismo individualista y su potencial desigualitario, imposible de equilibrar a escala planetaria.

La salida a esta seria crisis no está predeterminada, pero los elementos externos a la lógica interna del sistema pueden jugar un papel importante en la forma de salir. «La nueva práctica social debe construirse con claridad a partir de una familia de movimientos que abarca la sabiduría y los intereses de todos los sectores que han sido dejados de lado y marginados en nuestro sistema social» (p. 39). Así pues, si una salida democrática, igualitaria y ecológica a la crisis actual del sistema-mundo capitalista presupone la existencia de contradicciones límite, pero no queda asegurada por ellas, hemos de preguntarnos por los sujetos sociales implicados en la construcción del nuevo modelo de relaciones sociales, económicas, políticas y culturales y por las concepciones morales sobre las que pueden sustentar sus propuestas políticas (Zubero, 1994; 1996).

Como ya hemos visto, la nueva situación ha vuelto insuficiente el modelo de solidaridad representado por el Estado de Bienestar, que tenía al movimiento obrero de los países industrializados como principal sujeto reivindicador. Las estrategias de lucha de los trabajadores organizados en dichos países ya no favorecen sin más la satisfacción de las necesidades de sus homólogos del Sur o los millones de desempleados del mismo Norte, y sobre todo no garantiza una transformación ecológica del sistema productivo. Tampoco resulta posible una especie de Estado Mundial del Bienestar sobre las bases de producción y consumo existentes.

En realidad, sin un replanteamiento de la cultura del consumo del Norte será imposible una salida como la que hemos apuntado. Pero, «¿quién se atreve a afirmar que existe una mayoría significativa, dispuesta a renunciar a una parte de sus privilegios, vale decir a una parte de su consumo, a favor de una distribución internacional de la riqueza social y de la atenuación de la depredación de la naturaleza? ¿Quién ha ingeniado estrategias políticas para la consecución de semejantes mayorías sociales contra natura? ¿Será la presión externa --la de las catástrofes ecológicas, la de las masas de los desposeídos-- suficiente para orientarnos hacia los cambios necesarios?» (Riechmann, 1991: 214ss.). Estas preguntas no tienen respuesta fácil. Pero para que haya una salida será preciso analizar donde se encuentran los potenciales de esas mayorías sociales.

Si tenemos en cuenta la necesidad formulada más arriba de democratizar el sistema productivo y la distribución de la producción, resulta imposible ignorar a las organizaciones del movimiento obrero, aunque las sucesivas crisis de sus proyectos políticos nos hagan descartar su posición de privilegio sustentada por una metafísica de la historia. Sin necesidad de recurrir a ella, se puede sostener que «frente al intento de someterlo todo a la lógica del mercado, el movimiento obrero socialista ha luchado siempre por subordinar el objetivo de la maximización de la producción y el beneficio a un marco más amplio de valores no económicos» (Zubero, 1994, 136). Este "capital" político y cultural no puede ni debe ser dilapidado. Sin embargo, el caudal de fuerzas movilizables para un proyecto alternativo de sociedad ha de constituirse desde el protagonismo de los pobres del Sur y de los colectivos excluidos del Norte. Habrá pues que crear sinergias de encuentro, apoyo mutuo y estrategias comunes.

Quizás adquieren aquí un papel mediador fundamental los nuevos movimientos sociales (Zubero, 1996). El carácter dualista de los mismos, es decir, de presentar sus reivindicaciones no sólo ante las instituciones políticas convencionales, sino también ante la sociedad civil, problematizando los modelos culturales, las identidades, las normas y las mismas instituciones sociales y políticas, permite aunar el doble frente, político y cultural, con el fin de superar un tipo de aglutinación de los agentes del cambio social exclusivamente en torno a la defensa de intereses propios y encontrar nuevas formas de participación y movilización. Otro aspecto a resaltar que vendría a apoyar ese papel mediador es la vinculación local-global que encontramos en los nuevos movimientos: ecología, feminismo, pacifismo, solidaridad con el Tercer Mundo, derechos humanos, etc. (Casquette, 1998: 21-27) Por otro lado, a diferencia de los movimientos burgués y obrero, los nuevos movimientos recogen de modos diversos y centrados en torno a ejes estructurantes propios las contradicciones de la sociedad capitalista moderna, por lo que se han convertido en depositarios de potenciales culturales y morales sin los que serían imposibles estilos de vida bajo el imperativo de la autolimitación y la defensa de la diferencia (Mardones, 1996).

El reto de la eficacia política exige una alianza estratégica entre los nuevos movimientos sociales, la moderna clase trabajadora y las mayorías excluidas. Existen dificultades objetivas para dicha alianza y también posibilidades de alianza entre los nuevos movimientos sociales y las fuerzas tradicionales conservadoras (Offe, 1988). Pero no cabe negar la existencia de un amplio espacio para la primera alianza, el de la «radicalización de la democracia, [la] resistencia frente al imperialismo del mercado [y el] impulso moral desde la opción por las víctimas de nuestro modelo de desarrollo» (Zubero, 1996: 190).


5. Las aportaciones de la ética

H.-M. Enzensberger ha llamado a la moral «el último refugio del eurocentrismo» (1994: 69). Basándose en la supuesta experiencia del contraste entre la falta de interés y preocupación existente en otros lugares y culturas por los problemas allende sus fronteras y la responsabilidad que parece sentir occidente por el destino de todos y cada uno de los seres humanos, al menos por lo que se refiere a la retórica humanitaria, Enzensberger pretende desenmascarar el universalismo moral como heredero legítimo de la razón teológica que ha sobrevivido a todas las secularizaciones. En el fondo dicho universalismo reflejaría el deseo de omnipotencia, de asemejarse a Dios, que, al carecer de toda posibilidad real de realización, termina convirtiéndose en una retórica hipócrita que sólo sirve para acusar indiscriminadamente a los ciudadanos supuestamente indiferentes, pero en realidad desbordados por las exigencias ilimitadas con las que se ven confrontados, lo que en verdad sólo hace crecer la indiferencia, y para que los emisores de esos mensajes se invistan con la autoridad moral de las almas nobles, de los predicadores de la virtud. El resultado más esperpéntico de esta dinámica es que la televisión, el medio de comunicación más corrupto, se haya erigido en instancia moral. Según Enzensberger, habría pues que «despedirse de las fantasías de omnipotencia moral» (p. 77).

Esta crítica tiene una cierta justificación. Quizás sea verdad que uno de los peores enemigos de la moral es la retórica de la indignación que desconoce los matices, ignora las posibilidades de acción de aquellos a quienes se dirige, se desentiende de sentar prioridades y se despreocupa de operacionalizar sus exigencias. Lanzar urbi et orbi llamadas a la responsabilidad universal no nos hace más responsables ni hace nuestra responsabilidad más efectiva. Pero otra cuestión es si por esas razones nos hemos de despedir del ideal de justicia universal y, por lo tanto, también de una responsabilidad que vaya más allá de los límites de lo próximo, esto es, abierta en principio a toda la humanidad y especialmente a los más necesitados de solidaridad. Que hay que sentar prioridades, parece una obviedad. Pero ¿desde dónde han de definirse las prioridades? También parece claro que ha de evitarse el desbordamiento de las posibilidades reales de acción, pero ¿quiénes y cómo deben determinar esas posibilidades?

Pese a la posible justificación de las críticas de Enzensberger, podría ser que más que una defensa del ciudadano desbordado por la retórica humanitaria, dichas críticas sean una legitimación post factum del eclipse del altruismo como principio de acción y de la desculpabilización del egocentrismo diagnosticado por G. Lipovetsky (1994: 128ss.). Lo que reina en los medios de comunicación de masas no es el rigor del discurso moralista, como pretende Enzensberger, sino más bien el consumo de un "altruismo indoloro" de masas que se celebra a sí mismo como espectáculo. La cita de los medios no es con el imperativo desgarrador de la obligación moral, sino en todo caso con la «teatralización del Bien». La «emoción hiperrealista del público catódico ha sucedido al idealismo de la obligación categórica» (p. 137). Los media no pueden crear y mantener una conciencia moral capaz de interiorizar deberes y compromisos estables. Producen afectación momentánea, conmoción singularizada, en la que la emoción prevalece sobre la ley, la simpatía con los necesitados sobre los proyectos políticos, el corazón sobre el deber: «los individuos se sienten cada vez menos orientados a cumplir deberes obligatorios pero cada vez más conmovidos por el espectáculo de la desdicha del prójimo» (p. 140).

Esto no impide, sin embargo, que el propio Lipovestky constate una especie de "renovación ética" como reacción a un "pasotismo" individualista que se manifiesta absolutamente insuficiente ante los desafíos planetarios, democráticos o económicos. La clave de esta renovación es el sentimiento de responsabilidad (p. 211). Pero, ¿hasta donde alcanza este sentimiento? ¿Cómo se puede compaginar con el debilitamiento del deber y la espectacularización de la solidaridad? ¿Tenemos en él una base sobre la que edificar nuestra reflexión ética?

Como todas las realidades sociales, tampoco ésta está exenta de ambigüedad. Díaz-Salazar resume así los rasgos generales de la solidaridad internacional de los españoles: «a) Los españoles muestran una buena voluntad y una predisposición de ayuda a los países empobrecidos. [...] b) [...] la implicación afectiva y práxica de los españoles en materia de política de cooperación y solidaridad internacional es más bien baja. c) Las prioridades de los españoles se centran en problemas sociales nacionales. [...] e) Existe poca identificación supranacional y un escaso interés por la vida política internacional. [...] f) En España los sentimientos xenófobos y racistas son minoritarios, aunque han crecido en los tres últimos años. [...] g) En nuestro país existe una base social importante para impulsar acciones y políticas de solidaridad internacional» (Díaz-Salazar, 1996: 41s.).

No es como para echar las campanas al vuelo, sobre todo si tenemos en cuenta los rasgos generales del talante socio-cultural de los españoles, en el que imperan las rasgos de la cultura de la satisfacción. Sin embargo, tampoco faltan los signos esperanzadores: crece el sector voluntario, aumenta la disposición a realizar acciones solidarias y emergen nuevos "valores postmaterialistas". Quizás sea necesario ensanchar la capacidad perceptiva, ya que la individualización característica de nuestra cultura no implica necesariamente una desolidarización. Cada vez más la praxis moral se formula en términos de autorrealización. Estos términos pueden ser interpretados en claves de individualismo, de culto narcisista, de imperio del yo, etc. Pero también puede significar que la praxis moral se vea más como parte del proyecto personal de vida que como consecuencia de obligaciones socialmente vigentes. Vincular moral y autorrealización no supone sin más eliminar de la responsabilidad todo lo que suponga sacrificio, abnegación, renuncia, etc. Puede darse y de hecho se da en la figura del altruismo indoloro (Lipovestky). Pero también puede existir un compromiso integrado en el proyecto de vida como elemento de la autorrealización, lo que no significa condicionado a la autosatisfacción.

Ahora bien, ¿qué lugar ocupa la solidaridad y la justicia a escala global entre las múltiples formas de solidaridad que caracterizan esta nueva forma de vivir la responsabilidad moral? ¿No está vinculada esta responsabilidad a los espacios marcados por la cercanía, por la proximidad afectiva o mediática? ¿Cómo puede verse desde el sentimiento de responsabilidad descrito la exigencia de cambios estructurales de carácter económico, político, etc.? ¿Cómo puede hacerse plausible moralmente la necesidad y la obligatoriedad de una justicia y una solidaridad a escala mundial?

 

1. Apelar al egoísmo razonable

Si no queremos ser suicidas, tenemos que dejar de ser asesinos. No obstante, no podemos dejar de serlo sin afirmar precisamente toda la vida a partir de la afirmación de la vida de los excluidos.

 

A la vista de los retos que se nos presentan de cara al próximo milenio y que han sido expuestos más arriba, así como de la situación socio-cultural en torno a la solidaridad que se acaba de describir, no son pocos los que, sin desconocer la fuerza correctiva de la moral, ven en los intereses y el cálculo de beneficios, en cuanto fuerza motriz de la política en las sociedades organizadas de modo pluralista, la propuesta más razonable para fundamentar una solidaridad global. Afirman que, independientemente de lo que esté en los programas de los partidos, la moral sirve para justificar las acciones y omisiones, pero la orientación de la acción no proviene de la moral sino del interés y el beneficio propios.

Desde esta perspectiva se argumenta que los retos del mundo globalizado --emisiones de CO2, migraciones, drogas, tensiones bélicas, progresivo envenenamiento de la cadena alimenticia, etc.-- ya tienen en sí el carácter de universalidad, ya que no pueden ser limitados a los espacios nacionales. Tampoco los ricos y poderosos están libres de ellos. Por lo tanto, la defensa frente a esas amenazas debe plantearse globalmente. La única respuesta adecuada a las amenazas globales es la solidaridad universal, por interés propio. Ayudar a los pobres en sus países --se dice-- evitará las corrientes de refugiados e inmigrantes, la destrucción de las selvas tropicales, etc. Así pues, ser solidarios viene exigido por un egoísmo inteligente. Quien así argumenta cree poder edificar la praxis de la solidaridad sobre la voluntad de supervivencia del interés propio. No sería necesario apelar a ningún altruismo moral, sino a la evidencia de que la indiferencia frente a la suerte de los más desfavorecidos supone caminar hacia el propio suicidio. Se llega a hablar de "solidaridad coactiva" (Höhn, 1994).

Para apoyar esta forma de fundamentar la solidaridad se apela a la ventaja de no separar en exceso el plano de lo fáctico y lo normativo, dado que esta separación puede conducir a una falta de operatividad de los principios. La cantidad e intensidad de las apelaciones públicas a los valores morales evidencia precisamente su no vigencia, ya que ésta haría innecesaria aquéllas. De este modo se incurre en un círculo vicioso que hace a dichas llamadas y admoniciones tanto más patéticas e ineficaces cuanto más afectadas y apasionadas. «Sin la evidencia de una amenaza global de las posibilidades de futuro de los seres humanos y sin la evidencia de la coacción a una amplia solidaridad no deficitaria desde el punto de vista ético so pena de autodestrucción no se llegará en las naciones industrializadas a los necesarios cambios de curso en la política de desarrollo» (Höhn, 1994: 140). Precisamente en el ámbito de la política de desarrollo se hace necesario superar los planteamientos centrados en las convicciones morales, así como la autosatisfacción de las fundamentaciones éticas de determinadas valoraciones morales, que después impresionan a muy pocos, para hacer reconocible como es posible conectarlas con las fuerzas motrices y estructuras fácticas de la evolución social.

Las consecuencias colaterales de las decisiones políticas, del cálculo fragmentario de beneficios o de la vinculación entre acciones aparentemente distantes que pesan sobre sus agentes a escala global serían capaces de generar vínculos socio-culturales y políticos que ni los sujetos singulares ni otras unidades sociales mayores son capaces de generar desde sí mismos a fuerza de convicciones morales. Conocidas fuentes de solidaridad como son la pertenencia étnico-cultural, los intereses de clase o las razones morales han quedado periclitados por la fuerza de la coacción a la solidaridad que representa la posibilidad de un suicidio colectivo, que nos obliga a actuar igualando más allá de diferencias culturales, políticas, económicas, etc. en el riesgo que a todos amenaza.

Sin embargo, este planteamiento tiene sus límites. Uno de ellos es la posibilidad de lo que F. Hinkelammert ha llamado el "heroísmo del suicidio colectivo" (1995: 168), una mezcla de inercia, negación de toda posible alternativa y cuestionamiento de la validez de los pronósticos de peligro global denunciados como catastrofistas y apocalípticos. La negación de toda alternativa tiene el respaldo del poder capaz de hacer inviable toda alternativa y por tanto de aportar la prueba de su negación. Respecto a la validez de los pronósticos nos encontramos con la dificultad de que la aportación de la prueba supondría que la catástrofe se ha materializado, lo cual permite desarrollar mientras tanto estrategias de enmascaramiento de la dinámica de suicidio colectivo que niegan la existencia de dicha dinámica.

Otra dificultad de la opción por el egoísmo racional proviene de lo que se conoce como el "dilema del prisionero". Una solución productiva desde el punto de vista colectivo para ambas partes no llega a realizarse porque para cada una de ella desde el punto de vista individual en el momento presente aparece como la solución menos beneficiosa. El resultado es la irracionalidad colectiva. Los países pobres pueden preguntarse por ejemplo, "¿por qué renunciar a los beneficios de la tala de los bosques tropicales, si los países industrializados ni nos condonan la deuda, ni facilitan tecnologías blandas para nuestro desarrollo y además siguen contaminando muchísimo más que nosotros?" Los países ricos pueden preguntarse "¿por qué renunciar a las ventajas y beneficios de que gozo en el orden internacional actual, si no puedo garantizar que las pérdidas que la renuncia me acarre servirán para conjurar el peligro de un desastre ecológico?" El argumento del egoísmo racional que, como es el caso que nos ocupa, debe tomar en consideración el largo plazo y las expectativas respecto a los comportamientos de la contraparte, que no se supone motivada más que por el mismo egoísmo, resulta claramente insuficiente.

Es más, desde la perspectiva del egoísmo bien entendido, ¿por qué cooperar con aquellos que no constituyen ni pueden constituir una amenaza ecológica o migratoria o que han caído en el agujero de la absoluta no significación económica? Se puede decir en relación a la mayoría de los países más pobres como a las mayorías más pobres de la mayoría de países, que su existencia no provoca una solidaridad coactiva, sino por desgracia más bien una política de separación, marginación y en el peor de los casos de selección, pues no tienen nada que ofrecer o con lo que amenazar. Es más, esto podría combinarse perfectamente con otras estrategias no solidarias para conjurar la amenaza de una catástrofe ecológica, dado que aunque se consiguiera una transformación ecológica de las sociedades industriales, seguiría existiendo una diferencia gigantesca entre ellos y los países pobres del Tercer Mundo, que en relación a la capacidad tecnológica sería incluso mayor. Que la civilización occidental no es universalizable podría tomarse al pie de la letra: la desigualdad no sólo es inevitable, sino deseable, por el bien de todos. Dado que en relación a la imposibilidad de universalización se cumple la máxima fiat iustitia, et pereat mundus, renunciemos entonces a la justicia para salvarlo.

Por último, apelar al egoísmo razonable no es capaz de fundamentar la exigencia de que los otros no sean considerados simplemente como fuente de amenaza o de beneficio y, lo que es más importante, de que tengan que ser admitidos como "socios" con los mismos derechos en la concepción, planificación y ejecución de los proyectos políticos que afectan a todos. El interés propio y el cálculo de beneficios nada dice sobre los procedimientos y la igualdad de condiciones de los afectados por las decisiones que supuestamente respetan ese interés.


2. Apelar al temor responsable

Actúa de tal modo que las consecuencias de tu hacer no destruyan la posibilidad de vida humana en el futuro; convierte el interés de la naturaleza y de las generaciones venideras en tu interés.

 

También la previsión de la posibilidad de una catástrofe total ha llevado a H. Jonas a establecer lo que él llama una «heurística del temor» (Jonas, 1979: 63s.). El temor ante la catástrofe es lo que permite buscar de nuevo una respuesta a la pregunta por la praxis humana correcta. De ello se deriva como «primer deber» de una ética orientada al futuro la necesidad de suministrarse representaciones de los efectos lejanos de la acciones humanas. El «malum imaginado» debe «asumir el papel del malum experimentado» (p. 64). De este primer deber se deriva el segundo: el destino imaginado de los seres humanos futuros debe ganar influjo sobre nuestro sentir. Se trata de «un temor de tipo espiritual, que en cuanto asunto de una actitud es obra nuestra» (p. 65). No se trata pues de una especie de pánico o miedo patológico, sino más bien de un «temor reflexionado».

Pero la inseguridad de las previsiones sobre lo que pueda suceder en el futuro representa un problema. Mientras que los pronósticos a corto plazo poseen una gran probabilidad, no ocurre lo mismo con los pronósticos a largo plazo. Éstos son siempre inseguros debido a la complejidad de los ecosistemas, a la imprevisibilidad de los hallazgos científicos y de las innovaciones técnicas, así como a la imponderabilidad de las decisiones humanas. Sin embargo, lo que sí es cierto, es que la evolución tecnológica actual se diferencia completamente del proceder a tientas y, por ello, asegurador de la vida propio de la evolución natural. Su dinámica acelerada produce cada vez más hechos irreversibles y los riesgos que amenazan la vida se vuelven más probables.

Sería un contrasentido exponer al sujeto de la evolución, al ser humano, a un riesgo que amenazara su vida. El desarrollo tecnológico sólo posee sentido si garantiza al sujeto de ese desarrollo un futuro mejor. Así pues, el deber de la conservación «está incomparablemente por encima de todos los mandatos y deseos de mejoramiento en los ámbitos exteriores y, allí donde es afectado, no se trata ya de la ponderación de posibilidades finitas de ganar o perder, sino del peligro no sometible ya a ninguna ponderación de una pérdida infinita frente a las posibilidades de ganancias finitas» (p. 74). La ética de la responsabilidad frente al futuro ha de asumir la incertidumbre de los pronósticos a largo plazo como un hecho «para cuyo tratamiento adecuado la ética ha de tener un principio él mismo ya no incierto»: el principio de la prioridad del pronóstico negativo sobre el positivo (p. 76).

Según H. Jonas, no existe ningún derecho de la humanidad para el suicidio. Ya que de la humanidad del futuro no se puede obtener ni suponer ningún consentimiento en ese sentido. Esto supone la existencia de una responsabilidad frente a los seres humanos que todavía no existen, es decir, de una responsabilidad que no descansa en la reciprocidad. Jonas no duda en buscar el fundamento de dicha responsabilidad en la naturaleza humana. Dado que el deber pertenece a la idea del ser humano, dicho deber ser encuentra por encima de nosotros, no está disponible para nuestra libertad. «Así que con ese primer imperativo [--que la humanidad sea--] no somos responsables en absoluto del ser humano futuro, sino de la Idea de ser humano, que es una idea tal que exige la presencia de sus materializaciones corpóreas en el mundo. Con otras palabras, se trata de una idea ontológica,... que afirma que una tal presencia debe ser, es decir, que debe ser cuidada, que se convierte en deber para nosotros, los que podemos hacerla peligrar» (p. 91).

Esta concepción contradice dos convicciones fundamentales de la filosofía actual, según la cual no existe ninguna verdad metafísica ni tampoco un camino que lleve del ser al deber. Pero Jonas considera que la idea de ser no valorativa es ella misma de carácter metafísico, desde luego no aplicable al ser humano, así como la negación de toda verdad metafísica es expresión de un concepto de saber que universaliza el saber científico y lo convierte en única forma válida de saber, lo que de nuevo resulta ser una opción metafísica. Sin embargo, conectar el valor con el ámbito del ser conlleva responder a la pregunta por una teleología en la naturaleza, por un telos en el mundo objetivo. Y Jonas responde afirmativamente a esta cuestión (p. 138). Pero con todo, la teleología supuesta todavía no dice nada sobre su bondad. Sin embargo, el hecho que se manifiesta en el telos, que el ser no es indiferente frente a sí mismo, convierte «su diferencia respecto a no-ser en valor fundamental de todos los valores», y derivado de él, «la maximización de la teleología» (155s.).

El hombre, en cuanto ser que puede darse a sí mismo fines, aparece como resultado más elevado de esta teleología de la naturaleza. Pero al mismo tiempo esa cualidad lo convierte también en potencial destructor de dicha teleología. El telos de la naturaleza, tal como se manifiesta tanto en el conjunto de sus manifestaciones como en cada una de ellas, ha de convertirse pues en deber para el hombre. El ser en su orientación a fines puede generar en nosotros el respeto y la consideración. Captado en su vulnerabilidad y destructibilidad, puede provocar nuestra responsabilidad. Pero para ello es necesario que el hombre sea receptivo. «Sólo el respeto, al desvelarnos algo "santo", es decir, algo que en ningún caso puede ser vulnerado (y esto puede ser visto sin necesidad de una religión positiva), nos preservará de mancillar el presente en aras de un futuro, de querer comprar éste a costa de aquél» (p. 393).

Sin embargo, este planteamiento también tiene sus limitaciones. No sólo nos encontramos con problemas de fundamentación, que se manifiestan en el hiato entre la afirmación metafísica de una teleología en la naturaleza y la afirmación ética de que el telos de la misma ha de convertirse en deber para el hombre (Rodríguez Duplá, 1997: 142s.). Su exigencia de una "ruptura del antropocentrismo", si bien es perfectamente entendible como crítica a lo que se ha dado en llamar racionalidad instrumental o civilización científico tecnológica y si bien dicha crítica establece unos claros límites a la realización de la utopía marxista de justicia e igualdad por el camino de dar rienda suelta a las fuerzas productivas (Jonas, 1979: 316ss.), no debe perder de vista que la cuestión de la injusticia y la desigualdad a escala global debe obtener una respuesta, y para ello no basta el temor responsable.

3. Apelar a la justicia

Actúa de tal modo que todos los afectados por tu acción estén dispuestos a asumir las consecuencias de la misma, tras un diálogo celebrado en condiciones de simetría.

 

Como hemos visto más arriba, los problemas a los que nos enfrentamos como conjunto de sociedades, pueblos y culturas que componen el género humano en el momento presente tienen una carácter estructural y su abordaje exige planteamientos estructurales. La virtualidad del concepto de justicia parece ser precisamente que permite situarse inmediatamente en el plano estructural: trata de ofrecer criterios con los que poder juzgar las estructuras políticas y económicas generales, las reglas de juego y no sólo alguna jugada. Es más, apelar a la justicia es situarse también en el plano de lo exigible y no meramente de lo voluntario o lo aconsejable.

Uno de los conceptos bajo los que la modernidad occidental ha formulado esta problemática es el de "contrato social". A pesar de su aparente carácter descriptivo del funcionamiento de las sociedades avanzadas o posttradicionales, esta idea posee también un carácter normativo: el orden que rige la asociación de ciudadanos responde o ha de responder a un acuerdo, es decir, presupone el consentimiento individual de los mismos, lo que somete dicho orden a los requerimientos de la legitimidad racional. Pero, ¿qué es lo que da fuerza vinculante a ese acuerdo? A esta pregunta se han dado muchas respuestas, desde el cálculo de utilidad al consenso alcanzado en condiciones de libertad e igualdad, pasado por la afirmada objetividad de la ley moral o el derecho natural (Martínez Navarro, 1990; 1994).

Lo que todas dan por supuesto es la institución del mercado como mecanismo que regula los intercambios sociales, esto es, la división social del trabajo, el marco legal de la propiedad privada y el contrato y la inclinación individual a obtener la máxima satisfacción de las necesidades o interés propio. Quedan fuera de consideración las características individuales, culturales y de cualquier otro tipo, que o bien se consideran como pertenecientes al ámbito privado o al de las comunidades concretas con sus cosmovisiones y sus concepciones de la vida buena. Los intercambios sociales regulados a través del mercado responden a la lógica de la razón estratégico-instrumental, es decir, de la economía de medios para la obtención de un determinado fin y de la maximización de los resultados. Esta lógica se impone por su supuesta efectividad.

Las teorías del contrato social o en general las teorías de la justicia que se inspiran en ellas intentan responder la problemática que genera la relación entre la institución del mercado y su lógica estratégico instrumental, los requerimientos de legitimidad racional derivados del sustento consensual del orden social en las sociedades democráticas y la existencia de un pluralismo de concepciones de la vida feliz o vida buena. Una forma de resolver el problema es suponer una armonía entre todos estos aspectos. Este sería el caso del utilitarismo (Poole, 1993: 25ss.). No se niega que un mercado abandonado a sí mismo caería pronto en el caos. Pero el marco legal que ha de evitar dicho caos no necesita recurrir a una lógica distinta que la que supuestamente rige el mercado: la utilidad es la que justifica las limitaciones que dicho marco impone a los actores sociales, por así decirlo, la que garantiza que una visión reducida y miope del interés individual a corto plazo no destruya la meta de felicidad general que en realidad coincide con el interés propio racional.

Por el contrario, la tradición kantiana ha intentado superar la determinación exclusiva de los individuos por el interés propio y abrir espacio a los requerimientos de la moral como ámbito libre de esa determinación. La racionalidad moral tiene sus exigencias propias: la inviolabilidad de dignidad de todo ser humano y la universalidad de las normas morales. En el carácter de fin en sí mismo de todo ser humano encuentra la lógica estratégico-instrumental del mercado un límite infranqueable. En el principio de universalización se pone coto al interés propio como motor de la acción, ya que nadie puede adoptar criterios de acción que no puedan ser generalizados. De esta manera es como la sociedad de mercado capitalista adquiere un marco de justicia necesario. Y esto significa que los sujetos han de reconocerse no sólo como fuente de intereses, sino también como portadores de dignidad, la que les confiere su libertad y racionalidad.

Pero, ¿cómo determinar lo que conculca la dignidad humana y lo que es universalizable? ¿Cómo adquieren los derechos y deberes racionales poder concreto sobre la conducta real de los individuos y las instituciones políticas? ¿Podrá el marco de justicia contener, encauzar y dominar la lógica del mercado, si ésta sigue regulando el ámbito de la producción y su distribución en la sociedad? ¿No entran en juego las creencias culturales, los vínculos comunitarios y las motivaciones emocionales en el sostenimiento del marco de justicia necesario? Responder a todas estas preguntas desborda los límites de esta contribución, pero señalemos algunas líneas generales.

Una de las estrategias teóricas seguidas por las éticas procedimentales de la justicia (Habermas, 1985; 1987; 1991; Apel, 1985; 1986; 1991; Rawls, 1985; 1996) se encamina a determinar y fundamentar la forma como debe establecerse el mencionado marco de justicia, para que éste posea legitimidad moral, tomando como dato irrebasable el pluralismo moral y cosmovisional de las sociedades posttradicionales. Dado que los marcos normativos ético-políticos que rigen de hecho los intercambios sociales no se han generado en una situación de igualdad de oportunidades y de simetría de poder, ni con una participación efectiva de todos los afectados, se recurre a un constructo teórico que representa las condiciones ideales en las que podría alcanzarse un consenso no coactivo: imparcialidad, igualdad, apertura a todos, ausencia de coerción y unanimidad. Estas condiciones ideales son contrafácticas en el sentido de que no están contaminadas ni por la imposición estratégica de intereses particulares ni por las asimetrías de poder que se dan de hecho, pero explicitan bien supuestos inscritos en la acción comunicativa misma (Apel, Habermas), bien valores políticos que subyacen a la cultura política de las democracias occidentales (Rawls) y, por tanto, no son meramente impuestos desde fuera a la realidad.

Sin embargo, este carácter contrafáctico o ideal conduce inevitablemente a la pregunta por su relación con las situaciones reales. Parece que es función de la crítica orientada moralmente procurar un acercamiento asintótico interminable entre condiciones ideales y reales de los acuerdos que se supone regulan la vida social (Apel, 1991: 183). De hecho, hay que vivir con conjeturas sobre el consenso justo y equitativo siempre revisables. Sólo que en el caso de algunos ámbitos y de los desafíos a los que hoy nos enfrentamos, la aplicación de los principios morales se convierte en la prueba de fuego de la ética. Lo que nos ofrecen las éticas procedimentales es una idea regulativa de legitimidad democrática con la que criticar las interferencias de los monopolios que imponen sus intereses no universalizables.

Pero el problema es que los subsistemas económico y administrativo no sólo siguen su propia lógica estratégico instrumental de acuerdo con mecanismos abstractos --dinero y poder--, sino que además su autonomización respecto a las lógicas comunicativas del mundo de vida es cada vez mayor y, tal como ha mostrado Habermas, además invaden y "colonizan" los ámbitos en los que se genera y reproduce el reconocimiento mutuo y la igualdad que sustenta la idea de justicia. Las únicas formas de defensa que existen son un ordenamiento jurídico que refleje la legitimidad democrática y un fortalecimiento de la sociedad civil, en la que la dinámica interactiva prime sobre la lógica del mercado, para poder ponerle límites a la dinámica expansiva y colonizadora de éste.

Esta propuesta, llevada a sus últimas consecuencias pasaría a nivel mundial por la creación de una sociedad civil planetaria y por unas instituciones políticas capaces de limitar y controlar con el poder que atribuimos a los Estados nacionales al mercado global. Las dificultades de esta empresa no se le ocultan a nadie. Si buscamos una materialización del concepto de justicia procedimental, por muy limitada que resulte, habrá que referirse al Estado Social de Derecho de las democracias occidentales. Los problemas derivados de mantener la autonomía del mercado y sus mecanismos, por un lado, y de establecer mecanismos correctores de la desigualdad por medio de los instrumentos jurídico-administrativos, por otro, están a la vista de todos. La construcción de un Estado Social de Derecho mundial, ¿es una empresa posible? La tradición marxista ha denunciado el doble servicio de las instituciones jurídicas y políticas en las sociedades capitalistas: garantizar los mecanismos de acumulación del capital y corregir los efectos sociales negativos, por lo menos en la medida en que éstos puedan amenazar a aquéllos. Lo que está puesto a prueba por la actual situación global es que este doble servicio sea posible.

4. Apelar a la solidaridad compasiva

Sólo es universalizable una acción cuando beneficia al que está peor situado y muestra de este modo su potencial fuerza para ampliar el «nosotros» y romper las fronteras.

 

M. Walzer en el prefacio a su conocida obra Esferas de la justicia ha llamado la atención sobre el hecho de que la persecución de la igualdad y la justicia tiene su origen en las experiencias de dominación y desigualdad hirientes (1993: 10s.). La experiencia histórica de explotación y opresión, la experiencia de sufrimiento, unida al sentimiento de que ambas no deben ser, se encuentra a la base de la idea de justicia (Vitoria, 1999: 63). Más que las exigencias de un universalismo formal, son las experiencias de sufrimiento socialmente originado lo que ha movilizado a los individuos y a los grupos a reivindicar el fin de las situaciones que lo provocan: rebelión y no búsqueda de consenso.

Se podría decir que hay exigencias de justicia porque hay víctimas que se reconocen a sí mismas o que son reconocidas por otros como tales, como víctimas. Y su sufrimiento es experimentado como un atentado a su dignidad, como algo que no debe ser. Esta experiencia fontal de la ética es, como ha visto E. Lévinas, un "acontecimiento" que no puede ser deducido desde el pensamiento, sino que necesita de una irrupción de la realidad del otro que trasciende los límites trazados por un marco de derechos y obligaciones recíprocos definido conceptualmente. Es esa irrupción, en su concreción, la que me obliga (Lévinas, 1995: 128; Finkielkraut, 1998: 34). El punto de partida de la moral es el grito, a veces sofocado, otras ignorado, de los sufrientes, de los oprimidos y excluidos, que por su condición de excluidos se encuentran fuera del marco institucional donde los sujetos incluidos pueden hacer valer sus intereses y pretensiones morales o ejercer con más o menos éxito su crítica frente a las condiciones no equitativas de dicho marco (Dussel, 1994:65ss.; Mardones, 1998: 103ss.).

Así pues, aceptar la interpelación que viene del sufrimiento exige ir más allá de la conmiseración paternalista. El "apriori del sufrimiento" exige la mediación del análisis de las causas del sufrimiento y supone establecer una asimetría frente a la asimetría reinante contra la víctima: hay que concederle a ésta una autoridad que rompa el marco de "igualdad formal de oportunidades" existente, bajo el que se ha fraguado su exclusión. Compasión no es una alternativa a la justicia, sino la fuente de una nueva forma de comprender la justicia, pues seguir reconociendo los mismos derechos a todos puede parecer desde un punto de vista formal correcto, pero desde el punto de vista material supone perpetuar la situación que genera las víctimas y sus sufrimientos (García Roca, 1998: 56ss.). Para ello no basta la discriminación positiva. Si es el sistema el que origina aquello que hace sufrir a las víctimas, para negar las fuentes del sufrimiento hay que establecer las mediaciones técnicas, políticas, pedagógicas, etc., factibles aquí y ahora capaces de transformar los aspectos del sistema responsables de lo que amenaza a las víctimas o, en su caso, el sistema en su conjunto (Dussel, 1998: 554s.).

Pero ¿cómo se genera la solidaridad compasiva con la víctimas? Adorno, que no se cansó nunca de exigir una conciencia teórica plena sobre el sistema social, lo que es tanto como exigir una conciencia teórica de la dificultades de la praxis transformadora, sabía que ésta necesita de algo más que dicha conciencia, necesita de un impulso somático, que la conciencia no puede crear desde sí misma. La mecha que enciende dicha praxis es el sufrimiento, por eso el telos de la misma está en la «negación del sufrimiento físico» (Adorno, 1973: 203). La agitación espontánea por la existencia del sufrimiento no tiene su origen en la razón legisladora, sino en la angustia física y en el sentimiento de solidaridad con los sufrientes. Esta es la puerta de la moralidad (Mate, 1997: 243ss.). En cuanto impulso moral, esa agitación espontánea tiene su manifestación en una urgencia y una impaciencia frente a la injusticia, que se resisten a un aplazamiento de la acción por motivos de racionalización o fundamentación.

Adorno ha ligado la solidaridad humana a la dimensión mimética de la experiencia. No se trata de que la reflexión esté de más o de defender un espontaneísmo. Se trata de vivir en la tensión productiva entre el impulso espontáneo, por un lado, y el comprender reflexivo de la situación inmoral como lugar de la moralidad, por otro. La moralidad se alimenta esencialmente del estrato corporal del hombre y su inervación somática contra el sufrimiento, es decir, de algo que hay que añadir a la conciencia. Además, la experiencia histórica concreta le imprime al imperativo moral un carácter negativo: formula la exigencia de negación de un estado de cosas. No quiere fundamentar el bien, sino parar el mal o escapar a la barbarie. De ahí su urgencia y su evidencia. Si la necesidad de eliminar el sufrimiento no fuera evidente, no sería posible ninguna moral en absoluto, pues ésta no es otra cosa que la resistencia contra la inhumanidad. Sólo esta necesidad no inferible concede fuerza al imperativo de eliminar todo sufrimiento.

Pero el impulso moral que genera la solidaridad compasiva y la respuesta responsable a la exigencia que nace de la interpelación de la víctimas se alimenta de tradiciones concretas de grupos y comunidades singulares en las que se fragua la identidad de los individuos, también la identidad moral. Es verdad, que existen muchas formas culturalmente establecidas de manipular y reprimir el sufrimiento, de ofrecer válvulas de escape estabilizadoras, etc. Sin embargo, la historia de los movimientos de protesta y lucha de los pobres y oprimidos habla de que en todas la culturas los seres humanos se han rebelado y se rebelan contra el sufrimiento injusto. ¿Puede esta variedad de contextos, narraciones, luchas históricas, etc. dar lugar a una solidaridad universal, una solidaridad comprometida con un justicia mundial?

M. Walzer refiriéndose a las diferentes concepciones de justicia que responden a experiencias histórica distintas y a los vínculos que unen a los que las comparten ha hablado de "solidaridades densas", capaces de movilizar y de comprometer (Walzer, 1996: 33ss.). Esas solidaridades tienen que ver con retos morales concretos y cercanos a la experiencia, vividos en el horizonte de una comunidad interpretativa y narrativa. Pero ese tipo de solidaridad no impide, sino al contrario posibilita la existencia de una solidaridad tenue por la que comprendemos y nos hacemos cargo de las reivindicaciones de individuos y grupos lejanos. Así pues, el primer lugar de la ética no son los principios morales universales, que una vez bien fundamentados filosóficamente han de recorrer el largo camino de sus diferentes aplicaciones en ámbitos diferentes. Según M. Walzer, la solidaridad que trasciende los límites de las comunidades concretas viene en segundo lugar, lo que no quiere decir que tenga menos significación o intensidad.

Independientemente de los orígenes concretos de la idea de justicia, de las figuras argumentativas con las que se defiende, los diferentes contextos sobre los que se aplica, «algún aspecto de ello --su negatividad tal vez, su rechazo de la brutalidad ("opresión")-- será inmediatamente accesible a los que no saben nada sobre lo que rodea a ese aspecto. Prácticamente todo el que mire verá aquí algo que acaba reconociendo. La suma de estos reconocimientos es la moralidad mínima» (p. 38). No hay pues que abandonar el espacio comunitario y su interpretación concreta de la vida para reconocer el camino hacia la universalidad. Toda cultura contiene, por un lado, elementos que posibilitan un convivir humano y atenúan el sufrimiento en sus variadas formas y, por otro lado, elementos que producen el sufrimiento e impiden la liberación frente a él. Cada cultura representa por ello un sistema de interpretaciones y valoraciones insustituible.

Sin embrago, es posible pensar un universalismo reiterativo que no destruya las diferencias culturales. Éste actuaría como un concepto heurístico de entendimiento intercultural, como una especie de ayuda para descubrir lo que une y vincula manteniendo el máximo respeto a la diferencia y evitando caer en la indiferencia de lo arbitrario. Las fundamentaciones y las motivaciones permanecen unidas a sus respectivas procedencias. La exigencia de solidaridad universal no conlleva la necesidad de abandonar los contextos culturales particulares, sino sólo el esfuerzo del reconocimiento de las diferentes formas de crítica a la estructuras opresoras. Está dispuesta a vincularse y no obstante a respetar la otreidad del otro Rottländer, 1997).

Como decía W. Benjamin, las tradiciones de los oprimidos nos enseñan que «la regla es el "estado de excepción" en que vivimos» (Benjamin, 1973: 182). Para ellos el sufrimiento no es una excepción. Quizás adoptando la perspectiva de las múltiples tradiciones de los oprimidos, de las víctimas de la historia, se nos revele la estructura catastrófica de la historia, nos liberemos de nuestras cegueras y encontremos las fuerzas para conjurar la amenaza que pesa sobre todos y a la que hoy las víctimas día tras día sucumben.

 

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