José A. Zamora |
«La teología 'inversa' de Adorno: Salvar la religión en su completa profanización» en: Proyecto Filosofía después del Holocausto - Instituto de Filosofía (CSIC), 1999. |
Para los pensadores de la primera generación de la Escuela de Fráncfort Auschwitz representa un cesura civilizatoria, una catástrofe de tales dimensiones, que obliga al pensamiento a un replanteamiento radical de su propia tradición y a un cuestionamiento sin paliativos de la marcha histórica en la que se abrió un abismo tan insondable de dolor e injusticia. En concreto, el pensamiento de Adorno está tocado en su nervio más intimo por esa cesura. Y, sin embargo, esta percepción no se inaugura con dicho acontecimiento fatal, sino que es preparada por todo el esfuerzo intelectual para desentrañar los procesos históricos y sociales que abocarían a la catástrofe sin precedentes de Auschwitz. Ya la primera guerra mundial representa para algunos pensadores y artistas de las vanguardias estéticas una conmoción reveladora de la dimensión catastrófica de la modernidad y premonitoria de los acontecimientos que habrían de sucederla. Como el mismo Benjamin constata en sus famosas Tesis, el «asombro acerca de que las cosas que estamos viviendo sean "todavía" posibles en el siglo veinte», lo único que revela es que «la representación de la historia de la que procede no se mantiene» (Discursos interrumpidos I, Madrid 1973, 182).
Así pues, ya antes de Auschwitz se hace sentir la necesidad de repensar la modernidad desde sus manifestaciones catastróficas, que no pueden ser reducidas a meros accidentes en la marcha imparable hacia la sociedad emancipada y feliz que imaginaron los padres proyecto de la modernidad. De modo que no debe extrañar que el volumen editado por Dan Diner, Quiebra de la civilización: pensamiento después de Auschwitz (Fráncfort 1988), dedique una contribución a Walter Benjamin bajo el significativo título de Auschwitz ante. Quizás ha sido su esfuerzo intelectual por captar la estructura catastrófica de la historia, por dar respuesta a la pregunta por el origen histórico de los cataclismos políticos y sociales a los que el propio Benjamin terminaría sucumbiendo después, de pensar juntos progreso y catástrofe, quizás hayan sido estos esfuerzos instelectuales, la inspiración más certera para un pensamiento que, como el de Adorno, quiso hacer justicia a los abismos de horror histórico que se abrieron en los campos de exterminio nazi.
I. Teología inversa y protohistoria de la modernidad catastrófica
Como es conocido, esos esfuerzos intelectuales de Benjamin resultan difícilmente clasificables desde los patrones al uso en la historia del pensamiento filosófico. Benjamin bebe de fuentes no habituales en su múltiples tentativas de escribir la protohistoria de la modernidad catastrófica, desde el libro sobre el drama barroco hasta la obra de los pasajes. Y creo que aquí hay que buscar también las claves de comprensión de la Dialéctica de la Ilustración. La cuestión que desearía abordar ahora es el papel que juega la teología o la religión dentro de esta protohistoria de la modernidad catastrófica.
Por lo que se refiere a la Dialéctica de la Ilustración parece claro que la religión es objeto de esa protohistoria, participa de dicha dialéctica sobre esto volveré después. Pero si nos remontamos al origen mismo del concepto de protohistoria resulta que la teología es también una de las fuentes que lo inspiran.
Es imposible analizar aquí en detalle todo el instrumental conceptual que van confeccionando primero Benjamin y luego Adorno en un diálogo no exento de tensiones durante los años treinta. En otros trabajos he analizado sus esfuerzos comunes por ir perfilando categorías como las de imagen dialéctica, fantasmagoría, protohistoria, etc., el papel del pensamiento alegórico, el montaje de los fragmentos y ruinas del proceso histórico o la dialectización de los elementos que componen las constelaciones, la relación entre lo arcaico y lo moderno, entre historia y naturaleza, etc.
Creo que nos encontramos ante un modelo epistemológico original que intenta escapar por igual a las potentes garras del idealismo y de aquellos teoremas de la modernidad catastrófica, que por comulgar con su propia lógica son incapaces de percibirla, pensarla y criticarla en todas sus dimensiones y con la suficiente radicalidad.
Una categoría clave de este modelo epistemológico es la de imagen dialéctica, que parte del procedimiento conceptual de disociación aplicado a los fenómenos, opera seguidamente una polarización de los elementos singulares hasta sus extremos y finalmente intenta realizar expresamente la salvación de los fenómenos en una nueva configuración. La imagen dialéctica es la herramienta fundamental del pensamiento constelativo y monadologico. Su virtualidad consiste en establecer en primer lugar una perspectiva diferente, extrañadora y, sólo de esta manera, reveladora de momento de verdad en los fenómenos. La perspectiva en la que la imagen dialéctica agrupa los fenómenos es la de una revelación dislocadora y sorprendente, por lo que guarda cierto parentesco con la imagen surrealista.
La teología inversa: el mundo sub specie redemptionis
Pero precisamente para esta perspectiva capaz de proporcionar una sacudida, en el instante de la cognoscibilidad, en la hora del peligro, es imprescindible según Adorno la teología. La teología inversa de la que Adorno habla en sus cartas a Benjamin y que considera la aportación más genuina de éste, es para él la garantía de la objetividad de un conocimiento capaz de penetrar la apariencia engañosa del ser social en la constelación de elementos que constituye la imagen dialéctica y al mismo tiempo la garantía de que podría ser de otra manera, que es posible escapar a la maldición del capitalismo.
La defensa a ultranza de esa teología frente al supuesto influjo de Bertolt Brecht sobre Benjamin tiene su origen en el convencimiento de que sólo una polaridad mantenida entre las categorías sociales y las teológicas permite penetrar la dialéctica de lo moderno y lo arcaico, tan esencial para una protohistoria del siglo XIX, es decir, de la sociedad capitalista y burguesa, tal y como pretendía realizarla Benjamin en su obra sobre los pasajes. Sólo de esa manera se conseguiría, según Adorno, un acceso a las cuestiones sociales, que la asunción abstracta de categorías marxistas no haría sino impedir.
La teología figura en este modelo epistemológico como una especie de lente que enlaza y focaliza la luz del conocimiento. Ella misma no es contenido de la imagen, sino que posibilita que la imagen en cuanto tal se produzca y con ello se vuelva descifrable la realidad. Esta teología, cuya función no es otra que la de colocar la inmanencia del mundo en una perspectiva dislocada y extraña y así ponerla en apuros, cumple el disederatum adorniano de un conocimiento no ontológico, consciente de la imposibilidad de abarcar conceptualmente la totalidad de lo real. Se trata de un conocimiento con una doble determinación: la de captar la negatividad de la realidad constituida y la de captar la existencia de algo completamente otro frente a esa negatividad.
Esta teología inversa está directamente emparentada con la literatura kafkiana, es decir, con la percepción de la vida terrenal como infierno o, lo que es lo mismo, como imagen invertida de una vida redimida. En una carta a Benjamin escrita el 17 de diciembre de 1934, en la que Adorno comenta el artículo de aquél sobre Kafka, se refiere Adorno a la obra de este último como «una fotografía de la vida terrena desde la perspectiva de la vida redimida, de la que únicamente aparece la punta del paño negro, no siendo la horrible óptica descentrada de la imagen sino la óptica de la propia cámara oblicuamente situada.» (Theodor W. Adorno-Walter Benjamin: Correspondencia 1928-1940, Madrid 1998, 78)
La teología inversa no proporciona ninguna mirada a un más allá, sea éste del tipo que sea, sino en cierto sentido adopta una perspectiva que vuelve la espalda a la trascendencia para atrapar prismáticamente la luz que procede de ella y hacerla utilizable para esa fotografía del mundo como infierno, que proporciona la sacudida sin la que no hay verdadero conocimiento. La teología es la "cámara situada oblicuamente". Y "la horrible óptica descentrada", en cuanto óptica capaz de revelar la verdad, no tiene otra garantía que la verdad de la salvación, que sin embargo no aparece sino como una "punta del paño negro".
El parentesco de este pasaje con el conocido aforismo con que acaba la Minima Moralia salta a la vista. Adorno exige en él de la filosofía que contemple todas las cosas desde punto de vista de la salvación. Pero paradójicamente, bajo su luz esas cosas no aparecen salvadas, sino indigentes y desfiguradas. No son el resplandor proléptico del absoluto a través de su participación en él, tal como había pretendido la metafísica tradicional. Al contrario, bajo esta perspectiva aparece con mucha más claridad el abismo que separa su existencia real del estado de salvación. Sólo a una contemplación del mundo sub specie redemptionis se le revela la verdadera magnitud de la deformación y el deterioro de la existencia, que toda ideología encubre negándola, ayudando cínicamente a subestimarla o simplemente distrayendo de su presencia. Pero no menos se revela también a dicha contemplación el deseo inscrito en la existencia dañada de una transformación radical de la situación constituida e injusta.
Adoptar el punto de vista de la salvación, no significa por tanto ser dueño de él, sino ganar la única perspectiva que puede hacer justicia a los objetos, es decir, que puede dar expresión a su desfiguración bajo la negatividad acabada y a la necesaria eliminación de la misma. Esa perspectiva desenmascara lo-que-existe como lo-que-no-debe-existir, y presenta la salvación como el único estado que haría justicia a lo desfigurado y dañado en la historia, si es que un día llegara a realizarse.
Pero aunque ésta sea la perspectiva más evidente cuando se contempla la negatividad de la historia detenidamente, es al mismo tiempo una perspectiva totalmente imposible. Ninguna filosofía puede adoptar de modo real el punto de vista de la salvación, ninguna ha escapado al ámbito de la existencia. La filosofía no posee el punto de vista que necesita para contemplar el mundo desde la salvación. Más bien se encuentra marcada con la misma indigencia que alimenta las exigencias de salvación que ella ha de articular. Es más, la misma razón subjetiva está involucrada en la lógica de dominación que subyace a la negatividad social e histórica y que en Auschwitz presenta su rasgos más horribles.
Por eso, para que ella sea posible, la filosofía tiene que intentar comprender y articular su propia imposibilidad. El ejercicio imposible del pensamiento de adoptar el punto de vista de la salvación, sin poder hacerlo realmente, es la tarea de toda filosofía empeñada por la verdad. El único camino que le queda al pensamiento, según Adorno, es el de la crítica de la negatividad existente. Aunque también parece atisbarse otro camino, que no puede recorrerse sin esa crítica, en una empatía con los objetos libre de violencia y arbitrariedad, pues ésta tendría que percibir en su indigencia y desfiguración el anhelo infinito, cuyo cumplimiento no puede ser pensado ni afirmado con sentido desde la perspectiva de la finitud de la existencia y de la capacidad de conocer tomada radicalmente en serio, pero a la que el pensamiento no puede renunciar sin convertirse en una simple reproducción de lo que hay, en su confirmación ideológica.
Esto convierte al programa de pensamiento constelativo es un programa de crítica y salvación de los fenómenos. El secreto de su dialéctica es la conexión entre verdad y justicia. Por eso afirma Adorno en su Minima Moralia que sin esperanza sería imposible pensar la idea de verdad. Si esto levanta sospechas de parentesco con la dialéctica idealista, dichas sospechas pueden ser, cuando menos, mitigadas con un texto de la misma Minima Moralia. Refiriéndose a la dialéctica idealista dice Adorno:
«Es precisamente ese avanzar y no poder detenerse, ese reconocimiento tácito del primado de lo universal frente a la singular, en lo que consiste no solamente el engaño idealista que reifica los conceptos, sino también su inhumanidad, que degrada lo singular, apenas captado, a estación de paso, para finalmente pactar demasiada rápidamente con el dolor y la muerte, en aras de una reconciliación que meramente existe en la reflexión. Se trata, en última instancia, de la frialdad burguesa, que con excesiva complacencia suscribe lo inevitable. El conocimiento sólo consigue ampliarse allí donde se aferra de tal modo a lo individual, que a través de la insistencia deshace su aislamiento.» (Madrid 1987, 70s.)
Adorno se refiere a esta dialéctica, para distinguirla de la idealista, como dialéctica intermitente, «cuyo instante verdadero no es el progresar, sino el detenerse, no el proceso sino la cesura» (Kierkegaard. Ensayo. Caracas 1971, 143). Es una dialéctica que no se manifiesta en el todo, sino en la grietas. Es la crítica de la continuidad idealista.
Las imágenes dialéctica que agrupan constelativamente los fragmentos y la ruinas portadoras del estima de la desfiguración revelan el carácter coactivo de la mediación social por la totalidad antagonista. No toman, pues, como punto de partida una totalidad realizada sino lo concreto, bien entendido que como mediado por la totalidad negativa: por eso, las imágenes dialécticas no tiene un carácter ilustrador o ejemplificador. Más bien intentan construir en lo singular fragmentario el todo como infierno.
Pero la temporalidad del objeto, su concreción, su singularidad, etc. no sólo son traicionadas y desfiguradas por la rigidez de la definiciones conceptuales, sino también por el supuesto de una identidad del objeto consigo mismo más allá del pensamiento. La deformación, el daño y la no reconciliación de lo real, que van tan unidas a la concreción temporal de los fenómenos como sus potenciales no realizados, sus posibilidades y su pretensiones de justicia todavía no cumplidas, sólo son reconocibles desde una idea enfática de verdad, pues su desfiguración está producida por el universal social y, por tanto, sólo puede sacarse a la luz en relación al universal conceptual, a través de su crítica.
Al mismo tiempo, esa desfiguración solo es perceptible y criticable desde la pretensión de verdad enfática propia de lo universal, pues sólo la idea de absoluto inherente a ella ofrece el exceso, que permite pensar la posibilidad de que lo existente sea algo otro de lo que es.
El pensamiento no puede prescindir de la idea de verdad sin disolverse a sí mismo, sin asimilarse a la realidad constituida, sin someterse a ella y convertirse en su pura reproducción. Pero la desfiguración y las posibilidades incumplidas de lo existente hablan a su vez contra toda identificación entre absoluto y ser, incluso obliga a la filosofía a prohibirse la idea de absoluto, para no traicionarla. La contradicción entre esa prohibición y la insistencia en un concepto enfático de verdad constituye, según Adorno, el elemento en que se mueve la filosofía y la determina como negativa. El núcleo temporal de la verdad obliga, por tanto, a una nueva figura de salvación de lo singular en lo universal.
La idea de historia natural: crítica y salvación
Al servicio de esta salvación esta la ciencia del origen de la que habla Benjamin en su libro sobre Drama barroco alemán. Una idea es origen no en el sentido de que represente la fuente de la que se deriva lo que posteriormente ha llegado a ser, sino en el sentido de algo que resulta del devenir y perecer, que en el ahora de la cognoscibilidad, en la actualización simultánea de determinados elementos, en la configuración de elementos extremos, lleva a la verdad a representarse a sí misma. Origen no es comienzo, no tiene nada que ver con originarse algo y su enlace causal en una cadena que llega hasta el presente. No busca la explicación genética del fenómeno. El origen en cuanto inacabado e inconcluso, se encuentra en medio de lo fáctico, en el caudal del devenir.
Una consideración de la historia que piensa en cadenas causales e intenta concebir las épocas como construcciones inevitablemente subjetivas, no es capaz de captar el origen, lo que queda reservado a la consideración que problematiza "seriamente los límites entre historia natural e historia universal" y con ello percibe en ambas "la repetición como tema esencial de todo periodización" (W. Benjamin: Gesammelte Schriften I, Fráncfort 1974, 935).
La idea de historia natural, formulada por Adorno en su conferencia de 1932 en la sede de la Sociedad Kantiana de Fráncfort, está elaborada a partir de esta idea benjaminiana de ciencia del origen. Y lo que pretende es captar las formas estructurales objetivas de la modernidad: la dialéctica histórico-natural entre la constitución del yo y su negación, entre dominio de la naturaleza y su destrucción, entre progreso y regresión, entre lo arcaico-mítico y lo nuevo, entre la universalidad del intercambio y la liquidación del individuo.
En esta idea se intenta capta la «metamorfosis de lo histórico en naturaleza», pero también la caducidad de todo lo que se instala en la apariencia de inamovilidad natural.
Una de las claves para interpretar esta idea es pues la categoría de "mercancía". En ella cristaliza según Marx el poder mítico del principio de intercambio. La relación entre las mercancías es la ley que de manera misteriosa lleva en su mano las riendas de la sociedad y al mismo tiempo todo lo encubre con la apariencia mítica de una relación natural. Frente a ese dominio del universo vital objetivo de la sociedad los sujetos se convierten en apéndices impotentes y despojados de su libre autodeterminación. La astucia de la razón es en realidad la astucia del capital que se impone como destino mítico. La repetitividad, la prepotencia, la opacidad y la inexorabilidad de lo existente le otorgan a éste el poder que un día poseyeran los mitos. En ese sentido la crítica de la sociedad capitalista es prolongación de la crítica de la religión.
Pero en la idea de historia natural interviene otra dimensión cuya procedencia no es el análisis de la mercancía en el Capital, sino el concepto de alegoría benjaminiano. Lo que se expresa en la alegoría, según Benjamin, es la faz de la historia en cuanto pregunta enigmática. La historia adquiere ese carácter enigmático precisamente a través de su recaída en la naturaleza: naturaleza e historia convergen en el elemento de la caducidad que en el drama barroco es representado en el escenario por medio de las ruinas. Para el autor alegórico esas ruinas son como una escritura que hay que descifrar, una escritura que habla de «todo lo que la historia desde el principio tiene de intempestivo, de doloroso, de fallido» (El origen del drama barroco alemán, Madrid 1990, 159). En las ruinas y fragmentos de realidad es posible reconocer lo que se ha desmoronado y descompuesto, aquello que no soportó la marcha y se desvaneció en el camino, aquello que fue víctima del proceso histórico en su progreso.
Este aspecto del concepto benjaminiano de alegoría está estrechamente emparentado con el de teología inversa adorniana. A partir de la interpretación alegórica del mundo que se ha desmoronado y descompuesto en ruinas se manifiesta algo que debe ser pensado complementariamente al concepto de naturaleza segunda: «Allí donde algo histórico hace su aparición, lo histórico remite a lo natural que caduca en él» (Th. W. Adorno: Actualidad de la filosofía. Barcelona 1991, 125). La historia no puede ser interpretada como una marcha triunfal del espíritu al que se somete la naturaleza. La historia es, precisamente a través de ese sometimiento, ante todo historia de sufrimiento, historia de la descomposición y el desmoronamiento. La alegoría abre pues los ojos para la dimensión catastrófica de la historia y de la vida individual tal como de hecho ambas transcurren.
El status quo, establecido como naturaleza segunda, encubre por tanto no sólo el proceso de su constitución, para así poder perpetuarse mejor, sino que oculta con el brillo deslumbrador de lo supuestamente nuevo los sufrimientos y catástrofes que en dicho proceso afectan tanto a la naturaleza como a los seres humanos.
Lo establecido posee el poder de ocultar a la mirada aquello que fue machacado y se perdió, y así configurar la manera de percibir la historia por medio de la evidencia de la marcha victoriosa de lo que se impuso en última instancia. A la injusticia que sufrieron los oprimidos y maltratados se añade la eliminación de las huellas que puedan recordarlo.
Sin embargo, según Benjamin, la mirada alegórica no es víctima de esa ceguera. Para ella no son significativas las victorias que, según la historiografía dominante, hacen aparecer la historia como un proceso de avance y ascenso, sino las estaciones de su descomposición, las quiebras catastróficas que hacen saltar por los aires el continuo de la lisa superficie del progreso con el que dicha historiografía ha intentado remendar las grietas y rupturas.
No se trata de una teoría que interprete la historia como decadencia. El progreso es confirmado y negado al mismo tiempo. De hecho tiene lugar, pero al tener lugar y por esa razón sigue siendo la reproducción de lo mismo. La idea de progreso no ha de ser criticada porque sea simplemente falsa, sino porque refleja la realidad falsa y en cuanto puro reflejo comparte su falsedad. Por eso exige Benjamin fundamentar el concepto de progreso en la idea de catástrofe (cfr. Gesammelte Schriften V, 592).
Así pues, la idea de historia natural ni pretende integrar y superar teóricamente la contradicción ni tampoco presentar el sufrimiento como caracterización teórica de la esencia de la historia, sino que más bien exige un cambio de perspectiva. Se trata de la perspectiva de las víctimas de la historia, para cuyos sufrimientos el progreso no ofrece ningún desagravio. Muy al contrario, él prolonga en su marcha inexorable la injusticia. La historia no sólo trascurre de modo pseudonatural a causa de su carácter coactivo y su rigidez, que se sustrae al poder de determinación de los seres humanos, también es pseudonatural en cuanto historia de la descomposición, que la interpretación alegórica es capaz de leer en las ruinas y fragmentos del mundo.
Para conocer la figura más reciente de la injusticia hay que destruir la fachada ilusoria de lo nuevo:
«Conocer lo nuevo no significa acomodarse a ello y a su motilidad, sino resistir a su rigidez, vislumbrar en la marcha de los batallones de la historia universal un pisar sin moverse del sitio. La teoría no conoce otra "fuerza constructiva" que la de iluminar con el resplandor de la más reciente iniquidad los contornos de la prehistoria extinguida, para descubrir su correspondencia. Lo más nuevo, y sólo ello en cada momento, es el viejo espanto, el mito.» (Th. W. Adorno Gesammelte Schriften 8, Fráncfort 1980, 376).
Para que surja algo verdaderamente nuevo, hay que desenmascarar lo más reciente como lo mismo de siempre. Por ello, la idea de historia natural no suaviza y mucho menos elimina la paradoja de la dialéctica entre lo nuevo y lo siempre igual, sino que por el contrario la radicaliza.
En los sufrimientos de la historia reina el hechizo mítico, que se prolonga en la negativa a percibir dichos sufrimientos. Sólo su percepción atraviesa la costra que se ha formado sobre los objetos del mundo y que ayuda a la inmanencia mítica del sufrimiento a perdurar. La caducidad percibida es el mejor antídoto contra la apariencia de la naturaleza segunda, la mejor ayuda para comprobar que lo que es, ciertamente no ha sido siempre y puede y debe ser de otra manera.
Para Adorno, la mirada melancólica del autor alegórico es el índice de un cambio de perspectiva necesario. Él no se cierra a la caducidad y mortalidad en la naturaleza y la historia. El duelo por aquello que desaparece, por aquello que no llegó a realizarse, preserva paradójicamente una idea de felicidad sin menoscabo que permite mantener la distancia frente a lo dado, frente al statu quo.
La idea de naturaleza en cuanto historia sedimentada del sufrimiento, que se reproduce inconscientemente en lo mitológico y se expresa en la imagen de la tierra en ruinas, es la signatura invertida del anhelo de salvación y de liquidación del hechizo que pesa sobre todo lo histórico.
En la interpretación que Adorno hace de un pasaje del ensayo de Kierkegaard sobre Maria Beaumarchais encontramos formulada lo que bien podría llamarse la dialéctica alegórica de la melancolía: «En la melancolía comulgan la naturaleza y la redención; desde ella se yergue el "deseo", cuya ilusión es el reflejo de la esperanza» (Kierkegaard, 209). Las imágenes en las que se expresa el deseo no son transcendentes respecto a la naturaleza y la historia, sino histórico-dialécticas. Pero en la fantasía, en su incapacidad «de concebir concretamente la imagen última de la desesperación», la naturaleza va más allá de sí misma, pues ella «en la mínima transposición por medio de la fantasía se presenta como salvada» (Kierkegaard, 225).
Es la fantasía, inspirada por el recuerdo y el deseo, la que transforma las huellas de la descomposición en signos de esperanza. El futuro perdido de los que fueron machacados por la historia apunta en el recuerdo a la liberación de la coacción que impidió e impide la felicidad realizada. Por eso, lo posible no cumplido, las esperanzas baldías de los que murieron, es el criterio y la norma de la conciencia histórica.
«Así como los muertos están entregados inermes a nuestro recuerdo, escribe Adorno comentando Las canciones para los niños muertos de Mahler así también es nuestro recuerdo la única ayuda que les ha quedado; en él expiraron, y si todo muerto se asemeja a uno que fue liquidado por los vivos, así ciertamente también a uno que ellos han de salvar, sin saber si alguna vez lo conseguirán. El recuerdo apunta a la salvación de lo posible, pero no llegado a realizar.» (Th. W. Adorno: Gesammelte Schriften 18, Fráncfort 1984, 235)
Aquello que bajo el punto de vista alegórico podría quebrantar la negatividad de lo existente no son las perspectivas victoriosas de lo que posee poder histórico, que sólo refuerza el dominio del poder, sino aquello que fue derrotado y aniquilado y de modo negativo reclama la redención pendiente. Los fragmentos de la historia, dirá Adorno, «ostentan las grietas de la desintegración como signos cifrados de la promesa» (Kierkegaard, 228).
La caducidad es pues la dimensión histórica de la naturaleza: ella no sólo disuelve la supuesta rigidez de la naturaleza segunda, sino que es de modo negativo la signatura de su anhelo de salvación histórica. Y ciertamente que histórica, pues, según Adorno, dicho anhelo sólo puede ser saciado en la historia, no es anhelo de inmortalidad, sino de resurrección de la carne. Pero no existe ninguna garantía de salvación ni inmanente a la naturaleza misma, ni transcendente a ella. Y aquello que tiene validez para la naturaleza en cuanto creación, tanto más vale para la naturaleza segunda.
No basta para Adorno pues con mostrar que se dan motivos arcaicos en la historia. La protohistoria es actual en la historia en cuanto caducidad. Además, la protohistoria misma tiene en cuanto caducidad la dimensión histórica. El desmoronamiento que documenta el carácter cuasi natural y arcaico-mítico de la historia, desmiente al mismo tiempo la rigidez coactiva pseudonatural del proceso social y establece en la naturaleza vencida, que perece en y por la historia, en cuanto duelo y anhelo de salvación, un signo contra el horror de la prehistoria persistente. La caducidad es un concepto dialéctico en el sentido eminente de que muestra tanto el carácter natural de la historia como la historicidad de la naturaleza (segunda) e impide a ambas establecerse como algo último o primero.
II. Dialéctica de la desmitologizción y la secularización de la teología
Pero también el mito es una realidad eminentemente dialéctica que no se agota en la reproducción de la rigidez y el destino coactivo de una naturaleza prepotente, sea esta naturaleza primera o segunda. El mito no es mera tautología del horror. No sólo testimonia la "caída del hombre en la naturaleza, sino también la posibilidad de escapar" (Th. W. Adorno, en: M. Horkheimer: Gesammelte Schriften 12, Fráncfort 1985, 461).
La ambigüedad de la religión y de su desmitologización
Del mismo modo que la naturaleza segunda responde al esfuerzo de los seres humanos por escapar al horror de la violencia de la naturaleza primera, y esto significa que no existe salvación por medio de un retorno a la estado natural, también el mito es ya ilustración, es formulación lingüística, y como tal instaura la diferencia que le permite ser más que mera tautología del horror. El mito contiene la esperanza de que el espíritu, en la conciencia de su contraste, podría quebrar la tautología de la representación ciega. La religión sería pues la fetichización de una naturaleza y una sociedad como poderes opacos, impenetrables y prepotentes, echo del miedo que ellos producen, pero también transcendimiento de la tautología de una inmanencia sin salida.
La sociedad absolutamente socializada se presenta como «una densa trama de inmanencia sin salida» (Th. W. Adorno: Dialéctica negativa. Madrid 1975, 369), es decir, con la apariencia mítica de una naturaleza dominada por la repetición hermética. Al transformarse en un sistema que se reproduce y crece bajo condiciones establecidas por ella misma y de modo autorregulado, la sociedad ensancha sus dimensiones convirtiéndose en un cosmos del que no existe escape, obstruyendo así la posibilidad de cuestionar sus presupuestos e imperativos supuestamente objetivos. Pero un mundo que se hace absoluto se vuelve un infierno. Adorno no puede afirmar lo absoluto porque en el se encierra el poder mítico del todo social opaco e impenetrable del que aquel es reflejo, pero necesita de él, es decir de la valentía y la capacidad para su concepto, si quiere socavar «la pretensión absoluta de aquello que es así sin más ni más» (Th. W. Adorno: Gesammelte Schriften 11, 319).
La dialéctica histórico-natural de la religión es la dialéctica entre la reproducción y la superación de la tautología (del horror).
La dialéctica de la Ilustración, en cuanto dialéctica de la desmitologización, es la dialéctica de una negación abstracta del mito que sacrifica sus posibilidades de transcendencia instaurando la inmanencia cerrada del dato o de la conciencia y, por ello, termina dando un vuelco en mitología, esta vez como mera tautología. La naturaleza es limpiada de todo lo que es más que lo meramente existente o de aquello que no es reducible a la conciencia.
Pero, así como la desmitologización ciega reproduce al mito que quiere eliminar, la verdadera desmitologización desencanta la desmitologización y sigue siendo fiel a su concepto, "al purificar lo desconocido y trascendente del horror del miedo", mientras que cuando esa purificación no tiene lugar, todo lo desmitologizado se reviste del terror sagrado, resultando una reificación trascendentemente lo finito. En tanto haya dominación habrá miedo y la religión será también echo del horror. Pero si lo secularizado no consagra lo finito, sino que lo cuestiona y contribuye a su conocimiento, entonces es garantía de salvación de la teología en su secularización radical.
No hay verdadera desmitologización sin crítica del mito, de lo hay en él de echo de cuanto aterroriza al hombre, pero tampoco hay verdadera desmitologización sin salvar su dimensión de trascendencia del horror, expresión del anhelo de redención de la criatura. Por eso las alegorías de la esperanza giran en torno a la melancolía. La melancolía es la conciencia de la no identidad, que, sin embargo, contiene en sí al mismo tiempo, como sufrimiento por la negatividad, el deseo y el anhelo de su eliminación, que no tienen otra forma de expresión que la que apunta a la trascendencia. Como escribe Adorno: «La conciencia no podría desesperar ante el gris lúgubre, si no albergara el concepto de un color distinto, cuyas huellas dispersas no faltan en la totalidad negativa. Dichas huellas provienen siempre del pasado, la esperanza de su contrario, de lo que tuvo que irse abajo o está condenado» (Dialéctica negativa, 378)
En cierto modo sólo manteniendo una secularización de la teología que no sea pura desmitologización abstracta, puede protegerse al conocimiento frente a la tautología de lo fáctico. ¡Pero la secularización es necesaria! Lo absoluto, como índice de los anhelos de las criaturas de escapar a la inmanencia de sufrimiento, no puede ser afirmado como existente, sino como algo todavía pendiente, que todavía hay que realizar, pero cuya realización está obstruida por las condiciones sociales actuales. Donde sin remover estos obstáculos se afirme positivamente lo absoluto, la divinidad actuará como mera tautología del horror.
La reconciliación bajo prohibición de imágenes
Por ello, según Adorno, el motivo temático de la salvación sólo se puede expresar en la crítica radical de lo existente negativo y está sometido por lo demás a la prohibición de imágenes, es decir, a la prohibición de todo intento de determinación positiva. Como en la religión judía, Adorno liga la esperanza de modo exclusivo a la prohibición de «invocar como Dios a lo falso, como infinito a lo finito, como verdad a la mentira» (M. Horkheimer y Th. W. Adorno: Dialéctica de la Ilustración, Madrid 1994, 77). Una determinación positiva traicionaría la idea enfática de salvación recortándola a la realidad existente y con ello traicionaría también las esperanzas de las víctimas de la historia, por mor de las cuales únicamente nos está dado tener esperanza.
Así pues, «no es posible otra rememoración de la trascendencia que en virtud de la caducidad; la eternidad no se manifiesta en cuanto tal, sino precariamente a través de lo más perecedero» (Dialéctica negativa, 359). Este es el programa de una completa profanización de la teología, que daría cumplimiento a la idea de teología inversa formulada en los años treinta.
La filosofía que se hace cargo de este programa no se ufana de administrar el poder de lo absoluto. Al contrario, sólo en el desmoronamiento, en lo oscuro de la naturaleza, en las fisuras y grietas de la realidad desfigurada, resplandece el reino plástico del deseo y el anhelo, reino en el que chispaguean súbitamente las huellas apenas perceptibles de lo otro, de lo carente de imágenes.
El verdadero interés de esa filosofía es lo singular, lo no conceptual, excluido y olvidado, es decir, a aquello por lo que la filosofía tradicional sólo mostró desinterés. Por esta razón se enfrenta Adorno en su crítica de la conciencia constitutiva a la supresión de lo no-idéntico. Una filosofía transformada, lejos de creerse capaz de lo infinito, como pretendía la prima philosophia, tendría que abandonarse y hundirse en su heterogéneo, desposeída de categorías prefabricadas. Dicha filosofía no sometería la diversidad de sus objetos bajo un esquema, sino que intentaría literalmente ajustarse a ellos, para poder ser en el medium de la reflexión conceptual experiencia plena y sin recortes. «Sólo de esta forma puede defender el concepto la causa de aquello que él desbancó, la mímesis, apropiándose algo de ésta en su propia forma de comportamiento, sin asimilarse a ella» (Dialéctica Negativa, 23)
El telos de la posible reconciliación es lo no-idéntico, eso indisoluble que el concepto no puede recuperar completamente y hacer desaparecer en sí mismo, es decir, eso a lo que la utopía de una experiencia no recortada ni reglamentada quiere hacer justicia, convirtiéndose así en otra expresión de la idea de reconciliación. Pero sólo el conocimiento que se esfuerza por destruir la violencia ejercida sobre su objeto, por desbaratar el velo que teje continuamente en torno a él, es capaz de entregarse confiadamente a la propia experiencia en una pasividad libre de miedo. A través de la rememoración de lo reprimido en y por el sujeto, puede éste oponerse al dominio que le sirve de fundamento.
Esa rememoración es un acto de reflexión del espíritu sobre sí mismo en cuanto naturaleza escindida. En esa autorreflexión «la naturaleza se invoca a sí misma [...] como algo mutilado» (Dialéctica de la Ilustración, 92). No se trata pues de un retorno romántico a la naturaleza (primera), sino de la crítica de la razón instrumental en cuanto función de la autoconservación. Se trata, en fin, de la búsqueda de las huellas de lo reprimido y desfigurado por ella, de las pretensiones de la naturaleza viva en el sujeto y de los impulsos del cuerpo, más allá de su figura deformada bajo condiciones represivas.
No es que la naturaleza o su indigencia sean ahora un garante de la salvación. Más bien es la fantasía, en la que, como hemos visto, la naturaleza se supera a sí misma y va más allá de sí, la que transforma por medio del recuerdo las huellas del desmoronamiento en signos de esperanza.
Los fragmentos de la realidad desmoronada sólo pueden ser transformados en signos cifrados de la promesa por medio de un recuerdo que aspira a redimir. En las imágenes que la fantasía rescata en las fisuras abiertas por la desintegración, vive el anhelo que no puede garantizar desde sí ninguna salvación, pero que podría abrirle el camino por el que un día se hiciera realidad. Aquí es donde se sitúa el intento de Adorno de salvar la apariencia/ilusión de la metafísica y del arte.
Pero esta salvación de la apariencia/ilusión de la metafísica ya sólo es posible a través de su transformación materialista: «La marcha de la historia obliga a la metafísica al materialismo, ella que fue tradicionalmente su opuesto directo» (Dialéctica Negativa, 365). La pregunta metafísica no puede situarse ya lejos de lo material, somático e inferior, tal como pretendía su vieja versión, sino que tiene que introducirse en todo esto, en la existencia material en cuanto escenario del sufrimiento, si no quiere perder el derecho de existencia junto a la cultura con la que estuvo fusionada y que en Auschwitz demostró irrevocablemente su fracaso. «Ninguna palabra que suene desde lo alto, tampoco una palabra teológica, tiene derecho después de Auschwitz, si no es transformada.» (Dialéctica Negativa, 367).
La transcendencia a la que el impulso salvador del espíritu se refiere y hasta la que una experiencia en sentido enfático quiere llegar, es la de una salvación que penetre hasta ese estrato de lo somático, del sufrimiento experimentado corporalmente. Aquí se encuentra anclada la necesidad de que la experiencia tenga que alcanzar la esfera de lo inteligible. Justo en la marcha dañada y sobresaltada del mundo se anuncia de modo perceptible la exigencia experimentada por el pensamiento no sólo de eliminar el sufrimiento presente, sino también de una constitución del mundo, en la que «incluso sería revocado el sufrimiento sucedido irrevocablemente.» (Dialéctica Negativa, 401)
Como Adorno percibió, la fe en la resurrección de la carne está mucho más cerca de este anhelo no garantizado de las criaturas, que todas las sublimes ideas de la metafísica especulativa. Dicho anhelo, presente en toda conciencia utópica, no se proyecta en el cielo de las ideas, sino que busca cobijo en las constelaciones de elementos de la realidad, en las que el resplandor/apariencia de algo otro promete lo que no es apariencia. Entonces, los «trazos intramundanos más pequeños tendrían relevancia para lo absoluto.» (Dialéctica Negativa, 405)
El arte como completa profanización de la religión
El valor del arte consiste, a los ojos de Adorno, en dar cumplimiento a ese desideratum. Él se atiene al teologúmeno judío, según el cual en la situación justa todo sería mínimamente de otra manera a lo que hay (Dialéctica Negativa, 295). Las obras de arte son el lenguaje de la voluntad de eso otro. Sus elementos se encuentran congregados en la realidad; sólo necesitan ser reordenados mínimamente para encontrar su lugar auténtico en una nueva constelación. De esta manera indican «que lo no existente podría ser» (Th. W. Adorno: Teoría estética, Madrid 1971, 177).
La síntesis estética se diferencia de la totalidad funcional y su elevación idealista a identidad porque ella no elimina ni subsume lo singular, los momentos singulares y los detalles. Ella es una dimensión y no la totalidad de la obra de arte (cfr. Teoría estética, 395 y 233). En las obras de arte moderno que conservan un carácter fragmentario, en la configuración paratáctica de sus elementos, lo individual y concreto no queda sometido a una totalidad establecida. Dichas obras de arte apuntan de esa manera a una convivencia de lo diferente libre de dominio. Por ello, pueden ser vistas como modelos de lo no-idéntico.
La experiencia de lo no-idéntico en el arte expresa una relación de aproximación paradójica, una distancia insuperable que se acorta hasta la cercanía mas cercana. Precisamente aquí se ve que lo no-idéntico no es la pura facticidad, sino la utopía de una relación sin dominio con la naturaleza externa e interna. Pero esa utopía no es lo completamente otro de lo fáctico. Más bien se alimenta de la indigencia de todo lo existente, que se manifiesta en la rememoración de su génesis y de la historia de sufrimiento vinculada a ella. Lo que es más de lo que es, existe en aquello que es como pasado no liquidado, que insta a hacer efectivas sus pretensiones y expectativas, sin que se pueda decir si esto se va cumplir.
Pero las obras de arte no tienen que expresar abstractamente la luz de la reconciliación y mucho menos representar la realidad como si estuviera reconciliada. Más bien tienen que permitir a los elementos de la realidad falsa e injusta constituirse en nuevas constelaciones de tal manera, que dicha realidad aparezca bajo la luz de la reconciliación. La intención de una vida verdaderamente humana se articula en el arte sólo de un modo negativo, como expresión de la experiencia de sufrimiento. Por eso, el arte ha de «testimoniar lo irreconciliado y al mismo tiempo reconciliarlo tendencialmente» (Teoría estética, 222).
Lo cualitativamente nuevo y distinto sólo aparece en el arte en correspondencias con el pasado a través de su negación determinada, que se articula como dialéctica entre la expresión mimética y la construcción racional. El arte es expresión del sufrimiento por medio de su dimensión expresiva. Pero por medio de la construcción racional, que también le es propia, intenta resistir al sufrimiento y mantener abierto el horizonte utópico de su superación. De esta manera el arte se convierte en recuerdo de una promesa: de la promesa «de felicidad, que es quebrantada» (Teoría estética, 181).
El recuerdo de la felicidad en cuanto felicidad perdida recibe en el arte el mismo valor crítico que el recuerdo del sufrimiento: es reflejo de la esperanza pasada, de posibilidades perdidas, que son acogidas por el presente como un futuro prometido. Dicha esperanza se transforma dentro del recuerdo en anhelo y ansia de plenitud dirigidas al presente. Pero aun logrando realizar esta paradoja, el resultado del arte seguirá siendo apariencia y no reconciliación real. No obstante, porque el arte no enmascara esa antinomia, es decir, ser aparición de la reconciliación y al mismo tiempo su apariencia ilusoria, porque no encubre su carácter irreal y aparente, por ello promete en la apariencia lo que no es tal: la reconcialión real.
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Se puede interpretar el intento de Adorno de salvar de modo materialista la idea de salvación como un intento de depontenciar a Dios convirtiéndolo de una realidad, por la que lo tenía la metafísica tradicional, en una posibilidad, esto es, en una denominación de los anhelos de salvación del hombre sufriente, anhelos por la constitución de una identidad lograda y de una reconciliación social. Pero también sería legítimo interpretar dicho intento como la negativa todavía actual a reducir el pensamiento y la acción humanos a su inmanencia, sin por ello elevarlos pretensiosamente a una especie de poder con capacidad de disposición sobre la transcendencia. Para Adorno, las débiles huellas del absoluto sólo son perceptibles si se escucha el grito por su ausencia en la historia de sufrimiento humano.
«Aquello que transciende la sociedad dominante no es sólo la potencialidad por ella desplegada, sino también aquello que no terminó de ajustarse a las leyes de su movimiento histórico» (Minima moralia, 151).
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