José A. Zamora

 

«Ciudadanía moderna e identidad religiosa»

en: Foro I. Ellacuría (José A. Zamora, coord.): Radicalizar la democracia. Sociedad civil, movimientos sociales e identidad religiosa. Estella (Navara): Ed. Verbo Divino 2001, pp. 303-330.


Página principal

 

 

1. El renacer de los fundamentalismos religiosos

Un primer obstáculo que hay que salvar al hablar de "identidad religiosa" hoy es la asociación de este término casi exclusivamente con contextos fundamentalistas(1). La búsqueda de sentido e identidad en un mundo globalizado parece encontrar expresión llamativa en las identidades étnicas, nacionales y religiosas de corte fundamentalista que muestran su rostro más terrible como "locuras asesinas" en los incontables conflictos étnico-religiosos de la última mitad del siglo XX(2). Las noticias procedentes de Argel, de Afganistán, de la frontera indo-paquistaní, de Timor, del Próximo Oriente, del Ulster o, en otro sentido, el crecimiento de las sectas de origen norteamericano en toda Latinoamérica y del tradicionalismo católico en Europa, etc. parecen confirmar este vínculo entre el "retorno" de lo religioso y el incremento del fundamentalismo, ambos supuestamente superados por la modernidad.

Quisiera plantear dos cuestiones en relación con el fundamentalismo que pueden ayudar a despejar el camino de reflexión en torno a la identidad religiosa. La primera está referida a su relación con la religión, la segunda a su relación con la modernidad. ¿Es inherente el fundamentalismo al hecho religioso? No cabe duda que mirando a la historia resulta difícil no constatar un fuerte nexo entre ambos(3). La historia de las religiones está sembrada de uno de los rasgos más característicos del fundamentalismo, la intolerancia. Dicha intolerancia nace del intento de identificación total y sin fisuras de unas determinadas conductas individuales y de unas instituciones sociales/políticas concretas con la voluntad divina, identificación sancionada y legitimada por una autoridad religiosa no cuestionable en absoluto, así como del intento de imponer, frecuentemete por la fuerza, dichas conductas e instituciones universalmente. Sin embargo, también conocemos procesos de apertura y tolerancia dentro de la historia de todas las grandes religiones que no sólo responden a estrategias de adaptación a exigencias provenientes de fuera, sino que, cuando menos, pueden recurrir y de hecho han recurrido a elementos centrales de la propia tradición para legitimarse(4). Por otro lado, el fundamentalismo no es patrimonio exclusivo de la religión. Desde el fundamentalismo del mercado a los crímenes nazis, pasando por la intolerancia política e ideológica de diverso signo, podemos observar rasgos fundamentalistas en un espectro bastante amplio de fenómenos y movimientos sociales. «Nadie tiene el monopolio del fanatismo», afirma Amin Maalouf(5), para constatar después que «se exagera la influencia de las religiones sobre los pueblos, mientras que por el contrario se subestima la influencia de los pueblos sobre la religiones»(6). Sin que esto sirva para disculpar a las religiones frente a la acusación de fundamentalismo intolerante, sí que al menos impide una identificación tout court entre religión y fundamentalismo.

Por lo que respecta a la relación entre el fundamentalismo o al menos su notoriedad actual y la modernidad, hay quien cree encontrar un nexo de unión entre los fenómenos de desintegración valorativa y relativismo cultural de la modernidad tardía, la inseguridad identitaria que esto provoca y el resurgir fundamentalista de las identidades religiosas en las que se articula una reacción defensiva frente a dicha inseguridad(7). También hay quien ve una relación entre los procesos de globalización económica y cultural, por un lado, y, por otro, las nuevas necesidades de identidad y pertenencia que no pueden ser satisfechas por los mecanismos globalizadores de intercambio económico e informacional cada vez más abstractos, instrumentales y deslocalizados, y que o bien son satisfechas por los nuevos movimientos sociales o por los fundamentalismos religiosos y nacionalistas(8). Otros relacionan el renacer de los fundamentalismos con el final del enfrentamiento Este-Oeste, el fin de las ideologías y el triunfo de un único sistema político-económico, dibujando un escenario futuro de "choque de civilizaciones", donde la principal línea divisoria es la que separa el occidente cristiano del oriente musulmán, visto éste último como una amenaza llena de peligros(9). Por fin, cabe pensar que el fundamentalismo representa un rechazo de la "cultura" moderna, sus valores, su crítica de la religión, su permisividad moral, etc. Estaríamos pues ante una "revuelta contra la modernidad" o ante la "revancha de Dios" contra sus críticos(10). Pero incluso en este último caso, el fundamentalismo presupone la modernidad y las formas que ella establece de construcción de la identidad.

Así pues, si queremos comprender este supuesto "retorno de lo religioso", sea en sus formas más problemáticas, por fundamentalistas e intransigentes, o en otras formas que están por ver, es preciso aproximarse a la relación entre modernidad, construcción de la identidad y religión e intentar precisar los cambios que se han producido en esa relación en las últimas décadas.

2. Identidad en los orígenes de la modernidad: secularización, ciudadanía y nacionalismo

El concepto bajo el que se suele tematizar la relación entre modernidad y religión es el de "secularización"(11). Pero este concepto polisémico y ambiguo --por un lado, emancipación, autoafirmación y autonomía, por otro, traslación simbólica, herencia, apropiación-- no sólo ha hecho carrera como forma de explicación de dicha relación, sino que se ha convertido casi en sinónimo de la modernidad misma.(12) La modernidad, o al menos la imagen que ella tiene de sí misma, se constituye como ruptura con la tradición, con los modelos de conducta y las autoridades sustentadas por dicha tradición, que es ciertamente la tradición religiosa. El estado de cosas que ha de ser superado es el que los juristas del siglo XVII definían con la máxima: Religio vinculum societatis ("la religión es el vínculo que une a la sociedad"). La religión pierde su carácter de cosmovisión global/única y gran parte de su influjo institucional tanto social como político. Claro que no se trata de un cambio repentino, sino de un largo proceso que comienza antes de la irrupción de la época moderna con la división del trabajo entre el poder religioso y el profano, la desintegración de la unidad religiosa y la formación de un nuevo principio de organización de carácter nacional y, por último, el establecimiento de un pluralismo cosmovisional y el crecimiento progresivo de la descristianización(13). La religión queda de este modo reducida a particularidad.

Frente a esa particularidad emerge la universalidad de la razón encarnada en el Estado, que se presenta como una entidad política de ciudadanos activos que se autoorganizan y que está definida por un conjunto de derechos civiles, políticos y, con el tiempo también, sociales. La identidad moderna se define, pues, como ciudadanía, es decir, como dignidad y libertad individual, que son la fuente de dichos derechos(14). Los ciudadanos son los que se dan a sí mismos las leyes, en ellos reside la soberanía. Según la idea de "contrato social" el orden que rige la asociación de ciudadanos responde o ha de responder a un acuerdo, es decir, presupone el consentimiento individual de los mismos y su autonomía, lo que somete dicho orden a los requerimientos de la legitimidad racional.

Otra columna que sostiene el edificio de la sociedad moderna es la institución del mercado como mecanismo que regula los intercambios sociales, esto es, la división social del trabajo, el marco legal de la propiedad privada y el contrato y la inclinación individual a obtener la máxima satisfacción de las necesidades o del interés propio. Los intercambios sociales regulados a través del mercado responden a la lógica de la razón estratégico-instrumental, es decir, de la economía de medios para la obtención de un determinado fin y de la maximización de los resultados. Así pues, la identidad moderna se define también desde la abstracción que impone el mercado y desde el interés individual y la competitividad.

Como tercer elemento fundamental de la sociedad moderna puede considerarse la racionalización científica de la imagen del mundo. Con la ayuda de la observación controlada, la repetición, la abstracción y la cuantificación, así como la formación y prueba de las teorías por el recurso a la inducción, los individuos cognoscitivamente racionales están en condiciones de explicar el mundo de manera objetiva. Pero este mundo "desencantado" carece de sentido intrínseco y nada nos puede decir sobre cuestiones de valor. Ambos, valor y sentido, no son más que proyecciones de deseos, preferencias o esperanzas. La identidad moderna se define desde la dicotomía del objetivismo de la racionalidad científica y el subjetivismo moral.

Estos tres elementos dejan fuera de consideración las características individuales, culturales y de cualquier otro tipo, que o bien se consideran como pertenecientes al ámbito privado o al de las comunidades concretas con sus cosmovisiones y sus concepciones de la vida buena. La identidad de los ciudadanos modernos se crea por abstracción de todo esto. Los individuos ya no pueden mirar ni al mundo desencantado, ni al mercado y tampoco al marco jurídico-administrativo del Estado de derecho para buscar el origen del valor y el sentido de su existencia. Quedan remitidos a sí mismos y otras pertenencias que, por definición, carecen de valor sustantivo y poder en los referidos marcos.

Pero entonces, ¿qué es lo que da fuerza vinculante al acuerdo que fundamenta la asociación de ciudadanos? A esta pregunta se han dado muchas respuestas, desde el cálculo de utilidad al consenso alcanzado en condiciones de libertad e igualdad, pasado por la afirmada objetividad de la ley moral o el derecho natural. Sin embargo, la relación entre la institución del mercado y su lógica estratégico instrumental/maximizadora de beneficios, los requerimientos de legitimidad racional derivados del sustento consensual del orden social democrático en el Estado de derecho y la existencia de un pluralismo (voluntarismo) de concepciones de la vida feliz o vida buena en un mundo "desencantado" presenta tensiones y conflictos de los que está poblada la historia de las sociedades modernas. Quizás por este motivo el término más recurrente en esa historia sea el de "crisis". El recurso durante largos tramos de la misma a los grandes mitos de la Razón, el Progreso, la Nación, etc. responde a la desazón que producen las tensiones y conflictos entre los elementos señalados y al intento de mantener un equilibrio, que sin embargo permanece siempre inestable.

Si interesa mirar hacia el mito "Nación" es quizás porque ha supuesto, en su vinculación con el Estado moderno y posiblemente en contradicción con los principios que éste establece, el vehículo más importante para asegurar la lealtad de los ciudadanos y la integración solidaria de los mismos a pesar de los efectos desintegradores de la lógica del mercado.(15) La definición moderna de ciudadanía depende del principio de voluntariedad(16), dado que Estado democrático es una asociación de ciudadanos libres e iguales(17), y en principio el acuerdo democrático en torno al orden social y político debería bastar para garantizar la lealtad al Estado de derecho y los vínculos asociativos. La realidad histórica muestra, sin embargo, que en gran medida sin las bases coactivas que aportaban las Naciones-Estado predemocráticas hubiera sido imposible desarrollar las infraestructuras económicas, administrativas y técnico-científicas que caracterizan a los Estados de derecho modernos. Es más, el mito Nación seguiría prestando sus servicios en las fases más conflictivas de la industrialización y ha sido capaz de movilizar a ingentes masas humanas en dos guerras mundiales en pleno siglo XX.

La nación se define como comunidad territorial, lingüística o cultural portadora de valores y sentido; posee raíces y crea vínculos poderosos entre sus miembros, capaces de sustentar las exigencias más absolutas, como el sacrificio de la propia vida; enmarca y, en cierto sentido, trasciende la voluntariedad y la absoluta libertad de opción del individuo autónomo al crear identificaciones potentes que superan la mera adhesión a un código legal que regula la libertad y la equidad entre iguales. La identidad que encuentra expresión política en el marco legal de sujetos libres y jurídicamente iguales se corresponde con la del individuo abstracto que actúa en el mercado bajo condiciones de competitividad y movilidad. Pero al igual que el ámbito doméstico acoge lo personal, lo emocional, el cariño y la sexualidad, y desborda los límites marcados por un entramado de derechos y deberes formales, la misma retórica del nacionalismo --"madre patria", "lengua materna", etc.-- revela que la nación acoge en el espacio social las emociones y deseos excluidos de las esferas económica, jurídico-administrativa y técnico-científica y concita un altruismo y un sacrificio de sí mismo capaces de contradecir los propios intereses. En el marco de la modernidad, la formación de los nacionalismos «quizás responda a la institucionalización de la "religión sustituida"».(18) Y no sería aventurado considerarla como el signo de una emancipación frustrada.

Emancipación y antisemitismo en la sociedad burguesa.
Un excurso que no nos saca del tema

Si la identidad moderna se define como ciudadanía y ésta por el carácter inalienable de la libertad e igualdad de todos los individuos, la emancipación burguesa debía tener necesariamente un alcance universal. Esta es la razón de que la emancipación judía se convierta en cierto modo en piedra de toque de la emancipación moderna en general. En Francia, la nación que proclama los Derechos del Hombre, la equiparación civil se produce en 1791, pero es temporalmente suspendida por el Décret Infâme. En el resto de Europa habrá que esperar a la segunda mitad del siglo XIX para que empiece a producirse la equiparación jurídica de los judíos. La retórica que acompaña a la emancipación burguesa produce la apariencia de que la desigualdad civil de los judíos pertenece a la más oscura Edad Media, pero en realidad alcanza hasta el comienzo de la época en que se inicia la agitación antisemita moderna. La pregunta es qué tiene que ver esta apariencia con la emancipación burguesa misma.

La meta de la política de emancipación era la integración social de los judíos, pero ésta sólo podía ser concebida como asimilación. Abierta o veladamente se esperaba de la emancipación la disolución de la identidad social de los judíos. No se exigía que se hicieran cristianos, pero se contaba con que dejaran de ser judíos. El judío debía ser destruido para conservarlo como ser humano, como sujeto abstracto universal de los derechos humanos y civiles. Todos los grupos y corporaciones debían disolverse en individuos libres y en la 'gran armonía' de la sociedad o el Estado. Así, la sociedad burguesa debería liberar a los individuos de sus vínculos sociales, económicos, culturales o religiosos no basados en la libre elección y, por tanto, individualizarlos. Y los individuos, por su parte, deberían adquirir a partir de un determinado momento histórico la capacidad para emanciparse del poder del pasado y actuar libremente.

La superación de las barreras tradicionales y la universalización de la circulación de mercancías se necesitan mutuamente. En lugar del dominio directo, de la relación señor-siervo, dicha circulación coloca la mediación del mercado. Surge una apariencia de libertad y de ausencia de dominio, que enmascara no sólo la desigualdad real, sino también las heridas sufridas en la transformación de las relaciones preburguesas en burguesas.

Pero la sociedad burguesa no produce en sus relaciones de intercambio el reconocimiento prometido por la esfera de la circulación. Los judíos, que anteriormente habían soportado el destino que les arrinconaba desventajosamente en dicha esfera, se aprovechan de su totalización, mientras que el medio agrario y artesanal se convierte en víctima de la marcha victoriosa de la ley del valor. Las masas atrasadas experimentan como impotencia la libertad burguesa que hace caso omiso de ellas. La capitalización anónima de las condiciones de existencia es marcada entonces con el nombre de aquellos que en la época anterior aparecían como portadores personales del poder del dinero: los judíos. La imagen del judío sigue siendo el hierro ardiendo al que se agarran los amenazados de ruina económica. Para ellos, el antisemitismo promete de modo retórico el retorno del progromo, en cuyo signo un día los oprimidos poseerían por un breve momento el poder: la violencia puntual contra los judíos. En la impotencia, el antisemitismo les concede un sentimiento de libertad que en realidad es ficticia. Al antisemita le está vedado el conocimiento de que el dominio de lo universal es la forma específica de dominio de la sociedad burguesa. Por eso gana poder sobre él el sentimiento de que el dominio de lo universal, el dominio de las leyes, sólo es una forma de encubrimiento de los verdaderos señores, que no quieren aparecer, y les pone el nombre de judíos.

El ejemplo de la frustrada emancipación de los judíos muestra la problemática general de un proceso de emancipación que se fundamentaba en el supuesto de la identidad entre libertad jurídica y libertad real. Respecto a los judíos se pone de manifiesto de manera especialmente clara que la igualdad jurídica no garantizaba sin más la igualdad social, que también la nueva sociedad se encontraba ante una solución de problemas que no era alcanzable simplemente con hacer saltar las formas tradicionales de dominación. Por eso el antisemitismo no es índice de una dificultad parcial en la relación de un grupo concreto con la sociedad global, sino de que la emancipación y el liberalismo no tuvieron éxito, de que no dieron cumplimiento a las esperanzas de libertad, igualdad y justicia que habían generado la Ilustración y la revolución. Nacionalismo y antisemitismo --vínculo enmascarador y válvula de escape respectivamente de los que la sociedad burguesa necesita-- son fenómenos que revelan las contradicciones del proyecto liberal y de la identidad ciudadana por él definida.

3. La afirmación de la identidad en la era de la globalización

El marco descrito hasta aquí no pretende agotar todos los elementos que integran las condiciones sociales de construcción de la identidad individual y social en las sociedades modernas, sino llamar la atención sobre las tensiones que existen entre los más importantes de ellos y las contradicciones que afectan al concepto de identidad como ciudadanía, aunque evidentemente es posible adoptar una visión más confiada en la posible armonización e integración de las diversas lógicas que intervienen en la construcción social del yo moderno: la lógica de la autonomía, de los derechos y deberes, de los procedimientos formales en la esfera pública, la lógica de la pertenencia comunitaria, del sentido de la existencia, de la virtud y la lógica del cálculo de intereses, del rendimiento y la eficacia instrumental(19).

De hecho la modernidad se ha caracterizado por un sobrepeso de dicha confianza a pesar de las crisis. Ley, educación, individualismo moral y lealtad nacional son los resortes fundamentales de integración social de la primera etapa de la modernidad. La industrialización y la internacionalización de la economía a partir de la mitad del siglo XIX fortalecen, sin embargo, las fuerzas desintegradoras del sistema económico: la desigualdad y la pauperización, los efectos sociales y humanos de la industrialización, la agudización de la lucha de clases, etc. ponen de manifiesto la debilidad del marco jurídico de derechos formales que no se corresponden con capacidades reales. Tampoco el individualismo moral, la ética de la profesión y la meritocracia, la esfera privada con sus virtudes, etc. son capaces de contrarrestar los efectos de la racionalidad económica desatada. Las convulsiones políticas de final del siglo XIX, el ascenso del fascismo en Europa y las dos guerras mundiales son acontecimientos suficientemente elocuentes al respecto.

Al mismo tiempo que se agudizaban las contradicciones se fue erosionando el poder de los grandes mitos de la modernidad: la Razón, el Progreso, la Ciencia, etc. Se fue produciendo una segunda secularización que afectaba ahora a la modernidad(20). Nietzsche es el gran adelantado de esa segunda 'secularización'. Su mayor aportación es quizás haber penetrado como nadie las tendencias nihilistas del propio mundo moderno y del liberalismo: la identidad de los individuos como sujetos morales autónomos y la posibilidad de encontrar un sentido moral al mundo social, no menos que un supuesto equilibrio y una integración de ambos, resultan socavados por el curso real de historia. Pero Nietzsche no sólo denuncia estos supuestos de la modernidad, sino que hace de la necesidad virtud y afirma la pérdida de sentido objetivo del sujeto y del mundo como espacio de una libertad que es pura voluntad de autoafirmación. Las posibilidades creativas para el que comprende, acepta y afirma la completa libertad frente a todos los lazos objetivos son enormes: vivir más allá del bien y del mal. Pero no basta con querer imponer la voluntad a las cosas en vez de que querer descubrir en ellas un sentido objetivo. En la afirmación del mundo y cuanto contiene --vida, cambio, temporalidad, miseria, enfermedad, horror, felicidad fugaz, gloria ocasional-- se articula también un heroísmo de la impotencia frente al curso del mundo indiferente a la voluntad del sujeto(21).

Quizás el cuarto de siglo tras la II Guerra Mundial despertó de nuevo en los países industrializados la esperanza de que la política fuera capaz de establecer límites y encauzar la lógica del mercado. Si ya no se podía apelar al mito del Progreso, por lo menos cabía esperar que se mantuviese un crecimiento políticamente controlado gracias al Estado del Bienestar: una especie de combinación exitosa de progreso tecnológico, crecimiento económico, integración social y política y pluralismo cultural. Las últimas décadas del siglo XX nos han mostrado que esa confianza era precipitada. Más que superar la disociación entre una economía cada vez más mundializada y menos sujeta a límites y unas instituciones sociales y políticas capaces de amparar a una moral personal, el Estado providencia simplemente la ha ocultado temporalmente. Como diagnostica A. Touraine, al final de este proceso nos encontramos con «sistemas sin actores y actores sin sistema»(22).

La economía globalizada se organiza en torno a flujos de capital, información, tecnología, interacción organizativa, imágenes, sonidos y símbolos cada vez más deslocalizados y menos sujetos a las instituciones sociales y políticas tradicionales de carácter representativo, es decir, menos sometidas a las exigencias de la legitimidad y a los requerimientos de la moral supuestamente fundada en la capacidad de autodeterminación de los sujetos autónomos(23). Con la desarticulación y reducción del poder de las sociedades civiles incapaces de mediar entre los flujos de poder global y las identidades aisladas, aquellas dejan de servir de marco a la construcción de la identidad. El problema no es tanto que la identidad se haya convertido en la modernidad en un proyecto reflejo, del que el propio individuo es responsable, o que el marco postradicional y la pluralización de los mundos de vida, la separación entre ámbitos públicos y privados, la fragmentación del espacio social y los roles asociados, la provisionalidad de los vínculos y las pertenencias, etc. conviertan dicha construcción en una empresa difícil y arriesgada(24). El problema es la polarización a la que se ve abocada dicha construcción entre lo que G. Lipovetsky ha diagnosticado como nuevo individualismo en la "era de vacío"(25) y la movilización de las identidades étnicas, nacionalistas o religiosas de carácter más o menos fundamentalista, cuando no a una combinación incoherente de lo uno y lo otro.

El nuevo estadio del individualismo se caracteriza por el derecho a ser uno mismo y disfrutar de la vida. La figura de Prometeo es sustituida por la figura de Narciso, que representa el enamoramiento de sí mismo, el culto al yo, la exclusión de lo social, la huida de lo político, el rechazo de lo público y la preocupación por el propio cuerpo. La autorresponsabilización narcisista va pues acompañada de una desresponsabilización frente a lo social compatible con sensibilidades epidérmicas y solidaridades puntuales que nacen del deseo mismo de autorrealización, de búsqueda de sensaciones positivas y vivencias afectivas interesantes. El estilo de vida es fruto del autodiseño, de una especie de bricolaje del yo, en el que intervienen desde las reglas de dietética a los consejos de psicología popular. Pero son sobre todo las posibilidades y preferencias de consumo lo que determina dicho estilo presidido por el eclecticismo y la heterogeneidad. Vivir sin grandes objetivos o incluso sin sentido último es aceptado sin traumas. Lo importante son los sentimientos y la espontaneidad. Y éstos se proyectan constantemente sobre objetos cambiantes al servicio de la satisfacción del deseo. Este individualismo, si no es fruto exclusivo de la evolución del capitalismo hedonista y permisivo, sí que es perfectamente compatible con él, que encuentra en dicho individualismo un mínimo de resistencia. Características como la flexibilidad, la experimentación, las alianzas cambiantes y coyunturales, el cambio permanente de escenarios, la obsolescencia programada de los productos, la innovación, la publicidad y la incentivación constante del consumo, etc. que definen la fase actual del capitalismo se llevan bien con los rasgos del nuevo individualismo.

Por otro lado tenemos el renacer de la afirmación de pertenencias comunitarias, sean de carácter étnico, religioso o territorial. Quizás se trate de reacciones defensivas y, en muchos casos, como afirma Castells, «la exclusión de los exclusores por los excluidos»(26). En las sociedades desarrolladas el fundamentalismo y el neotradicionalismo poseen sobre todo carácter reactivo frente al clima relativizador, frente a la desconexión y yuxtaposición de los valores, los estilos de vida, las opciones ideológicas, cosmovisionales y políticas, etc., en definitiva, una defensa frente a la inseguridad y el individualismo y un deseo de orientación y vínculo comunitario. En otros contextos quizás representan un movimiento de defensa frente a los procesos de destrucción de las bases tradicionales de la vida social, frecuentemente unidos a procesos de colonización cultural y modernización traumática y pauperizadora que genera frustración social y desarraigo. En ambos casos ofrece un fuerte sentido de pertenencia, un "nosotros" claramente definido frente a los "otros", los "desviados", los "enemigos", ... El enfrentamiento es más con la modernidad cultural y sus elementos de crítica, autonomía, libertad, tolerancia, etc. que con la modernidad técnoeconómica, con la que generalmente se definen compatibles. Se recurre a los mitos del origen, a la tradición supuestamente incólume y a la autoridad carismática como fuentes de seguridad y orientación, conseguidas al precio de la intolerancia.

Pero sería injusto no recoger el intento de los nuevos movimientos sociales --ecologismo, feminismo, pacifismo, solidaridad con el Tercer Mundo, derechos humanos, etc.-- de escapar a la disyuntiva entre el mundo de la instrumentalidad y el de la identidad, entre el mercado mundial y el integrismo cultural o el individualismo hedonista. El carácter dualista de los mismos, es decir, de presentar sus reivindicaciones no sólo ante las instituciones políticas convencionales, sino también ante la sociedad civil, problematizando los modelos culturales, las identidades, las normas y las mismas instituciones sociales y políticas, permite aunar el doble frente, político y cultural, con el fin de superar un tipo de aglutinación de los agentes del cambio social exclusivamente en torno a la defensa de intereses propios y encontrar nuevas formas de participación y movilización que no se fundan en la exclusión del "otro"(27). Por otro lado, a diferencia de los movimientos burgués y obrero, los nuevos movimientos recogen de modos diversos y centrados en torno a ejes estructurantes propios las contradicciones de la sociedad capitalista moderna, por lo que se han convertido en depositarios de potenciales culturales y morales sin los que serían imposibles estilos de vida bajo el imperativo de la autolimitación y la defensa de la diferencia.

Se sitúan en el espacio de la sociedad civil, pero no entendida como prolongación de la dinámica del Estado y sus aparatos de poder, es decir, como fuente de su legitimación por medio de la reproducción de identidades normalizadoras, sino como ámbito de resistencia y proyecto, no sólo contra el Estado debilitado y el desfondamiento del proyecto político de la representación, sino también contra la lógica de la economía globalizada y sus mecanismos de exclusión y depredación. Siguiendo la distinción de Castells entre "identidad legitimadora", "identidad de resistencia" e "identidad proyecto"(28), creo que los nuevos movimientos sociales reúnen en sí las dos últimas identidades, lo que impide que la resistencia se convierta en identidad meramente defensiva/excluyente y el proyecto en mera estrategia de asalto al poder. Como portadores de una identidad de resistencia y proyecto articulan la experiencia de desgarro y sufrimiento de los individuos, sus luchas por hacer valer sus derechos, por ser actores de su propia historia, creando espacios de libertad, invención e imaginación. Dignidad, autonomía, libertad e igualdad no son rasgos formalmente reconocidos y realmente negados, sino que forman parte de un proyecto en permanente relación con la experiencia y la acción colectiva, que además no pretende destruir la diversidad. La figura más ejemplar de este tipo de identidad quizás sea, como ha señalado Touraine, el disidente(29).

4. Identidades religiosas en la modernidad tardía

Con lo que hemos visto hasta aquí carece de sorpresa la afirmación del carácter engañoso del discurso sobre el "retorno" de la religión. La modernidad occidental(30) no ha ido aparejada a un proceso de "desaparición" de lo religioso, que ahora esté dando marcha atrás. «La creencia en una sociedad sin mitos es el mito de una sociedad sin creencias»(31). Quizás sea más apropiado, por tanto, hablar de un proceso de transformación y metamorfosis que afecta de modo especial a las formas institucionalizadas de religión en occidente, esto es, a las iglesias(32), pero que exige prestar atención a otras formas de religión más difusas o desinstitucionalizadas o, incluso, a formas de "religiosidad profana"(33).

Por lo que respecta a la religión institucionalizada es necesario constatar en primer lugar lo que todas las encuestas revelan, esto es, una "persistencia" de la misma contra todo pronóstico, tanto si atendemos a la autoidentificación creyente, las creencias, las prácticas religiosas o la valoración e influencia de la religión. Pero a continuación también se pone de manifiesto un proceso de "vaciamiento" de la religión institucionalizada reflejada en un desmoronamiento y disolución del sistema de creencias unido al crecimiento de la contaminación y el sincretismo, en la disociación entre identidad religiosa y práctica institucionalizada debilitada, la quiebra de la socialización religiosa primaria, etc.(34) Al mismo tiempo se va creando un espacio religioso "difuso" con una mezcla de rasgos a veces contradictorios que llevan a afirmaciones opuestas dependiendo de en cuál de ellos se ponga el acento. Lo que puede ser visto como un mantenimiento con síntomas de debilitamiento y disolución también presenta rasgos de emigración hacia áreas de vida religiosa o no religiosa fuera de la religiosidad institucionalizada, desde una religiosidad teísta más o menos sincretista hasta una religiosidad no teísta fuera del área religioso-divina, pasando por una religiosidad cristiana individual o una religiosidad cristiana comunitaria antieclesiástica(35).

Si nos preguntamos por las conductas y situaciones socialmente perceptibles en que se hace notar la identidad de los que se autodefinen como creyentes, nos vemos remitidos fundamentalmente a escenarios de ajuste existencial, autolegitimación moral o demanda de interdependecia y a conductas emparejadas a ellos de oración en los momentos críticos, grandes alegrías o acontecimientos vitales, creencias en mandamientos o preceptos y ritos o celebraciones que refuerzan el sentimiento de pertenencia. El efecto de la privatización forzada de la religión en las sociedades modernas supone para todos los casos que la creencia queda confinada a espacios acotados: el rezo, las cavilaciones morales y la celebración de actos o reuniones con los correligionarios. Las redes sociales en que se considera normal que los creyentes aparezcan con tales creyentes --la familia, las redes de relación parroquiales, las fiestas populares tradicionales o los grupos estructurados de libre adscripción-- son vividos como ámbitos separados del resto de la vida social y las conductas desplegadas en ellos tienen, en general, un carácter de paréntesis con escaso influjo en el resto de conductas de la vida cotidiana. La actualización de las creencias en escenarios diferentes a los señalados más arriba adquieren inmediatamente la calificación de fanatismo sectario y despiertan el rechazo social o son neutralizadas mediante el aislamiento. En las redes de interacción social profana, ni creyentes ni no creyentes asocian a la identidad creyente ninguna expectativa de conductas divergentes de las que en el contexto social se consideran "normales".(36)

Uno de los efectos importantes de la privatización de la religión es, pues, el escaso influjo tanto de las creencias religiosas en el ámbito de las decisiones personales, como de la institución eclesiástica sobre los ámbitos de la familia, la política, los medios de comunicación o los servicios sociales. También crece el bricolaje y el cóctel religioso. Los individuos tienden a adoptar una actitud frente a lo religioso como «si se hallaran en situación de mercado informado»(37). Si bien este proceso ha liberado a la religión de las funciones de legitimación o disciplinamiento y normalización institucional, la religión privatizada puede que esté realizando funciones de legitimación indirecta. La reducción "espiritual" de la religión, su reclusión sacramental/litúrgica o su reducción a vago referente normativo individual la hace especialmente funcionalizable como ámbito de "compensación" de las relaciones sociales dominantes con escasa capacidad transformadora de las formas de reproducción social, económica y política de las sociedades(38).

Juntos a los efectos de la desinstitucionalización sobre las identidades religiosas más o menos vinculadas a la religión institucionalizada hay que considerar también la nueva sensibilidad mística de nuestra época. Se trate de la New Age o de la religiosidad de matriz oriental su significación va más allá del posible escaso número de sus seguidores. Estamos ante una religiosidad sincretista que reivindica el misterio frente al poder de la razón técnica e intenta desarrollar caminos más o menos intimistas de experiencia mística por medio de las técnicas de meditación. En ella se articula una búsqueda de unidad y armonía tanto individual como con el cosmos. La experiencia directa de lo trascendente tiene prioridad sobre las mediaciones institucionales, conceptuales, éticas, etc. Y la realización individual en el instante, en el aquí y ahora, sustituye a la salvación en el más allá. Quizás esa nueva sensibilidad religiosa sea una reacción al predominio de lo instrumental y de la racionalidad científico-técnica en nuestro tiempo, a la supeditación de los individuos a la lógica productiva, a la unidimensionalidad de la vida moderna, etc., pero esas formas religiosas, en la medida que buscan una salvación individualizada y recluida en el ámbito de lo psíquico, no plantean ninguna respuesta a los problemas a los que reaccionan, de los que son más bien un reflejo compensador(39).

En esta enumeración de identidades religiosas, que no pretende ser totalmente exhaustiva, hay que referirse ahora al integrismo religioso y al neotradicionalismo. La destradicionalización de las sociedades modernas y la pérdida de monopolio cosmovisional por parte de la religión ha creado, como hemos visto, una nueva situación de pluralismo, de mercado religioso y de estilos de vida, de quiebra del poder de las instituciones, de subjetivismo interpretativo, etc. Esto ha generado una situación de inseguridad y desorientación en muchos individuos frente a la que reacciona el integrismo religioso promoviendo un rearme doctrinal y combatiendo el pluralismo de las interpretaciones, luchando contra la privatización de la religión e intentando recuperar espacios sociales de presencia pública de la misma, movilizando la reacción política contra los aspectos más liberalizadores del modelo social de las sociedades democráticas, etc. Se pone el acento de nuevo en la autoridad religiosa tanto en los aspectos doctrinales dogmáticos y morales, como en los disciplinarios. Como ha señalado J. M. Mardones el integrismo religioso presenta ciertas afinidades electivas con el neo-conservadurismo político y cultural(40). Para este último se trata de encontrar un complemento socialmente integrador y reforzador de la disciplina moral para la modernidad tecnoeconómica, que represente una alternativa a la modernidad cultural pluralista, hedonista y desintegradora. Si bien no se puede decir que el neotradicionalismo religioso responda exclusivamente a los intereses del neo-conservadurismo, sí que resulta funcionalizable desde ellos, pues, como caracteriza J. Vitoria para el neotradicionalismo «el ateísmo, el indiferentismo, el secularismo y la mentalidad laicista serían las causas profundas de las dolencias de las sociedades avanzadas»(41).

Quizás convenga, para terminar, hacer una breve referencia a las formas de religiosidad profana, aunque se corra el riesgo de hacer un uso abusivo del concepto de religión aplicándolo a fenómenos como el nacionalismo y la sacralización parcial de las instituciones políticas, la música y la efervescencia juvenil colectiva, el deporte y sus rituales, el culto al cuerpo y el reencantamiento de la naturaleza, el culto al consumismo, etc.(42) Pero el mismo proceso de desinstitucionalización y privatización de la religión ha generado una especie de "religiosidad difusa"(43) que no sólo facilita determinados traslados a realidades profanas de funciones asignadas tradicionalmente a la religión, sino que permite apreciar similitudes estructurales, imitaciones formales y contaminaciones entre ellas. No nos resulta extraño, por ejemplo, hablar de los "templos del consumo" para referirnos a los grandes centros comerciales.(44) La misma experiencia de compra tiene mucho de vivencia estética, de empatización con la mercancía. Quizás sea esto lo que ha llevado a P. Bruckner a hablar de un nuevo "animismo de los objetos" y a decir que el «consumo es una religión degradada, la creencia en la resurrección infinita de las cosas cuya Iglesia es el supermercado y la publicidad los Evangelios»(45). De modo similar se podrían encontrar elementos análogos en los otros fenómenos. En cualquier caso resulta interesante esta perspectiva si queremos entender la emigración, sobre todo juvenil, desde formas de religión institucionalizada hacia una religiosidad liminar, flotante y polimorfa.

5. Identidad religiosa místico-política

Tanto gran parte de las identidades religiosas vinculadas todavía débilmente a la religiosidad institucional pero fuertemente desinstitucionalizadas, como las vinculadas a la nueva sensibilidad mística, en la medida que van adoptando el carácter de religión a la carta con grandes dosis de eclecticismo, con predominio de las necesidades e intereses de los individuos, con rasgos de flexibilidad adaptativa y pragmatismo, con preferencia por lo emocional y afectivo, etc., presentan ciertas concomitancias con lo que más arriba describíamos como una forma de afirmación de la identidad en la era de la globalización: el nuevo individualismo. Tampoco es difícil encontrar concomitancias entre la identidad fundamentalista y el integrismo religioso o el neotradicionalismo. La cuestión que cabría plantearse ahora es si existe algún tipo de identidad religiosa que presente concomitancias con la identidad de resistencia y proyecto que veíamos encarnada en los nuevos movimientos sociales.

A pesar del carácter minoritario de este tipo de identidad religiosa vivida en los márgenes de la religión institucionalizada es posible encontrar grupos, comunidades o movimientos religiosos que respondería a ese tipo de identidad de resistencia y creatividad. Su relación con la modernidad es crítica, pero no reactiva. Y no tanto con la modernidad cultural, esto es, con los principios de tolerancia, autonomía, libertad, pluralismo, etc., cuanto con la lógica estratégico instrumental/ maximizadora de beneficios del sistema de producción y consumo y con sus consecuencias de aumento de la desigualdad y la exclusión, de depredación y aniquilación de las bases naturales de la vida individual y social, de colonización deshumanizante de los estilos de vida individuales y las relaciones interpersonales, etc. Esta crítica va acompañada de una búsqueda de estilos de vida alternativos y solidarios y de un compromiso político en nuevos espacios críticos con la política institucionalizada: lucha en pro de los Derechos Humanos y de la radicalización de la democracia, voluntariado social, solidaridad internacional, movimientos de emancipación, ecologismo, etc. Esta forma de vivir la identidad religiosa no sólo es afín en muchos aspectos con los nuevos movimientos sociales, sino que lleva de hecho a la militancia en sus filas, aunque permanezca abierta la cuestión de un reconocimiento por parte de dichos movimientos que vaya más allá de la tolerancia de lo que se considera un asunto privado.

El otro aspecto constitutivo de esta identidad religiosa es la tarea emprendida de recreación de la propia tradición. Esto supone superar el horizonte coactivo de una tradición impuesta, autoritaria y sin margen para la autoderminación del creyente o la interpretación actualizadora, pero también cuestionar el rechazo moderno de todo vínculo con la tradición por considerarla siempre alienante, ignorado así sus potenciales subjetivizadores e identitarios, sus aportaciones como fuente de sentido, sus virtualidades motivacionales para la resistencia contra poderes deshumanizadores, etc. La religión no es aquí sólo una fuente de consuelo y amparo, sino también espacio de búsqueda y de gratuidad. No se identifica sin más con sus funciones cosmovisiones y de disciplinamiento social integrador, sino que también acoge elementos de crítica a dicha funcionalización legitimadora del statu quo. La religión es espacio de transgresión y disidencia frente al orden establecido. Por ello, esta identidad religiosa no busca atrapar a Dios en la función de "fundamento" del orden cósmico o social, del bienestar anímico o la ritualización de los acontecimientos individuales o sociales, sino que reconoce su alteridad previa a todo otra alteridad, su trascendencia hasta la ausencia(46), que hace posible las preguntas verdaderamente esenciales y aviva los anhelos más profundos en los que se hace perceptible su huella. Se trata de una "presencia elusiva" sólo experimentable desde el grito por su ausencia en la historia de sufrimiento humano.

La experiencia de pertenencia se realiza en grupos de tamaño humano, que sin despreciar el valor de la coordinación y el sentido de la comunión, intentan evitar la reproducción de las servidumbres de la institucionalización burocrática en el seno de la comunidad religiosa. Se prima el sentido de la corresponsablidad y de la participación, el protagonismo de los individuos, la estructura de redes, aunque a veces se vive el peligro de la dependencia de líderes carismáticos. No cabe duda que la situación de minoría dentro de la misma religión institucionalizada y en el espacio social puede llevar a una reproducción de esquemas dualistas y maniqueos que separan a los "salvados" de los "otros", los de fuera, etc., pero en el espacio social se opta claramente por una presencia que hace más hincapié en los objetivos compartidos con otros, que en las banderas distintivas. Se trata de vivir una comunidad que hermane con las minorías olvidadas y oprimidas de la sociedad, que acompañe los éxodos de otros hombres y mujeres hacia posibilidades de vida y dignidad para todos, que mantenga el recuerdo vivo de las víctimas y de quienes buscaron hacer realidad sus esperanzas incumplidas y que, en todo ello, conserve el pábilo vacilante de una esperanza amenazada pero activa en Aquel en quien puede tener cumplimiento.


NOTAS

1.Cfr. M. Castells: La era de la información: Economía, sociedad y cultura. Vol. II. El poder de la identidad. Madrid 1998,34ss.

2. Cfr. A. Maalouf: Identidades asesinas. Madrid 1999.

3. Cfr. J. Flaquer: Fundamentalismo. Entre la perplejidad, la condena y el intento de comprender. Barcelona 1997, p. 5.

4. Cfr. J. Lambert: Le Dieu distribué. Une anthropologie comparée des monothéismes. Paris 1995, p. 24.

5. A. Maalauf: Op. cit., p. 66.

6. Op. cit., p. 75.

7. Cfr. Flaquer: Op. cit., p. 7ss; P. L. Berger: Una gloria lejana. La fe en tiempos de credulidad. Barcelona. 1994, p. 92-94; J.M. Mardones: Las nuevas formas de la religión. Estella 1994, p. 116s; Id: «Modernidad», en: Id. (ed.): 10 palabras clave sobre fundamentalismos. Estella, p. 21s.

8. M. Castells: Op. cit., p. 34ss.; A. Touraine: ¿Podremos vivir juntos? Iguales y diferentes. Madrid 1997, p. 59.

9. Cfr. S.P. Huntington: El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial. Barcelona 1997.

10. Cfr. B. Lawrence: Defensor of God. The fundamentalist Revolt against the Modern Age. Londres, Nueva York 1990; G. Kepel: La revancha de Dios. Cristianos, judíos y musulmanes a la conquista del mundo. Madrid 1991.

11. Cfr. G. Marramao: Cielo y tierra. Genealogía de la secularización. Barcelona 1998.

12. Cfr. G. Amengual: Presencia elusiva. Madrid 1996, p. 57ss.

13. Cfr. M. Tomka: «Secularización y nacionalismo», en: Concilum nº 262 (1995), p. 40.

14. Cfr. G. Amengual: Modernidad y crisis del sujeto. Madrid 1998, p. 200ss.

15. No interesa tanto aquí dirimir las controversias existente en torno a verdadero carácter del nacionalismo, por ejemplo, hasta que punto son "comunidades inventadas" (cfr. B. Anderson: Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism. Londres 1983), "invenciones históricas arbitrarias" (E. Gellner: Naciones y nacionalismos. Madrid 1997) o son construcciones históricas que necesitan "factores primarios" no inducibles; si está vinculado al surgimiento del Estado-nación o es independiente de él, etc. (M. Castells: Op. cit., 50ss). Lo que interesa aquí es la cuestión de por qué los Estados de derecho modernos que han ejercido un papel de referente modernizador bastante universal se vinculan a la idea de nación y que papel juega dicha idea en su constitución, y esto con vistas a clarificar el concepto de identidad moderna como "ciudadanía".

16. Según la Constitución revolucionaria de 1793, por la que se define la condición de ciudadano francés, bastaba con ser adulto y haber vivido en Francia durante un año para que un extranjero obtuviera derecho de permanencia en el país y los demás derechos activos de ciudadano (cfr. J.A. Coleman: «Una nación de ciudadanos», en: Concilium, nº 262 (1995), p. 78.)

17. Cfr. J. Habermas: Ciutadania politica i identitat nacional. Barcelona 1993.

18. Cfr. Smith, cit. por M. Castells: Op. cit., p. 53. La función ideológica y alienante tanto del nacionalismo como de la religión, en cuanto ayudan a encubrir contradicciones sociales, refuerzan estructuras injustas, contribuyen a soportar opresiones, etc. no agota su realidad. También pueden articular dichas contradicciones, ser índice de insuficiencias sistémicas y generar resistencias de los individuos y grupos humanos frentes a las mismas.

19. Cfr. C. Thiebaut: Vindicación del ciudadano. Un sujeto reflexivo en una sociedad compleja. Barcelona 1998, p. 67ss.; A. Cortina: Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía. Madrid 1997, p. 33ss.

20. Cfr. G. Amengual: Presencia elusiva, op. cit., p. 69ss.

21. Cfr. J.A. Zamora: Krise - Kritik - Erinnerung. Ein politisch-theologischer Versuch über das Denken Adornos im Horizont der Krise der Moderne. Hamburgo/Münster 1995, p. 73s.

22. A. Touraine: Op. cit., p. 65.

23. Cfr. M. Castells: La era de la información: Economía, sociedad y cultura. Vol. I. La sociedad red. Madrid 1997.

24. Cfr. A. Giddens: Modernidad e identidad del yo. El yo y la sociedad en la época contemporánea. Barcelona 21997.

25. Cfr. G. Lipovetsky: La era del vacío. Ensayo sobre el individualismo contemporáneo. Barcelona 41990.

26. M. Castells: La era de la información, op. cit., Vol. II., p. 31.

27. Cfr. J. Casquette: Política, cultura y movimientos sociales. Bilbao 1998, p. 21-27.

28. Cfr. M. Castells: Op., cit., p. 30.

29. Cfr. A. Touraine: Op. cit., p. 107.

30. La siguientes reflexiones se centran en las sociedades occidentales, especialmente en la sociedad española, y se entiende que la religiosidad o bien es específicamente cristiana o bien se desarrolla en un horizonte cultural configurado por el cristianismo.

31. J. Estruch: «El mito de la secularización», en: R. Díaz-Salazar, S. Giner, F. Velasco (eds.): Formas modernas de religión. Madrid 1994, p. 276.

32. Cfr. P. Berger: Op. cit., p. 220s; D. Hervieu-Léger: La religion pour Mémoire. París 1993, 95s.

33. Cfr. J.M. Mardornes: Op. cit.

34. Cfr. R. Díaz-Salazar: «La religión vacía. Un análisis de la transición religiosa en Occidente», en: R. Díaz-Salazar, S. Giner, F. Velasco (eds.): Op. cit., p. 71-114.

35. Cfr. R. Díaz-Salazar: Op. cit., p. 94.

36. Cfr. A. Tornos, R. Aparicio: ¿Quién es creyente en España hoy? Madrid 1995.

37. Cfr. J. Estruch, cit. por J. González Anleo: «Análisis religioso español: hacia un pluralismo centrífugo», en: Sociedad y Utopía. Revista de Ciencias Sociales, nº 8 (1996), p. 182.

38. Cfr. J.M. Mardones: Sociedad moderna y cristianismo. Corrientes socio-culturales y fe mesiánica. Bilbao 1985, 34ss.

39. J.M. Mardones: Las nuevas formas de la religión, op. cit., p. 118ss.; Id.: ¿Adónde va la religión? Cristianismo y religiosidad en nuestro tiempo. Santander 1996, p. 27ss..

40. Cfr. J.M. Mardones: Postmodernidad y neoconservadurismo. Reflexiones sobre la fe y la cultura. Estella 1991.

41. J. Vitoria Cormenzana: Religión, Dios, Iglesia en la sociedad española. Santander 1997, p. 18.

42. Cfr. J.M. Mardones: Las nuevas formas de la religión, op. cit., p. 73-112.

43. Cfr. Hervieu-Léger: Op. cit., p. 44s.

44. Cfr. G. Ritzer: El encanto de un mundo desencantado. Revolución en los medios de consumo. Barcelona 2000.

45. P. Bruckner: La tentación de la inocencia. Barcelona 1996, p. 51.

46. E. Levinas: Dios, la muerte y el tiempo. Madrid 1994, p. 263.