»José A. Zamora


Estética después de Auschwitz: Memoria y esperanza

Seminario: Filosofía después del Holocausto (26. Abril), 2002.
Instituto de Filosofía - CSIC


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Cuando nos preguntamos por la relación entre la estética y la catástrofe de Auschwitz nuestra indagación se orienta de modo casi natural hacia el análisis de obras de arte que tienen como referente explícito dicha catástrofe: cuadros, fotografías, novelas, poesías, filmes, esculturas, composiciones musicales, etc. que han hecho del horror y la muerte de los campos de concentración su objeto, su tema. Esto sucede con tanta más naturalidad por cuanto que son los mismos testigos, los supervivientes, los que se han servido de las diferentes formas de expresión artística, a veces, como medio de supervivencia en el campo de concentración y, después, de la memoria, la representación o el testimonio del horror. Las cuestiones que habitualmente nos asaltan en relación a dichas producciones tienen que ver con la adecuación o inadecuación del medio artístico a la realidad de extrema barbarie que representa la catástrofe. ¿Es posible representar por medio de obras de arte ese horror sin traicionarlo, sin estetizarlo? Y, en caso de que sea posible, ¿qué exigencias formales han de cumplir las obras de arte cuyo tema es la catástrofe? O, incluso, ¿qué interrogantes plantean estos intentos de representación del horror a la teoría estética en general?

Pero una reflexión de este tipo tiene ante sí varios escollos que sería preciso repensar. Fácilmente nos podemos situar en un marco de reflexión estética no sólo cuestionado por la propia evolución de la creación artística, sino por la teoría estética que la acompaña. Pensemos por ejemplo la crisis de la autoría artística o de la misma obra de arte autónoma, el cuestionamiento de las instituciones tradicionales que enmarcan la producción y la recepción del arte, etc. Es necesario, pues, convertir la institución arte en cuanto tal en objeto de consideración bajo la perspectiva que instaura la quiebra histórica representada por la catástrofe de Auschwitz. La cuestión entonces no es, si y cómo representar en esta o aquella obra de arte el horror, sino si y cómo es posible el arte en general después de Auschwitz. Pretender abordar esta cuestión en una breve ponencia sería una temeridad en la que yo no voy a incurrir. Quizás lo único razonable sea ofrecer una serie de apuntes a especie de prolegómenos para el abordaje de la cuestión.

Cuando se cita el famoso dictum de Adorno sobre la complicidad de la lírica después de Auschwitz con la barbarie se suele confundir su intención interpretándola como un ataque la poesía y con ella a toda creación artística, como si Adorno estuviera enunciando una nueva versión de la recurrente y, por recurrente, vacía proclamación de la muerte del arte. Pero la intención de Adorno es otra. Lo que, según él, ha mostrado Auschwitz de modo irrevocable es que la cultura considerada superior, la gran cultura, no es ciertamente lo contrario de la barbarie, como había creído la sociedad burguesa y, en ningún caso, una protección frente a ella. La institución "arte", como el conjunto de la cultura, está involucrada en la historia que conduce a la catástrofe y afectada esencialmente por ésta. Pero lo que se pone de manifiesto de modo singular e incomparable en Auschwitz, resulta reconocible en el conjunto de la historia: que la constitución antagonista de la sociedad afecta a toda manifestación cultural, convirtiéndola como decía W. Benjamin en expresión al mismo tiempo de la barbarie. El arte no es un puerto seguro a salvo de las turbulencias del mundo administrado, en el que la verdad y la vida auténticamente humana se hagan palpables.

Esta tesis parece cuestionar sin más la autonomía del arte, su distanciamiento y elevación por encima de la esfera social en la que se realiza la reproducción material de la sociedad, pero en realidad lo que muestra es que esa afectación se realiza a través de la autonomía y por medio de ella. La autonomía del arte lleva el estigma de sociedad antagónica y contradictoria que la posibilita y neutraliza al mismo tiempo. Cuando el arte niega su imbricación con las estructuras de dominación social, es decir, cuando hipostatiza su separación como cualidad esencial del espíritu y no se reconoce como hecho social, es cuando sirve de sublimación, compensación, legitimación o simplemente evasión de dichas estructuras y sus consecuencias sociales. Por ello la dimensión crítica y no meramente afirmativa de la cultura sólo se puede desplegar cuando incluye la autocrítica, la reflexión sobre sus propias condiciones sociales de existencia y sobre las razones de su fracaso al intentar humanizarlas. Bien entendido que, en la época del capitalismo avanzado, dicha reflexión ha de incluir también las nuevas condiciones de producción y recepción del arte que constituye la industria cultural.

¿Cómo realizar dicha autocrítica? Lo primero que habría que tener en cuenta, según Adorno, es que la subsunción de los productos culturales bajo la ley del intercambio no significa una adulteración ulterior de un producto acabado por medio de su sometimiento al mercado en el momento del consumo, sino que es inmanente al mismo proceso de racionalización de la producción artística, que acompaña al proceso de racionalización en la sociedad capitalista del intercambio de mercancías. Esto es lo que intenta mostrar Adorno por medio del concepto de "material". No se trata sólo de contenidos o temas, cuya función social sería el enmascaramiento ideológico y el reforzamiento de las relaciones de producción y que alcanzaría expresión en las obras de arte, sino de su dinámica interna, de su lógica interna, en cuanto que es una lógica de la individuación, diferenciación, abstracción, etc. Hasta ella penetra la constitución social de la obra de arte autónoma. La mediación social no se produce pues sólo en la recepción de la obra de arte, por medio de su efecto sobre el receptor, sino ya en la producción del artista solitario. De esto depende la rápida evolución y la constante renovación formal del arte en la época burguesa hasta llegar a la emancipación de cualquier canon de normas objetivas. El ‘libre’ espacio generado por este placer en la experimentación resulta de la emancipación del arte respecto a contextos de uso, cuyo origen se encuentra en la organización de la sociedad en base a la división de la trabajo y el principio de intercambio capitalista.

La incomprensibilidad del arte de vanguardia no es pues resultado de la fantasía alejada de la realidad de artistas desarraigados, sino el despliegue de la lógica interna del arte autónomo. Lo estéticamente inconformista experimenta el abismo que lo separa y aliena respecto a los individuos, pero no puede por sí mismo superar ese abismo que posibilita la creación artística. Éste es el punto de partida aporético de todo arte verdadero, que comparte por cierto con la teoría crítica de la sociedad. Si intenta desembarazarse de la distancia frente a la vida social renunciando a la complejidad técnica alcanzada gracias a su autonomía, entonces pierde a través de su adaptación a la conciencia dominante la oportunidad de actuar críticamente en su medio, sin haber por cierto superado realmente la separación en tanto que sigue siendo creación artística. Sin embargo, si mantiene su autonomía e intenta hacerse de las antinomias de la sociedad en el material mediado socialmente y darles expresión, la crítica realizada por medio del arte queda desposeída de efecto, se vuelve casi impotente.

La opción de Adorno a la vista de esta aporía puede parecer una huida hacia delante: exige radicalizar todavía más si cabe el abismo entre producción y consumo. Frente a una afirmación de la falsa liquidación del arte, Adorno insiste en la conservación de la autonomía desenmascarada. En su aislamiento, dentro de sus estructuras, el arte debe sacar a la luz y representar sin concesiones las antinomias sociales que son culpables de su aislamiento. Sólo así existe posibilidad de captar la desintegración que acompaña la autonomización del arte, aunque sin duplicarla afirmativamente en el arte de masas orientado a la reproducción técnica.

Adorno considera que la esfera de la recepción del arte, de todo arte, está sometida completamente a la industria cultural. Toda concesión en ese ámbito supondría una renuncia a la crítica y una nivelación de lo técnica y estéticamente alcanzable. Una revolución de la producción artística sólo puede imaginarla a través de las exigencias que plantea el material al que se enfrenta la creación. Por todo ello, el único camino transitable pasa por una radicalización de la autonomía, que en la inmanencia de la obra de arte persigue y expresa el exterior antinómico. Adorno cree poder reconocer en los problemas técnicos que plantea el material los problemas de la sociedad, así como en las soluciones buscadas por el artista sin concesiones a la receptividad cree poder reconocer figuras programáticas de soluciones sociales que escapan a la capacidad de influjo del arte. La misma mediación social que desenmascara la autonomía como pura apariencia es la que permite hacerse de la situación social y criticarla al interior de la racionalidad artística.

Si la sociedad está sedimentada en el material, la mentalidad política del artista pierde relevancia. La significación social de sus obras resulta de la seriedad de su trabajo sobre el material. Tampoco el esquema base/superestructura contribuye a descifrar las obras de arte, porque todo arte se produce bajo las condiciones capitalistas de una sociedad basada en la división del trabajo. La adaptación a las exigencias del mercado y la confrontación con las exigencias del material se convierten para Adorno en los criterios por antonomasia para decidir si el arte se entrega sin conocimiento a las condiciones sociales de su producción y confirma su desintegración o si mantiene su autonomía, aunque aparente, al mismo tiempo que la desenmascara y finalmente la vuelve críticamente contra la sociedad. Al respecto, Adorno distingue entre las corrientes estéticas que aun percibiendo la alienación de la industria cultural creen poder superarla devolviendo el arte a contextos de uso y aquellas corrientes que llaman a la alienación por su nombre representando las antinomias de la sociedad en sus obras de arte.

Desde esta perspectiva, la obras de arte logradas son resultado del proceso de racionalización mediado a través del material, es decir, se originan en su movimiento inmanente, pero no sólo eso. Representan también un salto cualitativo y surgen a contrapelo de ese movimiento cuando expresan lo subcutáneo de la historia de racionalización y dominación. En el material se hacen de la desintegración y el sufrimiento de esa historia. Existen para darles expresión. Puede decirse que la historia del arte moderno esta imbricada con la historia de racionalización y dominación, cuyo reverso —la historia de sufrimiento— reconoce y expresa la producción artística como autorreflexión de la historia social sedimentada en el material.

La protesta contra el sufrimiento es la única imposible posibilidad del arte después de Auschwitz. Esto y no otra cosa es lo que obliga a Adorno a apremiar al arte avanzado a la autorreflexión y a preservarse tanto contra la regresión como contra la esclerotización, en vez de aceptar como una nueva posibilidad la regresión a formas antiguas con el gesto del ‘anything goes’ cuando las formas del arte avanzado se esclerotizan o desembocan en arbitrariedad. En esa esclerotización, como siempre, el arte avanzado ha de intentar hacerse de los antagonismos sociales, a los que el arte no puede escapar de una vez para siempre mientras existan realmente en la sociedad.

El principio de l’art pour l’art enmascaró ideológicamente la inutilidad del arte autónomo como independencia de lo espiritual respecto de las condiciones sociales de su producción conseguidas con el sufrimiento de innumerables individuos. En la reelaboración de Adorno esa inutilidad se convierte en el índice por excelencia de su carácter social y de la posibilidad de volverse contra la sociedad y denunciar sus antinomias. Esto sucede en el dominio del material a través de la capacidad para arrancar los elementos de la realidad y de la experiencia de su contexto y reordenarlos por medio de la dialéctica de expresión y construcción: sólo de esa manera resiste el arte de modo inmanente a la manipulación social, que espera y exige de él confirmación, duplicación y aprobación.

A la vista del sufrimiento en la sociedad la separación de la obras de arte, su autonomía, revela su complicidad con las causas del sufrimiento. El solo estatus autónomo convierte a todo arte en ideológico. Su fetichismo, su ideológico descansar en sí mismo, sin embargo, es al mismo tiempo la condición de que pueda representar lo inútil en el universo de la utilidad, funcionalidad y fungibilidad casi universales, lo carente de finalidad en el universo instrumental. De esta manera es como las obras de arte pueden ser signatura de una praxis que escapase a esos universos. Sin embargo, esta posibilidad no protege a ninguna de ellas de la neutralización y la integración. La industria de la cultura posee la fuerza capaz de limar el aguijón crítico de cualquier obra de arte. Ese es el precio que han de pagar por su existencia. Todas pueden ser convertidas en "bienes culturales" .

Lo que Adorno espera de abismamiento de la creación artística en la dimensión histórica del material es que saque a la luz lo que en la historia real quedó pendiente de resolución. Esto es lo que convierte a las obras de arte en historiografía inconsciente, en anámnesis de lo derrotado, reprimido, quizás posible. Porque la utopía, lo que todavía no es, está cubierta de negro en el arte, dice Adorno, «permanece a través de todas sus mediaciones recuerdo de lo posible contra lo real que lo reprimió, algo así como una reparación imaginaria de la catástrofe que es la historia universal, libertad, que bajo el hechizo de la necesidad no llegó a ser y de la que es incierto si llegará a ser» (Ästhetische Theorie, Gesammelte Schriften 7, Fráncfort 1970, p. 204). La utopía que alcanza expresión en las obras de arte auténticas se alimenta de la indigencia de todo aquello que existe como pasado no liquidado. La intención de una vida verdaderamente humana se articula en el arte sólo de un modo negativo, como expresión de la experiencia de sufrimiento. Si por medio de su dimensión expresiva el arte es memoria del sufrimiento, por medio de la construcción racional intenta resistir al sufrimiento y mantener abierto el horizonte utópico de su superación.

Dadas estas premisas resulta irrelevante si la creación artística hace del horror de Auschwitz su objeto explícito para ser considerada como un arte a la altura de esa quiebra histórica. Cualquier obra de arte auténtica es memoria del sufrimiento e indice esperanzado de su superación, "promesa de felicidad". Por eso, si nos fijamos en las referencias artísticas que pueblan los textos de Adorno, encontraremos que son las excepciones aquellas en que la catástrofe encuentra tratamiento explícito. Si no es por medio de la forma realista, el carácter figurativo de su argumento o su contenido como las obras de arte critican la realidad antagónica, entonces hay que desplazar hacia en el tratamiento formal el foco de atención. La atonalidad de las obras de Schönberg o la disolución de la estructura lingüística en el teatro de Beckett se convierten en paradigma de un abordaje estético del horror que no necesita nombrarlo. «El radicalismo sin compromiso de sus obras», nos dice Adorno, «precisamente los momentos proscritos por formalistas, les concede una fuerza espantosa de la que carecen las desvalidas poesías sobre las víctimas» (Engagement, Gesammelte Schriften 11, Fráncfort 1974, p. 423).

Es más, allí donde a pesar de toda la dureza y la irreconciliación formal, el horror de las víctimas es convertido en imagen explícita, por ejemplo en "Los supervivientes de Varsovia" de Schönberg, Adorno encuentra una vulneración inaceptable del pudor ante las víctimas. Existe un umbral irrebasable ni siquiera por mor del testimonio: las víctimas no pueden ser entregadas en forma de obra de arte como pasto al mundo que las asesinó. Es más, al someterlas al principio de estilización estética puede parecer que el destino inimaginable que sufrieron pudiera tener algún sentido. Estaríamos ante una nueva injusticia cometida contra ellas. Esta es la sospecha de Adorno: que «al convertirse incluso el genocidio en bien cultural dentro de la literatura comprometida, resulta más fácil seguir participando en la cultura que dio a luz el crimen» (op. cit., 424)

A partir de esta exposición del intento de Adorno de elaborar una estética que pueda estar a la altura de la quiebra histórica de Auschwitz, pasaré a exponer algunas de sus limitaciones más conocidas y a explorar posibles líneas argumentales que pueden tener continuidad reelaboradas.

Algunos de los aspectos más cuestionables de la teoría estética de Adorno tienen que ver con su vinculación a la segunda escuela vienesa de música (Schönberg, Berg, Webern) y lo que Heinz Steinert ha llamado la alianza operativa de la "soledad pública", definida por el intento de sustraerse a la industria cultural y al público que busca "diversiones baratas" y de mantener la significación del arte empujándolo hacia las alturas exclusivas de lo esotérico. Lo que caracteriza esta alianza operativa es el retirarse del público al círculo de discípulos, expertos y aficionados que se someten a las exigencias que los creadores les dirigen. Sería falso identificar sin más la teoría estética de Adorno con este modelo artístico, pero su vinculación con él podría explicar las dificultades para replantearse otras posibilidades por lo que se refiere a la para él irrenunciable figura del autor definido como lugarteniente de la memoria y la utopía a través del máximo dominio del material artístico en su último estadio evolutivo, también por lo que se refiere a la asimismo irrenunciable obra de arte autónomo, por mucho que Adorno subraye su carácter fragmentario, no armónico y, si se quiere, abierto, y por lo que afecta a la recepción del arte, para la que Adorno no ofrece otra alternativa que resistir numantinamente a toda exigencia de comunicabilidad proveniente de la misma.

También el concepto de material necesitaría una profunda revisión. Primero para ampliarlo más allá de las cuestiones técnicas que el desarrollo de los materiales, la evolución de las formas y los problemas de construcción plantean al artista. Si aceptamos que la industria de la cultura se ha convertido en el marco actual de toda producción cultural tendremos que admitir también que el acceso al público forma parte de la condiciones de producción e incluso del "artefacto" mismo, sea este una obra en sentido clásico burgués o un acontecimiento artístico que deja escasas huellas materiales. En todo caso el concepto de material debe abarcar todas las esferas: la producción, la distribución y la recepción del arte. La reflexibidad exigida por Adorno como condición de posibilidad de un arte en la que el sufrimiento encuentre su propia voz y el consuelo que no lo traicione inmediatamente, esa reflexividad debe extenderse allá de la producción también a la distribución y la recepción del arte.

Algo de esto podemos reconocer en una alianza operativa que H. Steiner ha llamado "reflexiva", aunque habitualmente se la identifica con la denominación de vanguardias históricas. En ella, las condiciones mismas de producción y recepción del arte se convierten su objeto. La industria de la cultura —y especialmente el público y sus actitudes receptivas configuradas por la industria cultural y adaptadas a ella— no son evitadas, sino más bien visibilizadas. Esto presupone el desplazamiento desde la obra de arte clásica hacia el acontecimiento artístico, lo que se ve claramente en las representaciones dadaístas y en los shocks surrealistas del público y, de forma más sutil, en las presentaciones de Duchamp, por ejemplo en sus readymades, hasta el Happening como forma artística, los accionistas vieneses Mühls, Brus, Nitsch o Schwarzkogler o, todavía de modo más claro en las "esculturas sociales" de Joseph Beuys o las acciones de embalaje de Christo & Jeanne-Claudes, en las que el acontecimiento artístico consiste en el proceso global desde la primera idea, pasando por las dificultades burocráticas y técnicas, hasta su breve realización y subsiguiente desmonte, así como las reacciones de todos los implicados durante ese tiempo.

En estos caso no hay ya un artefacto que pueda ser colgado en la pared de un museo o que pueda comprar un coleccionista. Y cuando esto es posible, se trata entonces de una "huella" del acontecimiento artístico, un mero recuerdo de lo que sucedió entre un artista y otros participantes y quizás también un material en un momento determinado. El público se convierte en participante de un acontecimiento, es implicado y se trabaja sobre él —y por lo general, a través de lo que sucede, es llevado a reflexionar sobre lo que verdaderamente significa el arte, la situación artística, exponer y contemplar, cuáles son los deseos del público y de dónde proceden. Otro aspecto de esta alianza operativa es menos agradable para el espectador: por primera vez en la historia del arte entre los participantes se despliegan abiertamente la agresión, la ira y la rabia, el desprecio y la envidia, todos los sentimientos negativos. En el arte los espectadores son convertidos en objeto incluso de burla. En otros espectáculos el público ha de burlarse de modo más o menos benévolo de sí mismo, es presentado como voyeurista y cruel, insaciable en su sed de sensaciones, sin respecto a la dignidad o, incluso, a salud y la vida del artista, o también bobo y fácil de entretener, incluso a través de tonterías, se la insulta y ataca. Ciertamente no existe una forma correcta de reaccionar a estas afrentas.

En la época de Dada en Zurich, el objeto de la excitación era el entusiasmo bélico de la primera guerra mundial y la correspondiente indiferencia frente a la muerte de toda una joven generación, de la que habían huido a Suiza los dadaístas. Sólo el escándalo podía provocar la atención de una opinión pública endurecida, embotada y ruidosa. Por eso había que llevarla al conocimiento por medio de shock.

Después de la segunda guerra mundial la abstracción, que se había considerado parte de la alianza operativa "moderna", se volvió dominante, mientras que la alianza reflexiva quedó en un segundo plano (aunque no faltó nunca, piénsese en Ernst o Magritte o Duchamp). En los años sesenta crecieron en importancia los trabajos "reflexivos", especialmente en el movimiento Neo-Dada con la participación de Yves Klein, Piero Manzoni, en la música John Cage. Poco a poco se convertiría en la actitud dominate con Joseph Beuys, en Europa, los Happenings (en USA y Europa), el Pop-Art (primero en USA). Warhol se sitúa plenamente en esta tradición de la alianza operativa "reflexiva".

Creo que las posibilidades reflexivas elaboradas con absoluta radicalidad por Adorno desde una alianza operativa concreta, la de la "soledad pública", pueden ser extrapoladas a otras posibles alianzas. Quizás sea hoy mucho más difícil definir para las diferentes artes cuál es el estado más avanzado del desarrollo de los materiales, de la evolución de las formas o de los problemas de construcción de los artefactos y, por tanto, también mucho más difícil reconocer el dicho estado del material la historia de dominación y sufrimiento sedimentada, para afrontado la cuestiones que el material plantea al artista darles expresión y mantener abierto un horizonte de reconciliación en que queden superadas. Y sin embargo, probablemente se puedan seguir planteando las exigencias fundamentales de memoria del sufrimiento injusto y lugartenencia de la utopía a través de una reflexividad ampliada y actualizada volcada críticamente contra el sometimiento al dictado de la industria cultural.

En cada una de las alianzas operativas existen formas de "liquidación". La "soledad pública" puede convertirse en elitismo y en una forma de propiedad de la mercancía bajo la etiqueta de "exclusividad" y "mérito". La "reflexividad" del shock y la trasgresión puede degenerar en una forma de propiedad de la mercancía bajo la etiqueta de lo "sensacional". Pero por otra parte, en todo ello se puede observar que las formas de la autonomía provienen de las propiedades de la mercancía y se desarrollan desde ellas, por lo que no existe una oposición absoluta con la industria cultural, sino una relación dialéctica que es preciso desplegar en cada caso.