José A. Zamora


«EE.UU.: Religión y política en el horizonte del "11 de septiembre"»

en: Fronteera, nº 21, Enero-Marzo 2002, p. 19-41.

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1. EL 11 DE SEPTIEMBRE Y EL "FACTOR DIOS"

El 11 de septiembre de 2001 millones de seres humanos en todo el mundo pudieron contemplar en directo el atentado a las "Torres Gemelas" de Nueva York. La sensación de estar asistiendo en absoluta cercanía a algo terrible y de dimensiones extraordinarias pudo contribuir a que se ignoraran las mediaciones que desde el primer momento guiaban la percepción y valoración del acontecimiento, empezando por el propio medio que servía las imágenes y siguiendo por los filtros interpretativos que intentaban introducir lo acontecido y sus secuelas en discursos socialmente vigentes sobre el terror, la seguridad y la defensa, los conflictos internacionales, la confrontación entre Occidente y el Islam o entre los sistemas democráticos y los regímenes autoritarios, etc. Estos discursos no sólo han servido para guiar la percepción y valoración de lo sucedido, sino que han ofrecido también motivación y legitimación a las acciones de respuesta de los que decían actuar en nombre de las víctimas.

Así pues, la repulsa y el rechazo del atentado, ampliamente compartidos, no puede dispensar de una revisión de dichos discursos, de lo que nos permiten ver y de lo que enmascaran, de su influjo sobre nuestra valoración del atentado y de la respuesta bélica producida a continuación, etc. Lo que pretenden estas líneas es desentrañar algunos de los presupuestos de uno de los discursos que con más profusión han estado presentes en la opinión pública occidental: el discurso religioso. Dicho discurso no sólo ha sido usado por los más directamente implicados, tanto por los supuestos responsables del atentado, como por las autoridades de EE.UU., también ha desencadenado infinidad de controversias y debates en los medios de comunicación de los países occidentales.

La religión parece ser, pues, una clave fundamental para entender lo ocurrido, independientemente de que se la considere un epifenómeno tras el que se ocultan las verdaderas causas (económicas, políticas, etc.) del conflicto o se vea en ella la fuente misma de éste, como parecen sostener los que se apoyan en la conocida tesis de S. P. Huntington sobre el "choque de civilizaciones".(1) En cualquier caso habría que explicar cómo es que la religión sigue siendo un referente fundamental de las partes en conflicto, cómo es que conserva su fuerza movilizadora y motivadora o cómo continúa ofreciendo legitimaciones percibidas como válidas por los ciudadanos. Al menos todas esas explicaciones resultan especialmente necesarias si nos referimos a Occidente, que hasta ahora ha sido contemplado bajo la tesis de la secularización.(2)

Lo primero que llama la atención es que los debates públicos en Occidente han sido más proclives a conceder un poder sustancial a la religión en el caso de las sociedades mayoritariamente islámicas. De modo general e impreciso se las identifica como sociedades tradicionales o premodernas y se atribuye a la religión la capacidad de configurar no sólo la vida privada de los que se consideran creyentes, sino la esfera pública de dichas sociedades, lo que alcanzaría máxima expresión en los llamados Estados islámicos o en los movimientos islamistas y los grupos terroristas que estos inspiran. La imagen de las sociedades islámicas dominante en occidente las dibuja como unas sociedades en las que no se ha llevado a cabo una separación entre autoridad política y autoridad religiosa, en las que la misma sociedad civil estaría sustancialmente configurada por la religión, sin que se haya podido desarrollar en ellas un uso público autónomo de la razón como fuente de legitimidad independiente de aquella.(3)

Frente al poder de la religión en las sociedades islámicas hemos visto cómo se hacía valer la secularización de las sociedades occidentales modernas, caracterizadas por tres rasgos fundamentales: economía de mercado, democracia liberal y pluralismo cosmovisional. En dichas sociedades la religión habría dejado de servir de soporte ideológico del Estado y del poder político para convertirse en un asunto privado o en todo caso en una oferta particular de sentido junto a otras ofertas cosmovisionales. Pero precisamente en este marco resultan cuando menos sorprendentes las declaraciones del presidente G. Bush después del atentado involucrando directamente a Dios en su llamada a una cruzada contra el terrorismo internacional: «Ha ocurrido una desgracia nacional (...) Ha sido un acto de guerra. La libertad y la democracia están siendo atacadas (...) El terrorismo contra nuestro país no quedará impune. Quienes cometieron estas acciones, y aquellos que les protegen, deberán pagar por ello. (...) La guerra que nos espera es una lucha monumental entre el bien y el mal (...) Va a ser larga y sucia (...) Aquellos que nos hacen la guerra han elegido su propia destrucción (...) O se está con nosotros o con el terrorismo (...) Dios está con nosotros (...) Dios bendiga a América.»


2. LA RELIGIÓN EN EE.UU.:
PLURALISMO CONFESIONAL Y RELIGIÓN CIVIL

Estas últimas palabras de George Bush tras los atentados resultan un tanto insólitas sobre todo a los ciudadanos del continente europeo desacostumbrados a una participación activa de Dios en los asuntos políticos cotidianos. No es que se desconozca en Europa el uso y el abuso del nombre de Dios para legitimar órdenes políticos o enfrentamientos armados.(4) Pero desde luego no es habitual escuchar a un presidente de gobierno europeo reclamar hoy públicamente de Dios una toma de partido tan sin matices por el propio bando, una identificación tan carente de fisuras con los propios propósitos políticos o militares como es capaz de hacer el presidente de los EE.UU.

2.1. Separación Iglesia-Estado y presencia pública de la religión

El referente político fundamental en la modernidad europea sigue siendo la revolución francesa. Dicha revolución se enfrentó a una alianza entre trono y altar que no había permitido durante siglos otra forma de encuentro con lo religioso más que el catolicismo romano-galicano. Ésta es quizás una de las razones de que dicha revolución fuera unida a una crítica radical de la religión que resuena en la especial significación que el término laique posee en francés: la emancipación conseguida frente a la opresiva tutoría clerical y eclesial, frente al "corsé" religioso.

Es verdad que también el orden político en los EE.UU. tiene su referente fundamental en una revolución que consagraba la estricta separación de Estado e Iglesia. Sin embargo, la colonización de Norteamérica estuvo guiada en sus comienzos por la intención religiosa de crear en el Nuevo Mundo un "reino sagrado" imposible de construir en Europa. Intentando escapar a la intolerancia religiosa de las propias comunidades eclesiales, que lejos de ser eliminada por el principio cuius regio, eius religio quedaba consagrada por él, aunque dirigida contra los propios disidentes, los primeros inmigrantes buscaron un nuevo comienzo que no estuviese lastrado por la pretensión totalizadora de las grandes formaciones eclesiales europeas. La estructura social y religiosa se apoyó así en las pequeñas agrupaciones eclesiales de carácter congregacionista o presbiteriano organizadas democráticamente. Este modelo descentralizado, que mostró una gran efectividad en la expansión colonizadora, se mantendría como estructura básica en la que se integrarían las siguientes oleadas de inmigrantes quizás ya no inspirados por motivaciones estrictamente religiosas.

Con estos presupuestos resulta comprensible que la separación de Estado e Iglesia no condujera a una lenta pero progresiva marginación de la religión de la esfera pública, como fue el caso francés, sino que se convirtiera en la condición de posibilidad para el desarrollo de un pluralismo de comunidades religiosas, al principio cristianas, que representaba al mismo tiempo la base del conjunto de la sociedad. Este florecer religioso en un marco moderno de separación Iglesia-Estado es lo que convierte a los EE.UU. en una excepción tan masiva de la teoría sociológica de la secularización que hace incluso dudar de su validez.(5)

2.2. Pluralismo confesional

Ciertamente, esta coexistencia pacífica de una pluralidad de comunidades reconocidas básicamente como iguales presuponía una restricción de las pretensiones de validez de las convicciones diferenciadas al ámbito del propio grupo y la renuncia a la posibilidad de dirimir por medio de un discurso racional compartido las diferencias. Es lo que de modo extremo expresa la conocida frase de Jefferson: «Yo soy una secta para mí mismo».(6) El pluralismo no sería pues, en este caso, un antídoto contra el fundamentalismo, sino más bien su presupuesto. Las convicciones religiosas no tienen nada que temer de un cuestionamiento crítico siempre que se acepte de modo general que su validez depende de plausibilidades compartidas por la comunidad particular y queda restringida a los límites de la misma.

Es más, el temor a los enfrentamientos interconfesionales dejados atrás habría sido una razón suficientemente poderosa como para evitar que nadie se tomara el derecho a ejercer desde fuera la crítica sobre convicciones ajenas, poniendo así las bases de la proverbial discreción respetuosa que domina la convivencia entre ciudadanos de diferentes confesiones en EE.UU. Andrew Greeley ha atribuido a la ausencia de una "iglesia oficial", es decir, a la situación de radical pluralismo y a la estricta separación entre Estado y confesión religiosa, el hecho de que la creencia haya podido seguir manteniendo una poderosa significación para los individuos estadounidenses, significación que supera con creces a la que tiene por ejemplo en los países tradicionalmente católicos del continente europeo.

2.3. Religión y estilo de vida estadounidense

Sin embargo, las convicciones religiosas, al abrigo de una confrontación con pretensiones universales de verdad articuladas discursivamente y de la posible crítica que desde ellas se formule, adquieren desde el punto de vista funcional un carácter de pura ayuda espiritual para hacerse de las contingencias del día a día, superar las frustraciones y reveses de la vida, encontrar acogida y apoyo en el grupo y sentir la protección del poder divino que gobierna el curso de los acontecimientos.(7) Las inevitables diferencias en el plano de las convicciones o de la organización tienden a ser dirimidas por medio de continuas escisiones y la amplia disponibilidad sobre las propias tradiciones amenaza con quedar sólo sometida al criterio del éxito o el fracaso en la aceptación de los adeptos, por lo que las dotes carismáticas para entusiasmar y conmover a la comunidad hasta llegar a la dependencia psicológica se vuelvan decisivas.

Estos rasgos, que en mayor o menor grado impregnan a todas las confesiones, permiten además una adaptación sin grandes tensiones a las exigencias que emanan del sistema económico y su lógica. El estilo de vida estadounidense tiene no sólo una gran plausibilidad social y cultural para la mayoría de ciudadanos, cosa que no es diferente en otros Estados del planeta, sino que posee también una evidencia religiosa que permite instalarse sin grandes problemas en él. La religión actúa como un importante factor de amortiguación de los efectos desintegradores del sistema y de tratamiento terapéutico de las patologías derivadas de ellos, ejerciendo así un significativo papel de integración y estabilización social.

Pese a la constante del pluralismo religioso, el sistema político americano no se ha organizado en torno a partidos con adscripción confesional, sino que la esfera pública quedó informada muy pronto por un evangelismo transdenominacional que incorporaba elementos no exentos de tensión de las principales corrientes cristianas (calvinismo puritano, tradición baptista, presbiteranismo y metodismo) y que puede ser considerado como la verdadera religión civil de EE.UU hasta finales del siglo XIX. Es lo que Alexis de Tocqueville captara tan agudamente en los comienzos llamando a la religión en Estados Unidos «su primera institución política».(8) Es verdad que su control hegemónico sobre el discurso público, las instituciones educativas y los movimientos sociales habría de sufrir importantes recortes con los procesos de industrialización y urbanización modernos, pero durante mucho tiempo la ética protestante seguiría siendo la moral pública que definía el estilo de vida estadounidense, sin que la ampliación del espectro religioso con la incorporación de católicos, judíos, etc. desplazase de la esfera pública a dicha ética.

2.4. Religión civil en "God's own country"

Pese a asumir y ratificar el carácter ineluctable tanto de la separación entre el ámbito secular y el religioso, como del pluralismo en este último, o quizás por esa misma razón, el ciudadano estadounidense guiado por fuertes motivos religiosos, parece haber encontrado cumplimiento a sus irreprimibles anhelos de unidad en una especie de sublimación religiosa de los representantes supremos y de los símbolos de la nación, que bien pudiera considerarse un rasgo distintivo de la cultura política de EE.UU. Incluso aquellos europeos que mantienen un fuerte sentimiento religioso observan con asombro con qué facilidad dichos representantes, aun tratándose de ocasiones estrictamente seculares, son capaces de poner en sus labios una oración o una mención de Dios. Para referirse a estos aspectos religiosos de la cultura política Robert N. Bellah introdujo en los años sesenta el concepto de "religión civil".(9)

Entre lo más sobresaliente de esta "religión civil" está sin duda la mencionada apelación a Dios en los símbolos y discursos que representan al Estado. Desde el conocido In God we trust impreso en cada billete de dólar hasta la "santidad de la bandera", que lleva a la manifestación de encontrarse "bajo Dios" cuando se jura la misma. Tanto la mayoría de los ciudadanos como sus representantes parecen compartir un consenso supraconfesional que hace preceder la soberanía de Dios a la del pueblo. Es su voluntad, de cuya mano, como dijera el presidente Kennedy en su discurso inaugural en 1961, hemos recibido los derechos humanos, la que nos ha responsabilizado de su cumplimiento en la tierra. De aquí nace la convicción de ser una "nación escogida" e investida de una "misión universal", que no sería sostenible sin la creencia en la superioridad del american way of life y en la bondad intrínseca del ciudadano estadounidense.(10) El carácter épico de esta identidad se ha visto reforzado por la posición imperial hegemónica de EE.UU., la confrontación con la Unión Soviética durante la guerra fría y las constantes guerras imperiales de las últimas décadas, desde Vietnam a la misma guerra de Afganistán.(11)

También forma parte de este consenso que Bellah denomina "religión civil" la convicción de que si el gobierno no apoya a la religión, no es posible mantener la moralidad. Las "virtudes políticas" en la perspectiva estadounidense, la capacidad de sacrificio, el sentido comunitario, la misericordia, la igualdad, la participación activa, etc. descansan en una praxis y un aprendizaje entregados entre otras instituciones a las iglesias y sectas estadounidenses, de las que se espera un compromiso con el fundamento moral que sostiene el Estado. La religión se convierte en un factor político de primer orden por dos razones. La primera, por suministrar el soporte de naturalidad y plausibilidad a la sublimación religiosa de la nación y su misión universal, a la atribución de un aura espiritual que envuelve al presidente convertido en sumo sacerdote de la misma, al maniqueísmo políticamente rentable del "con nosotros o contra nosotros", "Dios está de nuestra parte", etc. La segunda, por ser el ámbito en que se entrenan los hábitos litúrgicos y rituales recreados en los ceremoniales políticos que refuerzan la identificación con el Estado.

No es necesario hacer una crítica a fondo del carácter ideológico del concepto de "religión civil" cuando es usado afirmativamente, dado que resulta suficientemente patente.(12) Lo único que hemos pretendido al recogerlo aquí es acercar al contexto estadounidense en tantas cosas diferente del europeo. Ahora bien, si es esa forma peculiar de "religión civil" y sus vínculos con el plural universo religioso en EE.UU. lo que nos permite comprender el uso público de un determinado discurso político-religioso en el horizonte del conflicto desencadenado por los atentados a las Torres Gemelas del 11 de septiembre, no cabe duda que fue su misma crisis, al menos en cierta medida, lo que explica la entrada en la escena política estadounidense del fundamentalismo religioso a finales de los años setenta, crisis de la que el propio Bellah se hace eco en su obra The Broken Covenant.(13) Como se mostrará, el fundamentalismo no escapa a las servidumbres políticas de la "religión civil" dibujadas hasta aquí, sino que las profundiza.

 

3. FUNDAMENTALISMO RELIGIOSO Y MODERNIDAD OCCIDENTAL

El año 1979 funda el predicador televisivo Jerry Falwell el movimiento de la "Mayoría Moral" en EE.UU. con la pretensión de movilizar y organizar políticamente a los aproximadamente sesenta millones de estadounidenses que se denominaban a sí mismos "cristianos renacidos". Todavía se puede recordar el papel que jugó esta movilización en la victoria electoral de Ronald Reagan un año después o incluso la campaña de Pat Robertson, otro influyente predicador de la "iglesia electrónica", para ser candidato republicano después de Reagan. Pero esta reciente aparición en la escena política del fundamentalismo protestante estadounidense no es la primera en la historia de EE.UU. The Fundamentals - A Testimonium to the Truth, colección de escritos que daría nombre al movimiento, recogía hacia la mitad de los años 10 del siglo XX la interpretación del cristianismo de los grupos evangelicales conservadores que se habían ido formando a lo largo del último tercio del siglo anterior en torno a la 'Niagara Bible Conference' y la 'North Field Conference'.

3.1. Fundamentalismo protestante: reacción religiosa y pretensiones políticas

Los fundamentalistas se veían a sí mismos como un movimiento contra el modernismo que se había apoderado del mundo protestante, es decir, contra el naciente protestantismo liberal y su teología, que había empezado en Europa a aplicar los métodos histórico-críticos a la interpretación de los textos bíblicos como exigencia proveniente de la confrontación con la ciencia moderna. Frente a esta interpretación movilizarían sus "fundamentos", con los que daban expresión a las pretensiones de verdad absoluta de los contenidos de la fe cristiana, sobre todo a la inerrancia literal de la Biblia. Evidentemente, esto suponía además el rechazo de los resultados de la ciencia moderna y su difusión en el sistema educativo, lo que se materializaría en una cruzada antievolucionista que terminó fracasando. También convirtieron en blanco de su crítica el optimismo secular que encontraba reflejo en la idea de una realización histórica del Reino de Dios en el desarrollo cultural del cristianismo. Contra esta idea se movilizó la concepción apocalíptica de la parusía inminente o del comienzo de un reino milenario previo.

Como puede percibirse ya en los comienzos, son las transformaciones de la religión las que provocan la reacción de los fundamentalistas, porque son dichas transformaciones las que le han hecho perder a ésta el carácter de morada protectora que poseía. Su defensa numantina de la verdad religiosa es al mismo tiempo la defensa de un universo simbólico que venía ofreciendo seguridad y cobijo y que ven tambalearse desde dentro. Pero, más allá de este interés puramente religioso, los fundamentalistas también defienden una determinada relación entre religión y política. La pretensión de que los Estados prohibieran la enseñanza del darwinismo en las escuelas expresaba la demanda de que la sociedad civil y esfera política se organizasen desde el canon que establece la creencia religiosa fundamentalista, quizás porque se empezó a tomar conciencia de que un absentismo político podía hacer peligrar los mecanismos sociales que apoyaban y reforzaban la reproducción de la misma comunidad creyente, en este caso los mecanismos educativos.

Pero estas pretensiones políticas no debían poner en peligro la propia autonomía frente al Estado, por lo que nunca cuestionaron su estricta separación de la iglesia. En realidad la nueva relación entre política y religión se limitaba a utilizar las posibilidades de participación política que ofrecía la constitución liberal del Estado para ganar terreno y conseguir más influjo sobre la sociedad civil. De hecho, como señala J. Casanova, «la vida del mundo evangélico congregacional, educativa y recreativa se hizo cada vez más autosuficiente y auto-reproductora».(14) Se trataba en definitiva de adoptar un muy moderno planteamiento de competencia de mercado, que reconoce implícitamente la situación de pluralismo cosmovisional, para establecer un 'Estado fundamentalista' con sus redes de colegios, editoriales, cadenas televisivas, círculos bíblicos, etc. dentro del Estado secular, lo que debía permitir ampliar el poder de su propuesta religiosa, cultural y política.

Dicha propuesta es fácilmente caracterizable: revitalización de las tradiciones presuntamente premodernas frente a una disolución de las mismas a causa de los procesos emancipatorios modernos y del influjo de concepciones seculares y ateas de la vida (feminismo, aborto, comunismo, depravación moral, etc.), defensa de una imagen cerrada del mundo inmune frente cambios y transformaciones que generan inseguridad y desconcierto, confrontación maniquea de los poderes de la luz contra Satán y los poderes de las tinieblas que amenazan con destruir los fundamentos de la vida social y religiosa, redescubrimiento y revitalización de las raíces religiosas de la propia nación identificadas como puras y dadas por Dios, mientras los poderes del mal son colocados fuera del propio ámbito nacional o religioso, conciencia de una misión universal de salvación del mundo, etc.

Como puede apreciarse, los rasgos de la propuesta fundamentalista pueden muy bien encajar en lo que más arriba describíamos con ayuda de Bellah como "religión civil" estadounidense. Pero tan importante como esto es apreciar la virtualidad de dichos rasgos para plausibilizar y legitimar las políticas bélicas e imperialistas que han caracterizado la historia de EE.UU. en el siglo XX.

3.2. Fundamentalismo y modernidad

En todo caso, el ejemplo estadounidense, aunque no sólo él(15), obliga a cuestionar la tesis del inevitable final de las pretensiones públicas de verdad y orientación por parte de la religión como consecuencia de los procesos modernos de diferenciación y autonomización, lo que, según esa tesis, no le dejaría otra opción a la creencia religiosa que su total reclusión en la esfera privada. La tesis de la secularización, hegemónica durante décadas en las ciencias sociales, no permite otra interpretación del fundamentalismo que la que lo define como una regresión a un estadio premoderno de minoría de edad, de miedo a la libertad, de recaída en el irracionalismo. Pero, sin negar que estos rasgos formen parte del fundamentalismo, quizás sea necesario revisar el concepto normativo de modernidad que se expresa en dicha tesis y contrastarlo con la efectiva historia de la misma. Incluso si definimos el fundamentalismo como antimoderno, quizás tengamos que precisar que se trata de un antimodernismo moderno, es decir, de una reacción que siempre ha formado parte de la modernidad y que es, por tanto, tan moderno como las tendencias que por lo general definen la visión normativa de la modernidad ilustrada.

Como propone Gilles Kepel, es necesario ver en el fundamentalismo una expresión auténtica de la situación cultural actual.(16) Esto quiere decir que en los movimientos fundamentalistas no se tematizan pseudoproblemas de tiempos pretéritos, sino cuestiones centrales del tiempo actual, lo que ayudaría a entender por qué tienen coyuntura en prácticamente todas las religiones. Pero si contemplamos el fundamentalismo como un fenómeno moderno hemos de prestar atención a las condiciones estructurales y culturales de su aparición y sostenimiento en la misma modernidad. Es relevante, por ejemplo, que muchos de sus adeptos provengan de entornos tecnócratas y académicos, lo que impide de entrada identificar el fundamentalismo con sectores de la población menos afectados por los procesos de modernización

Bien mirada, la emancipación de la modernidad respecto a la religión no estuvo exenta de continuidades con ella. Hoy parece demostrado que la emancipación institucional respecto a la religión requirió en los comienzos la asunción por otras instancias de ciertas funciones que ésta venía desempeñando: funciones de legitimación, de ordenamiento y jerarquización del universo simbólico, de horizonte último integrador y dador de sentido, etc. Esto se consiguió por medio de un proceso de traslación simbólica. Surgieron así los grandes mitos de la modernidad sustitutos de la religión: la Razón, el Progreso, la Ciencia, etc. En cierto modo se trata de absolutizaciones, de la sombra alargada de la antigua divinidad, como apuntara Nietzsche. El mundo secular ha tenido, pues, su propia historia de fe.

3.3. Crisis de la modernidad

Pero sería el propio proceso de modernización el que iría socavando el poder de esos mitos. Las contradicciones de la racionalidad técnico-instrumental con su dinámica depredadora de recursos y destructora del medio ambiente, las catástrofes históricas (las guerras mundiales, Auschwitz, Hiroshima, Archipiélago Gulag), la explotación económica y los costes sociales del progreso, los desmanes del universalismo colonizador, el fracaso del socialismo real, etc. ha conducido al desencanto de la modernidad. Los grandes relatos que ésta había creado sobre la emancipación, el progreso, el avance científico, el poder de la razón, etc. han perdido credibilidad y han entrado en crisis. Por otro lado, la misma racionalidad científica, que se convierte en la modernidad en la racionalidad hegemónica, al declararse a sí misma incompetente en cuestiones valorativas, instaura en los ámbitos moral, religioso, estético, político, etc. un cierto voluntarismo y decisionismo. El pluralismo ideológico y moral lleva a un descrédito de las visiones integradas y totalizantes. Universalismo y unidad se vuelven sinónimos de totalitarismo.

Pero este cambio cultural ha venido también propiciado por el giro del mismo sistema capitalista, que después de la gran crisis a finales de los años veinte se vio necesitado de fomentar la demanda interna para asegurar el crecimiento económico. La sociedad de consumo no es el resultado del modernismo cultural, como pretenden los neoconservadores. Es la lógica misma del capitalismo la que le lleva a rescindir su contrato con la ética puritana del ahorro y la austeridad, la disciplina y el ascetismo, y aliarse con el hedonismo consumista. En cierto sentido, también existe una correspondencia funcional entre las últimas evoluciones del sistema económico y la cultura postmoderna. Al menos, características como la flexibilidad, la experimentación, las alianzas cambiantes y coyunturales, el cambio permanente de escenarios, la obsolescencia programada de los productos, la innovación, la publicidad y la incentivación constante del consumo, etc. que definen la fase actual del capitalismo se llevan bien con los rasgos de la postmodernidad.

De este modo, la pérdida de un horizonte último orientador ha dado paso al predominio del fragmento, a la desconexión y yuxtaposición de ideas, valores, estilos de vida, opciones religiosas o políticas, etc. El universo simbólico de la modernidad tardía es un caleidoscopio, en el que los fragmentos se ordenan y reordenan constantemente sin prioridades ni ejes organizadores. Todo es válido e igualmente válido. Esta desconexión y yuxtaposición de las ideas, valores y opciones se ve remarcada por la multiplicidad y saturación de los intercambios. Y los medios de comunicación de masas actúan como aceleradores de partículas. Todo se mezcla, todo cambia vertiginosamente, nada puede ser reflexionado en profundidad. Así se produce una desestructuración axiológica y una profunda perdida de significado.

3.4. Reacción fundamentalista

Esto ha generado una situación de inseguridad y desorientación en muchos individuos frente a la que reacciona el integrismo religioso promoviendo un rearme doctrinal y combatiendo el pluralismo de las interpretaciones, luchando contra la privatización de la religión e intentando recuperar espacios sociales de presencia pública de la misma, movilizando la reacción política contra los aspectos más liberalizadores del modelo social de las sociedades democráticas, etc. En las sociedades desarrolladas el fundamentalismo y el neotradicionalismo poseen sobre todo un carácter reactivo frente al clima relativizador, frente a la desconexión y yuxtaposición de los valores, los estilos de vida, las opciones ideológicas, cosmovisionales y políticas, etc. Representan en definitiva una defensa frente a la inseguridad y el individualismo y un deseo de orientación y vínculo comunitario. Aunque es importante resaltar que muy raramente cuestionan aquellos aspectos del sistema económico que han promovido y sostenido las tendencias culturales que ellos combaten.

El fundamentalismo religioso presenta en esto ciertas afinidades electivas con el neo-conservadurismo político y cultural.(17) Para este último se trata de encontrar un complemento socialmente integrador y reforzador de la disciplina moral para la modernidad tecnoeconómica que represente una alternativa a la modernidad cultural pluralista, hedonista y desintegradora. Y aunque no se pueda decir que el neotradicionalismo religioso responda exclusivamente a los intereses del neo-conservadurismo político, sí que resulta funcionalizable desde dichos intereses, pues para el neotradicionalismo y el fundamentalismo las causas de las dolencias de las sociedades avanzadas no son tanto de carácter sistémico, cuando de orden cultural y religioso.(18)

Podemos concluir estas reflexiones sobre la relación entre las propuestas fundamentalistas y las experiencias modernas de crisis resaltando con el sociólogo de la religión Karl Gabriel que existen en esta época de cambios profundos en las sociedades modernas tendencias productivas desde el punto de vista religioso.(19) La paradoja consiste en que los mismos procesos sociales que destruyen y amenazan las orientaciones vital de corte tradicional religioso, refuerzan por otra parte la búsqueda de un apoyo religioso o pseudoreligioso para resolver las crisis de los proyectos de vida individuales o grupales que producen dichos procesos. El marco postradicional y la pluralización de los mundos de vida, la separación entre ámbitos públicos y privados, la fragmentación del espacio social y los roles asociados, la provisionalidad de los vínculos y las pertenencias, etc. generan un estrés específico de la modernidad tardía que provoca la búsqueda de instancias que alivien de la carga.

La experiencia de anonimidad en las sociedades urbanas, de impotencia frente a las macroestructuras económicas, sociales o políticas, de indiferencia o falta de significatividad de la rutina cotidiana, de opacidad del mundo y la sociedad, etc., todas estas experiencias suscitan anhelos específicos de una comunidad íntegra y acogedora, de elevación y empoderamiento potenciadores del individuo, de vivencias extraordinarias y mágicas, de una visión clara y segura del mundo. El fundamentalismo religioso es en cierto modo una forma de administrar estos anhelos sin intervenir transformadoramente sobre los procesos sociales que los generan.

 

4. POR OTRA RELACIÓN ENTRE RELIGIÓN Y POLÍTICA

Pero, ¿existen otras posibilidades de afrontar la relación entre religión y política en el terreno de la modernidad? Robert N. Bellah y su grupo presentó a comienzo de los años noventa un nuevo trabajo en el que actualizaban sus propuestas para fundamentar desde la perspectiva de la sociología de la religión un proyecto de comunitarismo republicano.(20) Para superar la crisis del sistema económico que habría derivado en una tiranía del mercado, proponen encaminar los esfuerzos hacia el logro de una democracia económica participativa. Frente al vaciamiento creciente de la democracia en EE.UU. que se manifestaría en el imperialismo inquebrantable de su política exterior y en la política paranoica de la seguridad nacional en política interior, exigen los autores del trabajo una transformación democrática de carácter radical.

Pero no se limitan a hacer propuestas de reforma del sistema político, educativo, etc. también apuestan por superar una religión configurada por los principios del mercado a través de lo que llaman una public church comprometida con el bien común de todas las personas y que encontraría expresión en la Social Christianity. Bellah y su grupo subrayan que no es posible un proyecto democrático sin atención y respeto al otro, y ésta es una idea que encontramos en las más distintas tradiciones religiosas. La cuestión es si una apelación cuasi nostálgica a la revitalización de las comunidades locales y al fortalecimiento de las diferencias culturales que no excluya el entendimiento y abra a la pertenencia a una comunidad más universal puede ser respuesta adecuada a los procesos de desintegración y vaciamiento político que, por otra parte, Bellah tan vivamente describe.

4.1. Globalización neoliberal y afirmación de la identidad

La economía globalizada se organiza hoy en torno a flujos de capital, información, tecnología, interacción organizativa, imágenes, sonidos y símbolos cada vez más deslocalizados y menos sujetos a las instituciones sociales y políticas tradicionales de carácter representativo, es decir, menos sometidas a las exigencias de la legitimidad y a los requerimientos de la moral supuestamente fundada en la capacidad de autodeterminación de los sujetos autónomos.(21) Con la desarticulación y reducción del poder de las sociedades civiles incapaces de mediar entre los flujos de poder global y las identidades aisladas, aquellas dejan de servir de marco a la construcción de la identidad. El problema no es tanto que la identidad se haya convertido en la modernidad en un proyecto reflejo, del que el propio individuo es responsable, o que el marco postradicional y la pluralización de los mundos de vida, la separación entre ámbitos públicos y privados, la fragmentación del espacio social y los roles asociados, la provisionalidad de los vínculos y las pertenencias, etc. conviertan dicha construcción en una empresa difícil y arriesgada.(22) El problema es la polarización a la que se ve abocada dicha construcción entre lo que G. Lipovetsky ha diagnosticado como nuevo individualismo en la "era de vacío"(23) y la movilización de las identidades étnicas, nacionalistas o religiosas de carácter más o menos fundamentalista, cuando no a una combinación incoherente de lo uno y lo otro.

Lo que hay que preguntarse es, pues, cómo escapar a la disyuntiva entre el mundo de la instrumentalidad y el de la identidad, entre el mercado mundial y el integrismo cultural o el individualismo hedonista. Las propuestas de carácter comunitarista, también las que apelan a las virtualidades de la religión de cara a revitalizar el proyecto democrático, ponen el acento en el papel de la sociedad civil, pero en muchas ocasiones entienden ésta como una prolongación de la dinámica del Estado y sus aparatos de poder, es decir, como fuente de legitimación por medio de la reproducción de identidades normalizadas, y no tanto como ámbito de resistencia y proyecto, no sólo contra el Estado debilitado y el desfondamiento del proyecto político de representación, sino también contra la lógica de la economía globalizada y sus mecanismos de exclusión y depredación.

Si ha de evitarse esta disyuntiva, no cualquier tipo de identidad religiosa puede ser relevante a la hora de buscar respuestas válidas a la relación entre religión y política en el nuevo horizonte. No lo son gran parte de las identidades religiosas todavía débilmente vinculadas a la religiosidad institucional pero fuertemente desinstitucionalizadas, incluidas las vinculadas a la nueva sensibilidad mística, en la medida que van adoptando el carácter de religión a la carta con grandes dosis de eclecticismo, con predominio de las necesidades e intereses de los individuos, con rasgos de flexibilidad adaptativa y pragmatismo, con predominio de lo emocional y afectivo, etc. Tampoco lo son el fundamentalismo y el integrismo religioso o el neotradicionalismo, que, como hemos visto, poseen un carácter reactivo y compensatorio frente a las crisis de la modernidad.

4.2. Identidad religiosa místico-política

Una identidad religiosa que evite esa disyuntiva habría de tener una relación crítica con la modernidad, pero no reactiva, y no tanto con la modernidad cultural, esto es, con los principios de tolerancia, autonomía, libertad, pluralismo, etc., cuanto con la lógica estratégico instrumental/maximizadora de beneficios del sistema de producción y consumo y con sus consecuencias de aumento de la desigualdad y la exclusión, de depredación y aniquilación de las bases naturales de la vida individual y social, de colonización deshumanizante de los estilos de vida individuales y las relaciones interpersonales, etc. Dicha crítica tendría que ir acompañada de una búsqueda de estilos de vida alternativos y solidarios y de un compromiso político en nuevos espacios críticos con la política institucionalizada: lucha en pro de los Derechos Humanos y de la radicalización de la democracia, voluntariado social, solidaridad internacional, movimientos de emancipación, ecologismo, etc.

Otro aspecto constitutivo de esta identidad religiosa sería la capacidad de recreación de la propia tradición en diálogo con los retos de la modernidad tardía. Esto supondría superar el horizonte coactivo de una tradición impuesta, autoritaria y sin margen para la autoderminación del creyente o la interpretación actualizadora, pero también cuestionar el rechazo moderno de todo vínculo con la tradición por considerarla siempre alienante, ignorando así sus potenciales subjetivizadores e identitarios, sus aportaciones como fuente de sentido, sus virtualidades motivacionales para la resistencia contra poderes deshumanizadores, etc. La religión no sería aquí sólo una fuente de consuelo y amparo, sino también espacio de búsqueda y de gratuidad. No se la identificaría sin más con sus funciones cosmovisionales y de disciplinamiento social integrador, sino que también acogería elementos de crítica a dicha funcionalización legitimadora del statu quo. La religión sería pues también espacio de transgresión y disidencia frente al orden establecido. Por ello, esta identidad religiosa no buscaría atrapar a Dios en la función de "fundamento" del orden cósmico o social, del bienestar anímico o la ritualización de los acontecimientos individuales o sociales, sino que reconocería su alteridad previa a toda otra alteridad, su trascendencia hasta la ausencia, que hace posible las preguntas verdaderamente esenciales y aviva los anhelos más profundos en los que se hace perceptible su huella.

Creo que este Dios es el que podemos reconocer en las tradiciones bíblicas, un Dios inseparable de la memoria del sufrimiento de los otros y de la praxis solidaria con las víctimas. Un Dios que no puede ser adorado de espaldas a los sufrimientos, las injusticias y las catástrofes de la historia humana, del que sólo tiene sentido hablar como clamor por la salvación de los otros, de los que sufren injustamente, de los vencidos y derrotados.(24) Intentar vivir hoy una relación con Dios dentro de la tradición del monoteísmo judeo-cristiano significa, por tanto, heredar la pregunta que nace de las experiencias de sufrimiento; significa reconocer no sólo el poder y la bondad de Dios, sino también la autoridad de los sufrientes y la verdad de sus experiencias.

4.3. Compasión política y autoridad de las víctimas

J. B. Metz ha revindicado la relevancia política de esta experiencia de Dios en el horizonte de una modernidad consciente de sus contradicciones.(25) Se trataría, según él, de una experiencia resistente tanto frente a un relativismo funcionalizable por la lógica del mercado como frente un universalismo moderno pero imperialista. La universalidad de su principio monoteísta pasa por la rememoración del dolor y sufrimiento de los otros y es inseparable de una responsabilidad para con las víctimas. Esta fe en un Dios que no deja desaparecer sin rostro los sufrimientos pasados en el abismo de una evolución anónima es la garantía de los criterios inquebrantables y decisivos en la lucha por que todos los seres humanos lleguen a ser sujetos en sentido pleno, en la lucha por una liberación universal, ya que «percibir y articular el sufrimiento de los otros es la condición necesaria de una política futura de paz, de todas las formas de solidaridad social a la vista de las brechas cada vez más graves entre pobres y ricos, así como de todo entendimiento prometedor entre los universos culturales y religiosos».(26)

La compasión política que define la experiencia de Dios de las tradiciones bíblicas está llamada en las sociedades modernas avanzadas, según Metz, a preservar a la libertad política de sucumbir al puro pragmatismo de una negociación de intereses entre sujetos reconocidos formalmente como iguales; a interrumpir dicha negociación abriéndola a los otros amenazados y sacrificados, a los otros excluidos y destrozados por la lógica del mercado, el intercambio y la competencia; a hacer valer la "débil" autoridad de los que sufren como la única capaz de quebrar el dominio deshumanizador, de establecer un principio de oposición contra las causas de sufrimiento inocente e injusto, contra el racismo, contra la xenofobia, contra la religiosidad empapada de nacionalismo o puramente étnica, con sus ambiciones de guerra civil, pero también contra la fría alternativa de una sociedad mundial, en la que el "ser humano" desaparece cada vez más en los sistemas de la economía, la técnica y la industria de la información. Si es posible mostrar que todas las grandes religiones de la humanidad tienen su centro en una mística del sufrimiento, entonces también se podría construir una ecumene de la compasión que «sería un acontecimiento político, y no para defender una política visionaria atada a una cosmovisión o incluso a una política fundamentalista sustentada por una religión, sino para que las grandes religiones apoyen una política mundial a conciencia en favor de los seres humanos, especialmente de las víctimas indefensas.»(27)


NOTAS

1. Cfr. Samuel P. Huntington: El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial. Barcelona: Paidós 1997. Un interesante comentario crítico de esa tesis en el contexto de los atentados a las Torres Gemelas fue publicado por Edward W. Said en Le Monde (26.10.2001) con el título «Le choc de l'ignorance».

2. Si bien la sociología moderna de la religión ha estado dominada por la tesis de la secularización y la consecuencia anexa de la privatización, en las últimas décadas se han ido multiplicando las revisiones críticas de dicha tesis a partir de la confrontación con experiencias históricas que parecen cuestionarla. Uno de los más destacados representantes de la teoría de la desprivatización de la religión en la modernidad tardía es José Casanova (Religiones públicas en el mundo moderno. Madrid: PPC 2000).

3. No vamos a entrar aquí en revisar esta imagen y en analizar las relaciones entre Islam, fundamentalismo islámico y terrorismo, dado que ese tema es abordado por el estudio de Emilio Galindo Aguilar en este mismo número de Frontera.

4. Cfr. Anne Morelli: Principios elementales de la propaganda de guerra (utilizables en caso de guerra fría, caliente o tibia...). Hondarribia: Hiru 2001, p. 132ss.

5. Cfr. Andrew Greeley: Religion in the year 2000. Nueva York: Sheed and Ward 1969; Unsecular Man: The Persistence of Religion. Nueva York: Schocken 1972.

6. Citado por José Casanova: «El "revival" político de lo religioso», en: R. Díaz-Salazar y otros (eds.): Formas modernas de religión. Madrid: Alianza 1994, p. 239.

7. Para un concepto funcional de la religión como forma de hacerse de las contingencias de la vida humana, cfr. Hermann Lübbe: Religion nach der Aufklärung. Graz, Viena, Colonia: Styria 1986.

8. Alexis de Tocqueville: Democracy in America. Nueva York: Vintage 1990, I, p. 305.

9. Cfr. Robert N. Bellah: «Civil Religion in America», en: Daedalus 96 (1967), p. 1-21.

10. Es esta creencia la que explicaría la sorpresa del ciudadano medio norteamericano ante las protestas contra EE.UU. en otros países. Éstas sólo pueden responder a sus ojos a la envidia, el resentimiento o la perversidad, pero nunca a causas atribuibles a la responsabilidad de la sociedad estadounidense o de sus representantes.

11. Cfr. Salvador Giner: «La religión civil», en: R. Díaz-Salazar y otros (eds.): Formas modernas de religión. Madrid: Alianza 1994, p. 143s.

12. Cfr. Salvador Giner: Op. cit., p. 147ss.

13. Cfr. Robert N. Bellah: The Broken Covenant. Nueva York: Harper and Row 1997.

14. José Casanova: Religiones públicas en el mundo moderno. Madrid: PPC 2000, p. 205.

15. Cfr. José María Mardones (dir): 10 Palabras clave sobre fundamentalismos. Estella: Verbo Divino 1999.

16. Cfr. Gilles Kepel: La revancha de Dios. Cristianos, judíos y musulmanes a la conquista del mundo. Madrid: Anaya 1991.

17. Cfr. José María Mardones: Postmodernidad y neoconservadurismo. Reflexiones sobre la fe y la cultura. Estella: Verbo Divino 1991.

18. Cfr. Javier Vitoria Cormenzana: Religión, Dios, Iglesia en la sociedad española. Santander: Sal Terrae 1997, p. 18.

19. Cfr. Karl Gabriel: «Formen heutiger Religiosität im Umbruch der Moderne», en: H. Schmidinger (ed.): Religiosität am Ende der Moderne. Krise oder Aufbruch?. Innsbruck/Viena: Tyrolia 1999, p. 212ss.

20. Cfr.Robert N. Belahh y otros: The Good Society. Nueva York: Alfred A. Knopf 1991.

21. Cfr. Manuel Castells: La era de la información: Economía, sociedad y cultura. Vol. I. La sociedad red. Madrid: Alianza 1997.

22. Cfr. Anthony Giddens: Modernidad e identidad del yo. El yo y la sociedad en la época contemporánea. 2º ed., Barcelona: Península 1997.

23. Cfr. Gilles Lipovetsky: La era del vacío. Ensayo sobre el individualismo contemporáneo. 4º ed., Barcelona: Anagrama 1990.

24. Cfr. Johann Baptist Metz: «Im Eingedenken fremden Leids. Zu einer Basiskategorie christlicher Gottesrede», en: J.B. Metz, J. Reikerstofer, J. Werbick: Gottesrede. Münster: Lit 1996, p. 2-20.

25. Cfr. Johann Baptist Metz: «Monotheismus und Demokratie. Über Religion und Politik auf dem Boden der Moderne», en: Jahrbuch Politische Theologie T. 1 (1996), p. 39-52.

26. Johann Baptist Metz: «Compasión política: Sobre un programa universal del cristianismo en la era del pluralismo cultural y religioso», en: Foro Ignacio Ellacuría: Radicalizar la democracia. Sociedad civil, movimientos sociales e identidad religiosa. José A. Zamora (coord.). Estella: Verbo Divino 2001, p. 270.

27. Johann Baptist Metz: «Compasión política y memoria del sufrimiento». Entrevista de José A. Zamora, en: Iglesia Viva 201 (2000), p. 83.