José A. Zamora


«Democracia y opinión pública»

en: Iglesia Viva, nº 212, 2002, p. 7-29.

Página principal


 

1. CONTRATO SOCIAL, CIUDADANÍA Y PARTICIPACIÓN POLÍTICA

La filosofía política de la modernidad se constituye en sus orígenes como una teoría de la legitimidad del poder, que ya no puede proceder de instancias tradicionales y autoritativas como la naturaleza, la costumbre o Dios, sino sólo del consentimiento de los individuos libres e iguales que forman la sociedad, tal como refleja la idea de contrato social (Kersting 1994, Cortina 2001). El Estado y la constitución serían según esta idea el resultado de la unión contractual de individuos capaces de negociar las condiciones del contrato que les asocia y que, en base a la libertad con la que se acepta el mismo, tiene carácter vinculante.

El debilitamiento de la cosmovisión religiosa, la desaparición de la tradicional concepción cualitativa de la naturaleza bajo la sobria mirada de las ciencias modernas, la descomposición del orden social compacto e integrado bajo el asalto de la configuración burguesa de las relaciones sociales y su determinación por la economía exigen una reorganización de la praxis cultural de legitimación acorde con las nuevas bases cognitivas, relacionales y cosmovisionales.

Ésta es la función que cumple el individualismo normativo que atribuye a los individuos autonomía moral y sustituye la autoridad legisladora de Dios o la naturaleza por el derecho de cada uno de los miembros de la sociedad a no aceptar otras leyes que aquellas que nacen de un acuerdo alcanzado por procedimientos justos e equitativos que aseguren la participación en igualdad de condiciones de todos los afectados.

En este contexto se definen los primeros derechos humanos por pensadores como John Locke, uno de los padres ideológicos del 'contrato social' junto con Hobbes, Pufendorf, Rousseau, etc. Los más importantes serán el derecho a la integridad física, a la libertad personal y a la posesión segura de la propiedad adquirida legítimamente. Para garantizar esos derechos fundamentales o para impedir que puedan ser suspendidos u oprimidos arbitrariamente, se ve necesario crear una instancia de control independiente. No hay duda al respecto, el efectivo complimiento del contrato social por los detentadores del poder debe ser controlado por los que se someten a su dictado.

Inspirados en la monarquía parlamentaria de Inglaterra, que ya llevaba una significativa andadura y parecía ser eficaz, los filósofos ilustrados exigen el establecimiento de un parlamento elegido por el pueblo e independiente del gobierno, como contrapeso de éste. El jurista francés Montesquieu será quien desarrolle en su obra El espíritu de las leyes un fundamento de la teoría política de la división de poderes: el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial deben estar separados y ser ejercidos por corporaciones independientes unas de otras.

Junto a otras aportaciones teóricas relevantes quizás convenga destacar la contribución del filósofo ginebrino Jean-Jacques Rousseau en su amplio ensayo El contrato social, ciertamente una de las más importantes fundamentaciones de la idea moderna de sociedad y Estado. Lo que diferencia la interpretación rousseauniana del contrato social es su convencimiento de la existencia de una 'voluntad general' que recoge de modo preciso y completo las necesidades del colectivo social y representa el bien común. Evidentemente frente a ella no cabe oposición.

Ésta es la razón de que Rousseau mire con desconfianza la formación de agrupaciones políticas y el parlamentarismo, es decir, la participación indirecta del pueblo en las decisiones de gobierno por medio de sus representantes elegidos. Sospecha que esta delegación no promoverá la voluntad general, sino las voluntades particulares. La voluntad general sólo tiene expresión cuando el pueblo se reúne y adopta de modo directo todas las resoluciones gubernativas.

A pesar de las dificultades de orden práctico que supone la realización de una democracia directa o las de orden teórico asociadas al establecimiento de una voluntad general atribuible al conjunto de la sociedad, Rousseau será un referente teórico permanente de todos los intentos de profundización participativa, deliberativa y moral de los sistemas democráticos.(1)

¿Qué puede decirse con la brevedad que exigen estas líneas sobre el desarrollo del proyecto democrático tras las dos grandes revoluciones liberales, la francesa y la norteamericana? Quizás sea preciso señalar que, con el proceso de industrialización, ganará en significación el empresariado burgués dueño del capital industrial, constituyéndose en la clase social más importante y poderosa. Los principios del liberalismo político --libertad, autonomía, responsabilidad y libre despliegue de la personalidad-- serán identificados por esa burguesía industrial y mercantil con la libertad empresarial y de comercio, es decir, con la libertad para la libre o, lo que a sus ojos es lo mismo, ilimitada acumulación de recursos de poder. Las consecuencias de esta identificación se pueden vislumbrar fácilmente si tenemos en cuenta que en el siglo XIX dicha burguesía se convertirá en la portadora más importante de la visión de la sociedad nacida de la Ilustración o, con otras palabras, del liberalismo.

Sin embargo, el derrocamiento de las monarquías y la eliminación de estructuras de poder no democráticas para establecer otras de carácter liberal será una empresa difícil y plagada de reveses. El triunfo de las fuerzas reaccionarias sobre el movimiento revolucionario de 1848 impedirá un desmonte efectivo de las formas autoritarias y monárquicas de dominación, que se mantendrán en algunos países hasta bien entrado el siglo XX. La confrontación política entre las élites tradicionales y la burguesía empresarial se asemejará muchas veces a un juego alternante entre concesiones por parte del poder tradicional y conquistas parciales de espacios económicos, sociales y culturales a dicho poder por la nueva case emergente, lo que irá permitiendo una progresiva penetración burguesa del sistema político y un desplazamiento gradual o un reciclaje de las viejas élites.

Con todo, dicho desplazamiento no puede ser visto como el alumbramiento de una democratización radical traducida en verdadera soberanía popular, sino como un cambio de reparto de personal en las estructuras oligárquicas de poder y decisión. Con la progresiva industrialización también irá abriéndose una brecha cada vez mayor entre una numerosa clase trabajadora desposeída y una clase empresarial adinerada perteneciente a la alta burguesía. La desigualdad social conformará así el sistema político y establecerá unos estrechos límites al ejercicio de la autodeterminación individual. Cada vez más la burguesía propietaria verá a las masas desposeídas como una amenaza y defenderá obstinadamente ante ellas su posición de poder. Que pudieran garantizarse al menos los mismos derechos formales para todos los ciudadanos en la mayoría de democracias occidentales hasta la mitad del siglo XX hay que atribuirlo de modo muy esencial a la organización socialista o socialdemócrata del movimiento obrero y a su lucha.

Pero ni ayer ni hoy basta la igualdad política formal para alcanzar la igualdad social real. De K. Marx a M. Weber son muchos los teóricos sociales que desde puntos de vista distintos han señalado la insuficiencia del modelo burgués liberal para dar respuesta acabada a la cuestión de la democracia. La igualación formal en el subsistema político no sólo no ha podido contrarrestar la creciente desigualdad social, sino que la progresiva especialización y jerarquización en el sistema económico parece conducir de modo inexorable e inflexible a una oligarquización de las estructuras de poder en el sistema político. Los ciudadanos se ven ante un aparato burocrático alienante dominado por una élite con enorme poder económico y social. M. Weber lo definiría como la férrea jaula del mundo administrado.

Los estudios que ofrecen las ciencias sociales y económicas sobre la evolución de nuestras sociedades muestran un crecimiento de la desigualdad tanto a escala planetaria como en los países más desarrollados. El modelo de economía social de mercado dominante en estos últimos desde mitad del siglo XX no ha cambiado de modo esencial la tendencia al crecimiento de la desigualdad. El bienestar material de todos ha crecido, pero al mismo tiempo que crecían los recursos de los estratos más bajos, también lo hacían de modo exponencial los de las élites.

Y si miramos el crecimiento económico de la postguerra, constaremos que no sólo trajo un aumento del bienestar material individual en los países industrializados del centro, también se creó un nuevo estilo de vida que conocemos como consumismo. En este nuevo contexto la interpretación marxista de los antagonismos de clases ha perdido plausibilidad y capacidad movilizadora, sin que los antagonismos hayan desaparecido. La sociedad de masas tardocapitalista parece poseer un poder ilimitado de integración a pesar de ellos o incluso a través suyo. No es de extrañar, pues, que en muchos sectores sociales crezca hoy la percepción de que el espíritu de lucha que inspiró la conquista de las libertades políticas en los albores de la modernidad haya sido progresivamente socavado y neutralizado por el individualismo posesivo con el que estaba emparejado en el modelo liberal-capitalista, modelo que hoy celebra por doquier su triunfo después del hundimiento de la alternativa que pretendía representar el llamado 'socialismo real'.

El mercado es proclamado por sus adoradores como la expresión máxima de democracia, de libertad de elección, de emancipación individual, etc. y las instituciones políticas son conminadas a autorreducirse al mínimo imprescindible para garantizar el libre funcionamiento del intercambio económico. En lugar del ciudadano se ha entronizado al consumidor, cuya lealtad al sistema democrático responde más a los beneficios que le proporciona una economía de mercado sustentada en desigualdades locales y globales cada día más sangrantes, que a una conciencia política y a un comportamiento ético identificado con la responsabilidad en los asuntos públicos. Nos enfrentamos pues a una paradoja en la que está en juego el destino de nuestras sociedades y posiblemente del planeta: es el propio sistema político de las sociedades democráticas el que genera y sostiene el desinterés de los ciudadanos por el futuro de la democracia.

El proceso de burocratización y profesionalización de las organizaciones políticas y sociales, así como los pactos tácitos o explícitos entre las mayorías ciudadanas y las élites de dichas organizaciones con el fin de asegurar su posición de privilegio frente a las minorías excluidas en los países ricos y las mayorías empobrecidas a escala planetaria, ha conducido a una situación caracterizada por una escasa participación ciudadana y por un sentimiento generalizado de impotencia para incidir significativa y transformadoramente sobre las estructuras políticas o económicas.

Pero, si bien en el uso lingüístico dominante se entiende por política lo que los políticos hacen, lo político no se agota en ese ámbito especializado y profesionalmente atendido, de modo que sus pretensiones de exclusividad carecen de legitimidad. Sin negar los logros, a veces duramente conquistados, de los modernos sistemas políticos de corte liberal en occidente, es necesario señalar que la política, entendida como un ámbito institucional especializado y profesionalizado, tiene la tendencia a terminar agostando y consumiendo la materia prima de lo político.

La discusión en torno al concepto de "sociedad civil" está sirviendo en la actualidad para plantear una serie de cuestiones que resultan de máxima relevancia para la radicalización del proyecto democrático: la relación entre la dimensión participativa y la representativa en los sistemas políticos, entre la profesionalización, burocratización, electorización y segregación de la política y el protagonismo de los ciudadanos, su capacidad de influjo y su participación activa; la vigencia del Estado del bienestar, la responsabilidad social del Estado y las perspectivas del Tercer Sector, su significación en la transformación solidaria de la sociedad y la economía, etc.; las formas de organización de la economía y las posibilidades de democratización de la misma, así como el protagonismo de los ciudadanos en una transformación del sistema económico que garantice el cumplimiento de unos objetivos sociales, ecológicos y redistributivos, sin los que termina devaluándose el concepto mismo de ciudadanía; la relación entre la complejificación de la sociedad, la división extrema del trabajo y los mecanismos abstractos de solidaridad, por un lado, y la diversificación de las formas de vida y sus expresiones culturales, con la concomitante generación de conflictos identitarios y la necesidad de consensos amplios en cuestiones vitales, por otro; la relación entre los vínculos comunitarios, es decir, la pertenencia a tradiciones y grupos concretos, con su poder para crear identidades y capacitar moral y cívicamente a los miembros de la sociedad, por un lado, y las reglas de juego democráticas, es decir, universales y formalmente igualadoras, por otro; el papel de los nuevos movimientos sociales, su relación con otros grupos o movimientos sociales, su capacidad de generar movilizaciones ciudadanas, su efectividad transformadora y su función de 'alibi'; la significación de la 'opinión pública', el dominio empresarial de los mass media, la posibilidad de expresión política y cultural de los ciudadanos y ciudadanas, la existencia de un debate no tutelado, dirigido o impuesto por grupos de poder, etc.

En relación con este último ámbito de problemas vamos a plantear a continuación la cuestión de la opinión publica y su relación con el proyecto democrático. Evidentemente esta institucionalización no es la única llamada a solventar los dilemas de dicho proyecto entre libertad e igualdad, intereses particulares y bien común, divergencia de pareceres y consenso integrador, etc.

Unas de las institucionalizaciones más importantes de cara a la formación de una voluntad común y a la toma democrática de decisiones es el principio de mayoría. ¿Qué puede estar a disposición de dicha regla y qué no? ¿Cómo afrontar los derechos de la minorías? ¿Cómo evitar que se produzcan consensos destructivos? ¿Cómo salvaguardar de la rutinización y desmotivación a la participación ante mayorías repetitivas? ¿Cómo preservar del crecimiento de la banalidad sin riesgos a costa de posiciones minoritarias arriesgadas pero más enriquecedoras?, son cuestiones que todavía esperan un respuesta adecuada. Otro de los principios más importantes es el de representación: en primer lugar la representación política, el sistema de partidos, pero también todas las formas de representación corporativa, profesional, asociativa, etc. Ya hemos mencionado las cuestiones más candentes que afectan a este principio, como la profesionalización, el clientelismo, la dependencia de los poderes fácticos, la eliminación de la participación ciudadana, la tendencia a la oligarquización, el populismo y la manipulación, etc. Pero centremos nuestra reflexión en la opinión pública, pues como ha señalado H. Dubiel, «'democracia' es --de modo previo a su conformación institucional-- la forma cultural de un debate temporal, temática y socialmente no clausurable sobre los criterios de la política legítima» (H. Dubiel 1990, 141s).


2. BREVE APUNTE HISTÓRICO SOBRE EL CONCEPTO DE "OPINIÓN PÚBLICA"(2)

Cuando hoy hablamos de opinión pública nos estamos refiriendo a una institucionalización específica de la modernidad que hunde sus raíces en los orígenes de la sociedad burguesa y en las exigencias de libertad de conciencia y tolerancia religiosa de la nueva clase emergente. Paradójicamente, al comienzo, dicha exigencia se expresa en la construcción de un espacio arcano de autonomía espiritual frente a la razón de Estado y al concepto asociado a ella de secreto político. Los clubes ingleses, los salones franceses o las logias secretas de los masones ofrecen cobijo en la Europa prerrevolucionaria a nuevas formas de sociabilidad privada sustraída al control público del Estado absolutista y de la Iglesia, en las que formular, debatir y difundir las nuevas ideas frente a los poderes establecidos y su legitimación en la tradición religiosa. Este espacio de 'publicidad interna' permite a todos los sectores cuyos intereses no encuentran representación adecuada en ese Estado, desde la nobleza antiabsolutista hasta los filósofos ilustrados, pasando por los comerciantes, los banqueros y las gentes de negocios, las minorías religiosas, ciertos grupos de funcionarios, etc., crear una esfera de reconocimiento de dichos intereses y de despliegue de una moralidad independiente de la tutela y el control del Estado (Koselleck 1989, 49ss).

Pero será la Revolución Francesa, al introducir un cambio fundamental en las relaciones de poder, la que permita formular públicamente la exigencia de una libertad de opinión y pensamiento de carácter marcadamente político y convertir así lo que hemos llamado 'publicidad interna' en opinión pública. Esta pasará a ser una cualidad moral y política fundamental del ejercicio del poder en la sociedad burguesa. Sólo el respeto de la opinión pública en todo aquello que afecta a la generalidad concede legitimidad a la autoridad política. Por esa razón los filósofos ilustrados no dudarán en establecer un vínculo inquebrantable entre el ejercicio legítimo del poder, la expresión pública de las ideas y las exigencias de la razón humana. La opinión pública es el puente que une el orden legal y la razón. Ha de ser universal y abarcar al conjunto de los ciudadanos. Consiste en un debate público y participativo. Sirve para controlar el poder y sus instituciones.

Dado que el interés común no está representado a priori por la voluntad del soberano, sino que debe ser dirimido en la confrontación de intereses diversos y encontrar expresión en leyes generales abstractas, la opinión pública se convertirá en pieza fundamental del proceso de discusión y en garantía de la razonabilidad del resultado. La capacidad autónoma de razonar y argumentar de los individuos, así como el carácter público del debate, aparecen a los ojos de los ilustrados como las condiciones necesarias y suficientes para el establecimiento del interés verdaderamente universal. Cuando I. Kant articula su respuesta a la cuestión de qué es la Ilustración y la define como la salida de la "minoría de edad", como el uso del "propio entendimiento sin la dirección de otro", no dudará en esperar del "ejercicio público de la razón" la consecución de la emancipación de toda tutela, emancipación de la que los filósofos constituyen la avanzadilla y que progresivamente se extenderá al público en general (I. Kant 1988, 9ss).

Habermas ha llamado la atención en su ya clásico estudio sobre la opinión pública a cerca de la ambigüedad de la argumentación kantiana: la invitación al libre uso de la razón, a la emancipación de toda tutoría, y la reserva del uso público no restringido de la razón a los doctos (Habermas 1986, 136ss.). Aparece aquí manifestada una dialéctica que es constitutiva de la opinión pública moderna: la dialéctica entre las élites y la ciudadanía. Pero no será ésta la única ambigüedad de la esfera pública burguesa. La identificación entre el burgués propietario/varón y el ciudadano establece desde el comienzo unos claros límites a las exigencias de libertad de expresión, de prensa, de reunión y asociación, etc. constitutivas de la opinión pública burguesa. «Finalmente» --nos dice Habermas-- «la publicidad burguesa desarrollada acaba basándose en la ficticia identidad de las personas privadas reunidas en calidad de público en sus dos roles de propietario y hombre» (Habermas 1986, 92).

A medida que las condiciones de producción de la opinión pública se ven determinadas por los medios de comunicación de masas, es decir, la producción y distribución de libros, revistas y periódicos se organiza conforme al mercado y bajo la forma de mercancía, se va derrumbando la ilusión de una esfera de entendimiento público y saber de utilidad pública no afectada por los intereses económicos. Con los procesos de mercantilización económica y sometimiento al poder político de la esfera pública los presupuestos de racionalidad originarios del concepto ilustrado de opinión pública entrarán muy pronto en una grave crisis de legitimación.

Durante el siglo XIX, los maestros de la sospecha y los críticos de la sociedad burguesa pondrán el dedo en la llaga de sus contradicciones. Lo que denuncian es la identificación entre 'opinión pública' y 'voluntad general'. Las ideas dominantes, para formularlo con la conocida tesis de K. Marx en la Ideología Alemana, no representan a la sociedad en su conjunto, sino a la clase dominante y, en la medida en que sirven para enmascarar unas relaciones de dominación, son una forma de falsa conciencia que debe ser denunciada y desenmascarada. El discurso universalista de la cultura burguesa es desmentido en la práctica a causa de las estructuras que impiden la realización universal de los derechos y libertades del "hombre" para todos los ciudadanos. El sistema capitalista y las desigualdades que genera conducen a un desigual acceso a las fuentes de poder y están a la base de la instrumentalización del sistema parlamentario y la esfera pública a favor de los intereses particulares de las minorías dominantes.

El movimiento obrero, en la medida que se articula en organizaciones políticas y sindicales, también generará su contraprensa, una opinión pública que dé expresión a sus intereses y publicidad a sus objetivos políticos, que sirva a la concienciación de los trabajadores y denuncie la opresión que éstos sufren. El modelo liberal burgués reaccionará de modo defensivo, acudiendo incluso a la censura y el control ideológicos. Comienzan a consolidarse las estructuras llamadas a debilitar y, cuando es posible, a eliminar los medios de difusión de alternativas políticas, económicas, sociales y culturales. En la segunda mitad del siglo XIX y la primera del siglo XX la esfera pública estará presidida por esta confrontación llevada a cabo bajo una desigualdad de recursos determinante del resultado.

Sólo aparentemente quedará diluida esta confrontación con la constitución de la sociedad de masas en el siglo XX. Los cambios sociales en los países más industrializados son innegables: la entrada en escena de las clases medias, el acceso a nieveles de consumo desconocidos para amplias capas de la sociedad, la multiplicación de los medios de comunicación y la aparición de una potente industria cultural, etc. Sin embargo, el problema de la igualdad sigue pendiente de solución. Ni en relación a la libertad de expresión ni a la formación de la opinión pública se puede hablar sin una gran dosis de cinismo de igualdad de oportunidades. La multiplicación de los medios de comunicación y su comercialización más que contribuir al reforzamiento de la sociedad civil y de la participación ciudadana en la definición pública de la realidad social, en la formulación de los proyectos políticos de transformación de la sociedad y en el control efectivo de la acción de las instituciones que ejecutan dichos proyectos, lo que ha conducido es a convertir los medios de comunicación en instrumentos de entretenimiento y dominación de masas. Habermas lo denuncia en su mencionada obra:

«El consensus fabricado tiene poco en común con la opinión pública, con la unanimidad final resultante de un largo proceso de recíproca ilustración; porque el "interés general" sobre cuya base --y sólo sobre ella-- podía llegar a producirse libremente una coincidencia racional entre las opiniones públicamente concurrentes, ha ido desapareciendo exactamente en la medida en que la autopresentación publicística de intereses privados privilegiados se lo iba apropiando» (Habermas 1986, 222).

Por eso resulta necesario analizar el vínculo entre opinión pública y medios de comunicación de masas y las consecuencias de dicho vínculo para el sistema democrático.

 

3. ESPACIO PÚBLICO Y MEDIOS DE COMUNICACIÓN DE MASAS

La democracia y la esfera pública que le es esencial están configuradas en la actualidad por los medios de comunicación de masas. La prensa escrita, la radio, la televisión y, recientemente, internet son medios de transmisión de información y de intercambio de ideas, imágenes, experiencias, valoraciones, etc. que pueden alcanzar a un gran número de personas y traspasar las barreras espacio-temporales que son inherentes al intercambio y la comunicación interpersonal. La capacidad del sistema mediático para crear demandas o inducir comportamientos de todo tipo, transmitir ideologías o definir la realidad, establecer una jerarquía de prioridades sociales o dotar de significación a decisiones colectivas, etc. lo ha convertido en el más potente creador y reproductor del universo simbólico de nuestras sociedades. Puede hablarse sin miedo a exagerar de una centralidad mediática en relación a todos los ámbitos de la sociedad: economía, cultura, política, etc. (Vidal Beneyto 2002, 18).

El carácter masivo de los medios de comunicación podría crear la ilusión de un protagonismo de las masas, de un acceso y una posibilidad de expresión igual para todos los ciudadanos. Pero los medios constituyen un complejo industrial y están sometidos a las condiciones de producción y distribución del sistema económico capitalista.(3) Es preciso, pues, tener en cuenta el carácter de mercancía que adquieren todas las producciones vehiculadas por los medios de comunicación y el poder troquelador que dicho carácter ejerce sobre lo que se intercambia a través suyo y sobre la manera cómo se intercambia. Los diferentes grupos sociales con sus intereses en conflicto y su asimétrica participación en el poder se ven enfrentados a las leyes del mercado y su tendencia inexorable a la maximización del beneficio a la hora de influir sobre la opinión pública y conformarla.

Pero aunque las empresas mediáticas se rigen ante todo por criterios económicos, sin embargo, poseen la capacidad extraordinaria para convertir en asunto público cualquier cuestión social o privada, es decir, de determinar la opinión pública. Es necesario, pues, tener en cuenta el papel político de los medios y su influjo directo sobre la esfera política. Como ha señalado J. L. Sánchez Noriega, los medios de comunicación describen la realidad susceptible de acción política, proporcionan las claves de interpretación de dicha realidad, contribuyen de modo decisivo a fijar la agenda política, controlan y enjuician a los actores políticos --cuando no se convierten en sus portavoces--, movilizan o frenan el compromiso social, creando, canalizando o diluyendo las demandas sociales y promoviendo o desactivando la participación política ciudadana, etc. (Sánchez 1997, 228-245).

Pero no sólo la instrumentalización manipuladora de los medios por el poder político o su imbricación mutua en el sostenimiento y reproducción de la relaciones de poder dadas resultan problemáticas, también la conexión entre la lógica económica y la construcción del consenso social socava la idea normativa elaborada por la teoría política moderna que concibe el consenso legítimo como resultado de un debate entre iguales y de una decisión de todos los afectados. Si hablar de una dominación total de la esfera pública por las élites de poder puede parecer exagerado a algunos, nadie podrá negar la existencia de un "elitismo institucional", es decir, de procesos institucionalizados que, aunque permitan cierta contestación y favorezcan en ocasiones cambios en las constelaciones concretas de dichas élites, acaban privilegiando a los grupos más poderosos y recomponiendo las situaciones oligopólicas (Sampedro 2000, 74ss).

Las diferencias en el control de los recursos económicos, sociales y culturales tienen su reflejo en la (in)capacidad de los sujetos sociales para determinar la información, tanto a la hora de generarla como a la hora responder a ella. Las capas sociales más desfavorecidas son también las que más barreras encuentran en el acceso a la información, a su producción y a su distribución. Todos los factores que generan desigualdad o discriminación en la sociedad --clase, género, etnia, nivel educativo, etc.-- son también factores determinantes de desigualdad y discriminación en las estructuras e instituciones que administran la opinión pública. Por eso dichas estructuras e instituciones reproducen opiniones, tratamientos, valoraciones, jerarquizaciones, identificaciones, etc. que poseen ya un carácter dominante, aunque estén lejos de representar los intereses más universalizables.

Los medios de comunicación de masas se encuentran entretejidos con las instituciones económicas y políticas y, en gran medida, juramentados con sus intereses. A pesar de la retórica que define el papel de los medios como control del poder y les atribuye la representación de la sociedad civil, los hechos desmienten esa retórica, hablan más bien de una cooptación por parte del poder que limita la controversia y el pluralismo al marco establecido por las fuerzas políticas mayoritarias y margina o silencia otras opciones que pueden hacer peligrar su posición. Es más, desde el punto de vista económico, el público posee valor casi exclusivamente como 'audiencia', que es en realidad el producto que los medios generan y venden a los publicitarios y por medio de éstos a las empresas que los contratan. Orientada hacia la obtención de beneficio económico la producción mediática busca por encima de todo audiencias cautivas.

Se producen de modo masivo las mismas categorías de mercancías por procedimientos especializados, es decir, de modo técnicamente eficiente, según cálculos de rentabilidad y beneficio, por ejemplo: el género de las películas de policías, de detectives o de animales, musicales, documentales, debates televisivos, concursos, etc. De modo que los procedimientos técnicos de producción de la industria cultural apuntan casi siempre a la estandarización y la uniformización de sus productos, a la producción en serie y la distribución en masa. Los aspectos nuevos y sorprendentes que los diferencian y los harían al mismo tiempo interesantes, son acomodados a los modelos básicos y a los perfiles de expectativas ya dados. El exclusivo interés por el rendimiento económico y el beneficio impone la coacción a reproducir continuamente los estereotipos acostumbrados que cuentan con el aprecio y la confianza del público.

Se podría decir incluso que existe algo así como un mecanismo de selección económica. Lo que no se vende debe ser suprimido inmediatamente de la oferta. En realidad, los criterios que rigen la producción y distribución de "bienes culturales" prácticamente no se distinguen de los del resto de mercancías que pueblan el mercado. La diferenciación y diversificación de los productos, más que un signo de la libertad y capacidad de influjo de los consumidores, está al servicio del abastecimiento general conforme a las reglas de estudio de mercado. Dicho estudio establece la clasificación de los productos en variantes más lujosas o sencillas conforme a la capacidad adquisitiva, con ofertas especiales dirigidas a cada sector específico. No hay duda en esto, los estrategas de ventas establecen los criterios y deciden sobre la producción. Incluso la integración de cierta disidencia forma parte de la imagen de unos medios con una oferta omniabarcante.

Una de las consecuencias más relevantes de este proceso es la fusión de cultura y entretenimiento. Es importante tener en cuenta que el alto valor político de los medios no se encuentra sólo en sus "contenidos" específicamente políticos y en la manera de abordarlos, ni siquiera en su imbricación explícita con los poderes establecidos, sino también en muy buena medida en la hegemonía que ha alcanzado en ellos la diversión y el entretenimiento. Porque no se trata sólo de que los medios sean entretenidos, sino de que el entretenimiento ha pasado a ser el marco natural de toda representación de la experiencia. Como ha señalado Neil Postman, ésta es la superideología de todo el discurso televisivo (Postman, 1985). Lo que cualquier emisión pretende alcanzar es el aplauso y no la reflexión. No se intercambian pensamientos, sino imágenes. El mundo se convierte en un escenario donde la presencia seductora, la fama o los esloganes publicitarios sustituyen a la discurso. Casi todo cuanto se resiste contra lo fácil, superficial y conformista tiende a ser neutralizado. En la diversión ofrecida por los medios de comunicación se borra casi todo atisbo de nuevas exigencias o pretensiones inesperadas dirigidas a un pensamiento independiente y a una acción de los individuos en cuanto sujetos autónomos. Al abastecer la necesidad de distracción con modelos de asociación recurrentes y estereotipos repetitivos, la industria cultural impide la génesis en los consumidores de un pensamiento y un sentimiento propios capaces de oponerse críticamente a la triste cotidianidad y las condiciones de vida.

La misma estructura del medio, la yuxtaposición inconexa de informaciones, de asuntos supuestamente serios y de cosas intranscendentes, la continua interrupción por las "pausas" publicitarias, la extrema fragmentación, etc. define el tipo de discurso propio de los medios y la forma como afecta al público, que no es capaz de reconocer conscientemente dicha estructura volcado en los productos individuales que consume. Si cada unidad discursiva exigiría del espectador un código específico y una actitud comunicativa diferente, la yuxtaposición de fragmentos heterogéneos, su continua mezcla e intersección impone de facto una pauta general de consumo del medio que rompe el juego comunicativo particular de los programas, es decir, rompe la discursividad. Se trata de un tipo de consumo, el espectacular, «que responde a una radical ausencia de descodificación. No hay, propiamente hablando, comunicación, sino simulacro de comunicación» (González 1992, 52).

Esta simbiosis entre medios de comunicación y cultura del entretenimiento ha supuesto una transformación del discurso político, le ha impuesto unas nuevas reglas donde predomina la técnica publicitaria de la persuasión. No se trata ya de debatir con argumentos para formar la voluntad común y alcanzar un consenso sobre el gobierno de la sociedad, sino de seducir y conquistar por medio de la presencia mediática: vestuario, telegenia, capacidad de seducción. La política se convierte en un espectáculo de masas que favorece los liderazgos populistas y vacía de poder las instituciones tradicionales (partidos, parlamentos, etc.). Unos medios de comunicación que permitiesen establecer un diálogo público, por mucho que existiesen intereses ocultos, manipulaciones, asimetrías, etc. siempre esconderían también una posibilidad de articulación de la denuncia, la protesta y la reivindicación, «pero la realidad es que la dominación de las élites ya no procede de mecanismos legales o, únicamente, de poderes económicos, sino de la seducción y la persuasión» (Sánchez 1997, 262).

 

4. CIBERESPACIO, OPINIÓN PÚBLICA Y DEMOCRACIA

Para muchos analistas de los medios de comunicación las nuevas tecnologías de la información, especialmente internet, han supuesto un salto cualitativo y han aumentado de manera extraordinaria las capacidades humanas para comunicarse. Los más optimistas se refieren a los aspectos positivos de la red de redes: democratización del acceso, comunicación desde abajo, descentralización y diversificación. Los más escépticos ven reproducirse las desigualdades fundamentales existentes hasta ahora, tanto en el acceso a las tecnologías de la información y a los datos producidos, como en la producción de contenido y valor y en la capacidad para decidir la validez de los datos (Paquete y otros 2002, 108s). A pesar de los cambios tecnológicos las formas de propiedad y las políticas de desregulación parecen haber perpetuado las contradicciones de etapas anteriores (cf. Hanada 2002).

No cabe duda que con internet ha surgido un nuevo espacio de comunicación cuyas propiedades y funciones específicas están lejos de haber sido exploradas en profundidad y cuyos influjos sobre la cultura y la sociedad siguen sin estar claros. Con los diversos "grupos de noticias", foros de discusión, espacios de "chat" y otras formas parecidas de comunicación se han formado comunidades virtuales que combinan aspectos propios de los mass media con aspectos de la comunicación personal. Como en el caso de los medios de comunicación de masas, los usuarios de internet están repartidos de modo azaroso y no necesitan conocerse. Su interrelación está caracterizada por la dispersión y el anonimato. También desaparecen las cualidades ligadas a la corporalidad de la comunicación cara a cara.

Pero a diferencia de los mass media tradicionales, internet permite a través de su estructura interactiva una auténtica comunicación pluridireccional y dialógica, mucho más influenciable por todos los participantes. Gracias a esta capacidad la red de redes está transformando la estructura de comunicación pública vigente hasta ahora. Esto es lo que ha hecho despertar la esperanza de que una amplia conexión electrónica en la red permita una revitalización de la esfera pública. Redes tecnológicas y redes sociales podrían establecer sinergias que potenciaran la interacción de los espacios de opinión pública alternativos y críticos frente a los medios de comunicación convencionales fuertemente monopolizados. Puesto que los procesos democráticos de formación de la voluntad y opinión públicas dependen de modo fundamental del funcionamiento de la comunicación, se intenta atribuir a las capacidades comunicativas de internet un especial potencial democrático.

Pero no sólo se proyecta sobre internet la esperanza de una mayor y mejor información y más libre formación de la opinión, sino también se le atribuye el peligro de desbordamiento de informaciones y de manipulación, un peligro que se ve aumentado por la falta de verificabilidad y responsabilización propias de la comunicación directa. Mientras que la credibilidad y objetividad de los medios convencionales puede ser estimada de modo más o menos estable, aunque sea críticamente, a partir de su correspondencia con las líneas editoriales, los grupos empresariales, los vínculos políticos, etc., esto resulta completamente imposible con la magnitud desbordante de informaciones que circulan en internet. La selección de la información y su imputabilidad a fuentes dignas de crédito es uno de los problemas clave de la comunicación en la red.

En todo caso no dejan de merecer atención las comunidades virtuales que se constituyen en internet como nuevas formas de organización de identidades y opinión pública. No faltan voces que las comparan con las formas de espacio público que conocemos de los comienzos de la modernidad burguesa. Las comunidades virtuales que se forman en los foros, grupos de discusión, grupos de noticias, listas de correo y grupos de "chat" muestran semejanzas notables con los salones, cafeterías y tertulias del espacio público "raciocinante" del siglo XVIII. En ambos casos tiene lugar una construcción experimental de identidades y se producen interacciones complejas entre identidades virtuales/ficticias y real/cotidianas. También en ambas se producen discusiones práctico-normativas propias de la esfera pública política. Aunque tampoco se debe pasar por alto que las comunidades virtuales de internet son mucho más volátiles, poseen a menudo una muy alta fluctuación de personas y las opiniones se forman en ellas de modo puntual y espontáneo.

Por todo ello es necesario preguntarse si la opinión pública electrónica puede alcanzar la efectividad práctico-política que alcanzó la opinión pública burguesa gracias en gran medida a la significación social y económica de los que participaban en ella. A la vista de la transformación del ideal ilustrado de una opinión pública crítica en la realidad de una opinión pública adaptada a los mecanismos del mercado y 'precocinada' por los mass media y las élites políticas, ¿puede esperarse que los espacios públicos electrónicos no reproduzcan esa fusión de opinión pública y poder económico-político que ha caracterizado el 'cambio estructural de la opinión pública'? Ya hoy están a la vista las tendencias a la comercialización de la red y el objetivo de la economía publicitaria de convertir a internet e una "máquina de marketing total" (Schiller 1996). Es pues previsible que «la lucha por hallar un modelo empresarial realista que pueda ofrecer contenidos a la vez que funcionar rentablemente en el mundo online desembocará en una continuación, o incluso en un aumento, de la hegemonía de las mismas grandes empresas que ya dominaban los medios offline» (Sparks 2002, 97).

A pesar de la incuestionabilidad de estas tendencias, no conviene olvidar una importante característica de internet. La monopolización global de los tendidos de fibra, los satélites de transmisión o los nodos de red no conduce sin más a un control isomorfo de los procesos de comunicación que tienen lugar en ellos, dado que los usuarios, en el curso de la estandarización de la red, obtienen posibilidades suficientes de establecer autónomamente las modalidades de su comportamiento emisor y receptor. Pero, al mismo tiempo, también es cierto que el hecho de que un porcentaje mayor de la población posea las condiciones técnico-económicas para articular el disenso y la oposición colectiva en el espacio público político no debe llevar a ver a internet como el agente de una transformación estructural socio-política determinada tecnológicamente.

Es preciso tener en cuenta que los contenidos políticos no superan el 2 % en el conjunto de información que circula en la red, mientras que los dominios comerciales y las páginas personales de carácter privado crecen de modo exponencial. La mañana de la reelección del Bill Clinton como presidente de los EE.UU. el buscador Infoseek abría con una portada más que significativa: "More people use infoseek finding Pamela Anderson than Bill Clinton. Sorry for that, Bill". Esta portada no prueba nada, pero presenta de modo ilustrativo el peso de lo político en la red. Incluso si se atiende a los sujetos que intercambian información política más que un empoderamiento de actores sociales marginales o un desplazamiento del poder hacia nuevos sujetos, lo que puede observarse es un cambio a otro medio de comunicación o, si se quiere, una condensación de la comunicación entre los centros de poder económico y político ya existentes (Dahlgren 2002, 171s).

En relación con la presencia explícita de la política en la red nos encontramos con tres grupos fundamentales de proyectos:

En relación con los actores políticos que dominan la comunicación política en la red cabría señalar tres tipos fundamentales:

A estos datos sobre el desequilibrio entre proyectos y actores políticos en la red es necesario añadir una reflexión sobre el papel político del hipervínculo. Éste no proviene de la profusión de informaciones, sino de la praxis de enlace y referencia, es decir, de la lucha por la atención escasa. Los llamados links estructuran el reparto de la visibilidad, la atención y, en definitiva, del reconocimiento en el espacio de la información. Sólo quien demuestra una competencia referencial se comporta de modo adecuado al sistema y a ese espacio específico de información. Reputación o capital social en la red se origina a través de competentes referencias a otros y referencias de otros a uno mismo. Reputación crea centralidad y viceversa. El mecanismo del hipervínculo no es otra cosa que un imperativo sumamente coactivo a abandonar la periferia, la marginalidad o, formulado de modo más político, el disenso potencial en favor de la centralidad o la corriente dominante. Los buscadores no hacen si no reproducir esta dinámica.

Podemos concluir estas breves reflexiones sobre ciberespacio, opinión pública y democracia señalando que

5. IGLESIA Y OPINIÓN PÚBLICA

La cuestión que desearía abordar en este apartado tiene que ver las derivaciones que puedan seguirse de las reflexiones anteriores de cara a plantear la pregunta por el papel de la opinión pública en la iglesia. Se trata de reflexiones previas que no pretenden prejuzgar la significación y alcance de dicho papel desde un punto de vista eclesiológico.(4)

El punto de partida no puede ser otro que la constatación de una paradoja que da que pensar. Si bien la iglesia católica mantiene elementos de estilo, modelos perceptivos y formas de relación que responden a la configuración del espacio público propios del barroco(5)

, resistiéndose a los influjos del pensamiento político moderno, tanto los grupos antimodernistas católicos o los movimientos sociales del catolicismo moderno, como de modo progresivo y creciente la propia jerarquía eclesiástica se han servido del nuevo espacio público instaurado por la modernidad para la persecución de sus objetivos. Incluso los propagadores más ardientes de la doctrina papal contra los principios de libertad de prensa y libre formación de la opinión han reclamado implícita o explícitamente para su propaganda la vigencia de dichos principios (Große Kracht 1997, 87). El resultado es una modernización (no siempre pretendida) de universos mentales y prácticas sociales que generan exigencias que se articulan de modos a veces muy diferentes, desde miembros de la comunidad eclesial que viven una esquizofrenia más o menos consciente de pretensión participativa ad extra y supuesta obediencia ciega ad intra, hasta los que viven su pertenencia social y eclesial desde la indiferencia y la abstención desinteresada, pasando por los que reivindican un protagonismo participativo en ambas espacios.

Además es necesario tener en cuenta las paradojas que se derivan de la hegemonía de los mass media en la esfera pública. La estructura racional de los nuevos medios difundida mundialmente se ha convertido en la gran aliada del 'retorno' de lo religioso, cuando no en uno de sus motores, y esto aunque las religiones combatan las implicaciones formales de dicha estructura (Derrida 1996, 62). Resulta llamativo cómo la iglesia católica falsamente encandilada por la propia presentación mediática se engaña sobre la desaparición de su fuerza vinculante institucional. Cuando una fracción insignificante de los miembros de esa confesión se reúne en Roma para cualquier evento, la "multitud" presentada y escenificada televisivamente genera la falsa ilusión de que el mensaje de la iglesia católica desafía y resiste a la secularización. Una ilusión, por cierto, que sirve a continuación para la autoafirmación regresiva de la incuestionabilidad de la autoridad eclesiástica y el endurecimiento dogmático, cuya posterior difusión mediática acelera de modo masivo el distanciamiento dentro y fuera de la iglesia.

Estas paradojas y contradicciones ponen de relieve que tanto hacia fuera como hacia dentro de la iglesia nos vemos confrontados con formas ya existentes de organizar la opinión pública imbricadas con las formas propias de la sociedad moderna y no al margen de ellas. Más allá de las declaraciones oficiales o doctrinales, es necesario atender a la praxis histórica de los diferentes sujetos eclesiales, los tipos reales de legitimación del poder y los procesos mediante los cuales se generan, consolidan y transmiten las formas hegemónicas de interpretar el mundo, de producir las identidades, de intervenir en la sociedad y en la iglesia. Una cosa es la pretensión de autoridad incuestionable que puede formular una élite social o eclesial y otra la forma de legitimarse esa pretensión, tanto desde el punto de vista teórico-doctrinal como de los métodos empleados para alcanzar plausibilidad en las bases sociales o eclesiales.

Toda reflexión sobre la opinión pública en la iglesia debe, pues, empezar por un análisis riguroso de la misma en el conjunto de la sociedad. No tiene sentido creer que se está articulando un discurso "moderno" cuando se argumenta con categorías propias de la filosofía política burguesa para defender el papel de la opinión pública en la iglesia, cuando dentro de la misma iglesia se están consolidando formas más "avanzadas" de suplantación mediática de la participación de los creyentes. Dado que las maneras de articularse la "opinión pública", la llamemos con este nombre o con otro, dentro de la iglesia no son completamente aislables de aquellas que son hegemónicas en la sociedad, el debate en torno a la misma en la iglesia no puede desligarse del debate en torno a la opinión pública en general y sus contradicciones.

Entre los criterios que pueden guiar este debate desearía aportar uno que me parece sustancial. El cristianismo como comunidad de memoria y narración que vive por la fuerza del Espíritu en el seguimiento del Mesías Jesús, que denunció y combatió las asimetrías sociales y religiosas como no queridas por Dios y que puso en el centro de la experiencia de Dios la exigencia de dejarse interpelar por los sufrientes y de dar respuesta solidaria a esa interpelación, el cristianismo, digo, ha de reconocer como máxima autoridad normativa por voluntad del mismo Dios a los últimos, los perdedores, los desheredados, los sufrientes, .. (Mt 25, 31-46). No existe posibilidad de escucha de Dios sin escucha de los pobres (Vitoria, 1997, 45s). Por eso que su voz sea escuchada dentro y fuera de la iglesia, y no sólo escuchada, sino reconocida en su carácter normativo, se convierte en criterio fundamental para enjuiciar las formas dominantes de comunicación. Evidentemente, la posibilidad de escuchar y reconocer la voz de los pobres pasa por el reconocimiento del papel activo de todos los creyentes y de su participación en todas las cuestiones que afectan a la vida de la iglesia, pero va más allá. Proponer formas concretas de realización de lo que aquí se formula en términos de exigencia normativa, desborda las posibilidades de un artículo.


NOTAS

1. Existen numerosas actualizaciones del contractualismo ilustrado, de las más escépticas frente a las regulaciones estatales como la de Nozick o Buchanan a las más sociales como la de Rowls (cfr. Buchanan 1977, Nozik 1974, Rowls 1971), en cuyos matices no podemos entrar aquí en aras de la brevedad.

2. Para un recorrido por la historia del término opinión pública, cfr. Monzón (1996).

3. La primera generación de la Escuela de Fráncfort acuñó el término "industria cultural" en la primera mitad del siglo XX para llamar la atención sobre la forma de producción y distribución de los 'bienes culturales' (informaciones, opiniones, creaciones artísticas, espectáculos, diversiones, ...) en el capitalismo avanzado. Cfr. Zamora 2001. Para un análisis de los procesos de concentración mediática y los vínculos entre medios de comunicación y poder económico, cfr. Reig 1998, Bustamante 1999.

4. Ver para ellos los estudios de J. Perea y J. M. Castillo en este mismo número. Ver también Torres Queiruga (2001).

5. En la misma medida que el ejercicio del poder político se sirve de institucionalizaciones despersonalizadas como el ejército estable, la policía, los órganos de justicia, etc. y la pretensión de poder del monarca adquiere rasgos absolutistas, la aceptación de dicha pretensión por el pueblo exige una mediación simbólica y perceptible. Esto es lo que se encarga de realizar la 'esfera pública representativa' del barroco, bien entendido que 'representativa' debe leerse aquí en el sentido de 'teatral'. La presentación fastuosa del soberano, la escenificación imponente de su absoluta soberanía y semejanza divina de la misma, etc. son elementos fundamentales de esa esfera pública. Las pelucas ondeantes, las vestiduras adornadas de oro, los sombreros con plumas e insignias, el calculado ceremonial con la precisa distribución de los participantes por categorías, los desfiles festivos, etc. escenifican el poder y la grandeza del soberano, su rango absoluto que lo sitúa por encima de todo lo terreno y lo hace responsable sólo ante Dios. Si nos preguntamos dónde en el mundo ha pervivido esta concepción teatral de la esfera pública quizás tengamos que dirigir nuestra mirada hacia la plaza de San Pedro en el Vaticano.


BIBLIOGRAFÍA

Buchanan, J. (1977): Freedom in Constitutional Contract. Perspectives of a Political Economist. College Statio, Texas A&M Univ. Press.

Bustamante, E. (1999): La televisión económica. Financiación, estrategias y mercados. Barcelona, Gedisa.

Cortina, A. (2001): Alianza y Contrato. Política, ética y religión. Madrid, Trotta.

Dahlgren, P. (2002): «La democracia electrónica, Internet y la evolución del periodismo. Cómo utilizar el espacio disponible», en: J. Vidal-Beneyto (dir.): La ventana global. Ciberespacio, esfera pública mundial y universo mediático. Madrid, Taurus, p. 163-180.

Derrida, J. (1996): «Foi et savoir. Les deux sources de la "religion" aux limites de la simple raison», en: Id. - G. Vattimo (dir.): La religion. Paris, Seuil, p. 9-86.

Dubiel, H. (1990): «Zivilreligion in der Massendemokratie?», en: Soziale Welt 41, p. 125-143.

González Requena, J. (1992): El discurso televisivo: espectáculo de la posmodernidad. Madrid, Cátedra.

Große Kracht, H.-J. (1997): Studien zur Konfliktgeschichte von katholischer Kirche und demokratischer Öffentlichkeit. Paderborn/Munich/Viena/Zurich, Schöningh.

Habermas, J. (1986): Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública. 3ª ed., México: G. Gil 1986.

Hanada, T. (2002): «Una aproximación conceptual a la esfera pública», en: J. Vidal-Beneyto (dir.): La ventana global. Ciberespacio, esfera pública mundial y universo mediático. Madrid, Taurus, p. 137-162.

Kant, I. (1988): Respuesta a la pregunta: ¿Qué es Ilustración?, en: J.B. Erhard y otros : ¿Qué es Ilustración? Est. prel. de A. Maestre. Madrid: Tecnos, p. 9-21.

Kersting, W. (1994): Die politische Philosophie des Gesellschaftsvertrags. Darmstadt, Wiss. Buchges.

Koselleck, R. (1989): Kritik und Krise. Eine Studie zur Pathogenese der bürgerlichen Welt. (6ª ed.) Fráncfort d.M., Suhrkamp.

Monzón, C. (1996): Opinión pública, comunicación y política. Madrid, Tecnos.

Nozick, R. (1977): Anarchy, State and Utopia. Nueva York, Basic Books.

Paquete de Oliveira, J. M. - Barreiros, J. J. y Leitão Cardoso, G.: «Internet como instrumento para la participación ciudadana», en: J. Vidal-Beneyto (dir.): La ventana global. Ciberespacio, esfera pública mundial y universo mediático. Madrid, Taurus, p. 99-118.

Postman, N. (1985): Amusing Ourselves to Death. Public Discourse in the Age of Show Business. Nueva York, Viking-Penguin, Inc.

Reig, R. (1998): Medios de comunicación y poder en España. Prensa, radio, televisión y mundo editorial. Barcelona, Paidós.

Rowls, J. (1971): A Theory of Justice. Cambridge, Mass., Harvard University Press.

Sampedro Blanco, V. (2000): Opinión pública y democracia deliberativa. Medios, sondeos y urnas. Madrid, Istmo.

Sánchez Noriega, J. L. (1997): Crítica de la seducción mediática. Madrid, Tecnos.

Schiller, Herbert I. (1996): Information Inequality. The deepening social crisis in America. Nueva York/Londres, Routledge.

Sparks, C. (2002): «La influencia de Internet en los medios de comunicación convencionales», en: J. Vidal-Beneyto (dir.): La ventana global. Ciberespacio, esfera pública mundial y universo mediático. Madrid, Taurus, p. 81-97.

Torres Queiruga, A. (2001): «La democracia en la Iglesia», en: Democracia y Pluralismo en la Sociedad y en las Iglesias. XXI Congreso de Teología. Madrid, Centro Evangelio y Liberación, p. 95-128.

Vidal Beneyto, J. (2002): «Introducción. Más allá de la comunicación», en: Id (dir.): La ventana global. Ciberespacio, esfera pública mundial y universo mediático. Madrid, Taurus, p. 13-44.

Vitoria Cormenzana, J. (1997): Religión, Dios, Iglesia en la sociedad española. Madrid, Sal Terrae.

Zamora, J.A. (2001): La cultura como industria del consumo. Su crítica en la Escuela de Fráncfort. Barcelona, Cristianisme i Justícia.