José A. Zamora


«
Estética y religión»

en: Estética, ed. por R. Xirau y D. Sobrevilla, Madrid: Trotta ("Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía"; 25),  345-374.

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            El proceso de diferenciación de las distintas esferas de valor —religión, arte, moral, derecho, ciencia,...— que caracteriza la modernidad va unido a la progresiva emancipación de determinados ámbitos vitales del control directo de la instituciones religiosas. Si en los siglos XII y XIII el contenido de la casi totalidad de las obras de arte era de carácter religioso, en el siglo XX quizás no alcance el cinco por ciento (cfr. Mertin 1998, 31). Lo paradójico de este proceso de emancipación que afecta al arte es que precisamente a través suyo se hace posible una relación de competencia entre el arte y la religión por lo que respecta a las formas extraordinarias de experiencia, a una interpretación de la realidad alternativa a la dominante de la ciencia, a los deseos de autorrealización individuales, a la protesta frente a la realidad contradictoria y dolorosa, a la trasgresión de límites e incluso a la relación con lo numinoso/divino. La emancipación del arte permite una forma de sacralización o de asimilación a lo religioso distinta de la mera supeditación o funcionalización al contexto religioso. El arte se puede ofrecer como sustituto de la religión y pretender heredarla. Es lo que observa M. Weber en su Zwischenbetrachtung: El arte «asume la función de una salvación intramundana, da igual como se interprete, de lo cotidiano y, sobre todo, también de la presión creciente del racionalismo teórico y práctico. Pero con esa pretensión entra en competencia con la religión salvífica» (Weber 1920, 555). Así pues, cuando se habla de secularización para tematizar la relación entre modernidad y religión, habría que tener en cuenta el carácter polisémico y ambiguo de ese concepto —por un lado, eman­ci­pa­ción, autoafirmación y autonomía, por otro, traslación simbólica, herencia, apro­piación (cfr. Amengual 1996, 57ss.). Esto vale de modo especial para el arte.

            Esta sobrecarga teológica del arte en la modernidad tiene su fundamento en las analogías indiscutibles entre la experiencia estética y la religiosa: desde la ausencia de interés hasta la búsqueda de dicha y plenitud, pasando por la manera peculiar de trato con la realidad, su necesaria relación no exenta de tensión con el discurso teórico o la experiencia ética, su singular equilibrio entre distancia y compromiso con lo real, la común irritación por el dolor, etc. (cfr. Gräb 1998, Colomer 1992, 24ss). Si arrojamos una mirada a la historia de la estética no es difícil reconocer una serie de topoi religiosos como la unio mystica (cfr. Herrmann 1998) o la visio Dei beatifica (cfr. Rentsch 1998) que han tenido acogida en la reflexión filosófica sobre lo estético. La reconstrucción que se hace en estas páginas ha escogido un referente posiblemente discutible: el problema del sufrimiento o, para decirlo en términos de la tradición filosófica, el problema de la teodicea. Este hilo conductor, una veces claramente presente, otras más bien implícito a la argumentación, permite percibir las analogías entre el discurso ontoteológico occidental y su carácter afirmativo, por un lado, y la reflexión estética y las pretensiones de heredarlo tras su hundimiento o continuarlo con otros medios. Pero también permite captar los intentos de heredar en el arte los potenciales críticos y de protesta inherentes a las tradiciones religiosas. Los autores que son abordados representan una elección en la que no pocos encontrarán olvidos imperdonables. En todo caso, no pretende ser exhaustiva y está al servicio del desentrañamiento de una relación verdaderamente apasionante en la historia de occidente entre estética y religión.

 

metafísica de la belleza e idea de dios

 

Como es conocido, Platón pretendía expulsar el arte de la polis. Su obra Politeia (sobre todo los libros tercero y décimo) es uno de los escritos filosóficos más polémicos contra el arte. El vínculo entre éste, la percepción sensible y la doxa le hacen perder toda pretensión en relación con lo verdaderamente importante: el saber riguroso de la verdad. La diferenciación platónica entre los conceptos eîdos y eídolon apunta a una separación del conocimiento verdadero de la producción de imágenes, que no son sino reproducciones, malas imitaciones engañosas de los objetos, que a su vez no son más que apariencias de lo verdaderamente real (cfr. Cassirer, 1924). Las artes que reproducen la apariencia perceptible del mundo ideal y verdadero son creadoras de ilusiones. Éste es uno de los motivos de la particular cruzada de Platón contra los poetas.

            La desmitologización del poeta-teólogo se sostiene en la identificación de la obra de arte como obra humana y de la mímesis como la esencia del procedimiento artístico. La verdad del mito, de la que se hacen portavoces los poetas, se vuelve falsedad cuando es percibida de modo estético, cuando es sometida al procedimiento de la mimesis. Sólo desprovisto de toda pretensión de manifestar al ser, sólo como adorno de la vida en la ciudad o como alabanza de los dioses y de los que detentan el poder, tiene cabida el arte en la misma. Y, aunque no es desdeñable como instrumento educativo para la etapa juvenil o para los guerreros y auxiliares, incapaces por la edad o de por vida de alcanzar el saber riguroso de la episteme, en todo caso, ha de someterse a control y censura, pues su fuerza para entusiasmar y su capacidad de impresionar junto a su tendencia a la figuración engañosa lo hacen especialmente peligroso. Con todo, como señala Rohrmoser, la razón profunda de este esfuerzo desmitificador no es sólo de carácter político, también tiene que ver con el problema del mal y con la forma en que la poesía mítica involucra a los dioses en él, atribuyéndoles la determinación de todo cuanto ocurre, frente a lo que Platón quiere hacer valer la responsabilidad exclusiva de los seres humanos (Rohrmoser, 555). Éste es el motivo de que la teología poética, degenerada en pura estimulación de los sentidos, deba ser desenmascarada como autoalienación estética.

            Diferente suerte corre en el Timaios la arquitectura, pues ella permite al hombre reconocer por medio del plan de construcción el orden y la medida con que está construido el mundo siguiendo el modelo de las ideas eternas. La belleza tiene que ver con ese orden y con las formas geométricas, por eso la competencia última en el acceso a la belleza la tiene el pensamiento y no los sentidos. La manera cómo el arte se acerca a las formas, que son las que permiten a los objetos participar del orden y la belleza del cosmos, intentando crear una imagen más o menos aproximada de las mismas, conduce inevitablemente a sucumbir a las apariencias engañosas. Por así decirlo, Platón exige tanto del arte, que toda realización artística concreta no puede resistir el juicio y se convierte en blanco de la crítica más vehemente. La belleza de las cosas que llamamos bellas sólo es concebible desde la idea de belleza que existe independiente de ellas. Y sus propiedades son el orden, la medida y la simetría.

            Así pues, en los comienzos de la reflexión estética, metafísica de la belleza y teoría de arte toman caminos divergentes. La belleza se convierte en una propiedad del ser y el arte ha de subordinarse al conocimiento de ese ser, aunque, incluso subordinándose, sus posibilidades son más bien reducidas. La relación entre belleza y orden, equilibrio, armonía, proporción, medida, etc. se percibe en primer lugar en el cosmos, en las cosas de la naturaleza. Los artistas, por el contrario, aunque no sean denostados al modo como hace Platón, serán considerados meros artesanos que trabajan ateniéndose a reglas dadas. Mientras la belleza es identificada con lo absoluto, como hace Plotino, e incluso reconocida en las formas por las que la naturaleza participa de su origen, sólo la contemplación interior permite al alma tener acceso a su idea. Cualquier plasmación artística la desfigura. El déficit de las objetivaciones artísticas es insuperable (Lukács 1975, 164s.).

            En continuidad con este planteamiento, el pensamiento estético medieval girará en torno a Dios y muy secundariamente en torno al arte. Si la belleza es el resplandor del orden armónico del cosmos, la causa de ese orden ha de poseer la belleza en grado sumo. Al ser por antonomasia pertenecen, pues, de modo pleno las tres propiedades transcendentales (verum, bonum y pulchrum), que se comunican por participación a los seres creados. Todo ser, por el mero hecho de ser, posee belleza, como afirma Agustín en De genesi contra Manichaeos (I, 16, 25-26). La metáfora de la luz adquiere un papel clave en la presentación de la participación de lo bello creado en la belleza del creador, ya que lo primero no es más que el reflejo en los seres creados de la belleza irradiada por la fuente inagotable que les da el ser. Atributo fundamental de la belleza, junto a la proporción y la perfección, será pues la claridad (Tomás de Aquino: Summa theol. I, 39,8). Pero esta ontología de lo bello arroja un cuestión de innegable importancia. Si el fundamento de la belleza es el ser, habrá que atribuir belleza también a las cosas feas. ¿No conduce esto a una contradicción insuperable?

            Parece como si estuviéramos enfrentados a dos cosas diferentes, la belleza como propiedad de los seres por participación en el ser de Dios y la belleza que tiene reflejo en el placer de la percepción sensible de dichos seres. Sólo desde esa diferenciación es comprensible que se pueda hablar de la belleza de las cosas percibidas como feas. Así pues, existe una belleza que tiene que ver con el conjunto del cosmos y su carácter de creación divina y no con la apariencia de los objetos particulares, apariencia que no menoscaba su pertinencia en el orden del ser: nada de lo creado carece de sentido en el conjunto de la creación. Pero es más, la metáfora del mundo como ‘obra de arte’ de un Dios artifex recibe un giro sorprendente en relación precisamente con aquello que con su existencia particular parece contradecir el orden, la armonía y el equilibrio, y tanto más sorprendente si tenemos en cuenta la unidad de los transcendentales, de lo verdadero, lo bueno y lo bello.

            La respuesta que la doctrina agustiniana del pecado original da a la cuestión de la teodicea, es decir, su intento de desresponsabilizar a Dios en relación a la existencia del mal atribuyéndolo a la libertad humana, necesita ser complementada con una especie de justificación estética del mismo, si no se quiere favorecer un voluntarismo divino incomprensible en la creación de un ser humano capaz del mal: los fallos y las faltas del mundo creado, a través del contraste con sus opuestos, no hacen sino aumentar la belleza del conjunto (Agustín: De civ. Dei XI, 18). Quizás contemplados en su particularidad los males podrán parecer desagradables y espantosos, pero quedan justificados en relación a la belleza del mundo como totalidad. Evidentemente, no es que la facticidad del mal haya sido prevista o querida en aras de la belleza del cosmos, pero una vez que ha tenido lugar, contribuye a dicha belleza global según la previsión divina. La creación aparece así como una obra de arte total, no sólo a pesar de, sino a través de los males particulares que encontramos en ella. La fórmula de Bonaventura, por conocida no menos sorprendente, lo expresa de modo incomparable: malum auget decorum in universo (cfr. Hübener 1985, 110-132).

 

emancipación del arte y teodicea:
el camino hacia la estética moderna

 

Si se considera de modo general el renacimiento y el barroco como presupuestos y condición de posibilidad de la modernidad, esto vale también para la estética moderna, aunque nos encontremos con una aportación ciertamente diferente en cada caso. Si bien la teoría estética sigue en parte anclada en los fundamentos establecidos por la antigüedad y la edad media, el arte comienza en el renacimiento un proceso irreversible de emancipación del contexto religioso. Las causas sociales, económicas y políticas son de sobra conocidas. Los signos de esa emancipación merecen ser mencionados. Ya no se explora la belleza perceptible en tanto que es indicación de una belleza invisible y superior. Es ella la que interesa por sí misma. También la figura del artista comienza a adquirir perfil propio frente al obra producida y su funcionalización religiosa. Se percibe en el acto creador del artista el origen de la obra y se dan los primer pasos hacia el reconocimiento del ‘genio’ creativo. La búsqueda de una sobria representación de la realidad empírica convierte a la naturaleza en instancia última, sin necesidad de recurrir a otras legitimaciones religiosas o metafísicas.

            La aparición de la perspectiva tiene un efecto aparentemente paradójico, pues si bien permite pintar paisajes, retratos o naturalezas muertas tal como se cree verlas en la realidad, también permite la toma de conciencia del punto de vista individualista sobre los objetos. El resultado es la progresiva emancipación respecto a contenidos previamente dados por los mitos o la religión o, al menos, junto a esos contenidos, es posible buscar una fidelidad natural con lo representado y, al mismo tiempo, imprimir un sello individual a la representación. El código comunicativo, el ‘lenguaje plástico’, se separa del contenido del mensaje, de modo que dicho contenido deja de ser el fundamento exclusivo del juicio del observador, que considera también la forma, es decir, la manera de representar el contenido. Cómo se representa algo significa más que aquello que se representa.

            Por otro lodo, el barroco aparece como una época llena de contrastes en todos los sentidos. Frente al frío racionalismo que domina en la filosofía, el arte recurre al pathos exaltado, apela a la fantasía o al sentimiento. Movimiento y dinámica conviven con la inclinación hacia las naturalezas muertas y la quietud. La seductora apariencia lo mismo puede apuntar a las verdades más elevadas que se presentan en ella, que ser advertencia de la anodina caducidad de las apariencias terrenales. El arte se hace vehículo de la parte oscura, de las dubitaciones e irritaciones de los hombres, de su pertenencia a una naturaleza herida por el estigma de la caducidad.  Esta naturaleza ya no es un frío objeto que reproducir y representar, de modo que el sujeto afirma su espontaneidad frente a la realidad percibida por los sentidos, una espontaneidad creadora sublimada hasta convertirla en genialidad de origen divino.

            Pero este proceso de emancipación del arte se encuentra en la reflexión filosófica con la pervivencia de una metafísica de la belleza muy vinculada a la teodicea. Y será a través de ella como ha de recibir el arte una revalorización que permita, llegado el momento, elaborar la estética como filosofía del arte.

            En el mejor de los mundos posibles leibniziano no sólo los males físicos o morales, consecuencia del insuperable mal metafísico, se convierten en medios del mejor fin en el orden global, también la fealdad de las criaturas imperfectas se convierte en medio para la mayor belleza del todo. Esta figura argumentativa nos resulta ya conocida. Se trata de la justificación estética de Dios usada en la edad media: el contraste entre lo bello y lo feo particular aumenta la belleza global del mundo. Dicha belleza se corresponde con la mayor de las armonías posibles con que Dios ha creado el cosmos. Pero ese orden y esa  belleza no pueden ser reconocidos en los fragmentos de ese cosmos, sino sólo en la totalidad (Essais de Théodicée § 134, p. 188). Y la perspectiva que permite su contemplación es la que únicamente Dios posee. Sólo Dios puede abarcar con su mirada el todo. A los seres humanos racionales le queda el camino del entendimiento parar alcanzar lo que no está dado a su intuición.

            Precisamente de ‘intuición estética’ nos habla, A. E. of Shaftesbury, un autor de gran significación en origen de la estética moderna y profundamente influenciado por Leibniz, con quien comparte su concepción de un orden global justo y bueno (Shaftesbury 1997, 49). Shaftesbury coloca en el centro de su obra la idea de producción, ya se trate de valores morales, de arte o de fe en Dios. El conocimiento no es pura recepción, sino más bien un proceso creativo de selección y conformación conscientes y las obras de arte son un estímulo a ser productivo en un sentido que afecta al conjunto de la vida del ser humano, de modo que la proclamada armonía de la naturaleza, más que una cualidad ontológica, es resultado de ese proceso de producción en el que verdad y belleza resultan inseparables. Es la experiencia estética, más que los procesos cognitivos deductivos o inductivos por los que debaten racionalistas y empiristas, la que permite tener acceso a la armonía entre el interior y exterior, entre el yo y el mundo, que comulgan en su fondo común (Andreu 1997, 46s). En cuanto creación, el universo sólo se vuelve comprensible en el acto creador del sujeto, en el que actúan las mismas fuerzas que en el universo. Como señala Cassirer, «la verdad del cosmos parece traslucirse en el fenómeno de la belleza, rompe con su silencio y habla un lenguaje en que revela por completo su sentido, su verdadero logos» (Cassirer 1972, 345).

            Siendo importantísimo el paso dado por Shaftesbury, la estética moderna nacerá con Baumgarten cuando la pretensión de la teodicea de mostrar la belleza del mundo como justificación de Dios se una al concepto de arte y se eleve el estatuto de la percepción sensible atribuyéndole una función análoga a la razón. Aunque la belleza siga definiéndose como perfección, en tanto que resulta observable por el gusto (Metaphysica § 662), la meta del estético será ahora perfeccionar el ‘conocimiento sensitivo’ en cuanto tal, pues en esto consiste la belleza (Aestetica § 14). De manera que lo que caracteriza a la nueva estética es ser a la vez una reflexión sobre el arte, sobre la belleza y sobre los sentidos: «Aesthetica (theoria liberalium artium, gnoseologia inferior, ars pulcre cogitandi, ars analogi rationis) est scientia cognitionis sensitivae» (Aestetica § 1) —la apostilla en alemán al texto de la lección añade ‘metafísica de lo bello’. En esto estriba la aportación innovadora de Baumgarten. Para Leibniz y Wolff la intuición es algo deficiente frente al pensamiento, el peldaño más bajo en el conjunto de facultades, pero para Baumgarten, pese a la conservación del término ‘gnoseología inferior’, el conocimiento sensitivo que caracteriza al artista es capaz de representar estéticamente algo perfecto, esto es, la belleza. Así pues, el gusto está en condición de asumir una función análoga al juicio intelectual: decidir sobre perfección e imperfección. Existe una doble forma de juzgar sobre la perfección (que sigue asociada al orden, la armonía, la unidad del todo): por medio de un juicio del entendimiento o por medio de un juicio sensitivo, que está referido a su representación estética. Con todo, el asunto del arte, insuperable en dignidad, es desplegar el ese orden, armonía y perfección para mayor gloria del creador (cfr. Franke 1975).

 

kant: el sentimiento de lo sublime
como representación de lo irrepresentable

 

El siglo XVIII no sólo conoce la aportación sumamente significativa de Shaftesbury y Bamgarten. Son muchos los autores que en la tradición del racionalismo o del empirismo realizan contribuciones importantes al debate de las cuestiones que entrarán a formar parte de la reflexión de la nueva disciplina, para la que terminará por imponerse el nombre escogido por Baumgarten: la cuestión del gusto, de la relación entre genialidad y normatividad en el arte, entre naturaleza y arte, la cuestión de los criterios de belleza y la de la relación de ésta con otras categorías como lo sublime, lo feo o lo cómico, etc. Con el ennoblecimiento y la nueva relevancia de los afectos, en el marco de la fundamentación del orden burgués y del rumbo emprendido por el empirismo y el sensualismo, experimentan una revalorización inmensa la intuición, la imaginación y la percepción sensible. En este horizonte se hace cada vez más insostenible el concepto de belleza determinado metafísicamente, concepto que proviniendo de Platón había presidido en gran medida la tradición filosófica europea hasta la Ilustración.

            Este nuevo horizonte obligó a Kant a una completa reelaboración del fundamento epistemológico de la metafísica y a distanciarse ya en la Crítica de la razón pura no sólo del nombre escogido por Baumgarten, sino también de su pretensión de elaborar una ciencia del gusto estético (KrV A, 21/B, 36, nota). En comparación con las ciencias modernas y con la filosofía teórica crítica, los juicios estéticos sobre lo bello y lo sublime no pueden transmitir ningún conocimiento vinculante. Con la separación entre estética transcendental —teoría del conocimiento— y crítica estética del gusto no sólo se distancia Kant de la continuidad escalonada entre sensibilidad y entendimiento que defiende el racionalismo de Leibniz y Wolff y la estética de Baumgarten, sino también de que la belleza pueda ser conmensurable al concepto y la teoría. Tampoco es esperable ni necesaria una fundamentación de la moral por medio de juicios estéticos. La esfera estética queda completamente separada de los ámbitos teórico y moral. Sin embargo, el ideal de lo bello y lo sublime es considerado por Kant un símbolo de lo moral (KU § 59, A, 254 / B, 258). Es más, las ideas estéticas son un complemento de las ideas de la razón (KU § 49, A,190 / B, 193), de modo que el juicio estético asume en lo bello y lo sublime la medicación de lo suprasensible después del final de la metafísica. Ciertamente que en Kant se produce una subjetivización de la estética (Gadamer 1984, 75ss.). Tanto en las obras de arte juzgadas como bellas como en los fenómenos naturales que nos producen el sentimiento de lo sublime lo que se celebra es la razón a sí misma y su poder sobre esos fenómenos externos. Pero no debe olvidarse que el sentimiento vital del sujeto en el juego de las facultades afectivas ha de servir de fundamento nada menos que a la mediación estética de lo suprasensible e infinito.

            A diferencia del sentimiento de belleza que se basa en el unidad de imaginación y entendimiento, el sentimiento de lo sublime tiene su punto de partida en la búsqueda de unidad entre la imaginación y la razón. Sabemos que la función sintetizadora de la razón a través de las ideas transcendentales —yo, mundo y Dios— aspira a la unidad absoluta de la totalidad de la realidad, excediendo los límites de conocimiento ligado a los fenómenos. La cuestión que está en juego en la unidad entre imaginación y razón buscada en lo bello o lo sublime tiene que ver con la posibilidad de representar ideas, posibilidad excluida por el hecho de que sólo es representable aquello que pertenece al ámbito de la experiencia. El sentimiento que se produce por el contraste entre la incapacidad para la deseada y buscada representación, por un lado, y la grandeza de las ideas, por otro, el sentimiento de la superioridad del sujeto como ser de razón, es el sentimiento de lo sublime (KU § 27, A, 96s. / B, 97s.). Kant habla de un «placer negativo» (KU § 23, A, 75 / B, 76). Ese placer que sentimos ante lo absolutamente grande o ante el poder de la naturaleza no es otro que el placer que se siente por la consideración y el respeto a la autonomía del sujeto, al poder de la razón que arranca al hombre de estar a merced de la naturaleza. Quizás podría hablarse de una especie de ‘representación negativa’ de lo infinito en el placer negativo del sentimiento de lo sublime, de una especie de representación de lo irrepresentable, que comparte con las ideas transcendentales de la razón la prohibición de atribuirle un ser propio, de reificarlo en un objeto.

            Es más, la búsqueda de la unidad de imaginación y razón manifiesta, como se señalaba más arriba, una analogía con la moral (cfr. KU § 29, A, 115 / B, 116): «En tanto que puede servir para representar la legitimidad de la acción por deber al mismo tiempo como estética, es decir, como sublime, o también como bella, sin que pierda nada de su pureza, el sentimiento moral es semejante al juicio estético y sus condiciones formales» (KU § 29, A, 113 / B, 114). El estado de ánimo al que nos transporta la incondicionalidad del deber, que ciertamente no la fundamenta, pero sí la acompaña, es análogo al sentimiento de lo sublime. Esta analogía es posible porque tanto en el caso de lo bello como en el de lo sublime se trata de un placer desinteresado, intelectual, es decir, no condicionado empíricamente. Esta unidad entre el sentimiento de lo sublime y el sentimiento moral se produce en el ‘entusiasmo’, pues «desde el punto de vista estético el entusiasmo es sublime, porque es una adaptación de las fuerzas a través de las ideas, que da al ánimo un impulso que actúa bastante más poderosa y duraderamente que cualquier estimulación por las representaciones sensibles» (KU Allg Anm., A, 120 / B, 121).

            Estas breves indicaciones sobre la relación entre el sentimiento estético y los usos teórico y práctico de la razón muestran la importación de la Critica del juicio en la arquitectura global de la filosofía crítica kantiana. Pero esto no debe interpretarse como una invitación a identificar lo sublime con lo divino. Contra esta subrepción nos advierte el propio Kant. Tampoco en el sentimiento de lo sublime podemos traspasar los límites de la subjetividad, alcanzar certeza sobre la existencia de Dios. Todo intento de reificar la ideas irrepresentables de la razón en un ser divino se enfrenta a los límites establecidos en la crítica de la metafísica, que tampoco pueden ser saltados estéticamente. Con todo, la analogía entre el sentimiento estético de lo sublime y la moral apunta a una relación mediada por esta última entre dicho sentimiento y la religión, no en vano es la moral el ámbito donde se puede plantear la cuestión de la realidad de las ideas de la razón. Del mismo modo que la necesaria unidad de virtud y felicidad conduce al postulado de Dios, también el sentimiento de respeto ante la ley moral está referido a Dios. Esta es la razón de que quizás pueda extenderse la analogía entre el sentimiento de lo sublime y el sentimiento religioso. En el sentimiento de lo sublime se anuncia aquello de lo que se tiene seguridad desde el punto de vista práctico y, en ese sentido, puede considerarse un preludio de la religión.

            Pero además, como muestra el análisis kantiano de la creación artística y del genio creador, en el ánimo puede superarse estéticamente el abismo que separa los ámbitos de la naturaleza y la libertad conduciéndolos a una concordante unidad y con ello comunicar en la representación de la idea la unidad suprasensible. Como señala Ritter, «Kant ha inaugurado con ello el camino por el que el ‘culto del arte’ puede avanzar sustituyendo a la filosofía y la religión, el artista al pensador y al sacerdote, y el arte, como única morada pura en un siglo impío en la que encontró protección y asilo mucho ‘bueno y grande’ reprimido en constituciones, sociedad y filosofía escolar, encargase de reconciliar y unificar la realidad escindida» (Ritter 1971, 567)

 

la unidad romántica de arte y religión

 

Para que el arte pueda asumir esa función casi soteriológica, es necesario partir de un estado de postración o alienación en el presente y elaborar una filosofía de la historia que dé razón de ese estado y de la misión del arte. El término privilegiado por el romanticismo para designar el presente es el de ‘escisión’: «Ahora se dividen el Estado y la iglesia, las leyes y las costumbres; el placer se separa del trabajo, el medio del fin, el esfuerzo de la recompensa. Eternamente encadenado a un pequeño y singular fragmento del todo, el ser humano mismo se configura como un fragmento; escuchando eternamente sólo el ruido monótono de la rueda a la que da vueltas nunca desarrolla la armonía de su ser, y en vez de imprimir la humanidad en su naturaleza, se convierte únicamente en una imagen de su negocio, de su ciencia» (Schiller 1984, 152). En el tema de la escisión resuenan los ecos del viejo problema de la teodicea, si bien formulado ahora en clave histórico social. Ciertamente, la filosofía del arte elaborada en el cambio de siglo tiene como presupuesto el fracaso de la teodicea leibniziana y puede ser interpretada como su compensación o, también, como su prolongación con otros medios (cfr. Marquard 1981, 39ss.)

            La realidad social y cultural que resulta de los cambios que abren la puerta a la modernidad es interpretada por Schiller en términos de crisis: la historia no parece llevar al estado de reconciliación esperado de la emancipación política ilustrada. El sentimiento de desamparo, de pérdida de la unidad y la armonía, así como la imposibilidad de restaurar la tradición religiosa en su poder amparador, destruido por la crítica racional, conforma el escenario sobre el que se dibuja la misión del arte. El tono en la búsqueda de una respuesta al desengaño de las expectativas emancipatorias proyectadas sobre la revolución de 1789, cuyos déficit deben ser compensados por la revolución estética, lo da la identificación rousseauniana de la escisión entre naturaleza y civilización como responsable del estado de alienación de los seres humanos. De modo que la imagen de una naturaleza no desfigurada es identificada por la revolución romántica como el estigma de la conciencia moderna, que paradójicamente podría convertirse en una oportunidad de emancipación, pues desde el punto de vista histórico es la condición de posibilidad de un arte nuevo capaz de conducir hacia la libertad. Aunque esto pueda parecer una politización del arte, en realidad apunta más bien a una suspensión de la praxis política y a su sustitución temporal por el arte (cfr. Scheible 1988, 182)

            A los ojos de Schiller la escisión fundamental es la que afecta a entendimiento y sentimiento. Este el motivo del fracaso del ‘Estado racional’. La emancipación del ser humano necesita primero de una revolución total en su forma de sentir para que una revolución en el mundo exterior pueda dar cumplimiento a los ideales de libertad, igualdad y fraternidad. La educación estética tiene la tarea de lograr una constitución del ciudadano antes de que se pueda dar una constitución a los ciudadanos. Y sólo la belleza puede otorgarles un carácter verdaderamente sociable por medio del juego estético, en el que voluntariedad y ley se unen y por el que se constituye junto al Estado de los derechos y los deberes un ‘Estado estético’. El poeta está llamado en este Estado a descifrar la escritura codificada de la naturaleza y hacer perceptible en sus fenómenos el lenguaje de lo infinito. Este el modo de superar la escisión, de llevar a unidad en el corazón sensible del poeta lo escindido, de recuperar el origen y de producir a Dios. Estamos pues ante una especie de teologización del arte que carga sobre la subjetividad individual una sobredimensionada tarea histórica que, como el propio Schiller percibió, no podía sino fracasar, asumir un carácter trágico. Si no es posible seguir confiando la salvación del mundo al poder del Dios cristiano y se quiere seguir manteniendo la pretensión de salvación, pero se retrocede ante las posibilidades de realización política de la reconciliación, sólo cabe encontrar asilo en el ámbito de la apariencia estética, que acaba siendo el espacio privilegiado de unos pocos (cfr. Schiller 1795, 669).

            Sin embargo, lejos de perder ímpetu esta exigencia estética proyectada sobre el arte, todavía va a sufrir una elevación si cabe mayor en el círculo de amigos de la Stiftung —Hölderlich, Schelling y Hegel. El anónimo Primer esbozo de sistema del idealismo alemán (1796-97) propone como acto más elevado de la razón, en el que ella abarca todas las ideas, el acto estético (cfr. Anónimo 1796-97, 12s.) y Schelling coloca el arte a la misma altura que la filosofía, dado que ambos son «representación de lo infinito» (Schelling 1802, 369). Según él, el arte contempla de modo real lo absoluto como belleza originaria, por eso se le puede considerar como una emanación del absoluto (op.cit., 372) y al universo formado en Dios como belleza eterna y obra de arte absoluta (op.cit., 386). Así mismo, las formas singulares del arte, puesto que están referidas directamente a imágenes originarias en Dios, deben ser vistas como formas singulares en el absoluto mismo. En este sentido puede considerarse a Dios la causa formal del arte, pues él es el productor de las ideas de todas las cosas. Todas las obras de arte concretas quedan con ello referidas a Dios. El custodio de la mediación entre la dimensión real y la ideal de la obra de arte es el ‘genio’, en el que se realiza el concepto de hombre que existe en Dios.  Él tiene la misión de llevar a cabo la unidad entre finitud e infinitud y por su medio el Absoluto otorga a las ideas de las cosas «una vida independiente, al imaginarlas en la finitud de manera eterna» (op.cit., 461). De esta forma la obra de arte se convierte en organon de lo absoluto por el que se hace experimentable aquello que de otro modo escapa a toda contemplación.

            Todas las consideraciones sobre el arte del primer romanticismo, de los hermanos Schlegel y de Novalis, alcanzan su expresión más enfáticamente religiosa en las palabras con las que Schelling concluye el Sistema del idealismo transcendental: «El arte es precisamente por ello lo más elevado para el filósofo, porque le abre como quien dice el tabernáculo en el que arde en unión eterna y originaria como en Una llama lo que está dividido en la naturaleza y la historia, y lo que en la vida y la acción, lo mismo que en el pensamiento, eternamente se escapa» (Schelling 1800, 628). Esta forma de concebir el arte se sostiene en una analogía más que evidente entre él y la religión, corroborada por Friedrich Schlegel: «La filosofía admite y reconoce ya que sólo puede empezar y plenificarse con la religión, y la poesía sólo busca lo infinito y desprecia la utilidad y la cultura mundanas, que son las auténticas antítesis de la religión. [...] Toda relación del ser humano con lo infinito es religión» (Schlegel 1800, 260, 263).

            No puede pues extrañar que el programa romántico de una ‘poesía universal’ necesite para su realización de una ‘nueva mitología’ (cfr. Frank 1982). Como formula Schelling en la Filosofía del arte, las ideas reales, vivas y existentes que el arte contempla de modo real «son los dioses; [...] la representación universal de las ideas como reales está dada según esto en la mitología» (Schelling 1802, 14). Pero el recuerdo de la mitología griega, más que invitar a un retorno al pasado, sirve para reforzar la exigencia de una ‘nueva mitología’ en el contexto de un mundo escindido y divido como el moderno. En las figuras divinas se representa la identidad entre lo universal y lo singular, y esta identidad es la que Schelling quiere contraponer a su época desgarrada y sumida en la crisis. Si la mitología griega realiza el principio de representación de lo infinito en lo finito y el cristianismo ofrece la asunción de lo finito en lo infinito y con ello la posibilidad de dotar de sentido la contingencia histórica, una mitología universalmente válida está todavía por realizar y ha de ser esperada de la historia. Ésta es la utopia que mantiene despierta el genio artístico.

            Este absolutismo estético, la pretensión de que el arte sea el único lugar de la aparición del absoluto, es rechazado por Hegel, que en su estética pretende clausurar el período clásico-romántico e integrarlo en la teoría filosófico histórica del Espíritu. Es verdad que Hegel también comparte con dicho período una nostalgia de la desaparecida religión bella de los griegos, una religión del arte que p. ej. permitía la aparición personificada de Dios en la escultura. Pero esa inmediatez ha sido rota por el proceso histórico. La entrada en escena del cristianismo ha elevado a conciencia la unidad de la naturaleza humana y la divina y ha cancelado la inconsciencia y la inmediatez propia de la religión del arte griega. Este paso gigantesco marca el carácter pretérito del arte y sirve de fundamento a la tesis filosófico histórica de su final. Es más, la escisión moderna entre subjetividad, sociedad y Estado, condición de posibilidad de una libertad y, por tanto, de una reconciliación que merezcan dicho nombre, desautoriza todo intento de reconciliación estética como impotente movimiento de huida ante la realización histórica de la libertad.

            A pesar de estas diferencias fundamentales con su contexto inmediato, Hegel sigue considerando la estética como ‘filosofía del arte’: lo bello se identifica con las obras de arte. La belleza natural y lo sublime quedan excluidos. No cabe hablar de belleza sin la acción del espíritu, que en la obra de arte expresa una idea. Lo bello es algo producido por el espíritu humano, un artefacto. Esta actividad del espíritu, del que nace y vuelve a nacer la belleza, permite a Hegel dar la vuelta al argumento platónico contra el arte: «La apariencia y el engaño de este mundo miserable y caduco los arranca el arte de ese contenido auténtico de los fenómenos y les da una realidad superior, nacida del espíritu. Lejos de ser pura apariencia, hay que atribuir a las manifestaciones de arte una realidad superior y una existencia más auténtica frente a la realidad vulgar» (Hegel 1986, T. 13, 22). Con todo, no se trata del más alto grado de actividad del espíritu. Éste, como es sabido, corresponde a la filosofía. El arte es junto con ella y con la religión una de la figuras del Espíritu absoluto en el que se manifiesta la reconciliación que supera la contradicción y la particularidad que caracterizan la esfera de la finitud (op. cit., 137ss.). Las tres figuras tiene por objeto a Dios, en todas ellas se tiene el Espíritu a sí mismo por objeto. Pero la forma propia del arte es la intuición (Anschauung). El arte tiene al absoluto en las formas de la sensibilidad, caracterizadas por la inmediatez. El proceso de objetivación en la obra de arte representa una manifestación del absoluto en la inmediatez sensible de su materialidad.

            Sin embargo, el absoluto deja de ser experimentable de modo inmediato y sensible en las figuras corporales del arte antiguo cuando, con la existencia del cristianismo, la subjetividad se convierte en tema del espíritu. La religión inaugura una nueva forma de manifestación del absoluto, la representación (Vorstellung). Frente a la intuición sensible que corresponde a la recepción del arte, la representación es relación consigo mismo, ‘intuición interior’ (cfr. Hegel 1830, T.10, § 451, 257). En la oración religiosa la subjetividad se capta a sí misma como espiritual. Y para Hegel el arte no es oración, recogimiento o devoción (cfr. Hegel 1986, T. 13, 143), de modo que en relación con arte la religión supone una subjetivización: en ella el absoluto se muestra en la certeza subjetiva de la verdad, en la devoción individual y en el acontecer objetivo del culto.

            Pero a pesar de que la religión intenta hacerse de este proceso en categorías del entendimiento y es acompañada de un saber sobre el mismo, la reconciliación entre lo finito y lo infinito recae sobre el sujeto de las representación, sigue faltando la total adecuación entre forma y contenido, que sólo tiene lugar en ámbito del puro pensamiento: la filosofía. En ella son superadas y asumidas la objetividad intuitivo sensible del arte y la subjetividad de la certeza religiosa: «De esta manera los dos planos del arte y la religión están unidos en la filosofía: la objetividad del arte, que aunque haya ha perdido la sensibilidad externa, sin embargo la ha cambiado por la forma más elevada de objetividad, con la forma de la idea, y la subjetividad de la religión, que ha sido purificada en la subjetividad del pensamiento. Pues el pensamiento es, por una lado, la subjetividad más interior, más propia — y la verdadera noción, la idea, es al mismo tiempo la universalidad más real y objetiva, que sólo en el pensamiento se capta a sí misma en su propia forma» (Hegel 1986, T. 13, 143s).

            Si bien la jerarquización de las formas del Espíritu absoluto, sistemática interna y desarrollo histórico a la vez, priva al arte de una adecuación última con lo absoluto, su pertenencia a la esfera de dicho Espíritu lo convierte en elemento esencial de su proceso de constitución y asegura su permanencia eterna, aunque se trata de una permanencia eternamente ‘pretérita’ (Jarque 1996, 232).

schopenhauer y nietzsche:
estetización de la existencia y justificación estética del mundo

 

Dejando a un lado las estéticas de lo feo y las primeras aportaciones para una abordaje de lo estético desde el paradigma científico después de Hegel, nos fijaremos ahora en dos de sus detractores y en la aportación de éstos al tema que nos ocupa: Schopenhauer y Nietzsche. La relación entre filosofía y estética sufre en ellos un vuelco completo frente a la escuela hegeliana. No se trata de elaborar una estética filosófica, sino una filosofía estética, es decir, una filosofía que es ‘pensamiento estético’ (cfr. Welsch 1990). A pesar de las diferencias evidentes, ambos coinciden en el planteamiento de lo que bien pudiera llamarse estética de la existencia, es decir, del intento de hacerse de la vida por medio de una estetización de la contemplación o la voluntad.

            El placer estético es para Schopenhauer el contrapunto momentáneo del sufrimiento eterno en que consiste la vida. El principio ciego que rige la vida y la historia de la humanidad es la voluntad. Todas las cosas no son más que fenómenos producidos por un poder oscuro, infatigable y apremiante. Se trata de una fuerza que no conoce descanso, que siempre empuja más allá y que es por ello una fuente permanente de insatisfacción. No existe meta alguna ni punto de llegada. Se trata de un fluir sin finalidad. Este es el marco que hace compresible la identificación de la vida con el sufrimiento, un sufrimiento por cierto carente de todo sentido. Ni los argumentos tradicionales que lo convertían en medio para una belleza superior del todo (Leibniz), ni la esperanza postulada y reforzada por el sentimiento de lo sublime (Kant), ni tampoco una reconciliación estética (Schelling) o una teodicea de la historia (Hegel) son capaces según Schopenhauer de dar sentido a lo que a todas luces es contraproducente desde el punto de vista intramundano. La voluntad ciega produce los males de manera tan necesaria como azarosa. Tanto ellos como el sufrimiento que generan carecen de finalidad y de esperanza (cfr. Schopenhauer 1819, II, cap. 46, 733ss.).

            Pero a pesar de la renuncia a la pretensión de justificación estética del mundo, el arte adquiere una significación extraordinaria para la existencia humana. Lo bello y la contemplación estética pueden redimir de modo puntual del sufrimiento eterno en el placer desinteresado o carente de voluntad. La recepción de una obra de arte o cualquier cosa de la naturaleza que encontramos bella nos transporta a un estado peculiar. Se trata de una situación liberada de las ataduras al mundo de los fines y los fundamentos, de la razón y la voluntad, una situación en la que podemos realizar experiencias completamente nuevas. Por un momento abandonamos la realidad cotidiana para adentrarnos en un mundo de realidad superior por medio de la contemplación, a la que nos sentimos llamados por las obras de arte, que son productos carentes de fines prácticos y de coacciones (cfr. Schopenhauer 1819, I, § 36, 265). Pero si esto es posible, lo es porque lo bello no es fruto del mundo como voluntad, sino del mundo como representación. Sólo en este último está libre el ser humano de las presiones de la voluntad, puede entregarse a un conocimiento que es contemplación de la idea, de las formas eternas.

            El mundo de la experiencia es un mundo mediado por las funciones cognitivas, es el mundo de la objetividad mediada de la voluntad. Pero existe una objetividad inmediata de la voluntad no sometida al principio de fundamentación. Esa objetividad es la representada por el corpus de las ideas. Y lo bello es la expresión de la idea. Por eso, aunque el fundamento del mundo ya no sea nombrado con los términos habituales de la tradición filosófica —Absoluto, Espíritu, Dios—, sino con el de voluntad, la estética de Schopenhauer no deja de mostrar rasgos místicos. El estado en el que desaparece el individuo con todo su arsenal de conocimientos mediados conceptualmente es aquel en el que siente de forma oscura que es uno con el mundo entero, que es uno con ese fundamento que Schopenhauer llama voluntad. Sin embargo, este abismarse profundamente en la contemplación que nos hace sentirnos uno con la voluntad ciega origen de todo no genera un conocimiento positivo en el sentido de la metafísica tradicional, sino que nos lleva al conocimiento pesimista de la inutilidad y sin sentido de la vida guiada por dicha voluntad. Por así decirlo, lo que puede elevarnos por encima de la vida, del doloroso mundo de la voluntad, no es otra cosa que el reconocimiento instantáneo de la inanidad de toda vida en el ser uno con su fundamento. Estamos, pues, ante una mística estética del desprecio del mundo y de la resignación.

            ¿Dice algo parecido Nietzsche cuando afirma que «sólo como fenómeno estético está justificada la existencia del mundo» (Nietzsche 1872, § 5, 14)? No cabe duda de que para Nietzsche el mundo está lleno de disonancias, antagonismos, contradicciones y sufrimientos. Y carece de sentido pretender «curar la herida eterna de la existencia» (op. cit., § 18, 99). Pero el malentendido de Schopenhauer es haber querido usar el arte para negar de la vida (cfr. Nietzsche 1880ss, 755). Los sufrimientos y antagonismos forman ellos mismos parte del ‘fenómeno estético’ que es el mundo: obra de arte de un Dios-artista inmanente a ese mundo y pura apariencia: «En verdad» —escribe en su autocrítica a El nacimiento de la tragedia— «todo el libro sólo conoce un sentido de artista, un sentido oculto tras todo acontecer, — un ‘Dios’, si se quiere, pero ciertamente un Dios-artista completamente inofensivo e inmoral, que en el edificar como en el destruir, en lo bueno y lo malo, quiere percatarse de su igual placer y despotismo, que, creando mundos, se redime de la miseria de la abundancia y sobreabundancia, del sufrimiento de los antagonismos que se agolpan en él. El mundo, en cada momento la salvación lograda de Dios, como la visión eternamente cambiante y eternamente nueva del que más sufre, del más antagónico y contradictorio, que sólo sabe salvarse en la apariencia» (Nietzsche 1872, § 5, 14). Parece como si el arte, en cuanto factor necesario de la producción artística y del mundo como obra de arte global, recibiera una función salvífica al mismo tiempo trágica e intramundana. Sin embargo, como veremos, la salvación estética no puede ser más que apariencia.

            La crítica nietzscheana del trasmundo de la metafísica, considerado por ésta como el mundo ‘verdadero’ (se llame verdad, ley de la naturaleza, bien, progreso, etc.), pretende desenmascararlo como una función de la ‘voluntad de poder’. También la búsqueda de la verdad, la ‘voluntad de verdad’, no es en última instancia más que una figura de la voluntad de poder. En ella se expresa la búsqueda de un mundo íntegro «en el que no se sufre» (Nietzsche 1880ss, 548). Dicho mundo presuntamente verdadero está libre —porque debe ser así— de las causas del sufrimiento: contradicción, engaño, cambio. Lo permanente e inmutable es la fuente de la dicha. Pero, en realidad, este trasmundo filosófico o religioso es el resultado de una falta de valor para enfrentarse al dolor (Nietzsche 1886a, 298). La voluntad de verdad revela un tipo de seres humanos cansados de la vida. Dicha voluntad no es más que la «impotencia de la voluntad de crear» (Nietzsche 1880ss, 549). Los creativos, los fuertes, no necesitan simular un mundo incólume, porque ellos no buscan un sentido detrás del mundo lleno de sufrimientos, contradicciones y cambios, sino que «ponen un sentido» (op. cit., 552). La metafísica, la religión, la ciencia —todas las figuras del ideal ascético— intentan encubrir que no son más que interpretaciones. Creen encontrar un sentido, constatarlo en la realidad, cuando de hecho son la expresión de que el ser humano no es suficientemente fuerte como para soportar la dolorosa realidad y afirmarse como dador creativo de sentido.

            El ideal ascético ha sido durante largo tiempo la oferta de sentido para dotar de significado al sufrimiento. Pero Nietzsche denuncia ese ideal como ‘difamación del mundo’, como enemigo de la vida. Metafísica, moral, religión y ciencia son ‘formas de la mentira’, intentos de dominar la realidad, que han de ser vistos como ‘engendros’ de la voluntad de poder, de la voluntad de arte (op. cit., 692), porque llevan el estigma de la debilidad, de la incapacidad para confesarse la necesidad de la mentira. Frente a esta debilidad Nietzche quiere hacer valer que la voluntad de apariencia y de engaño es más originaria, incluso «más metafísica», que la voluntad de verdad (op. cit., 639). No se trata pues de negar que queremos ser engañados, sino de que el engaño permanezca reconocible. De esto es de lo que se encarga el arte. Él es emancipación de la mentira libre respecto a la mentira convencional (N. Bolz 1991, 87)

            En esto consiste la transmutación de todos los valores que permitiría reconocer el mundo «como una obra de arte que se engendra a sí misma» (Nietzsche 1880ss, 495). En relación a ella el arte se presenta como sí creador a la vida, como el único capaz de hacerle justicia. Él es «la única antifuerza superior contra toda voluntad de negar la vida», porque a través suyo se convierte el ser humano por primera vez en «señor de la verdad». El artista «se disfruta como poder, disfruta la mentira como su poder...» (op. cit., 692-693). Frente a la metafísica, que sólo es un falso consuelo del sufrimiento, una huida a un mundo ficticio, Nietzsche propone la creación artística — «esto es la gran salvación del sufrimiento, y el volverse ligera la vida» (Nietzsche 1886a, 345). En ella Nietzsche exige llegar hasta un «un decir sí dionisíaco al mundo, tal cual es, sin recorte, excepción y selección», querer «el ciclo eterno —las mismas cosas, la misma lógica e ilógica del entrelazamiento. El estado más elevado que un filósofo puede alcanzar: tomar partido dionisíacamente por la existencia —: mi fórmula para esto es amor fati» (Nietzsche 1880ss, 834).

            La idea del eterno retorno, en cuanto «fórmula superior de la afirmación» (Nietzsche 1888, 1128), aspira a una justificación de la existencia en su facticidad. Es la otra cara de la afirmación de la inocencia del devenir. El devenir sin objetivo ni meta vuelve todo igualmente valioso, eterno y necesario. Él está justificado en cada momento porque cada instante se presenta como un juego de fuerzas que sin objetivo ni finalidad se unen y enfrentan en innumerables combinaciones invitablemente reiterativas. Fuerzas, que lejos de tener un carácter sustancial conforman el mundo como obra de arte. La idea del eterno retorno significa una afirmación estética de ese juego sin proposito ni finalidad y también de su inocencia. Pero esta reconciliación con el tiempo se asemeja mucho a una confirmación de la fatalidad, significa afirmar y querer lo que ha sido, es y sera: «un decir sí y amén» (op. cit., 1136). La estetización de la voluntad de poder como voluntad de retorno de lo mismo en el instante de la creación estética no cambia nada: «arte es esencialmente afirmación, bendición, divinización de la existencia» (Nietzsche 1880ss, 784). Sin embargo, ¿no es el amor fati afirmación de lo dado, negación de la vida como acto creador? ¿No es quizás esta reconciliación de libertad y necesidad no sólo la más trágica, sino también la más hostil a la vida a pesar de las afirmaciones solemnes de lo contrario? ¿No se glorifica el sufrimiento cuando se lo estiliza convirtiéndolo en una determinación del rango y nobleza de los seres humanos (Nietzsche 1886b, 744)? La estetización de la existencia amenaza realmente en convertirse en una apoteosis del horror cuando se convierte en glorificación de la fuerza o de la esencia prometeica del dolor: el artista —escribe Nietzsche— «goza con el mal puro y crudo, encuentra el mal sin sentido como lo más interesante. Si antes necesitaba un dios, ahora le encanta un mundo-desorden sin dios, un mundo de azar, en el que lo terrible, lo ambiguo, lo tentador es esencial» (Nietzsche 1880ss, 626).

 

simmel: escapar en el arte
a la jaula de acero del mundo moderno

 

Si quisiéramos expresar con una fórmula el clima que define la crisis de cultura burguesa a comienzos del siglo XX, quizás tendríamos que recurrir a la acuñada por Georg Simmel de “tragedia de la cultura”. Lo que expresa esta fórmula es que las formas objetivas de la cultura se experimentan como adversarias del ‘alma’, de la vida individual. Desvinculada del contexto histórico y reificada en un dualismo entre el ‘alma’ y las ‘formas’, Simmel describe dicha tragedia como la vivencia de la dureza «con que el espíritu, convertido en objeto, se contrapone a la vitalidad torrencial, a la responsabilidad interior, a las tensiones fluctuantes del alma subjetiva» (Simmel 31923, 195). La totalidad del espíritu objetivo aparece como extraño y opuesto a al espíritu subjetivo, que no se puede ya encontrar a sí mismo en el primero. El individuo no posee una fuerzas sintetizadora capaz de oponerse a la creciente diferenciación cultural y al aumento de bienes culturales. El resultado es la desintegración del yo, incapaz de dominar los conflictos a los que se enfrenta: «La auténtica miseria cultural del hombre moderno proviene de la discrepancia entre la sustancia cultural objetiva y la cultura de los sujetos, que se siente extraños frente a ella, violados, incapaces de seguir la velocidad del progreso» (Simmel 1957, 96)

            Esta contraposición es convertida por Simmel en una lucha eterna entre la totalidad (sociedad como mundo objetivo) y el individuo (interioridad) (cfr. Simmel 51930, 195). La totalidad que engloba a la sociedad y al individuo ya no puede ser abarcada en el medio reflexivo del sistema filosófico, y mucho menos por la ciencia desintegrada en campos cada vez más especializados, sino sólo por la imagen estética: «todo el sentido del arte es formar de un fragmento fortuito de la realidad [...] una totalidad que descansa en sí misma, un microcosmo que no necesita nada fuera de sí» (Simmel 1900, 564). Pero la totalidad estética, que ha de redimir de la fragmentariedad, es portadora ella misma del estigma de la disociación entre el todo y el individuo. Incluso en el arte, la capacidad totalizadora del alma sigue estando condicionada históricamente y sólo es efectiva como fragmento. Con todo, la totalidad autónoma de la imagen estética, más que cualquiera otra de nuestras formas de percepción, es la clave apropiada de la totalidad vital inalcanzable, totalidad nunca expresable de modo acabado por la pluralidad de formas estéticas.

            La obra de arte, que siempre está sujeta a la misma ley de objetivación y solidificación que todos los demás productos culturales, ha sucumbido ciertamente en la sociedad capitalista al principio universalizado del intercambio. El arte ya no puede llevar a cabo una reconciliación de la totalidad desgarrada. Lo único que puede hacer es abismarse en los objetos cosificados para hacer aparecer en ellos el sentido de la totalidad. Esto es lo que lo convierte en garantía y prenda de la unidad irracional de la vida: «Si pensamos hasta el final esta posibilidad de profundización estética, entonces ya no hay diferencias en los valores de belleza de las cosas. La cosmovisión se convierte en panteísmo estético, cada punto alberga la posibilidad de salvación en una significatividad estética absoluta, en cada uno resplandece para la mirada suficientemente agudizada toda la belleza, todo el sentido del cosmos» (Simmel 1896, 206). Simmel intenta con medios genuinamente estéticos, en forma de una teología negativa no manifiesta, comunicar algo así como una impresión de aquel absoluto cuyo reverso personifica la modernidad con su fragmentación sin retorno de los contenidos vitales de la experiencia.

            Rembrandt aparece a los ojos de Simmel como uno de los representante del tipo de religiosidad que, en medio de la vida cotidiana, trasmite esa impresión del absoluto en lo individual. Se trata de una actitud individual frente al mundo y los objetos que lo pueblan, por eso puede ser vivida bajo las condiciones del mundo moderno que se ha vuelto objetivamente no religioso. Las personas que Rembrandt representa en sus cuadros «vivirían en esa religiosidad aunque no existiera ningún Dios o no se creyera» (Simmel 1916, 163). Lo fundamental no es que se representen contenidos religiosos, sino que Rembrandt hace de lo cotidiano, de los seres humanos en su situación habitual, un objeto de representación estético-religiosa, en la que se consigue dentro del alma individual que contempla sus obras la reconciliación entre individualidad y universalidad, inmanencia y transcendencia. El arte es salvación intramundana de las contradicciones de la vida moderna y por ello el único capaz de asumir la función ejercida en otro tiempo por las religiones salvíficas. Pero aquí lo que se da la mano es una actitud de resignación por lo respecta a la posibilidad de una reconciliación real con una concepción positiva del arte como compensación.

 

Adorno: el arte como memoria del sufrimiento
y anhelo de salvación

 

En el horizonte que representa la II Guerra Mundial y el genocidio judío, bajo el oscurecimiento de todo lo humano que esto significa, la cuestión que Horkheimer y Adorno se plantean en la Dialéctica de la Ilustración es «por qué la humanidad, en vez de alcanzar un estado verdaderamente humano, se hunde en una nueva forma de barbarie» (Horkheimer y Adorno 1981, 176). El resultado de su pesquisa es tan conocido como sorprendente: la barbarie que el siglo veinte nos pone ante los ojos no es la obra de fuerzas atávicas o poderes irracionales que irrumpen inopinadamente a contrapelo del curso de la historia, sino el resultado del mismo proceso de emancipación del que ha surgido la sociedad moderna y que ella reclama para sí.

            La tesis fundamental del libro podría quedar expresada así: «Todo intento de destruir la coacción de la naturaleza en el que ésta es destruida se hunde tanto más profundamente en dicha coacción. Así ha transcurrido el curso de la civilización europea» (op. cit., 29). La instrumentalización de la razón en la dominación de la naturaleza, desde el mito a la ciencia moderna, supone no sólo una fosilización falsa e injusta del ámbito objetual exterior al sujeto de cara a su sometimiento, sino también una atrofia del propio sujeto, pues todo dominio de la naturaleza externa resulta imposible sin un dominio de la naturaleza interna, es decir, sin un autodominio empobrecedor y mutilador del sujeto. Así es como el yo propio y el de los otros se convierte en objeto de dominio. Existe pues una correlación entre la dominación sobre la naturaleza y la dominación en el ámbito social. De este modo es como un instinto desbocado de autoconservación termina poniendo en peligro la vida tanto de la naturaleza como de los sujetos que la dominan.

            La estructura fundamental de la crisis capitalista, es decir, que los logros técnicos de la sociedad moderna se encuentren sometidos a constelaciones de poder que les impiden servir a toda la humanidad, tiene su prefiguración en la marcha universal de la misma Ilustración. Ver en lo más antiguo prefiguraciones de lo más moderno y en lo más moderno por el contrario el retorno de lo más antiguo, y así dejar que ambos se iluminen mutuamente, éste es el único camino por el que Horkheimer y Adorno esperan todavía comprender la ‘nueva barbarie’ en toda su dimensión. Sólo así puede ser comprendido el horror del fascismo, en el que no sólo se descarga el capitalismo, sino toda la violencia mítica de la prehistoria, que él absorbió en sí y a la que le prestó un máximo de medios técnicos.

            El sufrimiento producido por la sociedad es el signo inconfundible de que la totalidad social se impone ciegamente a los sujetos individuales y permanece extraña a ellos. La coacción sobre los individuos que se manifiesta en el sufrimiento es la prueba de la particularidad de la universalidad dominadora y de las limitaciones de la razón que se impone a través de ella. El sufrimiento es el signo de la falsa identidad y al mismo tiempo la condición de posibilidad de su crítica inmanente (Adorno 1977, 262). La inervación corporal se comporta como un sismógrafo que en la experiencia del sufrimiento registra la negatividad social. La necesidad de hacer elocuente ese sufrimiento, condición de todas verdad (Adorno 1973, 29) es lo que lleva a Adorno a exigir de la filosofía en el último aforismo de la Minima moralia que que contemple todas las cosas desde punto el de vista de la salvación, pues ante esa mirada, paradójicamente, esas cosas no aparecen salvadas, sino indigentes y desfiguradas. No son el resplandor proléptico del absoluto a través de su participación en él, tal como había pretendido la metafísica tradicional. Al contrario, bajo esta perspectiva aparece con mucha más claridad el abismo que separa su existencia real del estado de salvación (Adorno, 1977, 252). Para Adorno, la utopía de la eliminación del sufrimiento histórico tiene su origen en la desesperanza, más aún, en la desesperación por la situación en que se encuentra el mundo, una situación en la que el sufrimiento determina la vida de tantos seres humanos.

            Así pues, sólo a una contemplación del mundo sub specie redemptionis se le revela la verdadera magnitud de la deformación y el deterioro de la existencia, que toda ideología encubre negándola, ayudando cínicamente a subestimarla o simplemente distrayendo de su presencia. Pero no menos se revela también a dicha contemplación el deseo inscrito en la existencia dañada de una transformación radical de la situación constituida e injusta. Adoptar el punto de vista de la salvación no significa por tanto ser dueño de él, sino ganar la única perspectiva que puede hacer justicia a los objetos, es decir, que puede dar expresión a su desfiguración bajo la negatividad acabada y a la necesaria eliminación de la misma. Esa perspectiva desenmascara lo-que-existe como lo-que-no-debe-existir, y presenta la salvación como el único estado que haría justicia a lo desfigurado y dañado en la historia, si es que un día llegara a realizarse.

            Consecuentemente, sólo el pensamiento que niega la injusti­cia es expre­sión de la ver­dad (Horkheimer y Adorno 1981, 248). Ésta no es posible para Adorno, más que en la espe­ranza de que la opre­sión y la ausencia de li­bertad no tengan la última palabra (Adorno 1977, 465). El absolu­to se convierte de esta manera en el índice de una posibi­li­dad de salva­ción, de la que es respon­sa­bilizado el pensamien­to, a pesar de o incluso con­­tra sus propias posibilida­des, por la negati­vi­dad de lo exis­ten­te y por la dese­spe­ra­ción que ella provo­ca. Aunque, natu­ral­mente, la desespe­ra­ción no garan­tiza «la exis­­tencia de lo deses­pe­radamente ausen­te» (Adorno 1973, 363). El valor del arte consiste, a los ojos de Adorno, en dar expresión a esa posibilidad. Él se atiene al teologúmeno judío, según el cual en la situación justa todo sería mínimamente de otra manera a lo que hay (op. cit., 295). Las obras de arte son el lenguaje de la voluntad de eso otro. Sus elementos se encuentran congregados en la realidad; sólo necesitan ser reordenados mínimamente para encontrar su lugar auténtico en una nueva constelación. De esta manera indican «que lo no existente podría ser» (Adorno 1970, 177).

            La síntesis estética se diferencia de la totalidad funcional y su elevación idealista a identidad porque ella no elimina ni subsume lo singular, los momentos singulares y los detalles. Ella es una dimensión y no la totalidad de la obra de arte (cfr. op. cit., 395 y 233). En las obras de arte moderno que conservan un carácter fragmentario, en la configuración paratáctica de sus elementos, lo individual y concreto no queda sometido a una totalidad establecida. Dichas obras de arte apuntan de esa manera a una convivencia de lo diferente libre de dominio. Por ello, pueden ser vistas como modelos de lo no-idéntico.

            La experiencia de lo no-idéntico en el arte expresa una relación de aproximación paradójica, una distancia que, siendo insuperable, se acorta hasta la cercanía más próxima. Precisamente aquí se ve que lo no-idéntico que Adorno quiere rescatar de la coacción de la identidad no es la pura facticidad, sino la utopía de una relación sin dominio con la naturaleza externa e interna. Pero esa utopía no es lo completamente otro de lo fáctico. Más bien se alimenta de la indigencia de todo lo existente, que se manifiesta en la rememoración de su génesis y de la historia de sufrimiento vinculada a ella. Lo que es ‘más’ de lo que es, se da en aquello que existe como pasado no liquidado, que insta a hacer efectivas sus pretensiones y expectativas, sin que se pueda decir si esto se va cumplir.

            Pero las obras de arte no tienen que expresar abstractamente la luz de la reconciliación y mucho menos representar la realidad como si estuviera reconciliada. Más bien tienen que permitir a los elementos de la realidad falsa e injusta constituirse en nuevas constelaciones de tal manera que dicha realidad aparezca bajo la luz de la reconciliación. La intención de una vida verdaderamente humana se articula en el arte sólo de un modo negativo, como expresión de la experiencia de sufrimiento. Por eso, el arte ha de «testimoniar lo irreconciliado y al mismo tiempo reconciliarlo tendencialmente» (op. cit., 222). Lo cualitativamente nuevo y distinto sólo aparece en el arte en correspondencias con el pasado a través de su negación determinada, que se articula como dialéctica entre la expresión mimética y la construcción racional. El arte es expresión del sufrimiento por medio de su dimensión expresiva. Pero por medio de la construcción racional, que también le es propia, intenta resistir al sufrimiento y mantener abierto el horizonte utópico de su superación. De esta manera el arte se convierte en recuerdo de una promesa: de la promesa «de felicidad, que es quebrantada» (op. cit., 181).

            El recuerdo de la felicidad en cuanto felicidad perdida recibe en el arte el mismo valor crítico que el recuerdo del sufrimiento: es ‘reflejo de la esperanza pasada’, de posibilidades perdidas, que son acogidas por el presente como un futuro prometido. Dicha esperanza se transforma dentro del recuerdo en anhelo y ansia de plenitud dirigidas al presente. Pero aun logrando realizar esta paradoja, el resultado del arte seguirá siendo apariencia y no reconciliación real. No obstante, porque el arte no enmascara esa antinomia, es decir, ser aparición de la reconciliación y al mismo tiempo su apariencia ilusoria, porque no encubre su carácter irreal y aparente, por ello promete en la apariencia lo que no es tal: la reconciliación real.

 

 

bibliografía

 

Adorno, Th. W. (1970): Ästhetische Theorie, en: Gesammelte Schriften. Ed. por. v. R. Tiedemann y otros. Suhrkamp, Fráncfort d. Meno, T. 7.

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