José A. Zamora


«Inmigración, Ciudadanía y Multiculturalidad»

José A. Zamora (coord.): Foro I. Ellacuría. Ciudadanía, multiculturalidad e inmigración. Estella (Navarra): Verbo Divino 2003, 165-239.

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Cuando analizamos el concepto de “inmigrante” e intentamos dar una definición precisa, las mismas dificultades de la empresa nos ponen sobre la pista del conjunto de factores que intervienen en el fenómeno que denominamos inmigración. Desde el punto de vista jurídico no existe la categoría “inmigrante”, aunque las administraciones y los poderes públicos hagan uso de ella profusamente. Los seres humanos que residen en el territorio del estado son clasificados en relación a su estatus jurídico en nacionales y extranjeros y estos últimos en extranjeros comunitarios y extracomunitarios, con o sin residencia regularizada. Pero la mera extranjería no hace al inmigrante. Tampoco la pertenencia o no a un país de la comunidad europea. Un ciudadano portugués de etnia gitana que trabaja como temporero en tareas de recolección agrícola será percibido y considerado como inmigrante a pesar de su estatus jurídico, mientras que un deportista de élite proveniente de los llamados “terceros países” no lo será. Un ciudadano de origen magrebí que haya obtenido la nacionalidad española probablemente seguirá siendo tratado por sus conciudadanos como extranjero e inmigrante, aunque haya dejado de serlo.

En la percepción social del inmigrante intervienen factores de estratificación social o, para decirlo con un término más clásico, de pertenencia de clase, pero también factores jurídicos como la nacionalidad y factores étnico-culturales que identifican socialmente al otro como marcadamente “diferente”. La combinación de estos factores y la mayor o menor intensidad con la que los maneja la construcción social del “inmigrante” (legislación de extranjería, políticas públicas, medios de comunicación, imaginarios individuales y grupales, etc.[1]) dan como resultado un espectro muy amplio y diversificado de valoraciones, actitudes y comportamientos frente a él.[2]

Nuestra atención se va a centrar en esos factores en el convencimiento de que el fenómeno social de la inmigración puede ser visto como un catalizador de las dinámicas sociales, económicas, políticas y culturales que definen la situación de las sociedades consideradas desarrolladas y su relación con las propias minorías excluidas y las mayorías empobrecidas que pueblan el planeta. La inmigración posee, pues, un valor fundamental a la hora de desentrañar la estructura del sistema mundial contemporáneo.[3]

 1. Percepción social de la inmigración: clichés y realidad

     No existe ninguna mirada neutral sobre la realidad. Lo que somos capaces de percibir y cómo lo percibimos está condicionado por clichés y prejuicios, que son construcciones sociales en las que se entremezclan intereses, temores, proyecciones, etc. tanto individuales como de grupos e instituciones. Los imaginarios, las simbolizaciones y su enraizamiento en la cotidianidad, los juicios espontáneos que emitimos ante los acontecimientos diarios, las formas habituales de reaccionar ante personas y situaciones, etc. reproducen y refuerzan al mismo tiempo formas de vida, estructuras sociales y conformaciones ideológicas de una sociedad desigual e injusta. Hasta un deseo supuestamente tan inocente como el de “conocer” cualquiera de los fenómenos sociales objeto de nuestra atención es inseparable de los intereses sociales que lo dirigen y condicionan. Esto se hace especialmente patente en el caso de la inmigración, frente a la que operan prejuicios y clichés muy poderosos. Quisiera empezar este acercamiento interpretativo al fenómeno migratorio tematizando algunos aspectos de la percepción dominante tanto en los contextos políticos y como en la cotidianidad ciudadana, es decir, de la percepción que convierte a la inmigración en un problema[4].

Si hacemos caso a las declaraciones de los gobiernos y a los titulares de ciertos medios de comunicación, Europa se encuentra sometida a una presión migratoria sin precedentes, que desborda todas las posibilidades razonables de integración de los inmigrantes. Los términos invasión, avalancha, oleada, riada, etc., usados con machacona insistencia, son eficaces transmisores de esa forma de percibir la inmigración, que una vez asentada y consolidada puede asegurar el respaldo social a las políticas restrictivas supuestamente dirigidas a contener y limitar los flujos migratorios. La percepción dominante es que Europa está sometida a una presión migratoria proveniente del Tercer Mundo que resulta imposible de asimilar[5]. Pero una percepción así está guiada por intereses que deforman y enmascaran la realidad de los flujos migratorios[6].

No conviene olvidar que durante cuatrocientos años la mayoría de los emigrantes fueron europeos[7]. El colonialismo, el esclavismo (hasta 1850 15 mill. de esclavos africanos trasladados al continente americano) y otras formas de movilización de mano de obra bajo condiciones explotadoras caracterizan el periodo que va desde el “descubrimiento” de América hasta el siglo XIX. Posteriormente, a partir de la mitad del siglo XIX, se va constituyendo un mercado internacional de mano de obra sin excesivas trabas como elemento clave del mercado capitalista mundial. Se estima que entre 1846 y 1932 emigraron unos 50,5 millones de europeos, principalmente al continente americano. El hecho de que esta emigración “voluntaria”, y la menos voluntaria de mano de obra trasvasada entre las colonias, pudiera desarrollarse sin trabas responde sin duda a que los países emisores u organizadores eran los que detentaban el poder mundial.

Después de la Segunda Guerra Mundial, entre 1946 y 1963, emigraron de Europa alrededor de 10 mill. de personas, cifra que la emigración del Magreb a Europa tardaría en alcanzar al ritmo actual unos cincuenta años[8]. Y si nos fijamos en el caso Español, las cifras son todavía más elocuentes. En el siglo pasado emigraron 6,7 millones de ciudadanos españoles, sobre todo a América (4,1 mill.) y a Europa (1,5 mill.), pero también a África (1 mill.) y a Asia (0,1 mill.), de los cuales 2,5 mill. lo hicieron en los últimos cincuenta años[9]. Pero a pesar de estas cifras nadie emplea los términos invasión o avalancha para referirse a esos flujos migratorios.

Así pues, lo que hace percibir las migraciones como un fenómeno de especiales magnitudes en el presente, cuando en términos comparativos son menores que en otras épocas históricas[10], es el clima anti-inmigración. Si buscamos las causas de los cambios en la percepción del fenómeno migratorio en Europa veremos que han sido determinantes las políticas adoptadas en cada momento dependiendo de la situación económica[11]. La crisis económica del 73 trajo consigo el final de una etapa de “puertas abiertas” y de fomento de la inmigración en los países más industrializados de Europa y el comienzo de las restricciones y de la incentivación del retorno, lo que coincide con la aparición social del “problema de la inmigración”. Tras el fracaso de esas políticas, a partir de comienzos de los noventa, se empieza a levantar un “muro” legal y administrativo para restringir radicalmente las afluencias migratorias[12]. Europa se presenta ante el mundo como una “fortaleza”[13].

A pesar de que el discurso dominante insista en la percepción “invasora”, dichas políticas han reducido drásticamente las nuevas entradas en la Unión Europea (de 1,3 mill. de nuevos inmigrantes en 1992 a 0,8 tres años después)[14] y sobre todo ha modificado el tipo de flujos hacia la clandestinidad y la reagrupación familiar. Es cierto que la estabilización del número de ciudadanos comunitarios que reside en otro país de la UE, es decir, de los flujos migratorios intracomunitarios, y el crecimiento de los residentes extracomunitarios ha producido cambios innegables en la fisonomía de la inmigración, en la que ya no predominan, como en los años 50 y 60, los europeos del sur. Pero el incremento de los residentes extracomunitarios en los países de la UE se debe sobre todo a la reunificación familiar y también al distinto crecimiento natural de la población inmigrante. Con todo, la mayor parte de los extranjeros no comunitarios procede de la Europa no comunitaria (50%) y sólo el 26% de África, el 16% de Asia, el 4% de Latinoamérica[15].

En el contexto europeo, España registra uno de los porcentajes más bajos con 3,1% de población extranjera, muy lejos del grupo de países con una presencia significativa de extranjeros que oscila entre el 5 y el 10% (Reino Unido, Suecia, Holanda, Francia, Bélgica, Austria y Alemania). El porcentaje de inmigración del Tercer Mundo varía de un país a otro. En Alemania el 28% proviene de Turquía. En Bélgica el 14,7% viene de Marruecos. En Austria el 20,3% ha llegado de Turquía. En Francia los dos grupos más importantes son el argelino (17,1%) y el marroquí (15,9%). En el Reino Unido el 23,7% de los inmigrantes son asiáticos y en Holanda un 20% son marroquíes y un 16,9% son turcos[16].

Aunque no se puede negar que en España se han producido cambios importantes en relación con el fenómeno migratorio, eso no justifica el cliché de invasión que domina la percepción social del mismo. Todavía el número de españoles residentes en el extranjero supera los 2 mill., mientras que los extranjeros residentes en España son poco más de 1.300.000. Es cierto que en las últimas décadas se ha vivido una inversión migratoria, un cambio en los flujos, pasando de ser un país de emigración a ser receptor de inmigrantes[17]. Pero teniendo en cuenta los últimos datos ofrecidos por la Delegación del Gobierno para Extranjería y la Inmigración, los ciudadanos comunitarios constituyen todavía el 35% de residentes extranjeros. Aunque entre los no comunitarios los marroquíes son el grupo más numeroso (263.274), seguidos de los ecuatorianos (132.628) y colombianos (81.709), los grupos nacionales en importancia numérica que siguen a continuación son los británicos (81.685), los alemanes (62.332), los franceses (45.303) y los portugueses (42.648).

Los marroquíes, que según el Estudio 2.214 del CIS de junio de 1996 son aquellos en quienes de manera inmediata piensan los españoles cuando se habla de inmigrantes[18], apenas superan un 0,6% del conjunto de la población en España. Esto no está en contradicción con el hecho de que, debido a la diferente concentración regional de los inmigrantes según nacionalidades y a las diferencias fenotípicas que permiten una más clara identificación de la población extranjera africana frente a la de origen europeo, en ciertas zonas se tenga la impresión subjetiva de una presencia masiva, mientras que en otras quizás falte dicha percepción. Basta con comparar dos comunidades autónomas como Baleares y Murcia: la primera, con una densidad de extranjeros sensiblemente mayor (7% frente 3,6%), no suele asociarse con una problemática inmigratoria, dado que el 76,01% de los no nacionales procede de Europa, mientras que en Murcia el 64% procede de África[19]. Como veremos, esto no depende tanto del número global de inmigrantes, cuanto de la segmentación del mercado laboral y de la forma de inserción en el mismo de la población extranjera[20].

Junto a la percepción del fenómeno migratorio como invasión e indisociable de ella está su vinculación con la ilegalidad, lo que ha contribuido de modo determinante a una estigmatización social de los inmigrantes, convertidos de modo general en sospechosos. Esto se debe, en gran medida, al enfoque adoptado por la UE frente a la inmigración, centrado en el control fronterizo y policial, como pone de manifiesto la atribución de competencias fundamentales a los Ministerios de Interior. Las cuestiones dominantes en las políticas migratorias son el control de los que residen en el país y su regularización, la expulsión de los irregulares o irregularizados y la impermeabilización de las fronteras para que no lleguen más inmigrantes. El eslogan más difundido es: “lucha a la inmigración ilegal”, aunque aparezca a veces acompañado de la proclamación de buenas intenciones respecto a la integración de los “legales”. Pero ni las políticas que intentan restringir las afluencias reducen la mal llamada “ilegalidad”, ni se ha demostrado una relación entre mayor control y mejor integración[21].

Resulta aventurado dar cifras sobre el número de inmigrantes en situación administrativamente irregular, aunque sirva parcialmente de indicador el número de solicitudes aceptadas durante los diferentes procesos especiales de regularización llevados a cabo en los países de inmigración. En Francia se regularizaron 121.100 en 1981-1982 y 48.900 en 1997-1998, en Italia lo hicieron 118.700 en 1987-1988, 217.700 en 1990 y 147.900 en 1996, en Portugal fueron 39.200 en 1992-1993 y 21.800 en 1996, en España se regularizaron 43.800 en 1985-1986, 110.100 en 1991 y 18.800 en1996 y en USA 2.684.900 en 1986[22]. Sobre los que quedan sin regularizar por diversos motivos en cada proceso sólo pueden lanzarse especulaciones. Se estima que en España quedaron sin regularizar unos 200.000 inmigrantes en el último proceso de regulación extraordinaria. Pero en cualquier caso, la necesidad de los procesos de regulación cuestiona las políticas restrictivas que terminan exigiendo medidas extraordinarias para paliar las situaciones de irregularidad generada, entre otras causas, por ellas mismas.

Pues ciertamente son las políticas restrictivas las que definen y fomentan la “ilegalidad”, que no puede ser vista como una realidad ajena a las normativas estatales[23]. Frente a la percepción común de que la mayoría de inmigrantes se introduce en el país por caminos ilegales controlados por mafias sin escrúpulos, tal como refuerzan a diario en el caso español las imágenes televisivas de las pateras y los polizones interceptados, y sin negar la existencia de dichas mafias, sus métodos más o menos abyectos y sus ganancias crecientes[24], sin embargo, «más del 80% entran de manera legal, como turistas o estudiantes, o con un visado temporal para llegar a Francia o Italia u otro país europeo, incluido España, para visitar un familiar»[25]. La situación irregular se produce con posterioridad, ya en el país, por prolongación de la estancia una vez cancelado el visado. Además, también los establecidos legalmente en él durante más tiempo pueden ver cancelada la legalidad de su estancia, ya que para la mayoría la renovación del permiso de residencia depende de requisitos como el permiso de trabajo, condicionado a su vez por la tenencia o no de un contrato de trabajo congruente con él, un domicilio, etc. De modo que la no renovación automática y el límite temporal de los permisos de residencia y de trabajo, así como la vinculación entre ambos y las dificultades o la lentitud administrativas para las tramitaciones de dichos permisos, son la causa fundamental de “re-ilegalización” de los previamente considerados “legales”[26].

Así pues, la distinción entre regularidad o irregularidad es ante todo una construcción administrativa[27]. Y llama poderosamente la atención que, cuando se habla de “ilegales” quede fuera de consideración el gran número de jubilados y pensionistas de la UE que residen la mayor parte del año en España, pero no poseen documentación en regla. Hay quien llega a afirmar que «los ciudadanos de países del Norte en general, y de la Unión Europea en particular, que no se registran son muchos más que los que se registran»[28]. Si de lo que se trata es de aplicar la ley, ¿por qué nadie piensa en ellos cuando se habla de luchar contra la inmigración “ilegal”?

Se impone la observación de que la política migratoria está estrechamente unida a la política económica y al fenómeno de la economía llamada informal, lo que queda patente en el desequilibro resultante del diferente peso administrativo de los controles fronterizos respecto a las inspecciones de los lugares de trabajo o de las medidas de expulsión de los trabajadores extranjeros “irregulares” respecto de las sanciones a los empresarios que infringen la ley. El control basado en la exteriorización y criminalización de los inmigrantes como trabajadores “ilegales” es un instrumento clave del Estado en el proceso estructural de expansión y transformación del sistema capitalista mundial. Podría hablarse incluso de una “funcionalidad” económica de la “ilegalidad”[29], pues la “irregularidad” de los inmigrados facilita su sobreexplotación, reduce los costes de contratación, fragiliza su posición negociadora frente a patrón y debilita sus posibilidades de oposición a condiciones laborales draconianas e injustas, ahorra costos estatales, a pesar de que los inmigrantes contribuyan a las arcas del Estado al menos con los impuestos indirectos, dificulta sus posibilidades de organización y reivindicación, etc.[30], aunque también los “regularizados”, dada la precariedad del estatuto legal de muchos de ellos, se ven a veces sometidos a condiciones similares. En todo caso, es importante resaltar que la integración de los trabajadores inmigrantes en la economía sumergida supone la preexistencia de ésta, por mucho que ambas realidades se refuercen mutuamente[31], y no puede verse en la inmigración una “causa” de la economía informal.

También forma parte de la asociación entre inmigración e “ilegalidad” su vinculación con la criminalidad. La estadísticas oficiales al respecto suelen referirse a “detenciones”, pero reflejan el número de actuaciones policiales, lo que no debe ser confundido con el número personas que supuestamente delinquen, ni debe ser tomado como un indicador de delincuencia sin más, ya que la mayoría de las detenciones no tiene como causa la comisión de un delito o falta. El nivel de delito existente en una sociedad no viene reflejado en el número de detenciones o condenas. En el caso de los inmigrantes alrededor de la mitad de las detenciones se deben a la falta de documentación, lo que no puede ser considerado un delito. Sobre esto habría que restar aquellos detenidos por delitos cometidos fuera del país (6,6%). Además sería preciso tener en cuenta que buena parte de los extranjeros detenidos no son inmigrantes, sino simplemente turistas (50 mill. nos visitan al año), miembros de bandas organizadas, etc. Según el Colectivo Ioé, teniendo en cuenta estos datos, tendríamos un índice del 4% de detenciones sobre el conjunto de extranjeros.

Los delitos considerados importantes, como las agresiones sexuales, los asesinatos, homicidios o lesiones, representaban en 1997 sólo 5,2% del total y sorprendentemente entre los detenidos por esta causa no sobresalen los inmigrantes del sur, sino los del Reino Unido (12,2%) y Alemania (8,2%), aunque también China Popular (9,6%), Perú, Polonia y Rumania (más del 7%). En 1996 tan sólo el 4% de los detenidos extranjeros estaba relacionado con delitos de tráfico de drogas. En todos estos casos el grupo más significativo de inmigrantes del Tercer Mundo, los marroquíes, carece de relevancia estadística. Por último, la sobreproporcionalidad de extranjeros condenados (5-6% sobre 2%) no puede ser tomada como índice de una mayor criminalidad, como demagógicamente pretenden algunos, ya que las poblaciones de referencia, los extranjeros y la población autóctona, presentan diferencias demográficas y sociales que invalidan dicha significación[32].

Una última cuestión que merece ser mencionada en relación con la percepción social del fenómeno migratorio tiene que ver con la posible competición en el mercado de trabajo entre nativos e inmigrantes. Lo primero que cabe decir al respecto es que queda descartada una relación causa-efecto entre inmigración y paro. Ha habido momentos de alto nivel de inmigración y pleno empleo en muchos países de Europa. Todavía hoy los países con más índice de paro son los que reciben menos inmigración (España) y viceversa, los que tienen un mayor número de inmigrantes poseen un índice de paro más bajo (Suiza)[33]. Sin embargo, esto no significa que la llegada de inmigrantes no produzca una presión a la baja sobre los salarios y una sustitución de los nativos en determinados tipos de trabajo. Lo que haya de realidad en ello tiene reflejo en ideas de tipo popular que consideran falsamente que el número de puestos de trabajo es fijo y que los inmigrantes “les quitan el trabajo a los nativos”[34].

A pesar de su posible rentabilidad política, una visión tan simplificadora no se sostiene desde el punto de vista económico, pues ni el número de puestos de trabajo es una magnitud fija, ni el mercado de trabajo es un todo uniforme donde los oferentes de mano de obra compiten entre sí sin ningún tipo de trabas. Existen indicios de peso sobre el efecto dinamizador de las migraciones sobre el conjunto de la economía y, por tanto, sobre la creación de empleo, sobre la contención de los niveles salariales y de inflación en períodos de crecimiento, etc.[35] Por otro lado, la teoría del dualismo del mercado de trabajo propuesta por Piore a comienzos de los setenta puso de manifiesto la existencia de una segmentación de dicho mercado, así como de factores discriminatorios (“raza”, género, etc.) que, independientemente de formación y cualificación, dificultan y obstaculizan el acceso de determinados sectores de población a segmentos del mercado laboral mejor retribuidos, con más estabilidad y prestigio reconocido. De este modo se produce una dualización de dicho mercado que impide que los trabajadores inmigrantes y los nacionales compitan entre sí, dado que actúan en segmentos bastante separados, aunque trabajen en el mismo sector o incluso en las mismas empresas[36]. Los trabajos realizados por los inmigrantes, o al menos por la retribución por la que éstos los realizan, no son deseados por los nativos, que o bien previamente los han rechazado, lo que genera la demanda de inmigración, o bien ascienden en la escala de segmentos con la llegada de los inmigrantes. Esto explicaría la etnoestratificación del mercado laboral y la concentración étnica o nacional en ciertos trabajos, así como la existencia de una demanda adicional de mano de obra en mercados con exceso de oferta.[37]

Posiblemente sea necesario matizar la teoría de la dualización, ya que los factores que hacen más o menos apetecible un trabajo determinado (salario, estabilidad, status, etc.) no siempre son acumulativos y se diferencian notablemente de un sector a otro (servicio doméstico, agricultura, etc.) y dentro de los mismos tipos de trabajos. Además, los mecanismos de asignación de empleo son bastante complejos y en ellos intervienen no sólo la regulación jurídica, sino también las redes sociales, incluidas las de los propios inmigrantes y las de éstos con sus empleadores[38]. Pero lo que sí parece razonable afirmar es que un mercado fuertemente segmentado genera «nichos más o menos cerrados, que constriñen a ciertos colectivos a pugnar por una gama limitada de empleos»[39]. La competición con los nativos se produciría sobre todo cuando después de un período en el que los inmigrantes ocupan reductos étnicos a los que se ven asignados de entrada, los abandonan para competir en segmentos ocupados fundamentalmente por nativos.

2. Aspectos del fenómeno migratorio y claves teóricas para comprenderlo

     El fenómeno migratorio posee múltiples dimensiones (demográfica, económica, social, cultural, individual, de género, etc.) que deben ser tenidas en cuenta, si no se quiere caer en simplificaciones reductoras. Aunque el factor demográfico no siempre juega un papel determinante (pensemos p.ej. en las migraciones del Europa del Este a la UE), no cabe duda de que en muchos casos sí resulta significativo. La cuenca del Mediterráneo es un ejemplo paradigmático al respecto. El Magreb se encuentra en plena transición demográfica. Mientras que la población de la UE se multiplicará por 1,3 entre 1950 y 2020, el Magreb multiplicará la suya por 5 en el mismo período[40]. Si se cumplen las previsiones en ese espacio de tiempo la relación de población entre España y Marruecos dará un vuelco de 3/1 a 5/6. Esto supone de este lado del Mediterráneo un previsible envejecimiento de la población con los consiguientes problemas asociados: desequilibrio de flujos en el mercado de trabajo, crisis del sistema de pensiones, sobrecarga del sistema de salud y seguridad social, etc.[41] Del otro lado un crecimiento de la presión demográfica y las dificultades que se deriven de la incapacidad del sistema económico y social de dar respuesta satisfactoria a las necesidades de reproducción de la vida de la población: despoblación rural, hacinamiento urbano, paro, conflictos sociales, etc. En relación con esto la migración puede aliviar la presión en el sur y mitigar la falta de población en el norte, pero también supone una pérdida para los países emisores de las capas de edad más dinámicas y emprendedoras y plantea a los países receptores la necesidad de una redefinición del pacto social intergeneracional que resulta incompatible con las dificultades que se vienen poniendo a la integración social de los inmigrantes.

En el plano económico habría que tener en cuenta en primer lugar las desigualdades que dividen al mundo entre una minoría privilegiada y la inmensa mayoría empobrecida. «La desigualdad entre el quinto de la población mundial que vive en los países más ricos y el quinto que vive en los países más pobres era de 74 a 1 en 1997, superior a la relación del 60 a 1 de 1990 y la de 30 a 1 de 1960»[42]. Las desigualdades se dan, además, en muchos casos entre países separados tan sólo por una línea fronteriza: EE.UU. y México, Alemania y Polonia, la Unión Europea y el Magreb, etc. Mientras que en EE.UU. los inmigrantes reciben 278 dólares por una semana de trabajo, en México sólo recibirían por el mismo trabajo 31 dólares[43]. La denominada globalización económica está presidida por la asimetría entre zonas productivas, con abundante información y riqueza y otras zonas con economías devaluadas, abundante pobreza y exclusión social. De modo que el supuestamente “nuevo” paradigma técnico-económico no sólo mantiene las mismas metas «profundizar en la lógica capitalista de búsqueda de beneficios en las relaciones capital-trabajo» e «intensificar la productividad del trabajo y el capital»[44], sino que mantiene y fortalece las pautas de dominio heredadas históricamente a través de un emplazamiento diferencial en la división internacional del trabajo, que supone de hecho la exclusión de grandes regiones rurales, países enteros de todo el mundo, gran parte del continente africano y sectores importantes de población en países y regiones ricas. Nos encontramos con la paradoja de que nuestro mundo se ha vuelto más unitario y más desgarrado a la vez. Un desgarro que no ha dejado de aumentar con las políticas de ajuste impuestas por el Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional a las economías de los países empobrecidos.

En el caso de los países del Magreb, los procesos económicos están caracterizados por graves problemas estructurales y muestran los síntomas habituales de un desarrollo altamente dependiente del mercado mundial: dependencia de las inversiones extranjeras, alto endeudamiento, distribución desigual de la riqueza, pobreza severa y creciente desempleo. El sector industrial está muy débilmente desarrollado, mientras que el sector servicios, sobre todo las actividades tradicionales poco productivas, representa una parte muy importante del PIB en los tres Estados del Magreb (en 1997, 37% en Argelia, 44% en Marruecos y 52% en Túnez). La falta de posibilidades para obtener un sustento en las zonas rurales lleva a la emigración de los jóvenes a las ciudades, en las que a pesar del elevado paro al menos se tiene la esperanza de encontrar un trabajo en el sector informal. El 57% de los argelinos, el 54% de los marroquíes y el 63% de los tunecinos vivían ya en 1997 en las ciudades. Tanto en las zonas urbanas como en las rurales la tasa de paro es muy alta. En 1997 Argelia tenía una tasa del 28%, Marruecos del 20% y Túnez de 15,6%, aunque estas cifras se elevarían considerablemente si se tuvieran en cuenta las personas infraocupadas en el sector informal. El paro juvenil representa en cualquier caso un problema muy grave, que no sólo afecta a individuos con una escasa formación, sino crecientemente a personas cualificadas y con formación superior.

Por otra parte, en las economías de los países más ricos existe una tendencia a la segmentación de la fuerza de trabajo con múltiples manifestaciones: el desempleo, la subproletarización de una parte de la mano de obra con una relación sólo esporádica con el mercado de trabajo, la precarización de una parte importante del empleo debida, por un lado, a la creciente externalización empresarial de las actividades por medio de la proliferación de sistemas de subcontratación bajo control centralizado y con acaparamiento de los beneficios por los grandes grupos empresariales y, por otro, a la flexibilización y el crecimiento de la temporalidad, la pérdida de capacidad negociadora de los trabajadores, la dualización y polarización del escalafón profesional, con un nivel directivo y de gestión perceptor de ingresos de lujo y unos nivel inferiores que ven disminuir desde hace décadas su participación en la apropiación de la plusvalía generada por el trabajo, etc.

Otro de los aspectos importantes de estas economías en relación con la inmigración es la economía sumergida. Existen ramas económicas como la agricultura, la hostelería-restauración y los servicios menos cualificados (limpieza, servicio doméstico, etc.), en los que la incidencia de la economía sumergida es muy elevada. España es uno de los países de la Unión Europea con más economía oculta. Y no cabe duda que entre ésta y el empleo degradado existe una relación de mutua implicación. La irregularidad conlleva desprotección jurídica, social y sindical de los trabajadores[45]. Dada esta situación del mercado de trabajo, la inserción laboral de la mayoría de los inmigrantes se viene produciendo en las ramas económicas con más incidencia de la economía sumergida y en los segmentos de empleo más precarios y descualificados, con mayor grado de irregularidad y más desprotegidos jurídica, social y sindicalmente. Si existe una tendencia general a la precarización del empleo puede decirse que los inmigrantes representan la avanzadilla de dicha precarización. Y lo mismo cabe indicar respecto del desempleo, que los inmigrantes sufren con mayor fuerza.

La repercusión de las migraciones sobre las economías de los países emisores y receptores es difícil de determinar y, en todo caso, ambigua. Se suele hacer referencia a las “remesas” que los inmigrantes envían a sus familias residentes en los países de origen. Si se tienen en cuenta los envíos por canales oficiales y las entradas por otras vías, los bienes llevados por los propios inmigrantes, etc. se podría estimar el valor de las remesas en unos 50.000 mill. de dólares anuales, lo que equivale aproximadamente a la ayuda oficial que reciben los países en desarrollo y es mucho más que la inversión directa del capital exterior[46]. Para estos países las remesas se han convertido en una de las principales entradas de divisas. Pero los recursos disponibles de esta manera pueden destinarse a gastos corrientes, a la compra de bienes de consumo, lo que, dada la dependencia comercial exterior, supondría de nuevo una salida de los flujos de renta. El peligro que acecha en este caso es el crecimiento de la inflación. Sin embargo, no debe despreciarse el efecto de la dinamización del consumo sobre toda la economía. Además, no todos los recursos se destinan al consumo. También se invierte en el apoyo a negocios familiares, en la modernización de las estructuras productivas en las que se encuentran insertas las familias de origen, en la construcción de viviendas en el lugar de origen o en la creación de negocios propios después del retorno. Pero no sólo las remesas son relevantes desde el punto de vista económico. Hay que valorar asimismo la pérdida de recursos humanos que supone la emigración para los países emisores, también la de cuadros dirigentes que carecen de perspectivas en ellos, lo que suele conocerse como “fuga de cerebros”[47].

En los países receptores la inmigración también tiene efectos económicos ambiguos. Aporta mano de obra y recursos humanos, posibilidades de modernización y rentabilización de sectores y ramas económicas que sin la explotación de mano de obra inmigrante perderían el tren de la competencia en el mercado global, mayor contribución al sostenimiento del gasto social que uso efectivo de recursos educativos, sanitarios, sociales, etc. en relación con la población en general, presión sobre la población nativa hacia segmentos más altos del mercado laboral, etc., aunque se incrementa el gasto por desempleo, que afecta más a los inmigrantes, se deterioran las condiciones salariales y de trabajo en las ramas económicas donde éstos están más presentes y se retroalimentan las dinámicas perversas de la economía sumergida. En todo caso, la rentabilidad económica de la inmigración para los países receptores está unida a la sobreexplotación y la discriminación social de los inmigrantes y tiene efectos sociales no deseables desde un punto de vista ético-político sobre el conjunto del mercado de trabajo.

Los aspectos culturales del fenómeno migratorio son indisociables del proceso de mundialización. Junto al turismo, los medios de comunicación de masas, sobre todo la televisión, la venta a escala planetaria de productos culturales o de consumo, con sus campañas promocionales, etc., las migraciones contribuyen a multiplicar los contactos y las interacciones culturales a escala mundial.

Por un lado, asistimos vía globalización a una cierta homogeneización cultural, a una importante eliminación de diferencias locales y temporales significativas, a la expansión de un modo de vida, el de la cultura popular norteamericana, etc. El Informe 1998 del PNUD hace hincapié en el peso creciente de la publicidad —cuyo gasto crece un tercio más rápido que la economía mundial— en el ámbito de las comunicaciones. El mayor crecimiento se ha producido en los países del Tercer Mundo. Lo mismo ocurre con el aumento de suscriptores de la televisión por cable y las ventas de televisores. «Es tan probable que una aldea china» —afirma dicho informe— «esté vinculada al cine de Hollywood y a la publicidad por la televisión de satélite como por carretera o ferrocarril a una aldea situada a 50 kilómetros de distancia»[48].

La aplicación de las tecnologías de la comunicación y la información sólo para los objetivos de rentabilización que permite la economía capitalista ha conducido a un tecno-colonialismo que sostiene su dominación totalizadora por medio de la producción de plusvalía cultural. Ésta posee sólo aparentemente un carácter universalmente válido gracias a que se le atribuye al mercado mundial la capacidad de nivelar todas las singularidades y diferencias religiosas, étnicas, culturales y personales en el sentido del modelo de progreso y desarrollo occidental. Un rasgo central de la economía cultural global es el solapamiento y entrecruzamiento entre economía de la información y cultura del consumo de masas, que encuentra su vínculo de unión en la industria del entretenimiento y de los mass media. A pesar de todos los calificativos encargados de señalar la novedad de dicha economía, la ocupación progresiva del ciberespacio por los consorcios mediáticos transnacionales está inserta en la tradición de las conquistas coloniales de la autodenominada época de los “descubrimientos”.

Y la realidad es que amplias capas de población de los países empobrecidos se encuentran en las posiciones inferiores de la estructura social correspondiente: dominadas, dependientes, excluidas socialmente, etc. El contacto con la civilización occidental se produce frecuentemente en conexión directa con la sustitución o disolución de los marcos tradicionales de vida y sus modelos culturales y de comportamiento. Ese contacto afecta pues a seres humanos conformados por su procedencia y su memoria y va acompañado a menudo de discriminación, coacción a la asimilación y circunstancias de vida injustas en el nuevo marco de referencia. Por todas estas razones no parece aventurado afirmar que el proceso de expansión cultural de occidente tiene un efecto directo sobre la predisposición a emigrar, al favorecer el desarraigo y al universalizar patrones de consumo y estilos de vida y crear expectativas difícilmente cumplibles en los países en desarrollo.

Sin embargo, asistimos al mismo tiempo a un crecimiento de la afirmación de pertenencias comunitarias, sean de carácter étnico o religioso, que quizás representa una reacción defensiva y, en muchos casos, como afirma Castells, «la exclusión de los exclusores por los excluidos»[49]. En cierta medida se trata de un movimiento de defensa frente a los mencionados procesos de destrucción de las bases tradicionales de la vida social, frecuentemente unidos a procesos de colonización cultural y modernización traumática y pauperizadora que genera frustración social y desarraigo. Dicha afirmación identitaria ofrece un fuerte sentido de pertenencia, un “nosotros” claramente definido frente a los “otros”, los “enemigos”. Para ello se recurre a los mitos del origen, a la tradición supuestamente incólume y a la autoridad carismática como fuentes de seguridad y orientación, conseguidas al precio de la intolerancia. Aunque esto pueda parecer contradictorio con los rasgos del proceso de globalización cultural descrito anteriormente, no es más que su reverso.

En este contexto de tensión entre tendencias de homogeneización cultural y afirmación reactiva de las identidades étnicas y religiosas, las migraciones han tenido un efecto deshomogeneizador sobre las sociedades receptoras. Términos tan en boga como “conflicto étnico”, “multiculturalismo”, “interculturalidad”, “mestizaje”, etc. reflejan entre otras también la contribución de los grupos de inmigrantes cultural y étnicamente diferentes a la diversidad cultural imperante en las sociedades modernas avanzadas. La discriminación legal, social y laboral que viven la mayoría de inmigrantes en los países donde residen ha ido reforzando cada vez más su resistencia a las pretensiones asimilatorias de las culturas dominantes. La demanda de reconocimiento de la identidad forma parte ya de las reivindicaciones irrenunciables de los inmigrantes frente a las sociedades receptoras, lo que en vez de ser reconocido por éstas como una oportunidad histórica de mutuo enriquecimiento se ha convertido en una fuente de conflictos.

El reto cultural más importante asociado a la inmigración en Europa proviene sin duda de la relación entre occidente y el islam. La población musulmana de la Unión Europea gira en torno a los 10 millones de personas que aunque no sea un número demasiado elevado, ciertamente posee en la religión islámica un elemento diferenciador muy importante, sobre todo cuando se manifiesta asociada a la reivindicación de la identidad como reacción frente a la discriminación sufrida[50]. En todo caso, la percepción mutua parece dominada por el recelo. De una parte se apela a los derechos humanos, la sociedad civil, la economía de mercado, el respeto de la dignidad individual y el reconocimiento de las formas de pensar y creer diferentes, la idea de libertad y el uso autónomo de la razón, etc. Estos valores son los que occidente echa de menos en el Islam, en el que se cree poder constatar por el contrario un predominio del pensamiento y la acción colectivos, el mantenimiento de normas penales brutales heredadas de la edad media, la opresión de la mujer y de los no musulmanes, la intolerancia frente a los que piensan de otra manera, los artistas y los intelectuales. Inversamente, tampoco falta la crítica del lado musulmán. Dicha crítica está dirigida no tanto contra la modernidad como contra “occidente”. Éste carece de toda espiritualidad y orientación moral, ha dado rienda suelta a un materialismo hedonista desbocado, que encuentra su expresión en la denigración de la mujer, en la descomposición de la familia y la desintegración de los lazos comunitarios en las ciudades o incluso la destrucción de los “valores” en general. Occidente propaga por todas partes la democracia y los derechos humanos, para luego pisotearlos donde le conviene. El interrogante que se plantea respecto a las relaciones interculturales dentro de las sociedades receptoras de inmigración es si la discriminación y el rechazo xenófobo se van a consolidar o será posible una integración social y un clima de diálogo intercultural presidido por actitudes abiertas hacia los “otros” diferentes.

Otro de los aspectos importantes del fenómeno migratorio que no debe ser pasado por alto es el las diferencias de género. Dentro de la migración laboral existen tipos diferentes de trabajo vinculados a roles masculinos o femeninos, estrategias de captación y filtros legales distintos para hombres y mujeres, criterios selectivos y circunstancias familiares especificas en los países emisores, etc. En Asia, por ejemplo, encontramos países como Sri Lanka con un altísimo porcentaje de emigración femenina y otros con un porcentaje significativo como Filipinas, mientras que otros países ponen trabas, a veces incluso legales, a dicha emigración, como Pakistán. También existe un predominio de las mujeres en la migración desde América Latina. Las migraciones laborales femeninas están asociadas sobre todo con actividades como el servicio doméstico, el de limpieza, la prostitución, etc. Existe además un número importante de mujeres que emigran como dependientes de los varones que son los emigrantes primarios. En muchos países, las restricciones impuestas a la inmigración legal junto a las medidas de reagrupación familiar están provocando un mayor crecimiento de las inmigrantes regulares. Pero es posible que se esté produciendo también un crecimiento de inmigración laboral femenina independiente, cuyas causas sería necesario investigar en detalle, desde la descomposición de las estructuras familiares tradicionales y la necesidad de asumir el sostenimiento de las cargas familiares por parte de las mujeres, hasta el cambio de actitud de las familias emisoras debido a la mayor fidelidad de éstas en el envío de remesas, pasando por búsqueda de las propias mujeres de formas de vida independientes imposibles de realizar en ambiente de origen. «Independientemente del balance entre efectos positivos y negativos, es importante constatar que la inmigración y sus reglas, en muchos sentidos, refuerzan la situación dependiente de la mujer»[51].

Después de este repaso somero por algunos de los aspectos del fenómeno migratorio, nos acercaremos a las teorías que tomando uno de ellos como aspecto clave o integrándolos de alguna otra manera intentan dar un explicación global de las migraciones. Aunque «actualmente no hay una sola teoría coherente sobre migración internacional»[52], sin embargo un recorrido por las teorías más importantes, sus aportaciones e insuficiencias, permite situar las diferentes dimensiones vistas hasta aquí en un marco interpretativo más completo.

Hasta los años 70 los modelos explicativos dominantes provenían de la economía neoclásica o de la teoría del push-pull, que tenían en cuenta sobre todo los factores demográficos y las diferencias económicas entre los países origen de las migraciones y los receptores de las mismas. Pero los interrogantes planteados por las migraciones de los años 60 y 70 condujeron dentro de la investigación sobre el tema a un cambio de paradigma en los 80, caracterizado por una mayor atención a las especificidades cambiantes tanto en el espacio como en el tiempo, por un planteamiento más estructural que individualista con especial énfasis en las dinámicas del sistema económico y político capitalista, por una consideración global de las interacciones entre las entidades nacionales y los procesos políticos y económicos internacionales y por una visión crítica del marco en el que los procesos migratorios tienen lugar[53].

También se vio enriquecida la investigación, dominada hasta entonces por técnicas cuantitativas de carácter demográfico o económico, con aportaciones de la investigación social empírica, de los métodos de la etnografía y la antropología, de la renovación de las ciencias históricas por la “historia oral”, etc., aunque esta pluralidad de aportaciones no siempre ha encontrado un marco suficientemente integrador[54].

Los primeros intentos de comprensión teórica de las migraciones provienen de la economía neoclásica y tienen en E. G. Ravenstein, autor de “Las leyes de la migración” (1885/1889), su precursor. El factor central desencadenante de las migraciones sería el desajuste entre oferta y demanda de fuerza de trabajo, dada una relación inversamente proporcional entre reserva de fuerza de trabajo y nivel de salarios. Las migraciones servirían para restablecer el equilibrio entre ambos factores y estarían motivas en el plano individual por el interés en maximizar las ganancias. El resultado sería una localización óptima de las reservas.

Este núcleo de la teoría es matizado posteriormente por la consideración de factores añadidos en la motivación de la decisión individual de emigrar, como los riesgos que se asumen de ver frustradas las expectativas, las responsabilidades familiares, la edad, el trasfondo político, los costes de desplazamiento, etc. o de aspectos importantes del país de llegada como tasas de paro, política migratoria, etc. Pero el teorema fundamental se sustenta en el presupuesto de que todo país exporta aquellos factores de los que posee en abundancia, lo que al final conduce a un equilibrio en el precio de los factores. Esto vale también para la emigración, que constituye un mercado específico con su oferta, su demanda y su regulación a través de las políticas migratorias.

La teoría del mercado dual de trabajo de Michael J. Piore[55], como se expone más arriba, pone su atención en la demanda de fuerza de trabajo como desencadenante de la migración. Esta demanda aprovecha la disposición de los emigrantes a aceptar, al menos transitoriamente, las condiciones del mercado de trabajo secundario (peores condiciones de trabajo, mayor inestabilidad, salarios más bajos y escaso prestigio social) existente en los países industrializados. Dicha demanda es generada por la tendencia de los nativos a evitar los puestos de trabajo con los niveles de salario más bajo y con menos posibilidades de ascenso en la jerarquía del mercado laboral. Esto produce una escasez de fuerza de trabajo en los segmentos más bajos, incluso aunque exista paro o se mejoren las condiciones laborales y salariales generales.

Debido a la consideración de transitoriedad que los emigrantes en general atribuyen a su nueva situación, se produce una peculiar separación entre “trabajo” e “identidad” que permite una relación puramente instrumental frente al salario y por ello una más fácil adaptación al mercado secundario. La vinculación entre “trabajo” y “prestigio” tiene otro lugar y otro grupo social de referencia, el de origen. Por ello, los inmigrantes, en la percepción de sí mismos, viven fuera de la estructura social en la que trabajan y trabajan fuera de la estructura social en que viven.

La existencia de un mercado de trabajo secundario refleja, por su parte, la lucha entre capital y trabajo y la estrategia del primero de dividir a los trabajadores por medio de la atribución de trabajos “buenos” o “malos” sobre la base de criterios étnicos. A su vez, la ocupación de los inmigrantes permite a los nativos una movilidad social ascendente, pues los peores trabajos son realizados por otros. Sin embargo, la prolongación de la estancia de aquellos cambia su perspectiva y su valoración del trabajo y los vuelve progresivamente resistentes frente a la asignación inicial al mercado laboral secundario, lo que da origen a la competencia y el conflicto entre inmigrados y nativos.

La nueva economía de la migración de Oded Stark[56] pone el acento en las economías domésticas de las zonas rurales y sus proyectos de modernización como factor desencadenante de los flujos migratorios, que originariamente son flujos del medio rural al urbano. Lo que motivaría esos proyectos modernizadores es la pobreza relativa respecto al grupo de referencia, lo que explicaría el fenómeno de que los flujos mayores no procedan de los pueblos más pobres, sino de aquellos con una distribución de ingresos más desigual. La migración sería entonces el resultado de una estrategia colectiva y calculada de actores interdependientes, cuya meta es la transformación de la economía del grupo familiar y la reducción del riesgo que comporta el proyecto modernizador, dada la escasez de recursos financieros. Las remesas de los inmigrantes desempeñan un papel esencial como capital necesario para el cambio tecnológico y económico de la economía productiva de las familias en el medio rural, que invierten las ganancias alcanzadas en el campo en la emigración del hijo o la hija para obtener una ganancia mayor o más segura en el ámbito urbano. Por este medio se consigue una fuente de ingresos independiente de la propia producción agrícola tan sujeta a eventualidades negativas, de manera que el riesgo se diversifica y se reduce.

Otra corriente importante que se ha ocupado de las migraciones es la teoría del sistema-mundo capitalista[57]. La migración sería, según dicha teoría, un subsistema del mercado mundial. A causa de la naturaleza expansiva del proceso de acumulación capitalista y del deseo de reducir los costes del factor trabajo, la evolución del sistema económico capitalista ha ido acompañada siempre de una demanda de fuerza de trabajo. Cuando ésta no está suficientemente disponible o no lo está en las condiciones de flexibilidad, bajo coste, etc. deseadas, se busca salida en los trabajadores más o menos libremente captados en el exterior. De hecho la expansión del capitalismo ha estado unida de modo inseparable a la renovación permanente de los potenciales migratorios a través de la incorporación a la división internacional del trabajo de nuevas zonas, convertidas de este modo en periferias del sistema. Se ha tratado por regla general de una dinámica que une a la desventajosa integración la desintegración de las formas tradicionales de reproducción de la vida y la generación de potenciales migratorios.

El papel del Estado es fundamental no sólo por su función dentro del sistema-mundo y su papel regulador del subsistema migratorio, sino porque las fronteras de los estados nacionales son las que definen el nuevo estatuto jurídico de los inmigrantes, asociado de hecho a la exclusión social. Aunque parezca paradójico, el muro y los agujeros se reclaman mutuamente en la configuración de las fronteras, verdaderos filtros selectivos, que sirven para mantener las afluencias y, al mismo tiempo, las diferencias institucionalizadas en la retribución directa o indirecta del trabajo. Lo que convierte a las migraciones en un subsistema laboral es esa combinación entre integración en el mercado de trabajo y exclusión parcial de los derechos ciudadanos y sociales.

La actual fase de integración global capitalista está suponiendo un aumento de las migraciones de carácter laboral a escala mundial, favorecidas por las tendencias económicas, culturales y políticas a la internacionalización y por la mayor movilidad asociada a ellas. Los nuevos medios de comunicación, el abaratamiento de los medios de transporte, la creciente movilidad del capital, el intercambio comercial, etc. favorecen los flujos migratorios. Los procesos de globalización conllevan un deterioro acelerado de las raíces sociales y culturales de las personas que habitan en las periferias, que han visto cómo la agricultura del Tercer Mundo era integrada en una división internacional del trabajo por medio de un proceso acelerado de salarización del primer sector y su sometimiento a las estrategias empresariales de los grandes consorcios agroalimentarios y cómo la industrialización orientada a la exportación y dependiente del capital inversor extranjero movilizaba nuevas capas de población hacia los núcleos urbanos y el trabajo asalariado. De esta manera el proceso globalizador crea potenciales migratorios y refuerza los lazos ideológicos, culturales y materiales entre el centro y la periferia, entre los países de los que procede el capital y los países de procedencia de los inmigrantes. No podemos olvidar que la industria cultural de los países desarrollados posee un carácter prácticamente ubicuo y a través de ella se crean y refuerzan expectativas de consumo y se universalizan estándares de vida que difícilmente pueden alcanzar realización en los países empobrecidos.

En los centros, la reorganización económica y social llevada a cabo después de la crisis de los 70 está suponiendo transformaciones importantes en la organización del trabajo, el reparto de los ingresos y en la demanda de mano de obra. Puede hablarse sin exageración de una polarización de la economía y la sociedad. Esto supone una mayor demanda de fuerza de trabajo para puestos peor pagados, inestables y con menos prestaciones sociales[58]. Como proponía la teoría del mercado laboral dual, es la segmentación del mercado de trabajo en USA y en Europa occidental la que produce la demanda de inmigrantes. Aunque, de todos modos, la inmigración no es el único factor en la estrategia de asegurarse el acceso a los mercados de trabajo periféricos. Quizás más significativa que ella todavía sea la movilidad del capital y el traslado de diferentes fragmentos de las producciones a zonas con bajos salarios.

Las teorías presentadas hasta aquí centran su atención en las posibles “causas” de los flujos migratorios. La teoría de las redes migratorias analiza otros factores que tienen que ver sobre todo con su mantenimiento en el tiempo y su reproducción. Según esta teoría, las redes sociales juegan un papel primordial en el intercambio de información sobre el país de destino, en los trámites y apoyos para el traslado a él y para la posterior integración en el mercado laboral formal o informal[59]. Sólo si se tienen en cuenta dichas redes resulta comprensible la formación de comunidades étnicas o de sectores profesionales ocupados preferentemente por grupos de inmigrantes.

Junto a las ayudas prácticas que dichas redes ofrecen respecto a los trámites administrativos o en su caso la evitación de los mismos, la búsqueda de trabajo, vivienda, etc., las redes migratorias reducen también los costos psicosociales de la entrada en un país extraño, porque al recrear el ambiente de origen suavizan el sentimiento de vulnerabilidad de los recién llegados[60]. Por todas estas razones, las redes migratorias, en la medida que vinculan a inmigrantes y no inmigrantes y facilitan a los segundos su cambio de status, se convierten en un factor de autoperpetuación de las migraciones más allá de la persistencia de los factores de naturaleza económica que las desencadenaron o de los cambios negativos en el mercado de trabajo o las políticas migratorias del país de destino.

Otro planteamiento teórico no demasiado distante del anterior ha resaltado el surgimiento en los últimos tiempos de espacios e identidades transnacionales[61]. Asociadas al proceso de globalización nos encontramos con nuevas formas de concebir y vivir la ciudadanía, nuevas identidades y nuevas concepciones del espacio que cuestionan las divisiones tradicionales de carácter nacional. El concepto de “transmigrante” quiere reflejar la realidad de personas que pertenecen a unidades familiares localizadas en dos o más estados, que mantienen relaciones sociales y económicas y se encuentran insertos en comunidades tanto en su lugar de origen, como en el de destino, que están enraizados en más de una cultura y que viven su doble o triple pertenencia como una nueva forma de ciudadanía.

El espacio transnacional se constituye en el marco de la globalización y depende de la alta movilidad de capital, mercancías, informaciones y servicios asociada a ella. Está relacionado con un cambio de modelo en las migraciones observable en espacios interestatales con una larga experiencia de flujos migratorios. Las migraciones múltiples y pluridireccionales sustituyen a la migración clásica: se trata de personas que van y vienen de un país a otro, en muchos casos sin papeles, y que mantienen contactos y relaciones a ambos lados de la frontera. La redes migratorias establecidas en estos espacios permiten una disolución o al menos un debilitamiento de las pertenencias y atribuciones exclusivamente nacionales. Vinculan y transportan personas, bienes, valores, símbolos e informaciones entre diferentes espacios y estados y conforman la identidad de los que se integran en ellas de manera diferente a como lo hacen los referentes exclusivamente nacionales.

Favorecida por la segmentación del mercado laboral y de la vivienda, fenómeno al que nos referíamos más arriba, ha ido produciéndose la formación de comunidades étnicas resistentes a las pretensiones de asimilación cultural de las sociedades receptoras, cuyos modelos identitarios pierden el carácter de exclusividad. La reproducción social y a veces también económica de los inmigrantes tiene lugar en un entramado de relaciones multiétnicas y redes transnacionales. Por otro lado, en las zonas fronterizas la producción tanto en el sector agroalimentario, como en el industrial o en el de los servicios se organiza en buena medida de manera transnacional, lo que produce una estandarización que facilita la reproducción de las redes migratorias. En muchas ocasiones nos encontramos empresas, cadenas de supermercados, restaurantes u hoteles, etc. que operan a ambos lados de la frontera y terminan convirtiéndose en verdaderas referencias para los “transmigrantes”.

Junto a los planteamientos teóricos descritos y desde mitad de los años 70 va adquiriendo una mayor relevancia la perspectiva de género en la investigación de los flujos migratorios. Dicha perspectiva llama la atención sobre el hecho de que las asimetrías específicas de género tanto en plano económico, como en el social y político generan condiciones y posibilidades de movilidad femenina o limitaciones a la misma y pueden llevar a resultados diferentes en las migraciones de los hombres y las mujeres. Esto hace necesario la investigación de dichas asimetrías si se quiere dar cuenta de las razones que de modo específico llevan a las mujeres a emigrar o les impiden hacerlo.

En el caso de las mujeres es necesario tener en cuenta una fuente de discriminación añadida a las ya existentes por razones de clase, de pertenencia étnica o por ser inmigrantes, la discriminación por su género. Pero no se trata de una adición sin más, sino del peculiar entrelazamiento entre clase, etnia y género que se produce en el caso de las inmigrantes. Una trabajadora inmigrante experimenta desventajas en cuanto extranjera frente a las trabajadoras nativas, en cuanto mujer frente a los trabajadores inmigrados o nativos y en cuanto trabajadora frente a las mujeres inmigradas o nativas con una mayor cualificación o mejor posición social.

También el fenómeno descrito más arriba de integración de la producción agrícola del Tercer Mundo en la división internacional del trabajo, que está a la base de la generación de los potenciales migratorios, afecta de modo diferente y más grave a las mujeres. La salarización y monetarización del primer sector y las transformaciones de las economías de subsistencia que ellas llevan consigo afectan doblemente a la mujeres, dado que aquellas se dirigen preferentemente a los hombres excluyendo o marginalizando la fuerza de trabajo femenina y suponen cargas añadidas para las mujeres en las estrategias de supervivencia de las economías familiares. También los procesos de industrialización y los éxodos humanos a las grandes ciudades del Tercer Mundo, la desintegración familiar y la pérdida de raíces comunitarias que llevan parejos, etc. afecta de manera desigual a la mujeres y han hecho crecer el potencial migratorio femenino. Si a esto añadimos la creciente demanda de fuerza de trabajo femenina en los países de inmigración, que buscan ante todo fuerza de trabajo flexible y barata, podremos comprender por qué se habla hoy de una creciente feminización de las migraciones[62].

No es éste lugar para valorar a fondo las diversas concepciones teóricas sobre las migraciones, pero sí se puede llamar la atención sobre ciertas insuficiencias y aportaciones imprescindibles de algunas de ellas. Tanto los modelos de la economía neoclásica y del push-pull como el de la nueva economía de la migración muestran una gran insensibilidad hacia los procesos históricos, pues tratan la pobreza, el paro, el nivel de los salarios o la falta de mano de obra como magnitudes estáticas y aisladas, sin preguntarse por su génesis histórica y sistémica. Por otro lado, esas variables poseen un escaso carácter explicativo, dado que las encontramos presentes en un mayor número de regiones que aquellas en las que se producen flujos migratorios.

La realidad muestra que no son los más pobres los que emigran, ni tampoco se produce con la emigración un equilibrio en el mercado de trabajo y entre los niveles salariales de las zonas de emigración e inmigración. Por el contrario, cada día adquieren más credibilidad las teorías que subrayan la importancia de la demanda de fuerza de trabajo en los países receptores, aunque no conviene olvidar que la permanencia en el tiempo de la demanda y de los flujos migratorios de respuesta produce una reestructuración de la economía de dichos países que termina consolidando dichos flujos como elemento necesario de la misma. La reorganización de las relaciones socioeconómicas en los países desarrollados en las últimas décadas ha llevado a una mayor flexibilización, informalización y fragmentación de los mercados de trabajo, y en todo ese proceso la inmigración ha jugado un papel importante.

Sin la aportación de la teoría del sistema-mundo perderíamos de vista la importancia de la desestabilización macroestructural producida por la integración subordinada de regiones periféricas en la división internacional del trabajo y los efectos las nuevas zonas de libre comercio sobre las economías más débiles y sus mercados laborales. La decisión a emigrar está sin duda correlacionada con las crisis monetarias en los países de la periferia y los efectos de las mismas sobre las economías familiares que se ven forzadas a buscar fuentes de ingresos más estables, tal como resalta la teoría de la nueva economía de la migración. Por otro lado, cuanto más duraderas son las relaciones migratorias entre dos regiones o estados, tanto más valor adquieren las aportaciones de las teorías de las redes migratorias y de los espacios transnacionales. Otro tanto vale para la perspectiva de género, si tenemos en cuenta la creciente feminización de las migraciones. 

3. La migración como experiencia personal: desarraigo y reorientación

     Las claves teóricas que hemos presentado ayudan a comprender el fenómeno migratorio, pero no siempre permiten ver que la emigración es una experiencia personal realizada por individuos y que, por tanto, tiene también una dimensión individual[63]. Así pues, los proyectos y las trayectorias de los inmigrantes no deben ser pasados por alto[64].

Los cambios que produce la migración son, por lo general, tan radicales y profundos que se pueden comparar metafóricamente con la acción de arrancar de raíz y plantar en otro lugar. La conciencia de lo problemático de este transplante hace que la decisión de migrar no sea en la mayoría de los casos una decisión tomada a la ligera, sino más bien fruto de un proceso psíquico de creciente disposición que va desde representaciones generales y embrionarias hasta tomar forma concreta y con fuerza.

De manera esquemática y, por tanto, sin pretensión de reflejar cada proceso individual en su singularidad, podemos suponer que al inicio de ese proceso se encuentra la percepción subjetiva de unas circunstancias sociales, sean éstas de carácter político, económico, cultural, religioso o relacional, que resultan oprimentes para el emigrante potencial. El descontento con la propia situación vital es a menudo el motivo que lleva a pensar en alternativas, pero las circunstancias objetivamente negativas no serán por sí solas desencadenantes del proceso que puede llevar a la decisión de emigrar si falta el sentimiento subjetivo de inseguridad o descontento. Además, la migración ha de ser percibida como posible solución realista y con sentido a la situación. Esto supone que el cambio pretendido ha de ser considerado subjetivamente como posible y el objetivo a alcanzar poseer suficiente estabilidad, las expectativas de éxito deben tener cierto grado de plausibilidad y han de estar disponibles posibilidades de acción capaces de hacer realidad los objetivos imaginados. Esto explica en parte por qué del inmenso potencial migratorio existente en el mundo, sólo una ínfima parte llega a materializarse en la decisión de migrar.

Dado el paso, la migración conlleva para los emigrantes un cambio del sistema social y cultural de referencia en el lugar de origen por el del lugar de destino. Este cambio no se produce de modo automático con el traslado físico de lugar, sino que supone un largo y difícil proceso que a veces perdura a lo largo de toda la vida y llega a afectar a más de una generación ya instalada en país de destino. La caracterización del emigrante como desarraigado expresa la inestabilidad y vulnerabilidad que produce la migración, la ruptura con la sociedad de procedencia y la introducción en un nuevo contexto social y cultural que conlleva una pérdida de validez de muchas concepciones valorativas, normas de conducta y modelos de comportamiento hasta ese momento asumidas con cierta naturalidad. No es extraño que los inmigrantes, sobre todo en la fase inicial de su estancia en el nuevo país, se vean desorientados.

Los sistemas sociales, a través de sus propuestas de sentido, poseen la función de reducir y hacer disponible la complejidad de lo real, sometiendo su inabarcabilidad e incertidumbre a límites. El poder estabilizador de los sistemas sociales procede de su capacidad para neutralizar la diferencia interior y exterior, de modo que los individuos pueden abandonarse a la reducción de la complejidad llevada a cabo por la construcción interactiva de sentido, que se constituye en suelo nutricio de sus conceptos de vida y de sus modelos de comportamiento individuales, también para las disidencias. Las vivencias y la interacción con otros individuos dependen de generalizaciones internas al sistema que facilitan la orientación.

Con el abandono del contexto de origen los emigrantes experimentan la pérdida del universo de sentido global que servía de marco a sus interacciones y vivencias. La migración reduce considerablemente sus interacciones y les sustrae los referentes que les servían de apoyo a través de las generalizaciones socialmente compartidas. Esto socava profundamente la seguridad y estabilidad comportamental, por lo menos hasta que logran integrase en el nuevo sistema social y apropiarse una nueva propuesta de sentido que les permita orientarse en la complejidad de la nueva realidad.

La lengua posee en este contexto una gran importancia, ya que no sólo permite el intercambio de experiencias, vivencias, conocimientos, etc. sino que posibilita el desarrollo de un sentimiento de pertenencia respecto a la comunidad lingüística y ofrece un espacio de seguridad a sus miembros. Con el abandono del espacio lingüístico (cosa que en cierta medida también se produce, aunque la lengua oficial sea la misma, en las migraciones de antiguas colonias a las metrópolis o entre regiones con peculiaridades lingüísticas significativas dentro del mismo país) no sólo pierden su seguridad comunicativa, sino también la participación directa en la comunidad de experiencia y conocimiento de la que formaban parte y que continúa evolucionando de modo dinámico. Esta ruptura con el contexto de procedencia lleva aparejado un aislamiento comunicativo generador de inestabilidad psicosocial.

El balance entre la identidad social, formada por el conjunto de expectativas que los otros dirigen al individuo, y la identidad personal, en la que se expresa la singularidad de su línea de vida, el juego entre las exigencias de los otros y las propias necesidades y deseos, entre el reconocimiento y la afirmación de sí mismo en el contexto interactivo, dicho balance se apoya en un sistema simbólico compartido que se pierde en gran medida con la migración. Esto afecta de modo muy poderoso al rol asociado a la profesión y al trabajo. Ambas realidades determinan hoy las posibilidades de obtener ingresos, los estándares y estilos de vida, el estatus social y la imagen de sí mismo de los individuos. Son una fuente muy importante de autovaloración y de valoración social. No se puede negar que ambas se ven afectadas considerablemente por la migración. Incluso en el caso de que se ejerza un trabajo similar, las relaciones sociales más importantes facilitadas por el rol asociado a la profesión sufren una ruptura de consecuencias negativas para los emigrantes, que ven desaparecer unos de los fundamentos más sólidos de su identidad social.

Conviene considerar que gran parte de los aprendizajes realizados en el contexto de origen pierden en el nuevo contexto su validez. Los emigrantes han de distanciarse de un buen número de roles y redefinir aquellos que se mantienen para responder a las expectativas con las que están vinculados en la sociedad receptora. Otros roles han de ser asumidos de manera completamente nueva. Una reacción frecuente a esta situación y los retos que comporta es la reducción de las interacciones sociales, limitar la vida relacional a la familia, el grupo de emigrantes o los parientes. La inseguridad existencial y los problemas de orientación agudizados por la habitual experiencia de rechazo en el nuevo contexto llevan frecuentemente a la segregación y guetización, sólo salvables cuando la sociedad de acogida busca positivamente la integración, aunque esto es más bien la excepción. 

4. Callejones sin salida: discriminación y xenofobia

     Analizar la situación de los inmigrantes en los países desarrollados es enfrentarse con dos realidades de densidad aplastante, que se condicionan y se apoyan mutuamente: la discriminación y el rechazo xenófobo. Esto es lo que convierte el proyecto migratorio de millones de seres humanos en una experiencia de sufrimiento y frustración humana ética y políticamente inadmisible.

Para hablar de discriminación hay que empezar refiriéndose al marco legal que define el estatuto jurídico y determina las condiciones de existencia de los inmigrantes. Todas las leyes de extranjería tienen un carácter no sólo diferenciador, sino también discriminador, ya que establecen un régimen jurídico específico para los no nacionales y les recortan el ejercicio de derechos fundamentales, que sí están reconocidos a los detentadores de la nacionalidad.

Desde mediados de los años 70 asistimos a un fortalecimiento de las restricciones contra la inmigración en casi todos los países receptores de la misma. El proceso de unificación europea ha supuesto una liberalización de los movimientos y las posibilidades de establecer residencia para los ciudadanos de los países miembro, pero un endurecimiento de los controles y dificultades para los inmigrantes procedentes de fuera de la Unión, exceptuado el grupo de las personas altamente cualificadas o ricas. Dicho endurecimiento ha seguido un patrón jurídico dominado por la tendencia a favorecer la discrecionalidad de la administración en el tratamiento de las solicitudes de entrada o permanencia de los extranjeros, sobre todo de los llamados inmigrantes económicos, y la priorización de los supuestos intereses del país receptor frente a las necesidades o pretensiones de los solicitantes. La creación de lo que ya se conoce como la fortaleza europea parece destinada a salvaguardar el espacio de prosperidad económica y garantías políticas y sociales de la UE frente al mundo exterior percibido como amenaza de las mismas. Resulta paradigmático que, desde el Acuerdo de Schengen, el tratamiento administrativo de la inmigración a nivel europeo se venga asociando a fenómenos como el terrorismo, la delincuencia organizada, el tráfico de drogas, etc.[65].

Reflejo de esta tendencia es también la Ley Orgánica 7/1985, de 1 de julio, de los Derechos y libertades de los extranjeros, elaborada por el gobierno del PSOE y motivada entre otras razones por una supuesta exigencia derivada de la integración en Europa, así como por el objetivo de restringir fuertemente la posible llegada de inmigrantes económicos y reducir su estancia a períodos determinados por las necesidades del mercado laboral, dejando fuera de consideración derechos fundamentales no sólo para los inmigrantes en situación irregular, sino también para aquellos llegados por los cauces establecidos por la ley. Según dicha ley, el inmigrante sin medios propios para subsistir en España debía contar ya con un contrato de trabajo antes de solicitar el visado en el país de origen, cuya concesión estaría supeditada al dictamen favorable de los Ministerios de Interior y Trabajo bajo criterios discrecionales referidos a la situación del mercado de trabajo. Ya en España recibiría los permisos de residencia y trabajo por un período de un año, sólo renovables si se mantenían en el momento de la renovación las condiciones que motivaron su concesión. La lentitud administrativa en la concesión de visados y en los trámites de renovación de permisos hacía prácticamente imposible el cumplimiento de estos requisitos, difíciles ya sin ella. Pero el poderoso filtro de entrada no surtió el efecto ¿deseado? de impedir la entrada, sino que provocó la entrada irregular. Un vez en el país, el marco legal colocaba a los inmigrantes “sin papeles” bajo permanente amenaza de expulsión (sin necesidad de intervención judicial), los excluía de todo tipo de derechos fundamentales y los reducía desde el punto de vista jurídico a “no existentes”, incluso de cara a una posible regularización. Por otro lado, los “regulares” veían recortados anticonstitucionalmente sus derechos de reunión y asociación, y escasamente precisados o nulamente reglamentados otros derechos como la participación política, el acceso a la nacionalidad, la reagrupación familiar, la asistencia sanitaria, la educación, etc.

Aunque el Reglamento de aplicación de la ley de 1996 y, sobre todo, la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, de los Derechos y libertades de los extranjeros y su integración social, representan dos pasos importantes en la dirección de igualar los derechos entre inmigrantes regulares y nacionales, así como de crear de un estatuto jurídico de derechos para aquellos que se encuentran en situación irregular, dicha dirección ha sufrido un durísimo revés con la contrarreforma llevada a cabo por el Gobierno del PP con la Ley Orgánica 8/2000 de 22 de diciembre[66]. Se vuelve en muchos puntos a la normativa de 1985, tanto en la prioridad del control policial y administrativo frente a las garantías en el ejercicio de los derechos, como en la diferenciación estricta entre inmigrantes en situación regularizada y los “irregulares”, que vuelven a una situación de carencia de la mayoría de derechos fundamentales[67], si exceptuamos la sanidad para casos de urgencia, menores y mujeres embarazadas, y de amenaza de expulsión por procedimiento “preferente” (48 horas). También se vuelve a dificultar enormemente la regulación, ya que las ofertas de empleo sólo podrán dirigirse a los extranjeros “que no se hallen en España” (Art. 39), lo que en realidad supone condenar a los trabajadores extranjeros sin papeles a ser carne de cañón de la economía irregular.

La vinculación entre permisos de trabajo y de residencia, así como el tipo de vigencia temporal de los mismos, por un lado, y la política de cupos, que orienta la fuerza de trabajo inmigrante hacia ocupaciones específicas del mercado laboral (fundamentalmente agricultura, servicio doméstico y construcción) con un índice mayor de irregularidad y precariedad, por otro, ha creado un círculo vicioso de inestabilidad laboral y jurídica, que aumenta considerablemente la vulnerabilidad y la discriminación de los inmigrantes en el mercado de trabajo[68]. De hecho se han creado unos nichos laborales en sectores económicos y tipos de actividad con una presencia destacada de determinados colectivos inmigrantes no comunitarios. Mientras que en el servicio doméstico sólo trabaja un 2,7% de los ocupados autóctonos, lo hace un 31% de ocupados inmigrantes, procedentes fundamentalmente de Latinoamérica y Asia. También la proporción de ocupados en la agricultura dentro del colectivo inmigrante, fundamentalmente de los procedentes de África, es mayor que en el autóctono (18% y 8% respectivamente)[69]. Este fenómeno lo ha calificado I. Wallerstein de “etnización del mercado laboral”. Su funcionalidad económica está clara: la pertenencia al grupo social sirve para «hacer posibles unos salarios muy bajos para sectores enteros de la fuerza de trabajo»[70].

Además de la discriminación que supone una asignación de los inmigrantes a sectores y actividades con un índice mayor de irregularidad y precariedad, la posición que ocupan los inmigrantes laborales dentro de los respectivos mercados de trabajo, en gran medida condicionada por el tipo de acceso a los mismos, es peor de modo sistemático. «La media de los trabajadores extracomunitarios se encuentra en peores condiciones que los españoles»[71]. En el caso de la agricultura, esto supone una inserción casi exclusiva en la modalidad eventual de trabajo y unas enormes dificultades para la inserción social debidas a la estacionalidad (cambio frecuente de zonas de trabajo, alojamiento en infraviviendas, imposibilidad de reunificación familiar, etc.). En el caso del servicio doméstico, las inmigrantes son empleadas en muy buena parte como “internas”, lo que conlleva frecuentemente condiciones de explotación extrema, tanto por los horarios de trabajo, el grado de informalización y los salarios inferiores, como por la dependencia casi total respecto de las familias que las contratan. En la construcción se observa un predominio de la ocupación de los inmigrantes en la categoría de peón no cualificado. Sufren en mucha mayor proporción que los autóctonos la privación de derechos laborales como pagas extra, vacaciones pagadas, etc.

De modo general para todos los sectores y actividades puede decirse que los inmigrantes se ven afectados en mucha mayor proporción que los autóctonos por la informalidad. Según una encuesta del CIS realizada en el primer semestre de 1998, casi la mitad de los inmigrantes encuestados carecía de contrato de trabajo y su relación con los empleadores se basaba en compromisos verbales[72]. La falta de contrato va acompañada en muchos casos de discriminación salarial, de condiciones de trabajo con riesgos para la salud, de jornadas de trabajo abusivas, etc. Asistimos a una nueva forma de esclavitud y de reducción de seres humanos a mano de obra barata y explotable supeditada a las exigencias arbitrarias de los contratantes[73].

La discriminación legal y la laboral están a la base de otras formas de discriminación que afectan a desarrollo normal de la existencia y a los niveles mínimos de calidad de vida vigentes en la sociedad receptora de inmigración. Nos referiremos aquí sólo a una de esas formas por su gran relevancia de cara a la integración social de los inmigrantes, la que está relacionada con la vivienda. Aun a riesgo de simplificaciones reductoras, se puede decir que los inmigrantes suelen ocupar en las ciudades viviendas muy deterioradas, con escasos equipamientos, en las zonas de mayor pobreza de los centros urbanos degradados o de los barrios periféricos. Se trata muchas veces de viviendas sin posibilidad de encontrar inquilinos en el mercado del alquiler “normal”, pero que gracias a las dificultades adicionales que tienen los inmigrantes para encontrar vivienda, se convierten en una fuente de ingresos muy rentable para sus propietarios, que se suelen considerar eximidos de las obligaciones de conservación y reparación. Como constata Martínez Veiga, «lo que está impidiendo la discriminación en el mercado de la vivienda es que actúen las fuerzas del mercado, pero es un fenómeno económico muy rentable para los propietarios porque la discriminación trae ganancias económicas»[74]. El hacinamiento es una estrategia tanto de los inmigrantes para distribuir el coste entre más, como de los propietarios para poder cobrar más y, llegado el momento, justificar la expulsión. En las zonas rurales los inmigrantes se alojan predominantemente en naves, casas abandonadas, dependencias secundarias de los cortijos, pequeños barrios en medio del campo, etc. que suelen pertenecer a los mismos patronos que los contratan. El alquiler es a veces de tipo personal, es decir, se cobra a cada uno de los inquilinos una cantidad, con lo que el hacinamiento supone un crecimiento de los ingresos. Los equipamientos son escasos o inexistentes. La proximidad a los lugares de producción agrícola está emparejada con la lejanía de los núcleos de población, lo que se convierte en una fuente de segregación. Si la primera contribuye a la disponibilidad de los inmigrantes como reserva de mano de obra, la segunda contribuye a la invisibilización de sus necesidades y derechos[75].

Si los condicionantes político-legales y socioeconómicos juegan un papel determinante en las dinámicas de discriminación de los inmigrantes, no podemos olvidar tampoco las actitudes y comportamientos de la población nativa en la sociedad receptora, es decir, el rechazo xenófobo como obstáculo a la integración y como fundamento difuso o refuerzo cultural de los mencionados condicionantes discriminadores.

Lo característico de la discriminación étnica es la combinación de “diferenciación” e “interiorización”[76]. La discriminación racial es aquella a la que se somete a un grupo sobre la base de una construcción social de rasgos diferenciadores considerados como si se tratara de diferencias raciales. Se produce así una vinculación entre características fenotípicas y/o culturales del grupo y discriminación o segregación social. La conducta discriminatoria se sustenta en actitudes de rechazo apoyadas en estereotipos deformados sobre el otro justificados con ideologías racistas[77]. Aunque en un sentido genérico no existe ninguna captación de la realidad libre de prejuicios, cuando se habla de prejuicios en nuestro contexto se está designando aquellos juicios de carácter negativo, que suelen englobar a todo el grupo de individuos sobre los que se emiten, que tienen un carácter previo a la experiencia, cuando no un absoluta falta de relación con la misma, y que se resisten a la refutación por los hechos. El vínculo del prejuicio con la discriminación proviene de su entrelazamiento con intereses de dominación o segregación de los individuos sobre el que se proyecta o con la necesidad de encontrar una explicación causal sencilla o un chivo expiatorio para problemas sociales complejos. No es infrecuente la naturalización de aspectos del comportamiento de los individuos objeto de discriminación, al margen de toda consideración social, económica o histórica sobre la génesis de esos aspectos, en gran medida fruto del mismo proceso discriminatorio. Es una manera de estigmatizar al grupo y preparar su dominación o su exclusión. La etnicidad se convierte así en «un excelente instrumento para mantener la sobreexplotación sin excesivos conflictos. [...] De esta forma, las personas con una apariencia determinada son las adecuadas para trabajar bajo los plásticos en los cultivos intensivos, durante largas jornadas, con extremas temperaturas y con salarios bajos; las personas con otra apariencia también determinada, o con determinada procedencia, son las adecuadas para repartir las bombonas de butano (sin contrato ni sueldo), las de otra determinada procedencia son adecuadas para el servicio doméstico interno, etc.»[78]

Los estereotipos más frecuentemente asociados con los inmigrantes marroquíes son la pobreza, la delincuencia, la ausencia de higiene, el hipermachismo y la violencia sobre la mujer, el “atraso” cultural, el integrismo religioso, etc. A las mujeres negras o mulatas se las asocia muy a menudo con la prostitución y con un comportamiento sexual desinhibido. A las personas latinoamericanas se les vincula con el tráfico de drogas, etc. Como hemos visto más arriba, a estos rasgos atribuidos a los colectivos de inmigrantes se le da un carácter casi natural o congénito, lo que fija de modo inamovible el perfil social y cultural de los mismos en el nivel más bajo de la estratificación social e hace impensable toda intervención social contra la discriminación o la segregación. La leyenda de la discriminación positiva frente a los nacionales por parte del Estado o de las instituciones sociales, lo que no es más que un sarcasmo a la luz de la situación que sufren los inmigrantes, resulta ser el mejor antídoto contra los esfuerzos de integración y un potente refuerzo de las discriminaciones existentes.

Los discursos que legitiman el rechazo xenófobo son de diversa índole y se mueven por lógicas distintas. El Colectivo Ioé ha señalado dos de estas lógicas de identificación/diferenciación en relación con los extranjeros que subyacen a las actitudes y comportamiento discriminatorios en relación a ellos[79]. Una de esas lógicas sería la naturalización del Estado-nación. Bajo esta lógica, las migraciones aparecen de modo general como una excepción anormal, por lo que queda justificada la subordinación, postergación o supeditación de los derechos legales, económicos o sociales de los inmigrantes respecto a los de los nacionales. El Estado tiene unas obligaciones frente a la población autóctona que no son extendibles al resto de personas que viven en el territorio nacional o al menos en la misma profundidad o amplitud. Otra lógica sería la de la diferencia cultural, bajo la que las culturas aparecen como realidades cerradas e incomunicables y representan diferentes grados de evolución que las hace superiores o inferiores. Esta lógica puede adoptar la forma de fundamentalismo cultural o de racismo diferencialista, pero en cualquier caso a los culturalmente distintos no les queda otra opción que la de asimilarse a la cultura de la sociedad receptora o, si esto no es posible, vivir segregados de modo que quede neutralizada la supuesta “amenaza” que representan para “normalidad” dominante.

5. Frontera de la democracia: ciudadanía y nacionalidad

     Los análisis realizados hasta aquí nos abocan a una cuestión fundamental para explicar la reacción ante la inmigración de las sociedades receptoras: el vínculo histórico entre política y nacionalidad. Lo que están revelando tanto las políticas de extranjería e inmigración como la discriminación y el rechazo xenófobo de los inmigrantes es «la ambivalencia y las falsedades de la cultura política democrática de los países europeos»[80]. El reverso de la apropiación de la idea de “ciudadano” por las identidades estatal-nacionales ha sido la exclusión —más o menos diferenciada y estratificada— de los extranjeros de la ciudadanía plena, exclusión que pone en tela de juicio la radicalidad del proyecto democrático y sus propias ideas motrices. Como ha señalado E. Balibar, «las fronteras del espacio nacional son el lugar en que la democracia se detiene»[81]. Quizás sea ésta la razón de que el estatuto jurídico de los extranjeros aparezca como una de las sombras más importantes del principio revolucionario de la fraternidad[82].

Nadie puede negar que existe una contradicción entre considerar el derecho a emigrar como uno de los Derechos Humanos y, sin embargo, convertir la inmigración en una cuestión de soberanía de los Estados y por tanto sometida a su arbitrio, contradicción que se agudiza en contraste con la creciente libertad de circulación de mercancías, dinero y servicios frente a los controles estatales. Las declaraciones de los derechos del ser humano, en la medida en que éstos se configuran como derechos de los ciudadanos de un estado, establecen un vínculo entre nacimiento o vida natural y comunidad política que problematiza automáticamente la identificación entre ser humano y ciudadano. «Las naciones-estados realizan una nueva inversión masiva de la vida natural, porque distinguen en su seno entre una vida por así decirlo auténtica y una vida desnuda desprovista de todo valor político»[83].

Si bien intuitivamente percibimos al inmigrante como ser humano, persona como nosotros, existen un conjunto de categorías (“extracomunitario”, “clandestino”, “irregular”) que lo despojan de esa condición y lo estigmatizan negativamente como no ciudadano, como no europeo, como no nativo, etc. Los mecanismos sociales, políticos y jurídicos que lo excluyen del reconocimiento de ciudadanía convierten simultáneamente a quien es objeto de esa exclusión en “no-persona”. Por eso los derechos humanos, basados en el reconocimiento de una supuesta universalidad de la persona, no pasan de ser una declaración de principios, porque de hecho ser persona es una variable de la condición social. La desigualdad de trato a los nativos y los inmigrados, «en virtud de la cual algunos extranjeros son excluidos de los derechos civiles fundamentales, es potencialmente la puesta en marcha de un proceso de reducción de ciertas categorías de seres humanos de personas a no-personas»[84].

El vínculo entre Estado, nación y ciudadanía es responsable de que el inmigrante sea percibido fundamentalmente como amenaza cultural o como mercancía supeditada a “intereses nacionales” y no como persona sujeto de derechos. Sin embargo, esto contraviene la lógica del Estado liberal democrático, que carece de criterios dirimentes en el conflicto intercultural entre las diversas concepciones de vida buena, a las que ofrece un marco procedimental con garantías para su libre despliegue, siempre que no vulneren las reglas mismas, y tampoco puede supeditar la libre competencia en el mercado a supuestos intereses nacionales sin traicionar sus propios principios. Las fronteras nacionales son un contrasentido para la lógica liberal como ha puesto de relieve con cierta ironía J. Carens, quien vuelve la crítica liberal del orden feudal contra la situación de división actual del mundo sancionada por los límites fronterizos. Para los que nacen en Canadá y en Bangladesh el nacimiento condiciona la vida de un modo no menos determinante que en la edad media nacer noble o siervo de la gleba[85]. Pero si el vínculo entre Estado, nación y ciudadanía contraviene de esa manera los principios del proyecto democrático liberal, que fue determinante de la configuración de las estructuras políticas en Occidente, ¿cuál es la razón de este vínculo?

Para esbozar un comienzo de respuesta a esta pregunta habría que tener en cuenta que la relación entre la institución del mercado y su lógica estratégico-instrumental/maximizadora de beneficios, los requerimientos de legitimidad racional derivados del sustento consensual del orden social democrático en el Estado de derecho y la existencia de un pluralismo (voluntarismo) de concepciones de la vida feliz o vida buena en un mundo “desencantado” presenta tensiones y conflictos difíciles de resolver y de los que está poblada la historia de las sociedades modernas. Quizás por este motivo el término más recurrente en esa historia sea el de “crisis”. A este respecto, el mito “Nación” ha supuesto quizás, en su vinculación con el Estado moderno y en contradicción con los principios que éste establece, el vehículo más importante para asegurar la lealtad de los ciudadanos y la integración de los mismos a pesar de los efectos desigualadores y desintegradores de la lógica del mercado[86]. Y de cara a esta función del mito “Nación” resulta indiferente tanto que se considere a las naciones como “comunidades inventadas”[87], “invenciones históricas arbitrarias”[88] o construcciones históricas que necesitan “factores primarios” no inducibles, como que se vea vinculado su surgimiento al del Estado-nación o se considere independiente de él[89]. Lo que resulta interesante es por qué los Estados de derecho modernos, que han ejercido un papel de referente modernizador bastante universal, están vinculados de hecho a la idea de nación y qué papel juega dicha idea en su constitución.

Por un lado el concepto moderno de ciudadanía es indisociable del principio de voluntariedad, dado que el Estado democrático es una asociación de ciudadanos libres e iguales, y en principio el acuerdo democrático en torno al orden social y político debería bastar para garantizar la lealtad al Estado de derecho y los vínculos asociativos y la adhesión a ese acuerdo ser requisito suficiente para admitir un nuevo “socio”. Resulta curioso a este respecto que para la Constitución revolucionaria de 1793, por la que se define la condición de ciudadano francés, bastara con ser adulto y haber vivido en Francia durante un año para que un extranjero obtuviera el derecho de permanencia en el país y los demás derechos activos de ciudadano[90]. Aunque tampoco conviene olvidar que la garantía de la libertad y la igualdad de los ciudadanos reposa para esa misma Constitución en la “soberanía nacional”. En este sentido, sería la misma Asamblea que proclamaba la abolición de la esclavitud la que pronto se apresuraría a impedir su aplicación en las colonias. Los “intereses nacionales” resultaban coincidir con los intereses de explotación de los degradados a “salvajes” y excluidos de la ciudadanía. Pero la contradicción de restringir la libertad y la igualdad al ámbito de la nación revela algo más que la exclusión de los no nacionales, los otros, del disfrute de esos derechos. El recurso a la nación resulta imprescindible también hacia dentro de la comunidad política, cuando la igualdad ha de ser meramente civil y la libertad solamente formal[91]. La nación, independientemente de sus supuestos soportes históricos, lingüísticos, culturales, etc., por lo general discutibles y discutidos, supone la más potente ficción de fraternidad y de soberanía compartida capaz de compensar ideológicamente las desigualdades realmente existentes y los límites también reales a la capacidad de libre autodeterminación de los ciudadanos. La nación es la gran aliada y el complemento del derecho moderno, cuyo artificio de igualdad en droit «libera de la responsabilidad de tomar partido por la justicia (hacia el otro), pero nos vincula a la necesidad de los poderes fácticos»[92]. Lo que revela la presencia de inmigrados y refugiados en las sociedades occidentales, o quizás mejor, la respuesta de esas sociedades a dicha presencia, son los límites de proyecto político democrático que es su seña de identidad y la necesidad del cumplimento todavía pendiente de la igualdad y la libertad contra las poderosas ficciones que las vienen escamoteado hasta el día de hoy.

6. La construcción social del “extraño”: la etnificación de los conflictos sociales

     La extrañeza no es la propiedad natural de una persona o grupo, tampoco una relación objetiva entre personas o grupos, sino una definición de la relación sustentada en una atribución que podía haber sido distinta. Esto es así incluso cuando se adopta como criterio de dicha atribución determinados rasgos diferenciales como la religión, la cultura, la etnia, etc. Existen diferencias que en determinados momentos no tienen gran significado social ni determinan las relaciones de personas y grupos y que en nuevas situaciones se convierten en líneas divisorias mortales entre el “nosotros” y los “extraños”. La colocación de la etiqueta de “extraño” por más que se trata de una atribución, de una construcción social más o menos artificial, puede tener consecuencias muy reales para los que son tipificados de esa manera. Entre los seres humanos, los grupos, las etnias, las culturas y las religiones siempre hay diferencias, pero también rasgos compartidos, semejanzas. La construcción del extraño supone la selección de algunas de esas diferencias como base para la autoidentificación de un sistema de acción, de modo que las semejanzas con los “extraños” se vuelven irrelevantes y esto de manera socialmente vinculante, lo que lleva, como ocurre hoy con la inmigración, a la creación de fobotipos[93]

Los conceptos que en un determinado momento aparecen en los discursos públicos o en los medios de comunicación sirven para la definición de un “nosotros” frente a los “otros” y para la separación y demarcación de ambos grupos, en definitiva para la segregación del “extraño” al servicio de la certeza de lo propio. Los que participan en la construcción de estos conceptos no son muchas veces conscientes de que se trata de “definiciones” y no de diferencias casi “naturales”. Dentro del “nosotros” se presupone una homogeneidad ficticia y se espera conformidad con la misma. Sin embargo, los criterios a la hora de trazar la línea de separación pueden cambiar y cambian de hecho. Seres humanos y grupos se vuelven extraños en un sentido radical por medio de una extrañeza construida, atribuida e institucionalizada que conduce a una percepción dramatizada y generalizada de las diferencias con consecuencias fatales. Esto hace que en la cotidianidad los otros sujetos sean percibidos reductoramente como portadores de rasgos culturales étnicos o religiosos estereotipados.

En la actualidad, bajo las condiciones que establecen los cambios económicos, políticos e ideológicos acelerados, estamos asistiendo tanto en las ciencias sociales como en los medios de comunicación a una creciente etnificación, culturalización y religiosización de los conflictos sociales. Etnia, cultura y religión se han convertido en categorías dominantes tanto en el discurso científico como en el discurso mediático. Se ha impuesto un nuevo culturalismo, es decir, una percepción étnico-religiosa de la vida cotidiana, de las relaciones sociales y de los conflictos internacionales. Si en el orden internacional la tesis de Huntington sobre el “choque de civilizaciones” ha servido para recomponer el esquema “amigo-enemigo” tras el final de la guerra fría, la tesis de Giovanni Sartori[94] sobre pluralismo, multiculturalismo y extranjería, junto a la versión más periodística a cargo de Mikel Azurmendi[95] en el ámbito español, han venido a ofrecer un marco interpretativo de los supuestos conflictos culturales y políticos entre la población de los países receptores de inmigración y aquellos grupos de inmigrantes que presentan características étnicas, culturales y religiosas divergentes de las de la mayoría de dicha población. El grave error de ciertos planteamientos culturalistas es querer culpar al multiculturalismo de la desintegración que viven nuestras sociedades. En vez de atender al papel que juegan las diferencias étnicas y culturales en los mecanismos de estratificación socioeconómica y en la perpetuación de la desigualdad, se estigmatiza la diferencia cultural o religiosa como amenaza del orden democrático.

La estrategia argumentativa de G. Sartori consiste en colocar a los inmigrantes, sobre todo musulmanes, fuera del espacio de pluralismo y tolerancia que supuestamente caracteriza a las sociedades democráticas. Según él, la historia política y cultural del occidente moderno ha supuesto un recorrido desde la intolerancia a la afirmación positiva de la diversidad, pasando por la tolerancia y el respeto del disenso, con el efecto final de un frágil equilibro entre la afirmación de la diversidad y el disenso y la búsqueda de la paz intercultural. Es esta paz la que se ve ahora amenazada por los “abiertos y agresivos enemigos culturales”, por aquellos que presuntamente atacan el pluralismo con su resistencia a la integración en el marco del pluralismo democrático y que deben ser vistos por ello como “contraciudadanos”.

El discurso multiculturalista lo que hace, según Sartori, es enmascarar esta incompatibilidad entre sociedades democráticas y pluralistas, por un lado, y la aceptación tolerante de los “enemigos culturales”, por otro, porque propugna una abstención valorativa frente a las diferencias culturales y una no intervención reguladora del Estado que a la larga destruye las bases del pluralismo y la democracia. La conclusión es obvia: es necesario limitar los flujos migratorios hacia Europa, especialmente de aquellos grupos que, según él, mayor amenaza representan: los pertenecientes a culturas vinculadas con la fe islámica. Estos merecen incluso el calificativo de “inintegrables”.

Sartori caricaturiza el multiculturalismo convirtiéndolo en sinónimo de fundamentalismo culturalista, afirmación dogmática de la inconmensurabilidad de las culturas, defensa del segregacionismo, el relativismo y el aislacionismo, etc. En el punto de mira de estas andanadas de más que dudoso rigor teórico están los “ingenuos” defensores de las minorías inmigrantes, que de ese modo pueden ser calificados como enemigos de la democracia, aunque pueda decirse en su descargo que lo son probablemente de modo inconsciente. El panfleto seudo académico de Sartori ha sido ideado para ofrecer munición a los sectores políticos europeos más reactivos frente al fenómeno migratorio.

Resulta necesario precisar frente al discurso anti-multiculturalista de Sartori dónde se encuentran las dificultades de integración social y cultural de los inmigrantes. Desde su punto de vista, estas provienen de la tendencia a la etnización fideísta de los inmigrantes musulmanes y el respaldo que ésta recibe del multiculturalismo teórico o político más o menos bien intencionado. Dicha tendencia pondría en peligro las posibilidades de laicización de su vida y el reconocimiento del marco jurídico-político occidental como espacio común para la convivencia entre todos los ciudadanos. Pero aunque fuera un hecho la existencia de dicha tendencia en ciertos sectores de la población inmigrante, resulta más que sospechoso que ésta no se ponga en relación con las condiciones sociales, políticas, económicas y culturales de la integración ofrecida por los países receptores, ¿o quizás habría que hablar mejor de la falta de integración? ¿No es necesario desentrañar cuánto hay de defensa de la propia dignidad en las afirmaciones de la identidad cultural o religiosa frente a una sociedad que niega a los inmigrantes la consideración de ciudadanos y los segrega socialmente para hacerlos más vulnerables y explotarlos más a fondo?

Cuando todos los estudiosos del fenómeno migratorio señalan a la etnoestratificación del mercado de trabajo —de la que se derivan una serie de discriminaciones inaceptables para un Estado social de derecho—, a las condiciones legales de acceso a nuestros países —que producen una insoportable e inhumana vulnerabilidad y precariedad jurídica y existencial—, a la segregación y el aislamiento en zonas urbanas degradadas o fuera de los espacios normales de convivencia —que impiden el trato cotidiano, el conocimiento mutuo y el desmonte de los prejuicios—, etc. como las verdaderas causas de la no integración, el discurso antimulticulturalista crea la figura del “inintegrable cultural” para buscar en las víctimas de la segregación la causa de la misma[96]. Ya no resulta necesario discutir sobre los límites y las condiciones que las leyes de extranjería establecen para el acceso a la residencia y al trabajo, sobre las condiciones reales que se imponen a los inmigrantes regularizados o no en el mercado laboral, sobre las oportunidades que se les ofrecen de educación y vivienda, sobre las actitudes y los comportamiento xenófobos contrarios a nuestro ordenamiento constitucional y a la cultura democrática, etc., no, el debate se centra ahora en la amenaza para la cohesión social que supuestamente constituyen los “culturalmente inintegrables”.

Esta es la razón de que Sartori desplace la cuestión del otorgamiento de la ciudadanía plena a los residentes extranjeros en Europa del centro de la discusión. Si el obstáculo está en la diferencia cultural, el objetivo no puede ser otro que buscar la asimilación sin concesión de los derechos de plena ciudadanía, aunque, según se dice, lo que se pretende es asimilar a los valores éticos, jurídicos y políticos de la democracia. El aprendizaje de la lengua, la privatización de las opciones religiosas, la iniciación a los usos democráticos del Estado de derecho, etc. son las fórmulas de la integración, según Sartori. Pero, ¿cómo integrar en unos valores y procedimientos que nuestras sociedades supuestamente democráticas conculcan abusivamente con relación a los inmigrantes? ¿Cómo hablar de libertad e igualdad, de dignidad inalienable de la persona, de equidad de trato, etc. a los que se ven día a día sometidos a discriminaciones y exclusiones en razón exclusivamente de su origen? El problema no son las diferencias culturales, ni siquiera la intolerancia que pueda haber tanto en un lado como en otro, sino la ausencia de un espacio de igualdad y libertad en el que trabajar por el entendimiento y contra el racismo, el suyo y el nuestro.

Toda identidad cultural es una construcción social, abierta y relacional. Para todos los individuos se hace necesaria la mediación simbólica de la pertenencia grupal, pero no existen pertenencias exclusivas y únicas, todas son múltiples y no absolutas. Para escapar a la trampa que suponen tanto el esencialismo cultural como el cosmopolitismo desencarnado, es necesario reforzar la reflexividad de las identidades culturales que las proteja de simplificaciones y reducciones excluyentes. Es necesario hacer valer que todos los seres humanos tenemos una identidad compleja[97] y que ningún grupo o comunidad puede negar el derecho a la “desobediencia cultural”[98]. También es necesario dotar de reflexividad a los mecanismos por los que se construyen las identidades colectivas y el papel del extraño y diferente, o de su estereotipo, en la construcción del “nosotros”.

No conviene olvidar tampoco en la hora presente el papel que los procesos de globalización económica y de debilitamiento del poder de los individuos singulares frente a estructuras sociales cada vez más complejas y prepotentes, más sustraídas a su influjo, tienen en el sentimiento de inseguridad identitaria, en la tentación de explicaciones simplificadoras a los problemas sociales y en las respuestas reactivas y xenófobas ante el “otro”. ¿Cuántas veces a los largo de la historia de Europa hemos vivido esta alianza perversa entre procesos de debilitamiento identitario y estereotipización, inferiorización, segregación del otro identificable como diferente? ¿Cuántas veces la paranoia autovictimizadora del agresor ha sido la antesala de la aniquilación de las víctimas convertidas en chivos expiatorios de supuestos problemas económicos, sociales o culturales?

Por todo esto, las cuestiones relativas a la relación intercultural no pueden plantearse desvinculadas de las cuestiones que afectan a los derechos de los inmigrantes y a su integración efectiva. Si esta vinculación se ignora o se oculta, sólo estaremos contribuyendo a la estigmatización, la estereotipización y al aumento de su vulnerabilidad. Hay que evitar a toda costa el círculo vicioso de la segregación social y la exigencia de asimilación cultural. Pues si el problema se define en estos términos, la sociedad receptora estará planteando unas exigencias, que, no sólo son cuestionables en sí mismas, sino que además son irrealizables bajos las condiciones establecidas. Por ello, es necesario identificar la etnoestratificación del mercado laboral, la segregación residencial y social y la exclusión de la comunidad política como los verdaderos obstáculos del diálogo intercultural, antes que señalar a las diferencias culturales o religiosas como lo que imposibilita el encuentro.

El primer paso para responder adecuadamente al reto de la convivencia intercultural no puede ser otro que el de la plena igualdad jurídica. Evidentemente no es una condición suficiente, pero se trata de un reconocimiento básico sin el que resulta imposible un diálogo en pie de igualdad. La ley de extranjería actual es pues un obstáculo para la integración y no su supuesta condición de posibilidad, como proclama machaconamente el gobierno. Los hechos son suficientemente elocuentes al respecto. En el marco que ella establece el encuentro entre culturas se produce bajo asimetrías que convierten las diferencias en fuente y coartada de desigualdades y exclusión, más que un enriquecimiento mutuo. Hoy se abre una oportunidad inigualable en el horizonte de la integración europea. Frente a una ciudadanía de las nacionalidades, cabría plantearse una ciudadanía europea para todos los residentes que comprendiera los mismos derechos y libertades para inmigrantes y residentes nacionales[99].

El segundo paso tiene que ver con la educación intercultural. Pero ésta no puede estar basada en un folclorismo superficial ni en una idealización acrítica del otro. Si algo merece la pena recuperar de la tradición cultural de occidente en relación con el diálogo intercultural quizás sean las diferentes narraciones y discursos coincidentes en la afirmación de la dignidad inalienable de todo ser humano[100]. Reconocida ésta, las singularidades culturales no son un impedimento para la afirmación del otro en su diferencia, pero tampoco se incurre en una sacralización ingenua de la misma, como si en toda cultura no existiesen contradicciones y tendencias encontradas entre la defensa del individuo singular y su sometimiento o explotación. Desde ahí es posible combatir los estereotipos y los prejuicios acerca de los inmigrantes y crear el clima en el que estos perciban que la llamada a participar en la construcción de nuestras sociedades democráticas es más que pura retórica.

Sólo sobre esta doble base de la igualdad jurídica y de la educación intercultural es posible hacer realidad un reconocimiento social que acepte sin miedos ni recelos los rasgos culturales o religiosos diferenciadores de los colectivos de inmigrantes y promueva al mismo tiempo los derechos humanos individuales de los miembros de dichos colectivos. Se trata del reconocimiento que refuerza la resistencia frente a todo tipo de discriminación en el acceso al trabajo, la vivienda u otros servicios, frente a condiciones de trabajo y retribuciones salariales desiguales, frente a todo tipo de exclusión o desventaja en la participación en los bienes económicos, sociales, culturales, etc. producidos por la sociedad. Sólo cuando se dan estas condiciones existe garantía de que los debates sobre las diferencias culturales no son coartadas para la injusticia o la discriminación. 

7. Acoger al inmigrante: reflexiones ético-políticas 

Quizás convendría comenzar la reflexión ético-política sobre los retos y tareas descritos hasta aquí abordando las insuficiencias de la figura ética del egoísmo ilustrado. Como ya hemos visto el enfoque dominante en la percepción de los flujos migratorios bien podría describirse con el calificativo de instrumental. El inmigrante es visto fundamentalmente como fuerza de trabajo para un mercado interno con demandas adicionales a pesar del paro estructural[101] o como reequilibrador demográfico que puede compensar el envejecimiento y la disminución de la población “autóctona”[102]. La ventaja que presentaría la figura ética del egoísmo ilustrado, según sus defensores, es que no necesita apelar a otros recursos morales diferentes del interés y el beneficio propios, que en realidad son las orientaciones fácticamente determinantes de la acción en nuestra sociedad. Bastaría con ilustrar sobre aquello que a largo plazo más beneficia al propio interés.

Así, el esfuerzo por la integración de los inmigrantes podría basarse, según este planteamiento, en un egoísmo “bien entendido”, en el reconocimiento de la necesidad de mano de obra extranjera. Habría que argumentar ante la población autóctona haciéndole reconocer el beneficio que supone la presencia “controlada” de inmigrantes. Apoyados en los pronósticos de los expertos que anuncian tensiones en el mercado de trabajo y en la ratio de capacidad de mantenerse las tendencias demográficas, cabría hacer plausible para la mayoría de la población lo beneficioso de la contribución de los inmigrantes al aseguramiento de nuestras futuras pensiones, lo beneficioso del engrosamiento de la reserva de mano obra para el buen funcionamiento del mercado de trabajo, lo beneficioso de la disponibilidad de los inmigrantes a aceptar condiciones de trabajo especialmente precarias para cubrir puestos de trabajo poco deseados por los nacionales, etc.

Esta forma de argumentar a partir de los intereses de los nacionales conlleva una reducción éticamente inadmisible de los inmigrantes a puros objetos. Apelar al egoísmo razonable no es capaz de fundamentar la exigencia de que los otros no sean considerados simplemente como fuente de amenaza o de beneficio y, lo que es más importante, de que tengan que ser admitidos como “socios” con los mismos derechos en la concepción, planificación y ejecución de los proyectos políticos que afectan a todos. El interés propio y el cálculo de beneficios nada dice sobre los procedimientos y la igualdad de condiciones de los afectados por las decisiones que supuestamente respetan ese interés. Ante los retos que plantea la forma actual de responder a los flujos migratorios no basta un planteamiento que define la integración desde los intereses y necesidades de la comunidad política receptora, comunidad que sería la única con capacidad decisoria para establecer el control de los flujos y la dosificación de los derechos conforme a una jerarquía de tipos de pertenencia.

Como ha señalado Pons i Ribas el discurso sobre la integración social de los inmigrantes resulta insuficiente si queremos superar una cosificación de los inmigrantes que los reduce a objeto de planificación política y administrativa. Convendría hablar mejor «de construir una sociedad integrada, de un movimiento que apunta en dos direcciones: la sociedad de acogida y los inmigrantes que a ella llegan»[103]. No basta un contrato de extranjería formulado desde unos supuestos intereses nacionales y basado en una estratificación en la titularidad de la ciudadanía, es necesario replantear el mismo contrato de ciudadanía desde la significativa presencia de los inmigrantes[104], teniendo en cuenta que esa estratificación y la gradación en los derechos y deberes ligados a ella choca con la concepción igualitaria de la ciudadanía moderna y con su vinculación irrenunciable a los mecanismos de representación política[105].

Para lograr este replanteamiento del contrato de ciudadanía resulta necesario superar la determinación exclusiva de los individuos por el interés propio y dar cabida a los requerimientos de la moral como ámbito libre de esa determinación. La racionalidad moral tiene sus exigencias propias: la inviolabilidad de la dignidad de todo ser humano y la universalidad de las normas morales. En el carácter de fin en sí mismo de todo ser humano debería encontrar la lógica estratégico-instrumental del mercado un límite infranqueable. Con la exigencia de universalización de la afirmación de la dignidad de todo ser humano se debería poder poner coto al interés propio como motor de la acción. Esto significa que los sujetos han de reconocerse no sólo como fuente de intereses, sino también como portadores de dignidad, la que les confiere su libertad y racionalidad.

Desde esta perspectiva debería ser posible exigir del estado democrático una igualdad de trato para todos los habitantes y de los habitantes de la sociedad el establecimiento de relaciones de reconocimiento recíproco[106]. Sin embargo, nos encontramos atrapados en una cierta circularidad argumentativa. Pues la persona humana y su dignidad no es verdadero soporte de la ciudadanía plena, sino que más bien es ésta última la que sustenta el reconocimiento de un ser humano cualquiera como persona. La persona no es un universal antropológico, como a veces se pretende, sino una construcción social fruto de procesos sociales y culturales, que sin vinculación con una codificación política reguladora carece de efectividad. Esto es lo que permite la existencia de condiciones de negación de los derechos humanos en espacios supuestamente democráticos, condiciones que tienen una funcionalidad económica o social. En todos estos espacios encontramos formas de inclusión excluyente.[107] «La ciudadanía (el conjunto de derechos de quien está legítimamente incluido en un ordenamiento) es, pues, condición exclusiva de la personalidad social, y no viceversa, como proclaman tanto el sentido común filosófico como aquellas declaraciones o convenciones internacionales que afirman o reafirman los “derechos universales del hombre o de la persona”»[108].

La construcción en Occidente de una sociedad civil en la que quedara superado el carácter determinante de las relaciones primarias y se establecieran procedimientos abstractos de asignación y reparto de las posiciones sociales y de distribución de los bienes económicos, sociales, políticos y culturales, el establecimiento de esta forma especial de socialización, ha ido indisolublemente unida al problema del establecimiento de las fronteras de la comunidad política para la que tienen validez dichos procedimientos, así como al problema de la asimetría y la desigualdad real que sobrevivían y se perpetuaban a través suyo. El dilema de la cultura política moderna nace de la contradicción entre una lógica interna que apunta a la universalización igualitaria y una praxis que delimita el ámbito de validez a la comunidad nacional y establece formas de integración discriminadora de sujetos aceptados en el territorio, pero excluidos de la ciudadanía plena, o que poseyendo una titularidad formal de ciudadanía, ven negada o mermada la ciudadanía sustantiva. Los defensores del universalismo jurídico como regulación supuestamente neutral frente a las diferencias étnicas, culturales, sexuales o religiosas, no perciben su debilidad «para soportar el peso de las diferencias irreductibles y para definir las modalidades de una cooperación entre “diferentes” que no se resuelva en la neutralidad aparente del intercambio»[109].

El artificio de la igualdad formal, por más que pueda servir de regulador contrafáctico de las desigualdades reales, no es suficiente para formular, en relación con la inmigración, un proyecto de sociedad integrada basada en el “reconocimiento” y la “inclusión”[110]. El punto de partida ha de ser otro: la exigencia de justicia que nace de la experiencia de histórica de explotación y opresión, de la experiencia de discriminación y del sufrimiento que genera, unidas al sentimiento y la conciencia de que ambas no deben ser. Sólo hay exigencias de justicia verdaderamente universales cuando hay víctimas que se reconocen a sí mismas o son reconocidas por otros como tales, como víctimas. Y su sufrimiento es experimentado como un atentado a su dignidad, como algo que no debe ser.  Esta experiencia fontal de la ética es, como ha visto E. Lévinas, un “acontecimiento” que no puede ser deducido desde el pensamiento, sino que necesita de una irrupción de la realidad del otro que trasciende los límites trazados por un marco de derechos y obligaciones recíprocos definido conceptualmente. Es esa irrupción, en su concreción, la que me obliga[111]. Así pues, el punto de partida de la moral es el grito a veces sofocado, otras ignorado, de los sufrientes, de los oprimidos y excluidos, que por su condición de excluidos se encuentran fuera del marco institucional donde los sujetos incluidos pueden hacer valer sus intereses y pretensiones morales o ejercer con más o menos éxito su crítica frente a las condiciones no equitativas de dicho marco[112].

R. Mate ha llamado la atención sobe la diferencia entre una intersubjetividad simétrica y una asimétrica. Esta última se refiere a la relación entre sujetos desiguales por lo que se respecta a sus competencias, a su libertad y a sus posibilidades de hacerse valer. En este sentido, se trataría de no sucumbir al artificio de la igualdad jurídica, sino de convertir la intersubjetividad asimétrica en el fundamento de una teoría de la reconciliación que haga justicia a la situación real de los sujetos. «La reconciliación entre desiguales supone una ruptura del consenso existente, ya que éste se ha logrado al precio de la desigualdad que se trata de superar. [...] Es decir, la reserva crítica a la que puede recurrir el no-sujeto en su lucha por el reconocimiento no consiste en un momento de fuerza, sino de fracaso»[113]. El punto de vista privilegiado para juzgar sobre la justicia es esta perspectiva de la víctima.

Evidentemente aceptar la interpelación que viene del sufrimiento exige ir más allá de la conmiseración paternalista. El “apriori del sufrimiento” exige la mediación del análisis de las causas del sufrimiento y supone establecer una asimetría frente a la asimetría reinante contra la víctima: hay que concederle a ésta una autoridad que rompa un supuesto marco de “igualdad formal de oportunidades”, bajo el que se ha fraguado su exclusión. Acogida y reconocimiento inclusivo no son una alternativa a la justicia, sino la fuente de una nueva forma de comprender la justicia, de superar un punto de vista meramente formal/procedimental por un punto de vista material con el fin de acabar con la situación que genera las víctimas y sus sufrimientos[114].

Pero ¿cómo se genera una solidaridad acogedora y reconocedora con las víctimas? A diferencia de lo que ha venido sosteniendo la ética de tradición kantiana, la agitación espontánea por la existencia del sufrimiento no tiene su origen en la razón legisladora, sino en la angustia física y en el sentimiento de solidaridad con los sufrientes. Esta es la puerta de la moralidad[115]. En cuanto impulso moral, esa agitación espontánea tiene su manifestación en una urgencia y una impaciencia frente a la injusticia, que se resisten a un aplazamiento de la acción por motivos de racionalización o fundamentación. Se trata de un impulso moral al que precede la conmoción, el trastorno de un orden en el que el yo es soberano. Sin interrupción, sin quebranto, sin exterioridad reconocida no hay respuesta, no hay responsabilidad frente al otro. Su irrupción en el rostro del huérfano, la viuda o del extranjero, por citar la tríada bíblica, «perturba necesariamente la quietud del yo; le impide cualquier reposar en una esencia bien definida y todo arraigo en la tierra; le dice que su patria no es el ser, sino el otro lado del ser: allí donde la inquietud por el Otro predomina sobre el cuidado que tiene de sí propio un ser, allí donde la responsabilidad no admite contemporizaciones ni discusiones; allí, en fin, donde posesiones, títulos, riquezas, revelan su precariedad extrema y, sobre todo, su radical insuficiencia para hacer emerger lo humano»[116].

El extranjero, el extraño, posee ese carácter perturbador de un modo singular. Aparece, por un lado, como lo seductor, como brindando la posibilidad de escapar a las rutinas y los hábitos pesados, la posibilidad de enriquecimiento y estimulación, de aventura y novedad. Pero, por otro lado, se le percibe como amenaza, como enemigo potencial. Sus formas de vida divergentes de las nuestras pueden hacen peligrar nuestras interpretaciones y códigos simbólicos habituales, perturban los hábitos culturales y cuestionan la “normalidad” establecida, por eso el anhelo de normalidad y el miedo frente al extraño van tan unidos. Pero en realidad esa “normalidad” es una construcción que esconde la alteridad fundamental de todo otro ser humano. La extrañeza no es una cuestión sólo de inmigración y de diferencias culturales, étnicas o religiosas, sino un rasgo estructural en la experiencia de cada uno de nosotros. La ética de la acogida no pretende más que contribuir a que nos abramos hacia lo otro y los otros que reclaman nuestra responsabilidad, nuestra respuesta, como camino de humanidad.


 

[1]Es importante atender al carácter de “construcción social” de las categorías con las que se estructura la realidad y que tiene efectos reales sobre ella, muy especialmente a los procesos de construcción de las figuras sociales. Las clasificaciones que resultan de dichos procesos y que definen la identidad del “nosotros” y la alteridad de los “otros” inmigrantes esconden luchas por la distribución del poder y de los recursos económicos, políticos, culturales, etc. (cfr. S. Gil Araújo: «Políticas públicas como tecnologías de gobierno. Las políticas de inmigrantes y las figuras de la inmigración», en: C. Clavijo y M. Aguirre (eds.): Políticas Sociales y Estado de bienestar en España: las migraciones. Informe 2002. Madrid: Fundación del Empleado 2002, 147ss).

[2] Cfr. B. Sutcliffe: Nacido en otra parte. Un ensayo sobre la migración internacional, el desarrollo y la equidad. Bilbao: Hegoa 1998, 52ss.

[3] Colectivo IOÉ: Inmigrantes, trabajadores, ciudadanos. Una visión de las migraciones desde España. Valencia: Serv. Publi. Uni. Valencia 1999, 14s.

[4] J. Canals Sala: «Invenciones y realidades en la construcción del inmigrante como problema», en: Mª J. Escartin/Mª D. Vargas (eds.): La inmigración en la sociedad actual. Una visión desde las ciencias sociales. Alicante: Librería Compas 1999, 59-89.

[5] M. Pajares: La inmigración en España. Retos y propuestas. Barcelona: Icaria 1998, 235ss.

[6] U. Martínez Veiga: La integración social de los inmigrantes extranjeros en España. Madrid: Trotta 1997, 222.

[7] P. C. Emmer: «European Expansion and Migration: The European Colonial Past and Intercontinental Migration; an Overview», en: P.C. Emmer - M. Mörner (eds.): European Expansion and Migration: Essays on the Intercontinental Migration from Africa, Asia and Europe. Nueva York: Berg 1992, 1-12.

[8] J. F. Troyano Pérez: Los otros emigrantes. Alteridad e inmigración. Málaga: Univ. Málaga 1998, 34.

[9] M. Montejano Marquina: «Inmigración, extranjería. Ley o discriminación», en: Mª D. Vargas Llovera/J.M. Santacreu Soler (coords.): Antropología e historia contemporánea de la inmigración en España. Alicante: Univ. de Alicante 1999, 12; Colectivo IOÉ: Op. cit. 1996, 45ss.

[10] B. Sutcliffe: Op. cit., 1998, 56s.

[11] Mª L. Espada Ramos: ¿Europa abierta? La inmigración y el asilo en la Unión Europea. Granada: Instituto Municipal de Formación y Empleo 1997.

[12] A. Geddes: Immigration and European integration. Manchester/Nueva York: Manchester University Press 2000.

[13] J. De Lucas: Puertas que se cierran. Europa como fortaleza. Barcelona: Icaria1996.

[14] Cfr. Col. IOÉ: Op. cit., 1999, 33.

[15] C. Blanco: Las migraciones contemporáneas. Madrid: Alianza 2000, 134.

[16] A. Gil Araújo: «Migraciones, conflictos y mundialización», en: M. Aguirre et al. (eds.): ANUARIO CIP 2000: Globalización y sistema internacional. Barcelona: Icaria 2000, 13; H. Fassmann/R. Münz (1996): «Europäische Migration - Ein Überblick», en: Id./Id. (eds.): Migration in Europa. Historische Entwicklung, aktuelle Trends und politische Reaktionen. Fráncfort/Nueva York: Campus 1996, 9-52.

[17] A. Izquierdo: La inmigración inesperada. La población extranjera en España (1991-1995). Madrid: Trotta 1996, 211ss; A. Domingo y Valls/ R. Osácar: «Población inmigrada extranjera en España: Borrosidad estadística y visibilidad social», en: Mª J. Escarpín/Mª D. Vargas (eds.): Op. cit., 1999, 91ss.

[18] C. Carrasco Carpio: «Economía sumergida y trabajo inmigrante», en: Migraciones 4 (1998), 16.

[19] Colectivo IOÉ: «Panorámica de la inmigración en España», en: Documentación Social, nº 121 (2000), 85.

[20] M. E. Ramírez Goicoechea: Inmigrantes en España: Vida y Experiencias. Madrid: CIS/Siglo XXI 1996.

[21] C. Mayeur: «Discursos y prácticas migratorias: contradicciones, hipocresías y efectos perversos de la políticas actuales», Migraciones 2 (1997), 9-26.

[22] SOPEMI: Trends in international migration: Annual Report 1998. Paris/ OCDE 1999, 61.

[23] A. Gil Araújo: Op. cit., 2000, 134; C. Solé: «La irregularidad laboral de la inmigración extracomunitaria», en: Migraciones 1(1997), 28.

[24] P. Stalker: Workers without frontiers. The impact of the globalization on international migration.Ginebra: ILO 2000.

[25] F. Checa Olmos: «Las migraciones como fenómeno sociocultural. Una apuesta para su comprensión», en: Mª J. Escarpín/Mª D. Vargas (eds.): Op. cit. 1999, 21.

[26] B. López García/A. Ramírez: «¿España es diferente? Balance de la inmigración magrebí en España», en: Migraciones 1 (1997), 53; para un análisis pormenorizado de la irregularidad cfr. Colectivo IOÉ, Op. cit. 1999, 92ss.

[27] A. Bastanier/F. Dassetto: Immigrations et nouveaux pluralismes. Une confrontation des sociétés. Bruselas: Éditions Universitaires et De Boeck Université 1990, 18s.

[28] J. Arango Vila-Belda: «La inmigración en España a comienzos del siglo XXI: un intento de caracterización», en: F.J. García Castaño/C. Muriel López: La inmigración en España. Contextos y Alternativas. Granada: Laboratorio de Estudios Interculturales (Univ. Granada) 2002, Vol. II, 59.

[29] M. Ambrosini: «Intereses ocultos: la incorporación de los inmigrantes a la economía informal», en: Migraciones 4 (1998), 136.

[30] C. Solé: Op. cit. 1997, 32ss.

[31] Colectivo IOÉ: «Inmigración y trabajo: hacia un modelo de análisis. Aplicación al sector de la construcción», en: Migraciones 4 (1998), 42.

[32] Colectivo IOÉ: Op. cit. 1999, 86ss; Para un análisis más pormenorizado del cliché de la “criminalidad” en relación con la inmigración cfr. Daniel Wagman: «Imágenes sobre la inmigración. Estadística, delito e inmigrantes», en: Mugak, 19 (2002).

[33] B. Sutcliffe: Op. cit. 1998, 84.

[34] J. Canals Sala: Op. cit. 1999, 79.

[35] U. Martínez Veiga: Op. cit. 1997, 231; J. L. Simon: «Sobre las consecuencias económicas de la inmigración: lecciones para las políticas de inmigración», en: G. Malgesini (comp.): Cruzando fronteras. Migraciones en el sistema mundial. Barcelona: Icaria 1998, 265-288; C. Carrasco: «El impacto económico de la inmigración: incorporación al mercado de trabajo formal e informal», en: Centro Pignatelli (ed.): La inmigración una realidad en España. Zaragoza: Departamento de Cultura y Turismo 2002, 189-213.

[36] S. Castles/G. Kosack: Los trabajadores inmigrantes y la estructura de clases en la Europa occidental. México: FCE 1984, 550.

[37] Cfr. Luis V. Abad Márquez: «Trabajadores inmigrantes en las economías avanzadas. La paradoja de la demanda adicional en mercados con exceso de oferta», en: F.J. García Castaño/C. Muriel López: Op. cit. 2002, Vol. II, 459-467.

[38] Y. Herranz: «Inmigración e incorporación laboral», en: Migraciones 8 (2000), 127-163; U. Martínez Veiga (1998): «La competición en el mercado de trabajo entre inmigrantes y nativos», en: Migraciones 3 (1998), 9-30.

[39] Colectivo IOÉ: Op. cit. 1999, 104.

[40] A. Lorca/M. Alonso/L.A. Lozano: Inmigración en las fronteras de la Unión Europea, Madrid: Encuentro1997, 60.

[41] Cfr. J. A. Fernández Cordón: «El futuro demográfico y la oferta de trabajo en España», en: Migraciones 9 (2001), 66.

[42] PNUD: Informe sobre desarrollo humano 1999. Madrid: Mudi-Prensa 1999, 3; cfr. J. A. Zamora: «Globalización y cooperación al desarrollo: Desafíos éticos», en: Foro I. Ellacuría. Solidaridad y Cristianismo: La globalización y sus excluidos. Estella: Verbo Divino, 158ss.

[43] A. Gil Araújo: Op. cit. 2000, 115.

[44] M. Castells: La era de la información. Economía, sociedad y cultura. Vol. II. El poder de la identidad. Madrid: Alianza 1998, 45.

[45] Colectivo IOÉ: Op. cit. 1999, 103.

[46] B. Sutcliffe: Op. cit. 1999, 132.

[47] J. Goytisolo/S. Naïr: El peaje de la vida. Integración o rechazo de la emigración en España. Madrid: Aguilar/El País 2000, 46.

[48]PNUD: Informe sobre desarrollo humano 1998. Madrid: Mudi-Prensa 1998, 63.

[49] M. Castells: Op. cit. 1998, 31.

[50] J. Goytisolo/S. Naïr: Op. cit. 2000, 79.

[51] B. Sutcliffe: Op. cit. 1998, 131.

[52] S. D. Massey et. al.: «Theories of international migrations: a review and appraisal», en: Population and development Review 19/3 (1993), 432.

[53] A. R. Zolberg: «The next waves: migration theory for a changing world», en: International Migration Review 23/3 (1989), 403s; G. Malgesini: «Introducción», en: G. Malgesini (comp.): Op. cit. 1998, 11ss.

[54] A. Portes: «Immigration Theory for a New Century: Some Problems and Opportunities», en: International Migration Review 31/4 (1997), 799-825.

[55] M. J. Piore: Birds of passage: migrant labor and industrial societies. Cambridge: CUP 1979.

[56] O. Stark: The migration of labor. Cambridge: Basil Blackwell 1991.

[57] E. Mc. Petras: «The global labor market in the modern world-economy», en: M. Kritz et. al. (eds.): Global trends in migration: theory and research on international population movements. Nueva York: Center for Migration Studies 1981, 44-63.

[58] A. Komlosy et al. (eds.): Ungeregelt und unterbezahlt. Der informelle Sektor in der Weltwirtschaft. Fráncfort/Viena: Brandes & Apsel/Südwind 1997.

[59] M. Boyd: «Familiy and personal networks in international migration: recent developments and new agendas», en: International Migration Review 23/3 (1989), 641.

[60] D. T. Gurak/F. Caces: «Redes migratorias y la formación de sistema de migración», en: G. Malgesini (comp.): Op. cit. 1998, 80s.

[61] L. Pries (ed.): Transnationale Migration. Soziale Welt. Vol. esp. 12. Baden-Baden: Nomos 1997.

[62] H. Zlotnik: «La migración de mujeres del sur al norte», en: G. Malgesini (comp.): Op. cit. 1998, 113-145.

[63] F. Checa Olmos: «Las migraciones como fenómeno sociocultural. Una apuesta para su comprensión», en: Mª J. Escartín/Mª D. Vargas (eds.): Op. cit. 1999, 20ss.

[64] M. E. Ramírez Goicoechea: Op. cit. 1996; C. Manzanos Bilbao: El grito del otro: arqueología de la marginación racial. Madrid: Tecnos 1999.

[65] G. Malgesini: «Dilemas de la movilidad. Inmigración y refugiados en España y la CE», en: G. Malgesini et al.: Extranjeros en el paraíso. Barcelona: Virus 1994, 14.

[66] L. Díez Bueso: «El régimen jurídico de la inmigración en España: contexto, texto y pretexto», en: Documentación Social, nº 121 (2000), 161-182; P. Aguel: «Los derechos y libertades de los extranjeros: análisis crítico del marco jurídico español », en: Centro Pignatelli (ed.): Op. cit. 2002, 325-369.

[67] Según Ángel G. Chueca Sancho, la Ley de Extranjería viola la convención europea de derechos humanos, los pactos de la ONU, la convención de derechos del niño y el convenio nº 87 de la OIT, cfr. «Los derechos humanos de los extranjeros en Europa: entre el respeto y la discriminación», en: Centro Pignatelli (ed.): Op. cit. 2002, 259.

[68] M. A. Alegre Canosa: «Las políticas inmigratorias», en: J. Adelantado (coord.): Cambios en le Estado del Bienstar. Políticas sociales y desigualdades en España. Barcelona: Icaria 2002, 387.

[69] Colectivo IOÉ: «Perspectiva laboral de la inmigración en España», en: Documentación Social, nº 121 (2000), 105ss.

[70] I. Wallerstein: «Universalismo, racismo y sexismo, tensiones ideológicas del capitalismo», en E. Balibar y I. Wallerstein: Raza, nación y clase. Madrid: IEPALA 1991, 58.

[71] Colectivo IOÉ: Op. cit. 1999, 121.

[72] M. Pajares: Op. cit. 1998, 219.

[73] J. Sánchez Miranda: «Los inmigrantes: ¿nuestros últimos esclavos? Un sector laboral segregado», en: Éxodo, nº 55 (2000), 12-20.

[74] U. Martínez Veiga: Pobreza, segregación y exclusión espacial. La vivienda de los inmigrantes extranjeros en España. Barcelona: Icaria 1999, 17.

[75] Op. cit., 23

[76] M. Wieviorka: El espacio del racismo. Barcelona: Paidós 1992, 112.

[77] T. San Román: Los muros de la separación. Ensayo sobre alterofobia y filantropía. Madrid: Tecnos 1996, 18.

[78] M. Pajeres: Op. cit., 1998, 95s.

[79] Colectivo IOÉ: Op. cit., 1999, 171ss.

[80] H. C. Silveira Gorski: «La vida en común en sociedades multiculturales. Aportaciones para un debate», en: H. C. Silveira Gorski (ed.): Identidades comunitarias y democracia. Madrid: Trotta 2000, 17.

[81] E. Balibar: Les frontières de la démocratie. Paris: La Découverte 1992, 13s.

[82] F. Oliván: El extranjero y su sombra. Crítica del nacionalismo desde el derecho de extranjería. Madrid: San Pablo 1998.

[83] G. Agamben: «Política del exilio», en: H. C. Silveira Gorski (ed.): Op. cit. 2000, 86.

[84] J. A. Dal Lago: «Personas y no personas», en: H. C. Silveira Gorski (ed.): Op. cit. 2000, 139.

[85] J. Carens: «Migration and morality: a liberal egalitarian perspective», en: B. Barry - R. Goodin (eds.): Free Movement: ethical issues in the international migration of peopel and of money. Pensilvania: The Pensylvania State Uni. Press 1992, 26s.

[86] A. M. Iacono: «Raza, nació, pueblo: caras ocultas del universalismo», en: H. C. Silveira Gorski (ed.): Op. cit. 2000, 107.

[87] B. Anderson: Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism. Londres: Verso 1983.

[88] E. Gellner: Naciones y nacionalismos. Madrid: Alianza 1997.

[89] M. Castells: Op. cit. 1998, 50ss.

[90] J. A. Coleman: «Una nación de ciudadanos», en: Concilium, nº 262 (1995), 78.

[91] F. Oliván: Op. cit. 1998, 35.

[92] P. Barcellona: «El vaciamiento del sujeto y el regreso del racismo», en: H. C. Silveira Gorski (ed.): Op. cit. 2000, 124.

[93] J. de Lucas: «Algunas propuestas para comenzar a hablar en serio de política de inmigración», en: J. de Lucas y F. Torres (eds.): Inmigrantes: ¿cómo los tenemos? Algunos desafíos y (malas) respuestas. Madrid: Talasa 2002, 25.

[94] G. Sartori: La sociedad multiétnica. Extranjeros e islámicos. Apéndice actualizado. Madrid. Taurus 2002.

[95] M. Azurmendi: «Inmigrar para vivir en democracia», en: El País, 22-1-2002; M. Azurmendi: «Democracia y cultura», en: El País, 23-2-2002.

[96] I. Álverez: «La construcción del inintegrable cultural», en: J. de Lucas y F. Torres (eds.): Op. cit. 2002, 169-195.

[97] A. Maalouf: Identidades asesinas. Madrid: Alianza 1999.

[98] R. Fornet-Betancourt: «Supuestos filosóficos del diálogo intercultural», en: http://www.polylog.org/them/1.1/fcs2-es.htm 2002.

[99] J. de Lucas: «Ciudadanía y Unión Europea intercultural», en: Anthropos nº 191 (2001), 93-116.

[100] A. Finkielkraut: La humanidad perdida. Ensayo sobre el siglo XX. Barcelona: Anagrama 1998.

[101] L. V. Abad Márquez: Op. cit. 2002.

[102] J. A. Fernández Cordón: Op. cit. 2001.

[103] Q. Pons i Ribas: Mi vecino Hassan. Tres aproximaciones al fenómeno de la inmigración. Barcelona: CiJ 2002, 13.

[104] J. de Lucas: «La herida original de las políticas de inmigración. A proposito del lugar de los derechos humanos en las políticas de inmigración», en: Isegoría, nº 26 (2002), 78ss.

[105] A. M. López Sala: «Los retos políticos de la inmigración», en: Isegoría, nº 26 (2002), 97ss.

[106] H. C. Silveira Gorski: Op. cit. 2000, 34.

[107] G. Agamben: Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-textos 1998.

[108] A. dal Lago: Op. cit. 2000, 135.

[109] P. Barcellona: Op. cit. 2000, 119.

[110] H. C. Silveira Gorski: Op. cit. 2000, 34ss.

[111] E. Lévinas: Dios que viene a la idea. Madrid: Caparros 1995, 128, A. Finkielkraut: Op. cit. 1998, 34.

[112] E. Dussel: «La razón del otro. La “interpelación” como acto de habla», en: E. Dussel (comp.): Debate en torno a la ética del discurso de Apel. Diálogo Norte-Sur desde América Latina. México: Siglo XXI 1994, 65ss.

[113] R. Mate: Mística y política. Estella: Verbo Divino 1990, 55.

[114] J. García Roca: Exclusión social y contracultura de la solidaridad. Prácticas, discursos y narraciones. Madrid: HOAC 1998, 56ss.

[115] R. Mate: Memoria de Occidente. Actualidad de pensadores judíos olvidados. Barcelona: Anthropos 1997, 243ss.

[116] C. Chalier: Levinas. La utopía de lo humano. Barcelona: Riopiedras 1995; cit. según F. Bárcena/J.-C. Mèlich: La educación como acontecimiento ético. Natalidad, narración y hospitalidad. Barcelona: Paidós 2000, 139.