José A. Zamora

 


«Theodor W. Adorno. Un pensador para nuestro tiempo»

en: Vida Nueva, (Pliego) n.º 2.426, 29 de mayo 2004, 23-30.


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Spiegel: Señor Profesor, hace dos semanas el
mundo todavía parecía estar en orden...

Adorno: A mí no.

 

Así comenzaba una entrevista realizada por el prestigioso semanario alemán Der Spiegel a Theodor W. Adorno tres meses antes de su fallecimiento el 6 de agosto de 1969. El telón de fondo de la misma lo constituían las revueltas estudiantiles que conmocionaron la opinión pública no sólo en Alemania. El movimiento de protesta estudiantil, del que Adorno se había convertido, quizás involuntariamente, en uno de sus inspiradores, parecía poner en cuestión un orden y una normalidad arduamente conquistados tras la segunda guerra mundial. Europa había experimentado un período de crecimiento económico extraordinario. La sociedad dejaba atrás los horrores de la guerra y la miseria de los primeros años de la posguerra e parecía instalarse en un período de bienestar creciente sin sombras en el horizonte, a no ser las que emergían de la confrontación con el bloque soviético o lo que entonces se denominaba "la amenaza comunista".

Y, sin embargo, los procesos de descolonización y las confrontaciones bélicas en los países del Tercer Mundo condicionadas por la guerra fría entre los dos bloques, la escalada armamentista que determinaba sus relaciones, los rasgos autoritarios que emergían en las sociedades occidentales apenas ocultables por una retórica democrática cada vez más esclerotizada y vacía, la reducción de la moral convencional a pura cáscara por el triunfo de un estilo de vida dominado por el nuevo consumismo, las complicidades y más que complicidades de los países industrializados con gobiernos y gobernantes autoritarios con el fin de garantizar los intereses económicos de las grandes empresas transnacionales, la subordinación de los objetivos de justicia e igualdad para las masas empobrecidas del planeta a dichos intereses, etc., todo esto ya no podía ser ocultado por el aparente brillo de la prosperidad reinante en las sociedades que se llamaban a sí mismas democráticas.

Los estudiantes que salían a las calles y protestaban contra el "orden establecido" en Berkeley, Paris o Berlín eran vistos por la mayoría de la opinión pública como aguafiestas, hijos consentidos de una generación sacrificada para garantizar su bienestar, narcisos ingenuos que se convertían en colaboradores, en el mejor de los casos involuntarios, de los regímenes comunistas, poniendo así en peligro el orden de libertades occidental, etc. Como expresa el periodista al comenzar la entrevista, el mundo "estaba en orden" y ese orden había sido roto por la protesta estudiantil. Adorno le corta y con ello revela el planteamiento implícito en su forma de preguntar. El mundo no estaba en orden o, en todo caso, ese orden roto por la protesta estudiantil, de cuyos límites y contradicciones Adorno era singularmente consciente, esconde un desorden de injusticia que genera dolor y sufrimiento, aniquilación de vidas humanas, desorden que constituye el reverso de un bienestar y una prosperidad proporcionado a una minoría por un sistema económico que agranda las desigualdades y subordina los fines éticos y políticos universales al objetivo sagrado de la acumulación.

Este episodio de los días finales de la vida de Adorno, que el último 11 de septiembre habría cumplido cien años, muestra a las claras que las conmociones que vive la opinión pública no pueden ser tomadas ingenuamente como reflejo cabal de lo que acontece en el mundo. Es frecuente que acontecimientos extraordinarios, acontecimientos que rompen la percepción dominante del mundo y su esperable evolución, generen una conciencia de excepcionalidad y ruptura. Infinidad de discursos se adornan hoy con referencias más o menos afectadas a los atentados del once de septiembre contra las Torres Gemelas. El mundo, la política, la información, la educación, .... tras el once de septiembre. Ya nada es igual. Es necesario cambiar nuestra forma de ver esas realidades y de afrontar el futuro. Así suena el discurso dominante.

La sensación arraigada de seguridad ha sido vapuleada, ¿pero una sensación de seguridad de quién? ¿Cuántas personas se veían afectadas en el mundo ya antes del 11-S por la inseguridad alimentaria, por una violencia endémica de entornos sociales degradados, por los innumerables conflictos bélicos? Una nueva amenaza para Occidente ha aparecido tras la desactivación de la amenaza comunista, ¿pero es que Occidente no ha sido y sigue siendo una amenaza para millones de seres humanos por medio de su poder económico y militar? ¿Qué otras amenazas, cuyo origen ciertamente no es Oriente o el Isalm, sufren el planeta y sus habitantes? El terrorismo es capaz de producir víctimas indiscriminadamente y en una cantidad hasta hora desconocida, ¿pero no actúa de modo igualmente indiscriminado el orden económico mundial impuesto por los países industrializados y no son infinitamente más numerosas las víctimas del hambre y los conflictos regionales alimentados por los intereses económicos de los grandes consorcios transnacionales? El choque cultural especialmente con la "civilización islámica" pone en peligro las bases de la "civilización occidental", ¿pero no existe desde hace siglos una expansión y colonización cultural del mundo por parte de Occidente de efectos aniquiladores para infinidad de culturas? Algunos ya ven peligrar las iglesias y catedrales que singularizan la fisonomía de las ciudades europeas y encarnan sus raíces culturales debido a la expansión imparable del Islam, ¿pero quién se pregunta qué ha sido de las sinagogas y mezquitas que poblaban Europa?

El asombro de que en el siglo veinte ‘todavía’ sean posibles las cosas que estamos viviendo no es un asombro filosófico. No da origen a ningún conocimiento, a no ser el de que la idea de historia del que procede es insostenible.
(...)
La tradición de los oprimidos nos enseña que el ‘estado de excepción’ en que vivimos es la regla.

Walter Benjamin:
Sobre el concepto de historia

Toda forma de canonizar como normalidad un determinado estado de cosas, canonización que está a la base de la sensación de excepcionalidad de los nuevos acontecimientos, oculta y se hace cómplice de esa otra excepcionalidad que subyace a la normalidad canonizada y que sufren sus víctimas. La perspectiva de las víctimas desmiente el carácter de excepción del sufrimiento, pues para ellas el estado de excepción es la regla.

Ya en los años treinta Th. W. Adorno había compartido con Walter Benjamin, su maestro y amigo, y con M. Horkheimer, con quien después escribiría la Dialéctica de la Ilustración, una de las obras clave del siglo XX, el esfuerzo por desentrañar en el corazón de la sociedad y la cultura europea modernas las semillas de la catástrofe que se avecinaba sobre Europa. Esto exigía indudablemente romper con la autocomplaciente conciencia de sí misma que dominaba la cultura occidental y que encarnaba de modo señero la idea de progreso. Era, pues, necesario repensar la relación entre civilización y barbarie desde una radicalidad crítica sin concesiones.

Civilización y barbarie

No conviene olvidar que por medio de la idea de progreso las sociedades modernas desplegaron una estrategia muy efectiva de inmunización frente a la crítica y de proyección hacia fuera de su negatividad por medio del calificativo ‘bárbaro’ aplicado a los otros. Dicha estrategia no sólo permitía considerar la barbarie como una forma de vida de los ‘otros’, sino además verla como una forma que se ha superado, se ha dejado atrás y, por lo tanto, que está condenada a desaparecer, incluso que puede y debe ser combatida con la máxima eficacia posible.

No es necesario ningún gran esfuerzo para reconocer los múltiples servicios prestados por esta estrategia. De un lado ha servido para invisibilizar formas de barbarie inherentes a la modernidad o incluso para identificar y estigmatizar a grupos sociales dentro de las sociedades industrializadas, objeto de procesos de exclusión, explotación o exterminio y, de otro, ha permitido legitimar la lucha, en muchos casos exterminadora, contra formas definidas previamente como bárbaras, empleando medios y conduciendo a efectos que sobrepasaban en mucho la barbarie atribuida a los supuestos incivilizados.

Pero si ya antes de la catástrofe europea de la segunda guerra mundial y del genocidio judío Adorno y los otros intelectuales de la Teoría Crítica habían centrado su reflexión en las complicidades de la civilización moderna con la barbarie, la quiebra que éstos acontecimientos representaban terminó de rasgar definitivamente el velo de optimismo que ocultaba las contradicciones del proceso emancipador moderno. Según Adorno, las promesas de autonomía y de justicia que la Ilustración hizo a la humanidad no se han visto frustradas por el asalto de fuerzas atávicas o por las resistencias recalcitrantes de poderes pretéritos. Aceptar una explicación así no haría sino aumentar la indefensión frente a la barbarie presente. La catástrofe de Auschwitz obliga a enfrentarse con la dialéctica de Ilustración, a la imbricación de progreso y regresión, a la complicidad de la razón moderna con el principio de dominación. Esta obligación tiene su origen en la convicción de que es necesario dar cumplimiento a dichas promesas, pero también de que la mayor catástrofe del siglo XX europeo revela una constitución patológica de la sociedad y los individuos de tal profundidad, que exige una crítica radical de la racionalidad que subyace a ella.

Dicha constitución patológica se hace patente en múltiples fenómenos. Para Adorno hay tres que resultan especialmente sintomáticos: el antisemitismo, la industria cultural y la disolución del individuo. La violencia antisemita no es comprensible sin tener en cuenta la adaptación activa y pasiva de las necesidades y cualidades psíquicas, de todo el aparato pulsional, a una sociedad que ha adquirido rasgos de totalidad, esto es, una sociedad totalizadora de las relaciones económicas capitalistas y del control social, de la integración social de los individuos bajo la presión directa de la autoridad social y estatal, integración que conduce a la liquidación de la individualidad burguesa bajo el engranaje del mundo administrado y la industria de la cultura, sin que dicha liquidación haya dado paso a la génesis de un nuevo sujeto emancipado y libre.

El Antisemitismo: esquema de la civilización

Si la identidad moderna se define como ciudadanía y ésta por el carácter inalienable de la libertad e igualdad de todos los individuos, la emancipación burguesa que inaugura dicha identidad habría de tener necesariamente un alcance universal. La emancipación judía podía ser vista, en cierto modo, como una piedra de toque y un índice de su verdad.

La meta declarada de la política moderna de emancipación era la integración social de los judíos y otras minorías hasta ahora excluidas, pero ésta sólo podía ser concebida como asimilación. Abierta o veladamente se esperaba de la emancipación la disolución de la identidad social de los judíos. No se exigía que se hicieran cristianos, pero se contaba con que dejaran de ser judíos. El judío debía ser "destruido" para conservarlo como ser humano, como sujeto abstracto universal de los derechos humanos y civiles. En realidad, todos los grupos y corporaciones debían disolverse en individuos libres, por un lado, y en la ‘gran armonía’ de la sociedad o el Estado, por otro. Así es como la sociedad burguesa liberaría a los individuos de sus vínculos sociales, económicos, culturales o religiosos no basados en la libre elección y los individualizaría. Y los individuos, por su parte, adquirirían a partir de un determinado momento histórico la capacidad para emanciparse del poder del pasado y actuar libremente. La superación de las barreras tradicionales y la universalización de la circulación de mercancías se necesitan mutuamente.

En este sentido, el judío emancipado y asimilado se convertía en el exponente más cabal del supuesto triunfo de los ideales burgueses. Él representa aparentemente la materialización de la promesa de igualdad, cuyo sentido informa la declaración de los derechos humanos, es decir, la promesa de que la felicidad no depende del poder poseído. Las profesiones liberales, el periodismo, las profesiones académicas, etc. se convierten en la meta de los judíos que desean superar la barrera que los excluye de la sociedad y, al mismo tiempo, en la representación simbólica de dicha sociedad. A la ilusión que identifica el capital con la esfera de la circulación se suman todos esos "indicios" que manejan los antisemitas y que les llevan a calificar a la sociedad burguesa de "judía".

Esto es lo que permite que la rabia y el odio se proyecten sobre aquellos que estando indefensos parecen disfrutar de la materialización de las falsas promesas que acompañan la instauración de dicha sociedad. La eliminación de los judíos promete secretamente acabar con la fuente del recuerdo permanente de la frustración de la universalidad prometida, aunque la verdadera causa de dicha frustración no sea la minoría judía, sino la constitución misma de la sociedad burguesa. La capitalización anónima de las condiciones de existencia es marcada entonces con el nombre de aquellos que en la época anterior aparecían en los clichés dominantes como portadores personales del dinero. La dificultad para captar la transformación de una dominación directa a una mediada por las relaciones de propiedad y por el mercado se convierte en clave para comprender la función del antisemitismo y su estricta modernidad.

El antisemitismo ofrece un código que permite explicar el mundo, que aparentemente permite conocer las causas de la opresión y personificarlas, pero además produce la ilusión de poseer el poder para eliminarlas gracias a la participación en la poderosa comunidad antisemita. Sin embargo, por medio de esta ideología las estructuras de opresión que sustentan las prácticas de dominio y exclusión son doblemente enmascaradas, para así mantener encadenados a los sujetos privados de su subjetividad y su individualidad. Las condiciones sociales del aislamiento, el sometimiento, la presión a adaptarse a lo existente y la renuncia, que abocan en última instancia a un debilitamiento de la conciencia independiente, no sólo afectan a los antisemitas, sino a todos los miembros de la sociedad. El origen de las disposiciones antisemitas se encuentra en la dialéctica de la socialización.

El problema de la emancipación de los judíos muestra la problematicidad general de un proceso de emancipación que se fundamentaba en el supuesto de una identidad entre libertad jurídica y libertad real. Respecto a los judíos se pone de manifiesto de manera especialmente clara que la igualdad jurídica no garantizaba sin más la igualdad social, que también la nueva sociedad se encontraba ante problemas cuya solución no era alcanzable simplemente con hacer saltar las formas antiguas de dominación. Por eso el antisemitismo no es índice de una dificultad parcial en la relación de un grupo concreto con la sociedad en su conjunto, sino de que la emancipación y el liberalismo no tuvieron éxito, de que no dieron cumplimiento a las esperanzas de libertad, igualdad y justicia que habían generado la Ilustración y la revolución. El antisemitismo —válvula de escape que la sociedad burguesa necesita— revela las contradicciones del proyecto liberal y de la identidad ciudadana por él definida. Por mucho que los antisemitas puedan aparecer a una primera mirada como figuras extravagantes y marginales de la sociedad burguesa, esto no es más que apariencia ilusoria socialmente necesaria. Es la misma sociedad la que está estructurada de modo antisemita.

Pero en el antisemitismo se revelan también los potenciales de represión acumulados en la historia natural del orden social. En la dominación nacionalsocialista y en los excesos antisemitas se expresa la rebelión de la naturaleza interna, de los impulsos e instintos miméticos reprimidos, deformados y tabuizados, contra el dominio. La ira acumulada que se descarga en la violencia antisemita procede de la misma coacción civilizadora que engaña a los que se le someten frustrando la vida lograda cuya realización les prometía. Todo lo que parezca sustraerse a la coacción o haga pensar en la felicidad defraudada debe caer bajo la misma represión que los civilizados han sufrido y que desmiente la civilización supuestamente lograda.

La precaria adaptación de los judíos, su fracasada asimilación, compromete la universalidad constituida, que necesita de la adaptación para mantenerse. Las proyecciones de los asesinos, la fantasía morbosa con la que forjan la imagen de sus víctimas, permite reconocer todo aquello que ha sido reprimido por el principio de dominación y excluido de la civilización: lo extraño, el sexo, lo animal, etc. En el fondo el antisemitismo es una proyección del odio a sí mismo. El esquema de reacción antisemita pone de manifiesto aquello con lo que el control civilizador no ha acabado de hacerse, formas de reacción instintivas contra las fuerzas amenazadoras de la naturaleza, formas de reacción en definitiva que se sustraen al dominio del sujeto: el espasmo de piel, músculos y miembros.

Al deseo prohibido de dejarse llevar, de perderse en el estado natural, se le da curso libre en la anarquía controlada del progromo, en la violencia contra lo débil y vencido, porque dicha violencia está al servicio de la eliminación de ese mismo deseo. La atracción de lo prohibido se vuelve furia y violencia contra lo débil y vencido en aquellos que no pueden hacerse conscientes de su renuncia y sacrificio, ya que dicha conciencia pone en peligro la adaptación coactiva que les asegura la supervivencia. De modo que los judíos son objeto de una proyección que se alimenta de lo reprimido. Todos los excesos y crímenes que se cuentan de los judíos no son más que la proyección de los deseos oníricos que pueblan la noche de la civilización represora. Se le achaca a las víctimas lo que los autores del crimen reprimen en sí mismos.

Pero el mecanismo de la represión y la proyección paranoica no son simplemente mecanismos de la economía psíquica individual, sino mecanismos de la civilización. El orden totalitario no hace más que ponerlos a su servicio. Sin reflexión, el sujeto se hace incapaz para la diferencia y se convierte en un mecanismo de reacción primitivamente animal. El instinto destructor del fascismo no es más que el despliegue de esa incapacidad para la diferencia. Sólo la capacidad de dar un paso atrás, la capacidad de pensar en cuanto reflexión y autocorrección que percibe la necesaria aportación conceptual en cuanto tal e impide al mismo tiempo su absolutización, puede liberar al conocimiento de su sombra paranoica. En hacer capaces de esto a los hombres consistía la promesa de la Ilustración, que, como la realidad social no mantuvo el paso con ella, bajo las condiciones del capitalismo tardío, renuncia a sí misma en las figuras de la pseudocultura y la industria cultural.

Cultura, entretenimiento y sumisión

Una de las consecuencias más importante del proceso mercantilización de la cultura es —según Adorno— la fusión de cultura y entretenimiento. Los consumidores de la industria cultural buscan escapar al aburrimiento, pero ni quieren ni son capaces de invertir el esfuerzo y la seriedad que serían necesarias para realizar nuevas experiencias que les interesasen más que de manera sólo fugaz. Todo cuanto se resiste contra lo fácil, superficial y conformista tiende a ser neutralizado. Como señalan Horkheimer y Adorno en la Dialéctica de la Ilustración, «divertirse significa estar de acuerdo [...,] que no hay que pensar, que hay que olvidar el dolor, incluso allí donde se muestra. A su base está la impotencia».

Esta crítica no se dirige contra el esparcimiento, sino contra su sabotaje en la animación impuesta, en la que más que diversión lo que tiene lugar es una reproducción y confirmación de las formas de vida dominantes. La industria de la cultura ofrece la misma cotidianidad como paraíso, por eso fomenta la resignación que en ella se quiere olvidar. A lo que apunta la reflexión de Adorno es a la función social de la diversión comercializada. Para analizarla hay que atender a la dialéctica entre trabajo y tiempo libre. El tiempo libre está encadenado a su contrario, y ese contrario le imprime rasgos esenciales. La paradoja que presenta el tiempo libre regido por la industria cultural es que reproduce esquemas semejantes al mundo laboral dominado por procedimientos seriados de quehaceres normados, porque dicha industria está sometida a los mismos principios que el mundo productivo en general.

La industria de la cultura pretende hipócritamente acomodarse a los consumidores y suministrarles lo que deseen. Pero mientras diligentemente evita toda idea relativa a su autonomía y proclama jueces a sus víctimas, su autosuficiencia enmascarada sobrepasa todos los excesos del arte autónomo. Mas que adaptarse a las reacciones de los clientes, la industria cultural las inventa.

Th. W. Adorno: Minima Moralia

Así pues, la cultura producida como mercancía, es decir, buscando la facilidad de venta y con ello bajo la promesa de una satisfacción rápida y sencilla, está al servicio del engaño del comprador, pues le promete una experiencia que, sin embargo, resulta inalcanzable como diversión y estridente entretenimiento. Esa forma de congraciarse paternalistamente con la supuesta (in-)capacidad de comprensión del publico elimina de los productos culturales lo que éstos tienen de desafío y provocación y desprecia a sus destinatarios precisamente en el gesto del atento "su deseo es una orden".

La industria cultural trata de suprimir la distancia entre ella y sus receptores. Por medio de su primitivismo no fomenta, como pretenden algunos, la capacidad expresiva de las masas populares, sino las tendencias regresivas que elevan la disposición a adaptarse. Por esas tendencias están moldeadas de modo específico las necesidades culturales de las diferentes capas sociales, que se manifiestan conjuntamente en el conformismo del espíritu. Pensar y actuar tal como todos hacen dentro del propio ambiente, sugiere la impresión de ser parte de un todo más poderoso: un error que engaña sobre la impotencia real, pero al que todos sucumben y que, por tanto, permanece en gran medida oculto.

La industria de la cultura, que con su jerga de la "comunicación sin límites" abarca todos los ámbitos de la sociedad, ejerce un control casi total en el sentido de asegurar la conformidad sistémica: el ‘esquema de la industria de la cultura’ diferenciado de modo específico para los distintos estratos o ambientes sociales y orientado a los diversos grupos receptores, incluye a todos los individuos sin excepción. Participar en la cultura significa hacerse dependiente de aquellas instituciones que forman parte de la industria cultural. Esa dependencia no debe entenderse, sin embargo, como una manipulación pretendida por los poderosos monopolios de esa industria, sino más bien como una especie de coacción no coactiva. Pues la oferta casi inagotable de sus mercancías es un dato social y cuenta con aceptación, del mismo modo como el proceso de recepción, por ejemplo, de la última película de Hollywood y la nueva serie televisiva o como la participación todas las noches en el ritual de los quince minutos de noticias se basan en la libre voluntad. Aunque ésta, a su vez, es el resultado de la predisposición a adaptarse producida por una red omniabarcante de instituciones de la industria cultural. Su función principal es generar esa conformidad de principio con la disposición actual del mundo, procurar una conciencia fundamentalmente afirmativa a pesar de las discrepancias en detalle.

Aunque la producción cultural está dominada por el principio de estandarización, el ardid comercial consiste en presentar los productos de la industria cultural como lo contrario, como algo modelado artísticamente de manera individual y completamente único. Los rituales de la cultura de masas simulan la individualidad que ellos mismos ayudan a sofocar, como paradigmáticamente demuestran los anuncios publicitarios dirigidos a todos bajo la apariencia de exclusividad: aquel ya lejano ‘Especially for You’, o el más cercano de ‘Especialistas en ti’. Los ‘participantes’ en esos rituales funcionan de nuevo como objetos, en los que ya los ha convertido la organización monopolista de la producción. En el film, en la información o en el deporte son reproducidos en cada momento aquellos esquemas de percepción y de comportamiento guiados por clichés, que necesitan las personas para sobrevivir en una vida monopolizada. La espontaneidad que haría posible la constitución de la individualidad es eliminada al mismo tiempo que se simula su existencia.

Todo esto se corresponde con otra tendencia que observamos en la industria cultural. El publico es "implicado" cada vez más en el acontecer mediático como comunicante en una emisión de radio o como participante en las innumerables tertulias televisivas, pero también en las series que reproducen la cotidianidad familiar, escolar o profesional, en "encuestas" de opinión que acompañan a la emisión o le sirven de trasfondo, en los reportajes sobre catástrofes o accidentes, en todo tipo de "reality-shows". Esto tiene el efecto de una reduplicación de la realidad social en la que fácilmente la televisión, el medio de masas por excelencia, deja de ser un medio que informa sobre la realidad afuera, para convertirse tendencialmente en la realidad misma. Todo el aparato mediático y su inmenso soporte técnico no hace más que reproducir con algo de glamour nuestra mezquina cotidianidad y sus obsesiones.

El espectador es remitido nuevamente a su propia cotidianidad y a su rutina entre la fábrica, la oficina y el tiempo libre programado. La situación vital no es iluminada hasta penetrar en el sustrato social contradictorio en que se sustenta. Más bien se pasan por alto las contradicciones inmanentes o las posibles alternativas a la vida social dominante. Al contar los problemas y las pequeñas historias de cada día, esa cotidianidad se mete por los ojos al espectador como horizonte insuperable de toda vida humana. No es que en esos productos no se ofrezcan soluciones a los problemas o no aparezcan cambios en modestas dimensiones. Al contrario, las series de televisión producen la impresión de como si para todas esas cuestiones estuvieran listos los remedios, como si la bondadosa abuela o el tío bonachón sólo necesitaran aparecer por la puerta más próxima para poner en orden un matrimonio destrozado. Ahí lo tenemos: el mundo estremecedor de los arquetipos de una "vida sana", que primero dan a los seres humanos una falsa imagen de lo que es la vida auténtica y que además les hacen creer que las contradicciones que alcanzan hasta el fundamento último de nuestra sociedad pueden ser solucionadas y subsanadas a base de relaciones interpersonales, que todo depende de las personas.

Precisamente porque en la industria de la cultura tienden a desaparecer las ideologías manifiestas y tan sólo se hace publicidad para el mundo por medio de su reduplicación, es por lo que dicha industria produce un acuerdo general con el orden dominante en cada momento. Éste no está necesitado de legitimarse apelando a determinados contenidos políticos o morales, ya que no se presenta con pretensiones de validez normativa. Tampoco se trata de ganarse el acuerdo consciente de los espectadores, sino de conseguir una adaptación inconsciente y una progresiva pérdida del pensamiento crítico. Éste depende de la capacidad para penetrar la mediación social de los fenómenos individuales. El enmascaramiento resulta de la falsa inmediatez producida por el medio, pese a su carácter de construcción selectiva y composición formal: en la presencia directa de la reproducción parece hacerse presente lo reproducido.

De todos modos, no es la industria de la cultura la que produce la aniquilación del individuo como sujeto autónomo. Lo que ella hace es reforzar su integración contribuyendo a que reconozca y acepte su insignificante valor y su intercambiabilidad, es decir, que de hecho se ha vuelto prescindible como individuo singular y autónomo en el capitalismo tardío. Lo que le sucede a la cultura bajo el imperativo del principio de intercambio capitalista, la denigración de su valor de uso a medio de entretenimiento y distracción, tiene por tanto un carácter ejemplar para el conjunto de la sociedad: su tendencia al conformismo, a la trivialización y a la estandarización está en conformidad con el proceso histórico de "liquidación del individuo" en cuanto signatura de toda una época.

La debilidad del yo y el empobrecimiento de la experiencia

Con la progresiva eliminación de la base económica de la responsabilidad individual y de la capacidad moral de decisión fruto de la creciente monopolización en sistema capitalista desaparece también la posibilidad de ganar en la socialización la distancia necesaria respecto al aparato social. La indiferencia frente al individuo, que se manifiesta en la industria de la cultura y en la persecución de los judíos, y que en su eliminación sistemática en los campos de exterminio llega al extremo más horroroso, es inherente a la tendencia social global. La instancia psíquica, de la que todavía necesitaba el capitalismo liberal y que concedía al individuo una cierta libertad, por mucho que ésta estuviera atada a la ley del interés y el beneficio, se ha convertido en un factor perturbador de la planificación social y económica en el capitalismo tardío. Todas las dimensiones de la individuación tienen que ser controladas, es decir, neutralizadas.

Según Theodor W. Adorno, asistimos a un creciente entrelazamiento de las burocracias políticas, económicas y culturales que limita considerablemente los espacios de acción individuales o los somete más decididamente a los imperativos administrativos. En el capitalismo tardío disminuyen los restos de realidad social todavía ‘no organizados’ y aumenta la rapidez con que los nuevos espacios no planificados se convierten en objeto de planificación política o económica. Esta ampliación de la planificación administrativa es la que percibe Adorno como una amenaza para la vida individual y la configuración no instrumental de las relaciones sociales.

La omnipotencia del aparato suprime la distancia y la tensión entre individuo y colectividad, así como entre sujeto y realidad, distancia que sería necesaria para defenderse de la aniquilación. La creciente autonomización y autorregulación de la racionalidad técnica junto a su despliegue en el complejo tecnológico, bajo cuyo imperio se encuentran la burocracia y la administración en cuanto poderes institucionalizados, producen ese miedo del individuo anónimo y deformado, para el que la complejidad de la técnica y la desproporcionalidad del aparato administrativo adquieren el carácter irracional del destino o del hado mítico. La coacción de la sociedad, de sus estructuras y formas de organización, es aceptada como si poseyese una fatalidad irrevocable, lo que en el fondo no hace sino poner de manifiesto el grado de integración de la conciencia de los individuos.

La ‘debilidad del yo’ expresa, según Adorno, la configuración psíquica que se corresponde con la liquidación del individuo en la sociedad tardocapitalista. El yo no sólo se constituye a través de los conflictos entre los impulsos libidinosos y los procesos de represión de los mismos, sino que también confluyen en él las tensiones de la realidad social antagonista. Esto hace que los intentos de ajuste entre las tendencias internas y las exigencias sociales se produzcan siempre en constelaciones conflictivas y estén enredados en contradicciones.

El interés por la autonomía y la posibilidad de afirmación de sí mismo no se encuentra en una armonía preestablecida con las exigencias sociales de adaptación, que es el precio para asegurar la autoconservación. Si no quiere ser expulsado del engranaje social, el individuo tiene que acatar las reglas de juego que dicta la situación dominante, pero las exigencias que se derivan de este acatamiento van asociadas a renuncias que no son razonables a primera vista. Ante esto caben dos posibilidades: enfrentarse de modo consciente a la represión social poniendo en peligro la autoconservación o poner en marcha maniobras de suavización y pacificación que impidan tener que soportar grandes mermas de la autoestima. Adorno considera que esta segunda forma es la predominante.

Las exigencias provenientes del exterior se han vuelto tan masivas y el individuo tan débil frente a ellas, que las renuncias que le imponen no pueden ser internalizadas y convertidas en elementos de la propia conciencia, pero tampoco puede el yo identificarse con ellas. Dominado por el temor más o menos consciente tanto a los reveses sociales como a las privaciones psíquicas, termina renunciando a toda protesta contra las exigencias sociales en muchos casos carentes de sentido. Debido a esta polarización, la adaptación ya no está mediada por la constitución de una instancia propia, que si bien interioriza las pretensiones provenientes de la sociedad, también permite un distanciamiento reflexivo frente a ellas. Por eso la adaptación que realiza el yo permanece externa a él y queda quebrada su resistencia frente a dichas exigencias.

Hay que tener en cuenta que las condiciones sociales e históricas alteran el acceso del yo a la satisfacción de los impulsos, a una sublimación no represiva, a una fortaleza del yo sin acorazamiento bajo el principio de la autoconservación y a una socialización solidaria sin represión adicional. En este sentido es en el que la situación de los individuos en el capitalismo tardío, situación responsable de un especial debilitamiento de los seres humanos y de su subjetividad, produce nuevas formas agudizadas de empobrecimiento y regresión psicosociales. Aquellas condiciones que confieren al individuo fuerza frente a la sociedad han sido prácticamente eliminadas. Las formas mediadas de subjetividad, de capacidad de experiencia y disfrute, la relevancia de la sublimación y la necesidad de ella, etc. son sustituidas cada vez más por la intervención directa de la sociedad en la economía pulsional de los seres humanos. El sujeto del siglo XX pierde su autonomía, su fuerza moral y espiritual, la experiencia marcadamente placentera y su capacidad de resistencia frente a la presión social para la adaptación.

En el progreso de la sociedad industrial se arruina el concepto por el que se justificaría el todo social: el ser humano en cuanto persona, en cuanto portador de la razón. La dialéctica de la Ilustración se vuelve de modo objetivo monstruosa locura.

M. Horkheimer - Th. W. Adorno
Dialéctica de la Ilustración

Las formas en que se presenta el yo debilitado: el convencionalismo en la precepción de los fenómenos, la estereotipia en la formación del juicio y en las valoraciones, la clasificación de las personas en fuertes y débiles —y la correspondiente dependencia y sometimiento a los fuertes y triunfadores, así como la pretensión de someter a los débiles—, la incapacidad para diferenciar, la coactividad, etc. quedan focalizadas de modo singular en el empobrecimiento de experiencia.

El pensamiento dominador y la fuerza crítica del recuerdo

La argumentación de la Dialéctica de la Ilustración gira en torno a la relación entre tres aspectos o dimensiones de la dominación, que para sus autores se encuentran en estrecha relación y determinación mutua: la dominación de la naturaleza, la dominación social y la dominación en el sujeto. Adorno considera que el principio de identidad es inherente tanto a la racionalidad identificadora y dominadora de la naturaleza como a la racionalidad del intercambio capitalista. Además, sin la rígida identidad del sujeto duramente conquistada contra la naturaleza externa e interna y que sirve de modelo a la identidad de lo difuso y múltiple bajo la unidad sintética del objeto, no hubiera sido posible dominar la naturaleza.

La rapidez con que debe actuar el concepto identificador apremiado por la urgencia que le impone la necesidad de actuar sobre el medio, impide al pensamiento abandonarse a lo concreto y singular, demorarse pausadamente en él. El conocimiento científico y la praxis dominadora de la naturaleza, dado que se encuentran bajo esa urgencia, poseen una tendencia a ocultar lo singular e individual bajo la universalidad abstracta del concepto identificador, aunque está fuera de toda duda que la vida de las cosas no se agota en su fijación conceptual. De esta manera el pensamiento identificador degenera en un instrumento de dominación de la naturaleza.

También el principio de intercambio capitalista nivela y elimina las espontaneidades y las cualidades singulares de los individuos que constituyen la sociedad y los reduce a un denominador común, exige de modo tendencial una equivalencia que actúa de manera abstracta y universal. El trabajo concreto, transformado en el rendimiento medio de la fuerza de trabajo, pasa a ser una abstracción, pues la lógica del intercambio produce una objetivación desindividualizadora que se comporta con indiferencia frente a la historia vital de los que tratan entre sí en el acto del intercambio. Además, la cualidad de las cosas se vuelve apariencia fortuita de su valor de cambio. Los productos del trabajo humano son identificados por medio de magnitudes cuantitativas y todos los productos del trabajo abstracto son idénticos en cuanto personificación del valor de cambio.

Adorno pensaba que es necesario replantear de raíz las relaciones de los individuos con su propia naturaleza interna, sus relaciones con la naturaleza externa que pretenden dominar y las relaciones que mantienen entre sí. Estas relaciones han estado presididas por el principio de identidad que somete coactivamente lo diferente, singular y múltiple, que ejerce violencia sobre su otro, lo no idéntico. La identidad prepotente del yo contra la multiplicidad de impulsos instintivos, la equivalencia igualadora del principio de intercambio capitalista, la imposición conceptual que hace disponible la naturaleza para su dominación, todas estas formas de identidad deben someterse a una reflexión crítica que permita llevar a cabo una rememoración de la naturaleza en el sujeto, condición de posibilidad de una reconciliación en la que lo diferente conviva sin temor.

Adorno puso todo su empeño en realizar esa autocrítica con la finalidad de alumbrar un pensamiento que no se anexione dominadoramente su otro, lo no idéntico, y, de esta manera, sirva para que los seres humanos encuentren el camino de unas relaciones diferentes con la naturaleza, en las que el principio de autoconservación desbocado no ponga en peligro las propias bases naturales de reproducción de la sociedad; unas relaciones sociales nuevas en las que la diferencia y la singularidad puedan encontrar expresión cabal, en las que el principio de intercambio capitalista no se imponga imperativamente sobre los individuos singulares convirtiéndolos en competidores, en dominadores y sometidos; unas relaciones del yo con su sustrato somático y sus impulsos libidinales que eliminen la represión innecesaria, la represión condicionada por un sistema que endurece y disciplina o favorece la regresión narcisista, según convenga, para obtener la conformidad de los viven bajo él.

 

 


‘Toda cosificación es un olvido’, y crítica significa en realidad tanto como recuerdo, esto es, movilizar en los fenómenos aquello gracias a lo cual llegaron a ser lo que son y, de esa manera, hacerse de las posibilidades que les hubiesen permitido ser otra cosa y, por ello, pueden permitir que lo sea.

Th. W. Adorno: Introducción a la sociología

El olvido es inhumano porque se olvida el sufrimiento acumulado; pues la huella histórica en las cosas, las palabras, los colores y los tonos es siempre la huella del sufrimiento pasado.

Th. W. Adorno: "Sobre Tradición"
 

Lo que Adorno persigue en su crítica del principio de identidad es la tendencia en todas sus formas a establecerse de modo absoluto. En esa absolutización se pierde la génesis, la historia sedimentada y, con ella, todo lo que no alcanzó justicia en su proceso de constitución: lo no idéntico. Del trabajo de recuerdo de esa historia depende que se prolongue la coacción presente o que acabe. En la experiencia del sufrimiento queda establecido el límite que el pensamiento dominador puede reconocer como su propio límite. Fundada sobre este límite, la crítica inmanente quiere desplegar dialécticamente la diferencia de lo singular respecto a lo universal que viene dictada por lo universal mismo. Su punto de partida es la realidad integrada por el sistema. Ella está llamada a medir la identidad desde un punto de vista estrictamente inmanente por su propia pretensión y demostrar de esa manera su falsedad.

Una relación con el pasado concebida como ‘rememoración productiva’ pretende revocar su carácter cerrado y clausurado, sin querer restablecer por ello su inmediatez. Ha de criticar las evidencias dominantes en el presente y los criterios de quienes se erigen en sujetos del recuerdo, sin que lo pasado se les imponga imperativamente. Ni la autoridad de la tradición debe ser aceptada sin más, ni el sujeto puede comportarse como el propietario que dicta su voluntad al pasado. Éste debe entrar en relación con el sujeto del recuerdo sin perder su extrañeza, de tal modo que dicho sujeto se vuelva extraño para sí mismo y sea participe de la oportunidad de disolver la coacción represiva de su identidad. Por ello recurre Adorno al concepto de «recuerdo involuntario». El pasado no interviene transformadoramente en el presente gracias a su propia perfección, sino a su no realización y a su menesterosidad que comulgan con las exigencias que nacen de un presente irreconciliado. Las exigencias incumplidas del pasado abren los ojos para las actuales y reclaman su cumplimiento.

Pensar y actuar para que no se repita Auschwitz

Desde esta perspectiva, afirma Adorno, un pensamiento para el que se haya vuelto ajeno el sufrimiento, un pensamiento que no haga de su expresión el criterio por antonomasia de la verdad y que no ponga en la cancelación del sufrimiento su meta, queda reducido a una función más del engranaje social o no es más que una evasión compesadora de la injusticia. Pensar y actuar para que no se repita Auschwitz, así reza el nuevo "imperativo categórico" propuesto por Adorno. Este imperativo lejos de convertirnos en estatuas de sal atrapadas por el pasado, quiere más bien movilizar el recuerdo solidario con las víctimas, la memoria de las esperanzas incumplidas y las injusticias pendientes de resarcimiento contra todo aquello que sigue produciendo dolor y sufrimiento, aniquilando a los individuos. El nuevo imperativo lo que impone es una mirada agudizada a las catástrofes del presente, implacablemente crítica con sus causas y solidariamente compasiva con sus víctimas. Ya no cabe ni la inocencia ni el desconocimiento ante el horror de la historia. Por eso el imperativo adorniano se hace acompañar de una conciencia insobornable de la persistencia de las condiciones que hicieron posible Auschwitz: «La barbarie persiste mientras persistan sustancialmente las condiciones que nutrieron aquella recaída».

Hitler ha impuesto a los hombres un nuevo imperativo categórico en el estado de su falta de libertad: el de disponer su pensamiento y su acción de modo que Auschwitz no se repita, que no vuelva a ocurrir nada semejante.

Th. W. Adorno: Dialéctica negativa

La posibilidad de una crítica moral de la coacción social que no entronice un principio moral tan coactivo y frío frente a la naturaleza interna del sujeto como la coacción social que critica, depende de que la moral acoja en sí la experiencia del sufrimiento que produce la dominación y que tiene un inextinguible sustrato somático. Pero, al mismo tiempo, el sufrimiento en última instancia somático sólo puede ser más que un puro hecho bruto, si es calificado moralmente como negatividad, es decir, si el espíritu viene en su auxilio. El impulso somático ha de encontrar expresión, ser reconocido y nombrado para alcanzar relevancia moral. Esto es posible cuando se reconoce que la eliminación del sufrimiento es el interés verdaderamente universal, «el interés de todos».

Las diferentes filosofías de herencia kantiana defienden contra Adorno que sólo desde el respeto de la dignidad del ser humano como fin en sí mismo o, lo que sería lo mismo, desde el respeto ante la ley moral en la que se expresa esa dignidad del ser racional autónomo, es posible tener conciencia de Auschwitz como algo que no debe repetirse. Sin embargo, Adorno articula en su imperativo precisamente lo contrario. No es una razón incontaminada, incondicionada y formal, capaz de formular principios universales, la que ofrece garantías contra la barbarie. ¿De dónde sabe la razón que el ser humano tiene una dignidad, que no puede ser vejado, humillado, aniquilado, etc., si no es de la experiencia acumulada de sufrimiento y de la reacción somática frente a él elevada a conciencia que se rebela contra sus causas? La destrucción de la experiencia, el olvido del dolor que puebla la historia, la pérdida de vínculos reales con la historia de resistencias contra la injusticia, etc. amenazan toda defensa de la dignidad humana. Convertir dicha dignidad en principio formal que ha de regir la conducta, al menos no ha servido para evitar las catástrofes que conforman el oscuro reverso de la historia. Si la necesidad de la eliminación del sufrimiento no fuera evidente, no sería posible ninguna moral en absoluto, pues ésta no es otra cosa que la resistencia contra la inhumanidad.