José A. Zamora

 


«
Contrato social y memoria del sufrimiento. Aproximación filosófico-política a las tradiciones bíblicas»

en: J. Campos Santiago - V. Pastor Julián (eds.):  Congreso Internacional "Biblia, memoria histórica y encrucijada de culturas". Actas. Zamora: Cicero 2004, pp. 203-216.


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El exterminio masivo de seres humanos organizado burocráticamente, dirigido administrativamente y ejecutado de modo industrial, que la palabra Auschwitz intenta nombrar, significa una quiebra en la historia de occidente que expulsa a los individuos morales a una especie de tierra de nadie, como poco después de la catástrofe constataba Leo Löwenthal, uno de aquellos intelectuales judíos que lograron escapar a las últimas consecuencias de la catástrofe europea: *La discrepancia entre las tradiciones morales del individualismo y los crímenes masivos del colectivismo moderno ha expulsado al hombre moderno a una tierra de nadie moral. Todavía parece mantener los conceptos morales de la sociedad burguesa como conciencia, decencia, estimación de sí, dignidad humana, pero los fundamentos sociales de esos conceptos se tambalean... El hombre contemporáneo es consciente en mayor o menor medida que los valores morales carecen de influencia.+[1]

)Cómo seguir empleando un vocabulario constitutivamente moral que se ha mostrado irrelevante frente a una catástrofe como Auschwitz? )No fueron demasiado fácilmente apagadas la Aconciencia@ y la Adecencia@ de los ejecutores? )No se convirtieron la Aestima de sí@ y la Adignidad@ de las víctimas en realidades a eliminar mediante la praxis del exterminio? En relación con Auschwitz asistimos a un proceso en el que paso a paso, por medio de técnicas sociales, se fueron eliminando los mecanismos civilizatorios protectores frente a la barbarie y se mantuvo alejada de los actores la presión a pensar y a actuar moralmente.[2] Incluso no faltaron en el equipaje conceptual de los ejecutores categorías morales como Adeber@, Afidelidad@, Acamaradería@, categorías éticamente positivas con las que se llevaba a cabo una negación práctica de la moralidad. )Cómo seguir empleándolas sin percibir su vaciamiento, su pérdida de valor?

Esta desvalorización del vocabulario moral frente a las catástrofes históricas y sus víctimas afecta de modo decisivo a la formación de la identidad moral en la actualidad. El principio de igualdad en dignidad y derechos de todos los seres humanos ha sido hasta tal punto conculcado en Auschwitz, que las sociedades supuestamente fundadas en él ven cómo quedan afectadas de modo esencial las intuiciones morales que están a la base de las institucionalizaciones políticas en las sociedades legitimadas democráticamente. La confianza en que el proceso de constitución y consolidación de las sociedades modernas supone una capacitación moral de los individuos que las componen pierde su plausibilidad ante las catástrofes que han marcado el siglo XX.

)Cabe en este contexto apelar a las tradiciones bíblicas y a la centralidad que en ellas tiene la memoria de las víctimas, la memoria del sufrimiento, como fuente de la moralidad? )Supone ese recurso necesariamente situarse en el espacio particular de una tradición singular sólo válida para los que por sus vínculos con ella le conceden carácter autoritativo, pero que carece de valor para fundar unas exigencias éticas de carácter universal? )No representa el marco procedimental que alcanza expresión en la idea de Acontrato social@ el único marco aceptable en sociedades pluralistas y postradicionales? )O cabe en el horizonte de la catástrofe otra posibilidad de plantear el valor ético-político de la memoria bíblica de las víctimas?

 1. Contrato y Alianza, )dos relatos complementarios?

 Para responder a estas cuestiones puede ayudanos partir de la comparación que Adela Cortina ha realizado entre dos relatos con un extraordinario influjo sobre las sociedades occidentales: el Génesis y el Leviatán de Thomas Hobbes.[3] Uno de los aspectos más interesantes de esta comparación es que ambos relatos son presentados como Aparábolas sobre los vínculos humanos@. La filosofía política moderna, cuando busca en sus comienzos una fundamentación racional del orden social y político, su emancipación de la tradición religiosa, paradójicamente recurre a una construcción narrativa, elabora una leyenda sobre el origen de la comunidad política: el contrato social.

Es legítimo hablar de parábola, dado que lo que se narra no ha tenido efectivamente lugar y posee un carácter ejemplar. La comunidad política real no ha surgido de un acuerdo libremente adoptado por todos los miembros de la misma para escapar de un estado de naturaleza dominado por la ley de la selva. Lo que tenemos ante nosotros en la idea de contrato social hobbesiana es más bien una codificación narrativa de los elementos clave de la vida política tal como ésta se conforma en los albores de la modernidad: *el individualismo egoísta, la razón calculadora, el contrato autointeresado, la mercantilización de la vida compartida, el conflicto latente y la coacción+[4].

Frente a esta comprensión de los vínculos humanos, sociales y políticos, la tradición bíblica ofrece, según A. Cortina, otra parábola: la de la creación del hombre y la mujer a imagen de Dios, es decir, con una dignidad inviolable. La clave de este relato, según nuestra autora, sería el reconocimiento mutuo entre *quienes toman conciencia de su identidad humana+. Lo que diferencia la idea bíblica de alianza es que en ella encontramos la codificación de elementos relacionales indispensables para una vida en común que merezca el nombre de humana: la compasión o capacidad de ponerse en el lugar del otro, las obligaciones o vínculos que van más allá de los límites que marcan los intereses particulares y las coyunturas cambiantes, la lealtad, la reciprocidad, etc.

Se trataría de dos historias *verdaderas y complementarias+, dos historias que en su diferencia y contraste resultan necesarias no sólo para entender la manera como se han constituido nuestras sociedades, sino también cómo es, por decirlo de alguna manera, la naturaleza de las relaciones humanas. El problema surge, según A. Cortina, cuando una de las historias pierde influencia, cae en el olvido, en concreto, cuando el espacio de la reciprocidad y las obligaciones es invadido por la lógica del contrato, de los deberes y derechos, de los intereses.

Sin excesivo esfuerzo se reconoce en esta argumentación el esquema habermasiano del mundo de vida y los subsistemas del Estado y la economía, razón comunicativa y razón estratégica, así como la patología fundamental que aqueja a las sociedades capitalistas avanzadas: la colonización del mundo de vida por la lógica del poder y el dinero que preside los mencionados subsistemas. El problema es, pues, la relación entre la integración funcional y la integración social y la colonización de la segunda por la primera.

Pero A. Cortina va más allá del planteamiento habermasiano y critica con razón su asignación esquemática de la integración funcional al Estado y la economía y de la integración social al mundo de vida identificado con la sociedad civil. La integración funcional que podemos atribuir a la idea de contrato vive de presupuestos que ella misma no puede producir y que tienen que ver con la integración comunicativa. Y si esto es así, ni la política ni la economía pueden prescindir de los elementos relacionales que aportan otras narraciones, entre ellas la de la república y la de la alianza. Por otro lado, tampoco el mundo de vida y la sociedad civil están libres de la lógica estratégica que preside las relaciones contractuales, y esto no sólo como consecuencia de la colonización exterior. Se puede, pues, afirmar que *el pacto político cobra sentido desde el reconocimiento recíproco y la sociedad civil precisa también de contratos+.[5]

La estrategia argumentativa adoptada para subrayar la complementariedad entre los dos grandes relatos del contrato y la alianza y su mutua exigencia consiste en mostrar que el discurso de los derechos se alimenta de presupuestos que son aportados por experiencias relacionales sustentadas en la lógica del reconocimiento, de ahí >la incapacidad de Leviatán para gobernar en solitario=. El contractualismo liberal no puede dar cuenta acabada de sí mismo y se ve incapacitado para sostenerse sobre presupuestos estrictamente utilitaristas.

 Pero llegados a este punto, cabe plantearse algunas cuestiones que merecen todavía ser consideradas, por ejemplo, si las >grietas del contrato político= se agotan en la insuficiencia para fundarse a sí mismo y reflejar la complejidad del todo social, si el relato de la alianza no contiene otros elementos además de los referidos al reconocimiento mutuo, si la relación entre los dos relatos es de complementariedad o existe también una tensión conflictiva entre ambos, si la alianza es algo más que un presupuesto necesario del contrato, si entre Israel (Alianza), Atenas (República) y Londres (Contrato) ha existido una articulación integradora en la historia de occidente o si ha habido quiebras reveladoras de hondos conflictos, ....

2. El contrato social y el orden moral: continuidades y quiebras

 

La filosofía política de la modernidad se constituye en sus orígenes como una teoría de la legitimidad del poder, que ya no puede proceder de instancias tradicionales y autoritativas como la naturaleza, la costumbre o Dios, sino sólo del consentimiento de los individuos libres e iguales que forman la sociedad. Esto es lo que refleja la idea de contrato social[6]. El Estado y la constitución serían según esta idea el resultado de la unión contractual de individuos capaces de negociar las condiciones del contrato que les asocia y que, en base a la libertad con la que se acepta el mismo, tiene carácter vinculante.

El debilitamiento de la cosmovisión religiosa, la desaparición de la tradicional concepción cualitativa de la naturaleza bajo la sobria mirada de las ciencias modernas, la descomposición del orden social compacto e integrado bajo el asalto de la configuración burguesa de las relaciones sociales y su determinación por la economía exigen una reorganización de la praxis cultural de legitimación acorde con las nuevas bases cognitivas, relacionales y cosmovisionales.

A pesar de su aparente carácter descriptivo del funcionamiento de las sociedades avanzadas o postradicionales, la idea de contrato social posee también un carácter normativo: el orden que rige la asociación de ciudadanos responde o ha de responder a un acuerdo, es decir, presupone el consentimiento individual de los mismos, lo que somete dicho orden a los requerimientos de la legitimidad racional. Pero, )qué es lo que da fuerza vinculante a ese acuerdo? A esta pregunta se han dado muchas respuestas, desde el cálculo de utilidad al consenso alcanzado en condiciones de libertad e igualdad, pasado por la afirmada objetividad de la ley moral o el derecho natural[7].

Lo que todas dan por supuesto es la institución del mercado como mecanismo que regula los intercambios sociales, esto es, la división social del trabajo, el marco legal de la propiedad privada y el contrato y la inclinación individual a obtener la máxima satisfacción de las necesidades o interés propio. Dentro de ese marco quedan fuera de consideración las características individuales, culturales y de cualquier otro tipo, que o bien se consideran como pertenecientes al ámbito privado o al de las comunidades concretas con sus cosmovisiones y sus concepciones de la vida buena. Los intercambios sociales regulados a través del mercado responden a la lógica de la razón estratégico-instrumental, es decir, de la economía de los medios para la obtención de un determinado fin y de la maximización de los resultados. Esta lógica se impone por su supuesta efectividad.

Las teorías del contrato social o en general las teorías de la justicia que se inspiran en ellas intentan responder a la problemática que genera la relación entre la institución del mercado y su lógica estratégico-instrumental, los requerimientos de legitimidad racional derivados del sustento consensual del orden social en las sociedades democráticas y la existencia de un pluralismo de concepciones de la vida feliz o vida buena. Una forma de resolver el problema es suponer una armonía entre todos estos aspectos. Este sería el caso del utilitarismo. No se niega que un mercado abandonado a sí mismo caería pronto en el caos. Pero el marco legal que ha de evitar dicho caos no necesita recurrir a una lógica distinta que la que supuestamente rige el mercado: la utilidad es la que justifica las limitaciones que dicho marco impone a los actores sociales, por así decirlo, la que garantiza que una visión reducida y miope del interés individual a corto plazo no destruya la meta de felicidad general que en realidad coincide con el interés propio racional.[8]

Por el contrario, la tradición kantiana ha intentado superar la determinación exclusiva de los individuos por el interés propio y abrir espacio a los requerimientos de la moral como ámbito libre de esa determinación. La racionalidad moral tiene sus exigencias propias: la inviolabilidad de dignidad de todo ser humano y la universalidad de las normas morales. En el carácter de fin en sí mismo de todo ser humano encuentra la lógica estratégico-instrumental del mercado un límite infranqueable. En el principio de universalización se pone coto al interés propio como motor de la acción, ya que nadie puede adoptar criterios de acción que no puedan ser generalizados. De esta manera es como la sociedad de mercado capitalista adquiere un marco de justicia necesario. Y esto significa que los sujetos han de reconocerse no sólo como fuentes de intereses, sino también como portadores de dignidad, la que les confiere su libertad y racionalidad.

Pero, )cómo determinar lo que conculca la dignidad humana y lo que es universalizable? )Cómo adquieren los derechos y deberes racionales poder concreto sobre la conducta real de los individuos y las instituciones políticas? )Podrá el marco de justicia contener, encauzar y dominar la lógica del mercado, si ésta sigue regulando el ámbito de la producción y su distribución en la sociedad? )No entran en juego las creencias culturales, los vínculos comunitarios y las motivaciones emocionales en el sostenimiento del marco de justicia necesario? Responder a todas estas preguntas desborda los límites de esta contribución, pero señalemos algunas líneas generales.

Una de las estrategias teóricas seguidas por las éticas procedimentales de la justicia[9] se encamina a determinar y fundamentar la forma como debe establecerse el mencionado marco de justicia, para que éste posea legitimidad moral, tomando como dato irrebasable el pluralismo moral y cosmovisional de las sociedades postradicionales. Dado que los marcos normativos ético-políticos que rigen de hecho los intercambios sociales no se han generado en una situación de igualdad de oportunidades y de simetría de poder, ni con una participación efectiva de todos los afectados, se recurre a un constructo teórico que define las condiciones ideales en las que podría alcanzarse un consenso no coactivo: imparcialidad, igualdad, apertura a todos, ausencia de coerción y unanimidad. Estas condiciones ideales son contrafácticas en el sentido de que no están contaminadas ni por la imposición estratégica de intereses particulares ni por las asimetrías de poder que se dan de hecho, pero explicitan supuestos inscritos en la acción comunicativa misma (Apel, Habermas) o valores políticos que subyacen a la cultura política de las democracias occidentales (Rawls) y, por tanto, no son meramente impuestos desde fuera a la realidad.

Sin embargo, este carácter contrafáctico o ideal conduce inevitablemente a la pregunta por su relación con las situaciones reales. Parece que es función de la crítica orientada moralmente procurar un acercamiento asintótico interminable entre condiciones ideales y reales de los acuerdos que se supone regulan la vida social[10]. De hecho, hay que vivir con conjeturas sobre el consenso justo y equitativo siempre revisables. Sólo que en el caso de algunos ámbitos y de los desafíos a los que hoy nos enfrentamos, la aplicación de los principios morales se convierte en la prueba de fuego de la ética. Lo que nos ofrecen las éticas procedimentales es una idea regulativa de legitimidad democrática con la que criticar las interferencias de los monopolios que imponen sus intereses no universalizables.

Pero el problema es que los subsistemas económico y administrativo no sólo siguen su propia lógica estratégico-instrumental de acuerdo con mecanismos abstractos Cdinero y poderC, sino que además su autonomización respecto a las lógicas comunicativas del mundo de vida es cada vez mayor y, tal como ha mostrado Habermas, además invaden y Acolonizan@ los ámbitos en los que se genera y reproduce el reconocimiento mutuo y la igualdad que sustenta la idea de justicia. Las únicas formas de defensa que existen son un ordenamiento jurídico que refleje la legitimidad democrática y un fortalecimiento de la sociedad civil, en la que la dinámica interactiva prime sobre la lógica del mercado, para poder ponerle límites a la dinámica expansiva y colonizadora de éste.

Sin despreciar la aportación de las éticas procedimentales y su intento de complementar la lógica estratégico-instrumental con la aportación de la razón comunicativa, quizás sea necesario rastrear la violencia oculta tras el acuerdo >entre iguales= que constituye la ficción fundante de la comunidad política en la modernidad, en vistas a desentrañar el conflicto que el término colonización del mundo de vida intenta nombrar.

El mismo Habermas ha analizado de la mano de Durkheim las raíces sacrales del orden social y su vinculación con la violencia. El concepto de protoconsenso normativo anterior a la separación de los ámbitos sacral y profano se basaría, según Habermas, en la identificación común con lo sacral que produce y conserva la identidad colectiva. El consenso es aquí un fin en sí mismo: la identidad del grupo. A su vez, dicha identidad es la condición previa de la autoridad moral del >otro generalizado= (Mead), así como el origen de la interacción mediada simbólicamente y de la acción vehiculada por roles sociales.

Pero entonces habría que preguntarse de dónde proviene la fuerza vinculante de ese acuerdo >prelingüístico=, es decir, garantizado sacralmente, y si esa fuerza puede recibir el apelativo de >normativa=. Habermas afirma: *La autoridad del grupo consiste simplemente en que él puede amenazar con sanciones en el caso de que sean violados sus intereses y ejecutar dichas sanciones. Esa autoridad imperativa sólo se transforma en una autoridad normativa por medio de la internalización.+[11]

)Produce la internalización de una coacción externa la transformación de lo fáctico en normativo simplemente por el hecho de presuponer la otorgación del consentimiento? Pues, si es sólo la internalización la que produce normatividad, hay que suponer que el orden existente y a internalizar no estaba fundamentado de modo normativo. *En efecto, resulta difícil colocar a la base del orden real de los tiempos primitivos un tipo de acción comunicativa en el sentido habermasiano.+[12] Quizás la posibilidad de una autonomía (moral) verdadera no tiene su origen, tal como opina Habermas, en la >internalización= de la autoridad grupal y en su lingüistización posterior, sino más bien en la distancia respecto a la violencia objetiva que suscita una experiencia corporal y masiva de sufrimiento.[13] En su crítica de la explicación que hace Habermas de la génesis de la normatividad por medio de la internalización, escribe G. Dux: *Las relaciones de las sociedades tradicionales fundadas sobre el dominio e impuestas con cruda violencia han lesionado los intereses de los sometidos a la violencia de una manera tan flagrante, que se puede dar por supuesto que dichas lesiones fueron sentidas como tales. En efecto, existen pruebas de ello a lo largo de toda la historia. [...] Por lo menos en el sufrimiento tiene que ser registrada la oposición.+[14]

Esta crítica de G. Dux, aunque referida a las relaciones de las sociedades tradicionales que sirven a Habermas de contraste para el pacto consensuado moderno, nos permite acercanos al mito del contractualismo desde otra perspectiva que no sólo pretende sacar a la luz los presupuestos dialógicos y de reconocimiento intersubjetivo de las relaciones estratégico-contractuales y, por lo tanto, la no exclusividad de éstas, sino que busca desvelar una violencia fundante encubierta por la interpretación liberal del pacto social.[15] El pacto no es, como intenta la leyenda que lo pretende legitimar, la superación de una violencia natural al sellar por medio del acuerdo unas condiciones de vida social sustentadas en la igualdad, la no agresión y el >libre= intercambio. El contrato es un mito no sólo por ignorar o enmascarar los vínculos comunitarios que lo hacen posible y le dan continuidad en el tiempo, como señalan republicanos y comunitaristas, sino también  porque encubre bajo la ficción del pacto entre iguales la violencia sin fundamento ni aceptación refleja sobre la que basa dicho pacto: la violencia inscrita en el sistema de intercambio capitalista, que, como K. Marx señala, es un intercambio de equivalentes y, al mismo tiempo, defrauda necesariamente a los débiles para permitir la acumulación.

La dialéctica de la idea de contrato consiste, precisamente, en que representa el esfuerzo de los seres humanos por escapar al horror de una supuesta violencia natural, por racionalizar las relaciones sociales y fundarlas en la libertad y la igualdad, pero al mismo tiempo supone la fetichización de un poder social constituido por las nuevas relaciones de intercambio capitalista, que se vuelven así impenetrables y prepotentes. De la violencia que producen dichas relaciones sólo pueden dar cuenta las víctimas.

3. Memoria bíblica de las víctimas y la solidaridad universal

M. Walzer en el prefacio a su conocida obra Esferas de la justicia ha llamado la atención sobre el hecho de que la persecución de la igualdad y la justicia tiene su origen en las experiencias de dominación y desigualdad hirientes[16]. La experiencia histórica de explotación y opresión, la experiencia de sufrimiento, unida al sentimiento de que ambas no deben ser, se encuentra a la base de la idea de justicia. Más que las exigencias de un universalismo formal, son las experiencias de sufrimiento socialmente originado lo que ha movilizado a los individuos y a los grupos a reivindicar el fin de las situaciones que lo provocan: rebelión y no búsqueda de consenso.

Se podría decir que hay exigencias de justicia porque hay víctimas que se reconocen a sí mismas o que son reconocidas por otros como tales, como víctimas. Y su sufrimiento es experimentado como un atentado a su dignidad, como algo que no debe ser.  Esta experiencia fontal de la ética es, como ha visto E. Lévinas, un Aacontecimiento@ que no puede ser deducido desde el pensamiento, sino que necesita de una irrupción de la realidad del otro que trasciende los límites trazados por un marco de derechos y obligaciones recíprocos definido conceptualmente. Es esa irrupción, en su concreción, la que me obliga[17]. El punto de partida de la moral es el grito, a veces sofocado, otras ignorado, de los sufrientes, de los oprimidos y excluidos, que por su condición de excluidos se encuentran fuera del marco institucional donde los sujetos incluidos pueden hacer valer sus intereses y pretensiones morales o ejercer con más o menos éxito su crítica frente a las condiciones no equitativas de dicho marco[18].

Sin embargo, aceptar la interpelación que viene del sufrimiento exige ir más allá de la conmiseración paternalista. El Aapriori del sufrimiento@ necesita del análisis de las causas del sufrimiento y supone establecer una asimetría frente a la asimetría reinante contra la víctima: hay que concederle a ésta una autoridad que rompa el marco de Aigualdad formal de oportunidades@ existente, bajo el que se ha fraguado su exclusión.[19] Compasión no es una alternativa a la justicia, sino la fuente de una nueva forma de comprender la justicia, pues seguir reconociendo los mismos derechos a todos puede parecer desde un punto de vista formal correcto, pero desde el punto de vista material supone perpetuar la situación que genera las víctimas y sus sufrimientos[20]. Para ello no basta la discriminación positiva. Si es el sistema el que origina aquello que hace sufrir a las víctimas, para negar las fuentes del sufrimiento hay que establecer las mediaciones técnicas, políticas, pedagógicas, etc., factibles aquí y ahora capaces de transformar los aspectos del sistema responsables de lo que amenaza a las víctimas o, en su caso, el sistema en su conjunto[21].

Pero el impulso moral que genera la solidaridad compasiva y la respuesta responsable a la exigencia que nace de la interpelación de las víctimas se alimenta de tradiciones concretas de grupos y comunidades singulares en las que se fragua la identidad de los individuos, también la identidad moral. Es verdad, que existen muchas formas culturalmente establecidas de manipular y reprimir el sufrimiento, de ofrecer válvulas de escape estabilizadoras, etc. Sin embargo, la historia de los movimientos de protesta y lucha de los pobres y oprimidos habla de que en todas las culturas los seres humanos se han rebelado y se rebelan contra el sufrimiento injusto. Por esta razón el vínculo con la tradición no puede ser identificado con el tradicionalismo.

Pensemos, por ejemplo, en el ethos bíblico del Éxodo, que ha ejercido un influjo crítico y transformador de enorme peso sobre toda la tradición política occidental.[22] Se trata de un relato que habla de opresión y liberación y lo hace por medio de conceptos religiosos, lo que no impide su incardinación histórica y su masiva terrenalidad. Es, no cabe duda, una histórica política sobre esclavitud y libertad, ley y rebelión. Para todos aquellos que se han inspirado en esa tradición *la opresión no es una predestinación ni algo inevitable [...]; es el resultado de decisiones concretas tomadas por seres humanos concretos; de una testaruda negativa a Arecordar@ la casa de la esclavitud y el día de la liberación+.[23] Y podemos decir sin miedo a exagerar que el modelo del éxodo está inscrito en la cultura política de occidente, que esa historia ha sido repetida y recontada innumerables veces: la protesta frente a la opresión, la esperanza de liberación contra todo realismo, la formación de comunidades bajo un nuevo orden constitucional, la lucha por transformar las relaciones sociales,....

Este ethos bíblico del Éxodo es un ethos anamnético, porque el pensamiento histórico de Israel está indisolublemente unido al proceso de emancipación de un pueblo oprimido y a su dramática salida de la esclavitud y la servidumbre.[24] El núcleo de este ethos, desde el que se valora críticamente cada presente, es el recuerdo de ese proceso de superación de la esclavitud, lleno de sufrimientos y liberador al mismo tiempo, que constituye a Israel como pueblo libre que vive en una alianza de fidelidad y obligación mutua con Dios: el recuerdo de los acontecimientos del Éxodo. El mandamiento de recordar abarca toda una cultura rememorativa que se condensa en la fiesta de la Pascua. En ella se vuelve a contar la historia de la salida de Egipto como una historia actual, pues *en cada generación tenemos que contemplarnos como seres humanos que han sido rescatados de la esclavitud+.[25] Ese recuerdo es el que permite una mirada a la sociedad desde la perspectiva de los que sufren en ella, pues en él Dios siempre se presenta interpelando desde el sufrimiento de los otros y apelando a nuestra responsabilidad.

El Dios que podemos reconocer en las tradiciones bíblicas es un Dios inseparable de la memoria del sufrimiento de los otros y de la praxis solidaria con las víctimas. Un Dios que no puede ser adorado de espaldas a los sufrimientos, las injusticias y las catástrofes de la historia humana, del que sólo tiene sentido hablar como clamor por la salvación de los otros, de los que sufren injustamente, de los vencidos y derrotados.[26] Intentar vivir una relación con Dios dentro de la tradición del monoteísmo judeo-cristiano significa, por tanto, heredar la pregunta que nace de las experiencias de sufrimiento; significa reconocer no sólo el poder y la bondad de Dios, sino también la autoridad de los sufrientes y la verdad de sus experiencias.

J. B. Metz ha revindicado la relevancia política de esta experiencia de Dios en el horizonte de una modernidad consciente de sus contradicciones.[27] Se trataría, según él, de una experiencia resistente tanto frente a un relativismo funcionalizable por la lógica del mercado como frente al universalismo abstracto. La universalidad de su principio monoteísta pasa por la rememoración del dolor y sufrimiento de los otros y es inseparable de una responsabilidad para con las víctimas. Esta fe en un Dios que no deja desaparecer sin rostro los sufrimientos pasados en el abismo de una evolución anónima es la garantía de los criterios inquebrantables y decisivos en la lucha por que todos los seres humanos lleguen a ser sujetos en sentido pleno, en la lucha por una liberación universal, ya que *percibir y articular el sufrimiento de los otros es la condición necesaria de una política futura de paz, de todas las formas de solidaridad social a la vista de las brechas cada vez más graves entre pobres y ricos, así como de todo entendimiento prometedor entre los universos culturales y religiosos+.[28]

La compasión política que define la experiencia de Dios de las tradiciones bíblicas está llamada en las sociedades modernas avanzadas, según Metz, a preservar a la libertad política de sucumbir al puro pragmatismo de una negociación de intereses entre sujetos reconocidos formalmente como iguales; a interrumpir dicha negociación abriéndola a los otros amenazados y sacrificados, a los otros excluidos y destrozados por la lógica del mercado, el intercambio y la competencia; a hacer valer la Adébil@ autoridad de los que sufren como la única capaz de quebrar el dominio deshumanizador, de establecer un principio de oposición contra las causas de sufrimiento inocente e injusto, contra el racismo, contra la xenofobia, contra la religiosidad empapada de nacionalismo o puramente étnica, con sus ambiciones de guerra civil, pero también contra la fría alternativa de una sociedad mundial, en la que el Aser humano@ desaparece cada vez más en los sistemas de la economía, la técnica y la industria de la información.

Una de las dificultades con las que se enfrenta toda reivindicación de la relevancia política de las tradiciones bíblicas proviene de la caracterización de nuestras sociedades como postradicionales. El rechazo moderno de la tradición proviene de su identificación con los conceptos de autoridad, obediencia y circularidad negadora del progreso. La emancipación de la tradición sería la condición de posibilidad de una libertad autónoma. Pero, sin negar toda identificación de la tradición con el concepto de autoridad, cabría preguntarse si la tradición está indefectiblemente encadenada a la función de legitimar una concepción del poder predemocrática y contraria a la división de poderes, si es inseparable de un patriarcalismo obsoleto o está identificada de modo inevitable con los fundamentalismos políticos, etc. Para bastantes de los sujetos sociales que pretenden protagonizar una radicalización de la democracia, la tradición en general y las tradiciones religiosas en particular aparecen como una antítesis anacrónica o, en el mejor de los casos, estrictamente privada, carente de potenciales críticos de cara a la transformación de la política.

La negación abstracta y total de la tradición religiosa que caracteriza en gran medida la modernidad política, de la que se alimenta la separación entre política y religión y el rechazo de toda forma de legitimación religiosa o pseudorreligiosa del poder político, quizás haya cegado a los nuevos sujetos políticos frente a la memoria de las víctimas que va unida a la memoria de Dios en las tradiciones religiosas y frente al potencial utópico y a la capacidad de resistencia y rebelión alimentadas por unas esperanzas mesiánicas que impiden instalarse en un presente construido de espaldas a los desheredados y excluidos de la tierra.[29] Por esta razón se hace necesaria una reflexión que, sin dogmatismos, indague sobre las posibilidades de una nueva relación entre religión y política ante el reto de refundación del proyecto democrático y de recuperación de su dimensión utópica.[30]

La convicción que inspira estas reflexiones es que la memoria bíblica de las víctimas no sólo permite superar el horizonte coactivo de una tradición impuesta, autoritaria y sin margen para la autoderminación del creyente o la interpretación actualizadora, sino también cuestionar el rechazo moderno de todo vínculo con la tradición por considerarla siempre alienante, ignorando así sus potenciales subjetivizadores e identitarios, sus aportaciones como fuente de sentido, sus virtualidades motivacionales para la resistencia contra poderes deshumanizadores, etc. La religión no es aquí sólo una fuente de consuelo y amparo, sino también espacio de búsqueda y de gratuidad. No queda identificada sin más con sus funciones cosmovisionales y de disciplinamiento social integrador, sino que también acoge elementos de crítica a dicha funcionalización legitimadora del statu quo.

Esencial al pensamiento político que se inspira en las tradiciones bíblicas es la negativa a olvidar los sufrimientos: esta negativa es la que lo capacita para la protesta contra toda forma de triunfo sobre las víctimas, sobre sus esperanzas y anhelos. La primera autoridad que reconocen dichas tradiciones es la autoridad de los sufrientes.[31] A partir de esta autoridad se afirma que sólo desde el reco­nocimiento de los derechos pen­dien­tes de las víctimas es posible esca­par a la lógica de dominio, que enmascara ideo­ló­gica­men­te su éxito histórico como universa­lidad lograda, para seguir produciendo víc­ti­mas desti­na­das a caer en el pozo del olvido. Por el contrario, para el pensamiento político que reivindica la memoria de las víctimas ninguna de ellas queda legiti­ma­da como precio anó­nimo de un presente o futuro supues­tamente mejores, ni pue­de ser olvidada como irre­levante para un presente construido de espaldas a ella.[32]

Otras de las dificultades con la se enfrenta la reivindicación de la relevancia política de las tradiciones bíblicas proviene del pluralismo cultural y religioso que caracteriza nuestras sociedades. Pero, como plantea J. B. Metz, si es posible mostrar que todas las grandes religiones de la humanidad tienen su centro en una mística del sufrimiento, entonces también se podría construir una ecumene de la compasión que *sería un acontecimiento político, y no para defender una política visionaria atada a una cosmovisión o incluso a una política fundamentalista sustentada por una religión, sino para que las grandes religiones apoyen una política mundial a conciencia en favor de los seres humanos, especialmente de las víctimas indefensas.+[33] Pero, )puede una variedad tan grande de contextos, narraciones, luchas históricas, etc. dar lugar a una solidaridad universal, una solidaridad comprometida con una justicia mundial?

M. Walzer, refiriéndose a las diferentes concepciones de justicia que responden a experiencias históricas distintas y a los vínculos que unen a los que las comparten, ha hablado de Asolidaridades densas@, capaces de movilizar y de comprometer[34]. Esas solidaridades tienen que ver con retos morales concretos y cercanos a la experiencia, vividos en el horizonte de una comunidad interpretativa y narrativa. Pero ese tipo de solidaridad no impide, sino al contrario posibilita la existencia de una Asolidaridad tenue@ por la que comprendemos y nos hacemos cargo de las reivindicaciones de individuos y grupos lejanos. Así pues, el primer lugar de la ética no son los principios morales universales, que una vez bien fundamentados filosóficamente han de recorrer el largo camino de sus diferentes aplicaciones en ámbitos diferentes. Según M. Walzer, la solidaridad que trasciende los límites de las comunidades concretas viene en segundo lugar, lo que no quiere decir que tenga menos significación o intensidad.

Independientemente de los orígenes concretos de la idea de justicia, de las figuras argumentativas con las que se defiende, los diferentes contextos sobre los que se aplica, *algún aspecto de ello Csu negatividad tal vez, su rechazo de la brutalidad (Aopresión@)C será inmediatamente accesible a los que no saben nada sobre lo que rodea a ese aspecto. Prácticamente todo el que mire verá aquí algo que acaba reconociendo. La suma de estos reconocimientos es la moralidad mínima+[35]. No hay pues que abandonar el espacio comunitario y su interpretación concreta de la vida para reconocer el camino hacia la universalidad. Toda cultura contiene, por un lado, elementos que posibilitan un convivir humano y atenúan el sufrimiento en sus variadas formas y, por otro lado, elementos que producen el sufrimiento e impiden la liberación frente a él. Cada cultura representa por ello un sistema de interpretaciones y valoraciones insustituible.

Sin embargo, es posible pensar un universalismo reiterativo que no destruya las diferencias culturales. Éste actuaría como un concepto heurístico de entendimiento intercultural, como una especie de ayuda para descubrir lo que une y vincula manteniendo el máximo respeto a la diferencia y evitando caer en la indiferencia de lo arbitrario. Las fundamentaciones y las motivaciones permanecen unidas a sus respectivas procedencias. La exigencia de solidaridad universal no conlleva la necesidad de abandonar los contextos culturales particulares, sino sólo el esfuerzo del reconocimiento de las diferentes formas de crítica a las estructuras opresoras. Más bien está dispuesta a vincularse y no obstante a respetar la otreidad del otro[36].

Como decía W. Benjamin, las tradiciones de los oprimidos nos enseñan que *la regla es el Aestado de excepción@ en que vivimos+[37]. Para ellos el sufrimiento no es una excepción. Quizás adoptando la perspectiva de las múltiples tradiciones de los oprimidos, de las víctimas de la historia, se nos revele la estructura catastrófica de esa historia, nos liberemos de nuestras cegueras y encontremos las fuerzas para conjurar la amenaza que pesa sobre todos y a la que hoy las víctimas día tras día sucumben.

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NOTAS:

[1]L. Löwenthal: *Individuum und Terror+, en: D. Diner (ed.): Zivilisationsbruch. Denken nach Auschwitz. Fráncfort d.M.: Fischer 1988, p. 23s.

[2]Z. Bauman: Modernidad y Holocausto. Madrid: Sequitur 1997.

[3]A. Cortina: Alianza y Contrato. Política, ética y religión. Madrid, Trotta 2001.

[4]Op. cit., p. 19.

[5]Op. cit., p. 37.

[6]Cfr. W. Kersting: Die politische Philosophie des Gesellschaftsvertrags. Darmstadt, Wiss. Buchges. 1994.

[7]Cfr. E. Martínez Navarro: *Autonomía y solidaridad para una democracia participativa+, en: Documentación Social 80 (1990), p. 69‑94. E. Martínez Navarro: *Justicia+, en: A. Cortina (dir.): 10 palabras clave de ética. Estella, Verbo Divino 1994, p. 155-202.

[8]Los dilemas a los que se enfrenta este tipo de argumentación son tan numerosos como los intentos de solucionarlos, cfr. por ejemplo D. Gauthier: La moral por acuerdo. Barcelona, Gedisa 1994.

[9]Cfr. J. Habermas: Conciencia moral y acción comunicativa. Barcelona, Península 1985; J. Habermas: Teoría de la acción comunicativa. Madrid, Taurus I‑II 1987; J. Habermas: Erläuterungen zur Diskursethik. Fráncfort: Suhrkamp 1991; K.‑O. Apel: Transformación de la filosofía. Madrid, Taurus 1985; K.‑O. Apel: Estudios éticos. Barcelona, Alfa 1986; K.‑O. Apel: Teoría de la verdad y ética del discurso. Barcelona, Alfa 1991; J. Rawls: Teoría de la justicia. México: F.C.E 1985; J. Rawls: Liberalismo político. Barcelona, Crítica 1996.

[10]K.-O. Apel: Op. cit. 1991, p. 183.

[11]J. Habermas: Teoría de la acción comunicativa, op. cit, T. II, p. 59s.

[12]G. Dux: *Kommunikative Vernunft und Interesse. Zur Rekonstruktion der normativen Ordnung in egalitär und herrschaftlich organisierten Gesellschaften+, en:A. Honneth - H. Jonas (eds.): Kommunikatives Handeln. Beiträge zu Jürgen Habermas' +Theorie des kommunikativen Handelns*. Frankfurt a.M., Suhrkamp 1986, p. 120.

[13]Cfr. G. Dux: Op. cit., p. 121.

[14]L.c.

[15]J. Derrida: Fuerza de ley. El fundamento místico de la autoridad. Madrid, Tecnos 1997.

[16]M. Walzer: Las esferas de la justicia. Una defensa del pluralismo y la igualdad. México, F.C.E. 1993, p. 10s.

[17]Cfr. E. Lévinas: Dios que viene a la idea. Madrid, Caparros 1995, p. 128; cfr. A. Finkielkraut: La humanidad perdida. Ensayo sobre el siglo XX. Barcelona, Anagrama 1998, p. 34.

[18]Cfr. E. Dussel: *La razón del otro. La Ainterpelación@ como acto de habla+, en: E. Dussel (comp.): Debate en torno a la ética del discurso de Apel. Diálogo Norte-Sur desde América Latina. México, Siglo XXI 1994, p. 65ss; cfr. J. M. Mardones: El discurso religioso de la modernidad. Habermas y la religión. Barcelona, Anthropos 1998, p. 103ss.

[19]Reyes Mate ha llamado la atención sobe la diferencia entre una intersubjetividad simétrica y una asimétrica. Esta última se refiere a la relación entre sujetos desiguales por lo que se refiere a sus competencias, a su libertad y a sus posibilidades de hacerse valer. Las versiones de la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel y Marx han convertido precisamente esa asimetría en el punto de partida de sus teorías del reconocimiento o de la revolución/reconciliación. Si dejamos aparte las implicaciones de filosofía de la historia de estas teorías, se puede hacer de la intersubjetividad asimétrica el fundamento de una teoría de la reconciliación que haga justicia a la situación real de los sujetos. *La reconciliación entre desiguales supone una ruptura del consenso existente, ya que éste se ha logrado al precio de la desigualdad que se trata de superar. [...] Es decir, la reserva crítica a la que puede recurrir el no-sujeto en su lucha por el reconocimiento no consiste en un momento de fuerza, sino de fracaso+ (R. Mate: Mística y política. Estella, EVD 1990, p. 55). La tradición que cobija en sí esa reserva crítica, la >débil fuerza mesiánica= de que hablaba W. Benjamin, es la tradición de los oprimidos y vencidos de la historia, es la tradición que mantiene la memoria de los sufrimientos pasados, reconociéndoles su derechos no saldados.

[20]J. García Roca: Exclusión social y contracultura de la solidaridad. Prácticas, discursos y narraciones. Madrid, HOAC 1998, 56ss.

[21]Cfr. E. Dussel: Ética de la liberación en la edad de la globalización y de la exclusión. Madrid, Trotta 1998, p. 554s.

[22]Cfr. M. Walzer: Exodus and Revolution. Nueva York, Basis Books, Inc. 1985 (cit. por la trad. alem. Berlín, Rotbuch 1988).

[23]Op. cit., p. 24.

[24]En las tradiciones bíblicas el imperativo de recordar CZajorC no sólo tiene como destinatario al hombre, sino que también se dirige a Dios. Moisés ordena a los israelitas: *Recuerda este día en que saliste de Egipto, de la esclavitud.+ (Ex. 13,3a). Pero también el autor del Salmo 25 apela a Dios: *Acuérdate, Yahvé, de tu ternura y de tu amor+ (Sal. 25,6). Cfr. A. H. Fiedlander: *Sachor im jüdischen Denken durch die Jahrtausende+, en: S. Hödl - E. Lappin: Erinnerung als Gegenwart. Jüdische Gedenkkulturen. Berlín/Viena, Philo 2000, 11-31.

[25]Op. cit., p. 21.

[26]Cfr. Johann Baptist Metz: *Im Eingedenken fremden Leids. Zu einer Basiskategorie christlicher Gottesrede+, en: J.B. Metz, J. Reikerstofer, J. Werbick: Gottesrede. Münster, Lit 1996, p. 2-20.

[27]Cfr. Johann Baptist Metz: *Monotheismus und Demokratie. Über Religion und Politik auf dem Boden der Moderne+, en: Jahrbuch Politische Theologie T. 1 (1996), p. 39-52.

[28]Johann Baptist Metz: *Compasión política: Sobre un programa universal del cristianismo en la era del pluralismo cultural y religioso+, en: Foro Ignacio Ellacuría: Radicalizar la democracia. Sociedad civil, movimientos sociales e identidad religiosa. José A. Zamora (coord.). Estella, Verbo Divino 2001, p. 270.

[29]La definición de autonomía desde criterios puramente discursivos y pragmático-formales no puede percibir hasta qué punto, llegado el caso, la dependencia respecto a determinadas tradiciones alberga en sí verdaderamente potenciales de libertad y resistencia frente a una amenaza radical. Cfr. O. John: *Die Tradition der Unterdrückten als Leitthema einer theologischen Hermeneutik+, en: Concilium (D) 24 (1988), p. 519-526. R. Mate, por su parte, habla de una tradición del deber-ser, y no en el sentido de Bloch de algo todavía no existente, es decir en un sentido orientado al futuro, sino en un sentido anamnético: *El ser habla ahí de un derecho pendiente+ (R. Mate: Mística y política. Op. cit., p. 48).

[30]Cfr. J.M. Mardones: *La fuerza religiosa de la política. Hermenéutica cristiana de las políticas democráticas+, en: I. Murillo (ed.): Filosofía contemporánea y Cristianismo: Dios, hombre, praxis. Madrid, Diálogo Filosófico 1998, p. 225-247.

[31]Conviene hacer referencia aquí a la >hermenéutica del peligro’ de W. Benjamin para establecer en estatuto epistémico y ético de las víctimas (cfr. O. John: +... und dieser Feind hat zu siegen nicht aufgehört.* Die Bedeutung Walter Benjamins für eine Theologie nach Auschwitz. Tesis Doc. Münster 1982, p. 47ss). La hermenéutica del peligro parte de un sujeto amenazado de destrucción y disolución por el mismo proceso que él intenta analizar y describir. Pero ese sujeto tiene una significación constitutiva de cara a la interpretación de los textos o de los acontecimientos. No se trata pues de un sujeto con poder, que establece una relación libre con su objeto, sino que éste (el caso de W. Benjamin, el dominio nacionalsocialista) le viene impuesto sin que él pueda substraérsele, amenazando su integridad psíquica, política o incluso física. Esta cercanía, que no presupone ilusoriamente un lugar fuera de la coacción social y considera dicha coacción como elemento constitutivo de la facultad cognitiva, posee una ambivalencia que no es eliminable por medio de una reflexión sistemática y distanciada. Pues, de una parte, sólo en el ámbito de dominio del peligro es posible aclararse verdaderamente sobre él y sus raíces. Sólo en el origen mismo de la catástrofe puede identificarse la fuerza que ella desencadena y sólo ahí puede surgir la esperanza en una fuerza contraria. La cercanía no buscada al peligro desengaña sobre las posibles ilusiones respecto a su rápida superación por una dinámica inherente a la historia, permite percibir la propia debilidad y por ello las verdaderas dimensiones de dicho peligro. Supone por tanto una posibilidad de mejor acceso a la verdad histórica. Pero por otra parte, esta cercanía al peligro puede llevar también a la pérdida total de la distancia y por tanto a una sumisión e identificación con el estado negativo que cierra todas las posibles salidas y alternativas. Incluso podría suceder que esa cercanía se volcara en una identificación positiva con lo ineludible, como demuestra sobradamente la dinámica social bajo cualquier dictadura. Tampoco debe dejarse fuera de consideración que los sueños y visiones de los perseguidos y oprimidos llevan también la marca de la situación a la que quieren escapar, )son dichas visiones algo más que una proyección ilusoria desde la situación de opresión? *Sólo porque se mantiene la sospecha de que aquello que los perseguidos en su situación piensan y dicen podría ser falso y por tanto doblemente peligroso en su ilusionismo, y porque al mismo tiempo se sigue manteniendo que sólo los perseguidos pueden dar auténticamente noticia del peligro, sólo por estos dos motivos se mueve la hermenéutica desde su ambivalencia fundamental hacia una superación práctica del peligro+ (op.cit., p. 102).

[32]Cfr. R. Mate: *El mito de la modernidad y el silencio del logos+, en: F. Duque (ed.): Lo santo y lo sagrado. Madrid, Trotta 1993, p.198ss.

[33]Johann Baptist Metz: *Compasión política y memoria del sufrimiento+. Entrevista de José A. Zamora, en: Iglesia Viva 201 (2000), p. 83.

[34]M. Walzer: Moralidad en el ámbito local e internacional. Madrid, Alianza 1996, p. 33ss.

[35]Op. cit., p. 38.

[36]Cfr. P. Rottländer: *Ethische Rechtfertigung weltweiter Solidarität+, en: Globale Solidarität. Die verschiedenen Kulturen und die eine Welt. Stuttgart, Kohlhammer 1997, p. 117-142. Estaríamos ante un concepto alternativo de universalidad: *Que no se diga que no es posible alcanzar un entendimiento de las diferentes culturas sobre la base de una orientación anamnética. Mucho más universal y más comunicativo desde el punto de vista intercultural que el lenguaje de nuestra racionalidad occidental es en todo caso el lenguaje en el que se articula la memoria del sufrimiento de los seres humanos conservada en todas las culturas. Esa memoria del sufrimiento es lo que hace sensible a una cultura frente a otros mundos culturales extraños.+ (J. B. Metz: *Perspektiven eines multikulturellen Christentums+, en: Frankfurter Rundschau, 24.12.1992.

[37]W. Benjamin: Discursos interrumpidos. Madrid, Taurus 1973, p. 182.