José A. Zamora
 


«Monoteísmo, intolerancia y violencia. El debate teológico-político sobre la “distinción mosaica”»,

en: R. Mate/José A. Zamora (eds.): Nuevas Teologías Políticas. Pablo de Tarso en la construcción de occidente. Rubí (Barcelona): Ed. Anthropos 2006 ("Pensamiento Crítico/Pensamiento utópico"), p. 179-207.


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1. El renacer de los fundamentalismos religiosos

Resulta prácticamente imposible abordar la cuestión de la relación entre religión y política sin que aparezca de inmediato el espectro casi omnipresente del fundamentalismo.(1) La búsqueda de sentido e identidad en un mundo globalizado parece encontrar expresión llamativa en identidades étnicas, nacionales y religiosas de corte fundamentalista que muestran su rostro más terrible como "locuras asesinas" en los incontables conflictos étnico-religiosos de la última mitad del siglo XX y comienzos del XXI.(2) Las noticias procedentes Iraq, de Afganistán, de la frontera indo-paquistaní, de Timor, de Israel o, en otro sentido, el crecimiento de las sectas de origen norteamericano en toda Latinoamérica y del tradicionalismo católico en Europa, etc. parecen confirmar este vínculo entre el "retorno" de lo religioso y el incremento del fundamentalismo, ambos supuestamente superados por la modernidad.

¿Es inherente el fundamentalismo al hecho religioso? No cabe duda que mirando la historia resulta difícil no constatar un fuerte nexo entre ambos.(3) La historia de las religiones está sembrada de uno de los rasgos más característicos del fundamentalismo, la intolerancia. Dicha intolerancia nace del intento de identificación total y sin fisuras de unas determinadas visiones del mundo y de la vida, de unas conductas individuales y unas instituciones sociales/políticas concretas con la voluntad divina, identificación sancionada y legitimada por una autoridad religiosa no cuestionable en absoluto, así como del intento de imponer, frecuentemete por la fuerza, dichas conductas e instituciones universalmente.

¿Cómo explicar esa notoriedad del fundamentalismo en la modernidad tardía? ¿A qué se debe el "retorno de la religión" y su cada vez mayor relevancia política? Hay quien cree encontrar un nexo de unión entre los fenómenos de desintegración valorativa y relativismo cultural en dicha modernidad tardía, entre la inseguridad identitaria que esto provoca y el resurgir fundamentalista de las identidades religiosas en las que se articula una reacción defensiva frente a dicha inseguridad(4). También hay quien ve una relación entre los procesos de globalización económica y cultural, por un lado, y, por otro, las nuevas necesidades de identidad y pertenencia que no pueden ser satisfechas por los mecanismos globalizadores de intercambio económico e informacional cada vez más abstractos, instrumentales y deslocalizados, y que o bien son satisfechas por los nuevos movimientos sociales o por los fundamentalismos religiosos y nacionalistas(5).

Otros relacionan el renacer de los fundamentalismos con el final de la llamada "guerra fría", el fin de las ideologías y el triunfo de un único sistema político-económico, el liberal capitalista, dibujando un escenario futuro de "choque de civilizaciones", donde la principal línea divisoria es la que separa el occidente cristiano del oriente musulmán, visto éste último como una amenaza llena de peligros(6). Por fin, cabe pensar que el fundamentalismo representa un rechazo de la "cultura" moderna, sus valores, su crítica de la religión, su permisividad moral, etc. Estaríamos pues ante una "revuelta contra la modernidad" o ante la "revancha de dios" contra sus críticos(7).

2. El peligro monoteísta y la alternativa politeísta

En cualquier caso, cada vez son más las voces de alarma que advierten sobre el peligro de la religión para una convivencia pacífica de los seres humanos, cada vez son más los que ven en su "retorno" una fuente de violencia e intolerancia que amenaza el "orden mundial". Se señala especialmente a las religiones monoteístas y al rastro de sangre que ellas han dejado a lo largo de toda la historia de la humanidad para dar cuenta de una violencia desbordante que aparentemente se sustrae a otras determinaciones conceptuales.

Todos los reproches actuales contra los monoteísmos se apoyan en una convicción cuya solidez parece casi incuestionable: en todos ellos se articula una pretensión incondicional de verdad a partir de una relación incondicional con dios (revelación) que tiene consecuencias fatales. La tesis de la crítica teológico-política del monoteísmo es que la fe en el dios único conduce al terror, porque ese dios no tolera junto a sí ningún otro dios verdadero y, en consecuencia, ningún adorador de falsos dioses.

El debate sobre el monoteísmo es tan antiguo como el término mismo, que nace ya, como producto típico del racionalismo, en contraposición ventajosa a otra creación terminológica tan abstracta como él: el politeísmo.(8) Pero pronto cambiarán las tornas y el tono despectivo con el que se comienza hablando del politeísmo dejará paso a una corriente de simpatía que recorre buena parte de la filosofía moderna y contemporánea. David Hume está en el comienzo de la recurrente reivindicación moderna del politeísmo: «La intolerancia de casi todas las religiones que han sostenido la creencia en la unicidad de dios es tan digna de señalar como el principio opuesto mantenido por los politeístas. La implacable estrechez de espíritu de los judíos es bien conocida». Lo mismo vale para el islam y el cristianismo.(9)

También para Schopenhauer la intolerancia es un rasgo específico de monoteísmo que lo distingue del politeísmo. No se trata de una desviación o una perversión, sino de una característica que le es inherente y esencial: «Un dios único es por su propia naturaleza un dios celoso, que no concede a ninguno otro la vida. Por el contrario, los dioses politeístas son tolerantes por su propia naturaleza: viven y dejan vivir (...)»(10) Y qué no decir de las reflexiones sobre la "gran utilidad del politeísmo" en la Gaya ciencia de F. Nietzsche: «El monoteísmo, esa rígida consecuencia de la doctrina de un hombre normal --es decir, la fe en un dios normal, junto al que tan sólo hay falsos dioses de mentira-- fue quizás el mayor peligro de la humanidad hasta la fecha. (...) En el politeísmo se encontraban prefigurados el libre pensamiento y el espíritu plural del hombre: la fuerza de crearse nuevos y propios ojos y repetidamente nuevos y todavía más propios (...).»(11) Toda la crítica nietzscheana del monoteísmo queda concentrada en su conocida y polémica fórmula del "monotono-teísmo".(12)

Si el monoteísmo supone el triunfo de una única concepción del hombre, del mundo y de la historia, la imposición de una unidad coactiva que anula la pluralidad creativa y la libertad diferenciadora, presentando un vinculo esencial con la violencia y la intolerancia, el politeísmo representa una posibilidad reprimida de libertad para la diferencia, para la verdadera autodeterminación, para la convivencia no violenta de los muchos y distintos. Esta contraposición ideal-típica entre monoteísmo y politeísmo, que parece no necesitar un contraste con los datos históricos, adquiere inmediata significación política si nos preguntamos por los posibles herederos seculares de ambos, lo que en la estela de Nietzsche parece inevitable. La sombra del dios monoteísta, como es de sobra sabido, es alargada. La moral religiosa, el mesianismo religioso, las instituciones religiosas,... tienen herederos, que a los ojos de los antimonoteístas resultan tan peligrosos como sus ancestros. El monoteísmo se convierte de esta manera en el referente de la crítica a la modernidad poscristiana o, al menos a una de las modernidades. O, dicho de otra manera, la critica del monoteísmo se ha convertido en un elemento esencial de la lucha por la "verdadera" modernidad política y cultural. No hay mejor respuesta a los que califican a Nietzsche y sus actualizadores posmodernos de contrailustración que pagarles con la misma moneda.

3. El antimonoteísmo filosófico-político

Desde que la ya clásica obra de K. Löwith señalara las raíces teológicas de la filosofía moderna de la historia(13), no han faltado autores dispuestos a rescatar a la modernidad de las terribles garras de la tradición judeo-cristiana, de la que aquella pretendía emanciparse, al parecer sin mucho éxito. Si la filosofía de la historia revolucionaria es la heredera de la antigua teológica, es preciso desenmascararla como el actual monoteísmo político(14) y deslegitimarla como representante de la modernidad política genuina.

H. Blumenberg ha sido uno de los más prominentes opositores a la tesis de K. Löwith sobre la secularización de la escatología cristiana en la filosofía de la historia. En su teoría de la legitimidad de la modernidad defiende que la idea de progreso no es originariamente una secularización de la historia de salvación.(15) El concepto de progreso proviene, según él, de la autoafirmación contra el absolutismo divino formulado en el nominalismo, autoafirmación que caracteriza la posición autónoma de la época moderna.

«La afirmación de que es el hombre el que hace la historia no contiene ninguna garantía para el progreso que él pueda llevar a cabo en ese hacer; de entrada se trata sólo de un principio de autoafirmación contra la inseguridad del conocimiento provocada por el principio teológico extraño y prepotente; se postula su inaplicabilidad en la penetración intelectual por parte del hombre de sus propias obras, y por tanto también de su propia historia».(16)

Tan sólo la frustración de las expectativas tempranas lleva a convertir los muchos progresos en un progreso infinito y a reconstruir el pensamiento teleológico, lo que tuvo tremendas consecuencias para las teorías políticas apoyadas en dicho pensamiento. Esta idea de progreso es «el regulativo que puede hacer humanamente soportable la historia».(17) Blumenberg sostiene que

«la filosofía de la historia es el intento de responder a una cuestión medieval con los medios disponibles con posterioridad a la edad media. [... La idea de progreso,] en cuanto una de las respuestas posibles a la pregunta por la totalidad de la historia, fue introducida en la función de la conciencia que había desempeñado el marco de la historia de salvación entre creación y juicio final».(18)

Partiendo de la tesis de Blumenberg, O. Marquard ha interpretado la continuidad entre la filosofía moderna de la historia y la teodicea no desde el punto de vista del contenido sino desde el punto de vista funcional, y así mantiene el teorema de la continuidad, pero transformándolo. La función de la filosofía de la historia, inseparable de las teorías políticas ocupadas en su realización, es exonerar a dios de la incongruencia del mundo cargandola sobre los hombros del ser humano. Así pues, la filosofía de la historia conduciría, según él, «a un ateísmo ad maiorem Dei gloriam».(19) Dicha filosofía habría tenido su origen en la crisis de credibilidad de la ‹teodicea optimista› leibniziana y se habría convertido en representante indirecta del interés teológico socavando la posición de autonomía que supuestamente debía fundamentar. En el fondo, Marquard y Blumenberg están de acuerdo en que la filosofía de la historia es «contramodernidad»(20) o, con otras palabras, «reacción metafísica» dentro de la ilustración.(21)

Para O. Marquard la filosofía de la historia produce una totalización a través de la construcción de una historia única que entroniza a un poder único. Tras el cristianismo renace una peligrosa figura monomítica:

«El mito único absoluto en singular, que en cuanto segundo final de la polimitología prohíbe la pluralidad de la historia, porque sólo permite ya una única historia: el monomito de la historia revolucionaria que produce la felicidad en exclusiva. Allí donde esa nueva mitología se apodera del mundo presente, queda liquidado aquello de la mitología que ciertamente era libertad: la pluralidad de las historias, la división de poderes en el absoluto, el gran principio humano del politeísmo.»(22)

Contra otro gran representante de la tesis de la secularización en la teoría política, C. Schmitt, se trataría, pues, de buscar en el politeísmo un precursor teológico-político de una modernidad no totalizante y, por ello, no totalitaria. No son los conceptos teológicos del monoteísmo judío o cristiano los que pueden apadrinar unos conceptos políticos modernos verdaderamente humanos y humanizantes, sino el politeísmo. Evidentemente no se trata de restaurar una forma religiosa del pasado, en realidad irrecuperable después de la crítica moderna de la religión, sino de recuperar las posibilidades de un "politeísmo ilustrado". Éste cuenta con aliados. Ya desde el siglo XVIII, de modo paralelo al surgimiento de la filosofía de la historia y para compensar la toma de poder por parte del monomito que unifica la historia, se puede constatar, según O. Marquard, una vuelta a la búsqueda de la polimitología perdida, un "retorno de lo reprimido".

4. "La distinción mosaica" o el origen monoteísta de la violencia

Este parece ser precisamente el punto de partida de J. Assmann, un reconocido egiptólogo alemán que navega con enorme soltura por el amplio mar de las ciencias del espíritu más allá del horizonte de su especialidad y que ha desencadenado con su obra Moisés el egipcio un nuevo episodio en el debate sobre los vínculos entre monoteísmo, intolerancia y violencia.(23) Assmann cree haber encontrado en Egipto justo aquello que la autocomprensión oficial del monoteísmo ha "reprimido", pero que, sin embargo, ha permanecido presente en la memoria monoteísta de occidente como reverso negado y desmentido. De modo similar al mecanismo psicológico de la "represión" analizado por S. Freud, el indicador más vivo de la represión cultural lo encontramos en la violencia con que irrumpe lo reprimido de modo recurrente a lo largo de la historia de occidente: «en la idea de la prisca theologia y en el hermetismo del renacimiento, en las ideas de la religión natural, del spinozismo y el panteísmo en la ilustración y en el romanticismo temprano y en los diferentes nuevos cosmoteísmos, desde los cósmicos muniqueses hasta el "dios de Hitler", el culto a Wicca y otras religiones de la New-Age.»(24)

Mnemohistoria y acceso a lo reprimido

Pero si existe una represión, entonces es necesario rastrear el origen traumático de la misma: el "trauma monoteísta". Para ello Assmann no confía en los métodos de la historia convencional, en la búsqueda con ayuda de su instrumental de lo que ocurrió realmente en el pasado, sino en la mnemohistoria, en una historia que pueda dar cuenta de la latencia de lo reprimido y de su retorno. La tarea de la mnemohistoria «consiste en analizar los elementos míticos en la tradición y descubrir su agenda oculta».(25) La historiografía convencional estaría interesada en indagar lo que podemos saber de la figura "histórica" de Moisés. Realmente muy poco. Pero la pregunta de la mnemohistoria es bien distinta. Haya existido o no realmente la figura de Moisés, de lo que se trata es de averiguar lo que ella ha significado en la memoria cultural. Gracias a este cambio de perspectiva es posible establecer, a veces por caminos tortuosos y no exentos de cierta arbitrariedad, a través de narraciones griegas y latinas muy posteriores sobre el Éxodo, una cadena de nexos que conducen hasta el vínculo que nos permite recuperar y reconstruir la escena originaria del trauma: el vínculo entre Moisés y Akhenatón(26), un vínculo que en vano buscaríamos en la Biblia o en las fuentes propias de la historiografía.

Sin embargo, el hallazgo mnemohistórico resulta paradójico: Moisés es una figura de la memoria, pero no de la historia, y Akhenatón es una figura de la historia, pero no de la memoria. Al primero está asociado el movimiento monoteísta, que en la figura de Moisés codifica su confrontación con Egipto. Dentro de la lógica de la construcción identitaria de este movimiento Egipto ejerce la función de alteridad constituyente. Pero no habría confrontación si no existiese una mediación, una conexión. Moisés "el egipcio" sería, según Assmann, la figura que sirve de mediación entre los términos de la oposición. Desde los pequeños vestigios que recoge el texto bíblico, como la narración del salvamento milagroso de Moisés de las aguas del Nilo y su posterior estancia en la corte del Faraón, hasta los testimonios de esa conexión que salpican la historia cultural de occidente a contrapelo con la memoria oficial, ellos constituyen la base mnemohistórica de la figura mediadora.(27)

Hacia 1361 a.C. Akhenatón llevó a cabo un acto revolucionario en la historia de las religiones. Sustituyó el politeísmo del Egipto antiguo por una contrarreligión monoteísta. Un acto de tal transcendencia, sin embargo, parece no haber dejado huellas significativas en la memoria cultural del pueblo que la sufrió, por lo que habría que esperar a la egiptología científica del siglo XIX para que fuera posible recuperar esta figura histórica borrada de la memoria oficial egipcia. Su reforma religiosa poseyó tal carácter traumático, que fue completamente reprimida de la memoria colectiva. El acto revolucionario llevado a cabo por Akhenatón fue transferido a la figura de Moisés "el egipcio" y en ella sufrió una radicalización. Si los egipcios reprimieron y olvidaron el período monoteísta y a su protagonista, los judíos reprimieron y olvidaron el origen traumático de su monoteísmo. Así, el recuerdo posterior ha unido a Moisés y Akhenatón porque ambos fundan una contrarreligión antiegipcia.(28) Ahora bien, si el acto revolucionario de Akhenatón es el precedente de la "distinción mosaica", necesario para elaborar una imagen de la alteridad constitutiva de monoteísmo mosaico en el politeísmo egipcio, es el monoteísmo mosaico el que le sirve a Assamann para construir el objeto de su crítica.(29)

La distinción mosaica

Assmann habla de un acto revolucionario porque estamos ante un giro determinante en la historia de las religiones y a fortiori en la historia de la humanidad. Se trata del paso de las religiones "primarias" a las religiones "secundarias". Este paso tiene varios componentes. El primero se refiere a la sustitución del politeísmo por el monoteísmo. El segundo, al cambio de una primacía de lo cultual/ritual por una primacía del texto revelado. El tercero, a la superación de los vínculos limitantes a un ámbito cultural concreto para abrirse a un horizonte universal. Religiones secundarías introducen una distancia reflexiva y crítica frente a la praxis religiosa de las religiones primarias, son en ese sentido "contrarreligiones" que comportan un cambio no sólo en la concepción de dios, sino también una nueva actitud del espíritu. Cambian la imagen del mundo y las exigencias éticas.

Ese giro se sustenta en lo que Assmann llama la distinción mosaica, la distinción entre verdadera y falsa religión, entre dios verdadero y falsos ídolos, entre doctrina verdadera y falsa, entre fe e increencia. El novum de la distinción mosaica ha sido introducir la distinción entre verdadero y falso en un ámbito que le había sido completamente ajeno, el de la religión.(30) Frente a una praxis religiosa apoyada en su evidencia cultural, como es el caso de las religiones primarias, la distinción mosaica posee el carácter de una idea regulativa, que como tal nunca alcanza acabado cumplimiento, pero que sirve para juzgar la praxis existente más o menos contaminada y, así, orientar los movimientos religiosos de reforma y radicalización.

El carácter exclusivo de la verdad desencadena una energía antagonista que es inherente a la lógica misma del monoteísmo, porque esas

«religiones y sólo esas poseen con la verdad que proclaman al mismo tiempo también un contrario al que combaten. Sólo ellas saben de herejes y paganos, doctrinas erróneas, sectas, superstición, culto a los ídolos, idolatría, magia, ignorancia, increencia, herejía o como quiera que conceptualice aquello que, en cuanto apariciones de lo falso, ellas denuncian, persiguen y marginan.»(31)

Todos los antagonismos religiosos que pueblan la historia tienen su origen en el giro monoteísta. Dichos antagonismos revelan su dimensión política en el exceso de violencia y de derramamiento de sangre que han provocado.

Con ello no pretende decir Assmann que la violencia sea un patrimonio del monoteísmo. También allí donde las religiones primarias han poseído una hegemonía incontestada encontramos odio y violencia. Incluso muchas formas de violencia han sido contenidas y "civilizadas" por las religiones secundarias. Pero el monoteísmo ha introducido un odio desconocido en ellas: el odio a los paganos, a los herejes, a los idólatras y sus templos, ritos y dioses. La unidad y universalidad que establece la afirmación de un dios único, una universalidad superadora de particularismos e innumerables diferencias, sólo pierde su vínculo con la intolerancia y la violencia cuando, como es el caso del judaísmo, la verdad que afecta a todos adquiere un signo escatológico y la vinculación histórica con dicha verdad se afirma mediante una estrategia de autosegregación. Sólo entonces la distinción mosaica no genera violencia contra los otros. Cuando se busca la realización de la universalidad en la historia, como es el caso del cristianismo y el islam, la estrategia misionera conduce inevitablemente al empleo de la violencia.

En realidad se trata de la estrategia de construcción de la identidad y de distinción ente lo propio y lo extraño, pero también de las diferencias que dicha estrategia presenta dependiendo de que la referida construcción se realice en resistencia contra la religión del Estado, cuya expresión es entonces el martirio, o mediante la conversión en religión del Estado, lo que la asocia inevitablemente a la persecución de los otros. En cualquier caso, la distinción mosaica misma, la distinción entre verdadero y falso en el ámbito de la religión, posee de modo inherente una energía antagonista porque bloquea la posibilidad de traducibilidad que todavía poseen las religiones politeístas, que ni conocen la tolerancia ni la intolerancia. En las culturas donde estas poseen vigencia la violencia política no posee fundamentación teológica. La agresión contra los extraños persigue otros fines, nunca la conversión de los miembros de una religión considerada como falsa. La religión no es lo que enfrenta, sino, en todo caso, aquello que ofrece posibilidades de comunicación, ya que los diferentes politeísmos siempre ofrecen correspondencias entre las divinidades y capacidad para integrar a nuevas.

En la religiones secundarias la identidad se tiene que construir necesariamente "contra". No existe monoteísmo, no existe la afirmación de un único dios verdadero, sin declarar todo otro culto como idolatría y todo otro dios como ídolo, producto humano. Esto no quiere decir que las religiones monoteístas hayan podido imponer esta distinción de modo duradero y generalizado. Los elementos de las religiones primarias rechazados buscan refugio en practicas sociales sustraídas al control de la autoridad religiosa o política, en el ámbito familiar, en espacios culturales esotéricos, etc. La idea monoteísta es una idea regulativa y, como tal, nunca alcanza expresión institucional acabada y pura. Pero por esa misma razón su pasión iconoclasta no conoce descanso en la historia.

Antagonismo teoclasta/iconoclasta y anticosmoteísmo

La lucha contra los falsos dioses, contra los ídolos, no podía desarrollarse sino bajo el mandato de la "prohibición de imágenes", pues los dioses de las religiones primarias necesitan de representaciones, de mediaciones icónicas. El politeísmo es cosmoteísmo. En él no existe contraposición entre el mundo de los dioses y el cosmos. Éste necesita para su génesis y sostenimiento del concurso del mundo de los dioses, que necesariamente ha de ser plural, ya que en otro caso sucumbiría la pluralidad que constituye la realidad humana, natural y social. El mundo de los dioses es el principio estructurante que todo lo penetra y a todo le da sentido. En el cosmos son ellos los que movilizan las fuerzas convergentes y divergentes y las reúnen en un proceso sinérgico que asegura su pervivencia. En la sociedad y el Estado ejercen el poder garantizando el orden político y social a través del culto que posee significado político. Así queda regulada la pertenencia a una específica comunidad cívica, cultual/festiva, y las relaciones de subordinación o federación entre las diversas comunidades. La diversidad social y su coordinación exigen de nuevo la pluralidad de los dioses. Por fin, el destino humano, con sus avatares, sus momentos de felicidad y desgracia, las fases vitales y sus transiciones, las contingencias y sus consecuencias, queda integrado en las narraciones mitológicas que dan fundamento a los órdenes de la vida humana. Lo divino se inscribe en el mundo en las tres dimensiones de la naturaleza, el Estado y el destino individual.

La prohibición de imágenes, según Assmann, no sólo pone de manifiesto el carácter antiidolátrico del monoteísmo, sino también su anticosmoteísmo, la destrucción de la simbiosis entre el mundo divino y el cosmos por medio de la pluralidad de representaciones que la hacen posible. El episodio a los pies del Sinaí de adoración del becerro de oro pondría de manifiesto que la búsqueda de mediaciones constituye una inclinación antropológica inextirpable, de la que da cuenta el cosmoteísmo politeísta. La ausencia de Moisés, que se había convertido en el mediador con la nueva divinidad única, deja desamparado al pueblo, que busca en el becerro un sustituto en el que vuelve a emerger la religión pagana. El monoteísmo supone, sin embargo, la emancipación de lo divino respecto a todo entrelazamiento simbiótico con el cosmos, la sociedad y el destino. Dios es transcendente, contrapuesto al mundo, y, al mismo tiempo, está volcado sobre él. No necesita de mediaciones. Él interviene en la historia directamente y es su señor. Él es el soberano de su pueblo, que establece con él una alianza, un pacto de carácter político.

Para Assmann, el carácter político del monoteísmo está incoado en el anticosmoteísmo derivado de su pathos iconoclasta. Toda representación presupone una ausencia. Las formas de aparecer lo divino constituyen el entramado de sus representaciones y Egipto estaba lleno de ellas. El monoteísmo iconoclasta administra de otro modo la dialéctica entre presencia y ausencia. Trascendentaliza a dios, lo contrapone radicalmente al mundo como su radical otreidad, y al mismo tiempo lo convierte en omnipresencia incompatible con toda representación. Ni el deseo de mantener el contacto con los difuntos ausentes, ni la necesidad de representación de las instituciones de gobierno tienen ya cabida. Ni culto a los muertos, ni culto a los gobernantes. El Éxodo libera a un tiempo de la opresión del faraón y de la relación simbiótica con el mundo.

Esta desdivinización del mundo, su radical desencantamiento, tiene consecuencias antropológicas y sociales evidentes. El hombre se convierte en interlocutor de un Dios trascendente, pero volcado sobre el mundo. La relación que él mantiene con el mundo está determinada por su pretensión de presencia real fundada en una alianza con su pueblo. De esta manera queda instaurada una teología política de la inmediatez, que se hace presente no en imágenes o representaciones, sino en la palabra de los profetas. La interpelación directa del hombre por la palabra de dios es lo que lo convierte en su interlocutor. Nace una nueva antropología de la libertad, la responsabilidad, la fidelidad y la culpa. El hombre es colocado así por encima de la creación, convertido en imagen de dios gracias a esa libertad, autonomía y responsabilidad. En la libre disposición sobre el mundo el hombre confirma su carácter no divino y al mismo tiempo la exclusiva divinidad de dios. Mundo, sociedad y destino personal se convierten así en "objetos" de dios: de su creación, de su gobierno, de su providencia.

Monoteísmo como teologización de la política

La prohibición de imágenes posee además una naturaleza política. La pretensión del Estado de representar lo divino en la tierra queda radicalmente cuestionada. En el politeísmo egipcio el Estado es responsable de mantener la relación de los dioses con el mundo, sin la que éste se descompondría en un caos absoluto. La religión es, pues, un asunto de Estado, él debe regular y garantizar el culto, edificar los templos y construir las imágenes. Sin esta mediación con el mundo de los dioses colapsaría el proceso de renovación constante del cosmos. La cercanía de lo divino tiene su materialización institucional en el Estado. Pero para que esto sea así, la dominación ejercida por el monarca debe ser vista como la reproducción de la ejercida por el dios hegemónico sobre el resto de los dioses. El soberano es imagen de dios.

El principio de la monarquía faraónica es la unidad cuasi natural entre poder y salvación. Como hijo de dios el faraón personifica la intervención de dios y se convierte en mediador de la salvación. Su función religiosa tiene máximo rango político. Él es el eslabón entre el mundo de los hombres y el mundo de los dioses. La creación, el orden político, la vida y la supervivencia dependen del mantenimiento del orden divino (maat). Por el contrario, subraya Assmann, el derecho y la moral son un asunto humano, cuyo cumplimiento exitoso depende del sometimiento de ambos a dicho orden. Si éste se mantiene, tanto el destino personal como el equilibrio social o natural están protegidos. También la justicia terrena se ha de regir por el maat, pues el sentido de las leyes y de velar por su cumplimiento no es otro más que mantener el orden cósmico y social, sin embargo no deja por ello de ser considerada un asunto profano.

Al faraón, que como hemos visto es el hijo y heredero de los dioses, le corresponde dictar la leyes, sin embargo para ello no es necesario un código legal escrito, porque el faraón es la personificación del maat, la materialización del orden y la rectitud.(32) Evidentemente aquí se plantea un problema que Assmann pasa completamente por alto. El faraón tiene la misión primordial de cuidar el maat y ella incluye velar por los pobres y desprotegidos, suspender, como dice Assmann, la "ley de los peces", que el grande se come al chico. Un desequilibrio entre pobreza y riqueza amenazaría el orden divino, que el faraón está llamado a garantizar. Y para ello goza de absoluta soberanía y discrecionalidad. Pero, por otro lado, él mismo es la encarnación del maat, existe una identidad entre ambos. Precisamente esta doble identidad es la que plantea las dificultades. Resulta difícil imaginarse que todos los gobernantes administraron justicia en los asuntos sociales en el sentido que supuestamente requiere el orden cósmico. No son infrecuentes los documentos de la época ramesida que dan testimonio de la corrupción administrativa.(33) Pero, si esto es así, un cuestionamiento del ejercicio injusto de dominación exigiría entonces una desacralización del poder y quien lo ejerce, como veremos más adelante.

Assmann se niega a aceptar la visión que atribuye al monoteísmo la introducción de la moral y el derecho en el mundo. Según él, administrar justicia y velar por el bien común en el Egipto antiguo son asuntos del Estado, son asuntos políticos en sentido genuino. La orientación ética es, así mismo, una cuestión de sabiduría humana, que ha de procurar su adecuación al orden divino. Y éste, como hemos visto, necesita de la mediación del Estado para reproducirse. Pero la justicia terrena es algo profano, los dioses no intervienen en ese asunto. Ellos sólo exigen ofrendas rituales, pero no justicia. La religión y la ética tienen fuentes diferentes.

Lo que habría hecho el monoteísmo no es pues, según Assmann, crear un orden moral o de justicia, sino teologizar lo político. Egipto representa para la tradición bíblica la falsa política. Es la casa de la esclavitud. El poder no es en ella la garantía del bien común, sino que significa opresión, esclavitud, privación de derechos, maltrato. La alianza liberadora con dios tiene un sentido directamente político, ya que funda una nueva sociedad donde la dominación no preside la relación entre los hombres. El dominio exclusivo y directo de dios es ahora el que garantiza la libertad. «El sentido político de la distinción mosaica se encuentra en la separación entre dominación y salvación».(34)

En la perspectiva del monoteísmo mosaico tanto la verdadera como la falsa religión se dan a conocer políticamente. Ausencia de justicia, opresión, arbitrariedad, etc., no son sólo asuntos políticos, signos de una política errónea, sino signos además de una falsa religión. Y, a la inversa, la liberación política narrada en la historia del Éxodo, la experiencia fundante del pueblo de la alianza, es presentada como un proceso de emancipación política llevada a cabo por dios. Él aparece como protagonista de una acto de liberación política. Lo verdadero y lo falso se distinguen tanto en religión y como en política por unos criterios eminentemente políticos: libertad y opresión. De modo que la justicia es la quintaesencia de la religión verdadera. El logro del monoteísmo, si es que hay que considerarlo tal, consistiría, según Assmann, en haber convertido el derecho y la justicia en un asunto de dios, en haberlos proyectado en el cielo.(35) El monoteísmo no introduce la justicia en el mundo, sino que se la apropia y la sacraliza. Ahora bien, si soberanía legislativa reside en dios y su ley es el instrumento de la liberación, para la nueva comunidad de la alianza el Estado no puede representa más que la esclavitud. La soberanía divina se convertirá no el soporte de una soberanía estatal, sino en el fundamento de una contrasociedad antiestatal. Aunque Assmann no lo diga, queda insinuado: tenemos aquí el germen de muchas de las teorías políticas revolucionaria de occidente.

5. Observaciones críticas a la tesis de Jan Assmann

Resulta a todas luces problemático convertir a Egipto y, específicamente, a su politeísmo en alteridad constituyente del monoteísmo bíblico. La memoria de la que es portador el movimiento monoteísta en Israel no está referida de modo sustancial a la idolatría politeísta de Egipto, que no aparece en ella como la quintaesencia de la idolatría, sino como la casa de la esclavitud y la opresión. El país de la idolatría en la Biblia es, en todo caso, Canaán y no Egipto. Como figura de la memoria Moisés resulta escasamente apropiado para fundar una distinción anticosmoteísta y teoclasta, dado que el recuerdo lo vincula fundamentalmente con un proceso de liberación de la opresión liderado en nombre de dios.(36) No existe prácticamente contraposición "religiosa" con Egipto en la Biblia. Ni siquiera es probable que el becerro de oro en el Sinaí tenga más que ver con el toro Apis egipcio que con otros referentes en la religión cananea. La tentación que sufre el pueblo durante la travesía del desierto no es la de retornar a los dioses de Egipto, sino la de cambiar la libertad por las ollas de carne.

Por lo que respecta a la formación de la idea monoteísta en Israel, la mayoría de estudiosos de su historia religiosa están de acuerdo en señalar un largo camino que va desde un gran pluralismo religioso en los comienzos hasta la formación de un monoteísmo consciente por primera vez en el siglo VI a.C.(37) La ascensión del dios YHWH a dios del reino bajo David y Salomón pone de manifiesto el creciente influjo del "grupo del éxodo" procedente probablemente del norte de Arabia. A ese dios, que pronto se asociaría al dios sol de la ciudad de Jerusalén, al que terminaría asimilando/desplazando, se le atribuyó la liberación del país de la explotación egipcio-cananea, que coincide con el final de la hegemonía egipcia hacia el 1200 a.C. En todo caso, la afirmación de la singularidad, la unicidad y la exclusividad de YHWH resultó ser un elemento crucial tanto para la capacidad de resistencia de un pequeño Estado frente a las potencias circundantes, como para los movimientos internos de reforma. Pero quizás sea la destrucción del templo y el exilio la experiencia clave que permite enriquecer la idea monoteísta y dotarla de universalidad no sólo histórica, sino también cósmica, universalidad determinante de figura que acaba adoptando el monoteísmo bíblico. Así pues, ni desde el punto de vista de la historiografía ni desde el punto de vista mnemohistórico resulta plausible la antítesis entre monoteísmo bíblico y cosmoteísmo politeísta egipcio. El eslabón perdido no termina de conectar ambos fenómenos.(38)

A pesar de ello, nos podemos preguntar si la significación bíblica de la "distinción mosaica" es la que le atribuye Assmann. Si nos fijamos en la tradición bíblica, la exclusividad de YHWH se afirma en el contexto de una experiencia política de liberación, que se convierte en el proprium de ese dios. Que YHWH es el único dios no se define en contraposición a una pluralidad de otros dioses, sino en la antítesis entre libertad y esclavitud. «En y con los diez mandamientos se establece y protege el espacio de libertad, justicia y fraternidad --por un dios que de esta manera se muestra como el verdadero».(39) Es más, este criterio no sólo tiene validez crítica hacia fuera, respecto a las prácticas religiosas de otros pueblos, sean estas politeístas o no. El criterio es asimismo aplicable al culto a YHWH, cuando bajo la apariencia de adoración cultual/ritual de único dios oculta una praxis de opresión y violencia. De ello encontramos suficientes testimonios en los profetas. No se trata, pues, como insinúa Assmann, de que el vínculo entre la exclusividad de YHWH y el imperio de la justicia conduzca a identificar el paganismo con la ausencia de derecho, la inmoralidad y la impudicia, para hacerlo después objeto de persecución. El criterio de la justicia se convierte más bien en signo de auténtico culto al verdadero dios --también contra los monoteístas que explotan y asesinan a los otros.

Una vez rectificado el significado de la "distinción mesiánica" en el sentido de vincular verdad y justicia, dotando de contenido específico a la distinción ente veradera y falsa religión, resulta posible interpretar de otra manera la reflexividad crítica que introducen las religiones secundarias respecto a las primarias. Para Assmann lo relevante es su carácter destructor de las mediaciones que quedan desenmascaradas como mero producto humano y, en cuanto tal, incapaz de hacer presente al dios transcendente. Reflexividad es entonces sinónimo de desencantamiento del mundo, desvaloración de las mediaciones, iconoclasmo, etc. Es el mismo iconoclasmo el que posee una energía antagónica, una tendencia destructiva no sólo de las imágenes mediadoras, sino también de quienes las adoran. En este momento, si no antes, nos damos cuenta que es en la reflexividad crítica donde parece estar localizado el origen de la violencia, lo cual plantea no pocas paradojas.

Assmann llega a afirmar que el monoteísmo es, en sentido estricto, teología, es reflexividad, quiebra de la naturalidad y evidencia que la práctica religiosa posee en las religiones primarias identificadas con las culturas que las cobijan. El monoteísmo se define a sí mismo como contrarreligión. Necesita, pues, establecer distancia para juzgar (supuestamente a la práctica religiosa primaria). Pero la distinción entre verdadera y falsa religión necesita un criterio discriminador. Está claro que la prohibición de imágenes indica un desenmascaramiento de las representaciones de los dioses como producto humano. Sin embargo, el rechazo de las representaciones posee un carácter general, vale también para las representaciones del dios afirmado como verdadero. La prohibición de imágenes no afecta, pues, sólo a la multiplicidad de dioses de la religión cosmoteísta, sino que pretende inaugurar una nueva forma de relación con la divinidad. Esa nueva forma de relación tiene que ver con la experiencia del sufrimiento injusto y de la acción liberadora de dios que funda una nueva comunidad sustentada en la igualdad y el derecho.

Reflexividad supone, pues, precisamente a causa de la sensibilidad para el sufrimiento, quebrar la inmediatez y naturalidad del orden social legitimado como orden divino. En este sentido tiene razón Assmann cuando señala que la teología política es una especificidad de las religiones secundarias. Si la simbiosis entre el mundo de los dioses y el mundo terreno pierde su evidencia, si la transcendetalización de dios desdiviniza el mundo y el orden político, quizás haya que buscar la razón de ello en las experiencias de opresión y sufrimiento que ya no pueden ser integradas y pacificadas en las narraciones mitológicas que reconcilian con lo dado. La injusticia no es una contingencia subsumible bajo un orden divino que se reproduce ininterrumpidamente en un eterno retorno de lo mismo.

La narración del Éxodo no codifica la experiencia de escapar de dioses extraños, sino la de escapar de la opresión y la marginalidad.(40) Resulta difícil sustraerse a la sospecha de que la imagen idílica del Egipto politeísta como una "totalidad de sentido", integrada y pacificada, no sea una pura proyección. Assmann no se preocupa de indagar las causas de lo que él mismo llama un acto revolucionario en la historia de las religiones. Pero ésta es la cuestión fundamental. ¿Cómo explicar el nacimiento de las religiones secundarias sin atender a los factores políticos, psicológicos, sociales y económicos del politeísmo? ¿Qué es lo que convierte la política egipcia a los ojos de los monoteístas en una falsa política? ¿No es la experiencia traumática de esa política la que obliga a desacralizarla, a romper la alianza entre dominación y salvación?

El Egipto antiguo pudo prescindir de la cuestión de la verdad mientras los faraones pudieron mantener exitosamente en el plano político el balance cósmico recogido narrativamente en los mitos. Sin embargo, la cuestión del poder existía: acallada y pacificada mitológicamente. La relación entre verdad y poder críticamente sentida hizo saltar por lo aires la cuestión suspendida en los mitos. Desde la perspectiva del grupo oprimido comandado por Moisés la cuestión de la relación entre poder y verdad debió, pues, tener un significado diferente al que poseía en la perspectiva del politeísmo egipcio. Es evidente que no podían ser los dioses de los beneficiarios del sistema los que forzaran una diferenciación entre verdadero y falso. La transición a la diferencia entre verdadero y falso fue efectivamente parte de una historia de liberación, que no pudo ser detenida por los éxitos sistémicos de sistema político social de Egipto.

Assmann está empeñado en mostrar que el orden moral, jurídico y político en las sociedades politeístas posee un carácter puramente profano. Habría sido el monoteísmo el que ha teologizado los conceptos centrales de la política sobrecargándolos con una semántica problemática. Devolver dichos conceptos a sus significación originaria, meramente humana, exige sacarlos del mundo religioso y devolverlos al contexto político. Ésta es su manera de darle la vuelta a la fórmula schmittiana.(41) No hay conceptos genuinamente teológicos. La teología los ha tomado de la política y la modernidad los ha secularizado, pero traduciendo la semántica teológica en los conceptos seculares. Assmann no lo dice expresamente y deja en manos del lector la consecuencia última de su raciocinio. Pero si existe un vínculo esencial entre la distinción mosaica y la violencia, entre la contraposición de verdadera y falsa religión y la confrontación amigo/enemigo; si la distinción mosaica es el núcleo de un monoteísmo que teologiza los conceptos políticos; si la moderna teoría política revolucionaria seculariza los conceptos teológicos; entonces dicha teoría es criptoteología, es decir, fuente de violencia y terror. Toda violencia política moderna remite a la teologización que los conceptos políticos han sufrido a manos del monoteísmo.

Cabe preguntarse, sin embargo, si no ocurre precisamente lo contrario. La conexión directa que Assmann establece entre la cuestión de la verdad y el ejercicio de la violencia es la quiebra de reflexividad que introduce el vínculo entre verdad y justicia. Allí donde el poder se impone sin otro medio que la dominación violenta, el poder mismo sustituye a la verdad. Ninguna creencia religiosa necesita de pretensiones de verdad, necesita reclamar el estatuto de verdad para sus relaciones con dios, si se impone por medio de la violencia. La imposición violenta verifica la creencia y a su dios. Pero la verifica excluyendo la cuestión de la verdad, pues si la plausibilidad de la verdad del culto es resultado de la coacción la universalidad inherente a la pretensión de verdad queda tocada. Los sometidos a coacción nunca podrán ser sus avaladores.(42)

La pretensión de verdad del monoteísmo bíblico no nace de la imposición violenta de una verdad, sino de una experiencia de liberación frente a la amenaza a la propia existencia por una potencia cultural y militarmente superior. La experiencia de enfrentamiento, resistencia y liberación frente a una dominación a todas luces aplastante es la experiencia fundante de Israel. Ella también es la base que sustenta las pretensiones de verdad del monoteísmo. Evidentemente no es una prueba incontrovertible, pero muestra «que en la lógica monoteísta, la conexión entre la singularidad de dios y la verdad de la misma es mucho más plausible del lado de aquellos que sufren violencia y hacen experiencia de ser liberados, que del lado de los que la ejercen».(43) Allí donde se produce el pacto del monoteísmo con el Estado y su política totalitaria, se olvida el sufrimiento y la injusticia como el reverso de dios, se traiciona la pretensión de verdad del monoteísmo.

La distinción mosaica tampoco lleva consigo una contraposición abstracta a la afirmación del mundo en el cosmoteísmo, no se niega el mundo en un sentido genérico, sino en un sentido específico: se retira el acuerdo con el mundo en tanto significa esclavitud e injusticia. Se trata de poder fin a la divinización del Estado, de cancelar la fe mítica en el destino y diferenciar entre derecho y violencia, injusticia e infelicidad. El mito justifica el sacrificio, la distinción mosaica lo denuncia. El universo cósmico ya no cobija como su constitutivo legítimo a las élites de poder, tampoco forma parte del mismo el destino férreo. El mal ya no es la consecuencia de luchas eternas entre los dioses. De este modo queda roto el nexo de destino y expiación entre las generaciones, que se entrelazan ahora por un nuevo nexo: el de la culpa y la responsabilidad.(44)

Esta es la razón de que el ethos bíblico del Éxodo haya ejercido un influjo crítico y transformador de enorme peso sobre toda la tradición política occidental.(45) Se trata de un relato que habla de opresión y liberación y, aunque lo haga por medio de conceptos religiosos, esto no impide su incardinación histórica y su masiva terrenalidad. Es, no cabe duda, una histórica política sobre esclavitud y libertad, ley y rebelión. Para todos aquellos que se han inspirado en esa tradición «la opresión no es una predestinación ni algo inevitable [...]; es el resultado de decisiones concretas tomadas por seres humanos concretos; de una testaruda negativa a recordar la casa de la esclavitud y el día de la liberación».(46)

Se puede decir sin miedo a exagerar que el modelo del éxodo está inscrito en la cultura política de occidente, que esa historia ha sido repetida y recontada innumerables veces: la protesta frente a la opresión, la esperanza de liberación contra todo realismo, la formación de comunidades bajo un nuevo orden constitucional, la lucha por transformar las relaciones sociales,.... El núcleo de este ethos, desde el que se valora críticamente cada presente, es el recuerdo del proceso de superación de la esclavitud, lleno de sufrimientos y liberador al mismo tiempo, que constituye a Israel como pueblo libre que vive en una alianza de fidelidad y obligación mutua con dios. Ese recuerdo es el que permite una mirada a la sociedad desde la perspectiva de los que sufren en ella, pues en él dios siempre se presenta interpelando desde el sufrimiento de los otros y apelando a nuestra responsabilidad.

6. Pequeña apología teológico-política del monoteísmo

La singularidad de YHWH no se manifiesta en que él revele de modo inmediato su rostro y ofrezca así a sus adoradores una posesión inmediata de la verdad, sino que aparece mediada a través de aquello que de modo incomparable vive Israel en su historia y que en su continuidad manifiesta la fidelidad de dios. Israel reconoce esas hazañas incomparables de su dios allí donde ante la prepotencia terrorífica de condiciones hostiles logra afirmarse felizmente, y esto no como potente autoafirmación ante la amenaza, sino como resultado de una capacitación divina. Es decir, siempre allí, donde Israel reconoce el modelo de la experiencia originaria de los "protoisraelitas" de ponerse a salvo de la prepotente superioridad de los egipcios que les perseguían, y ello gracias a la mano poderosa de dios.

Esa experiencia originaria es constitutiva de la identidad de Israel, que se convierte en una comunidad anamnética y narrativa. Es más, dado que Israel sigue permanentemente expuesto al poder aniquilador de los poderosos, el recuerdo de los actos liberadores de YHWH representa la única posibilidad de conservar la identidad en cuanto oprimido y perseguido. Se trata, sin embargo, de un recuerdo que se ve permanentemente contrastado y cuestionado por experiencias actuales de una, aparente al menos, impotencia divina o, en su caso, de una aparente indiferencia o un silencio no menos problemáticos. Pensemos, por ejemplo, en la experiencia del exilio o en la del sufrimiento del justo, que conmueven los cimientos de la fe de Israel y su pretensión de verdad.

Pero Israel no se distingue por desarrollar estrategias de negación exitosa de los horrores de la realidad, ya sea por medio de su idealización, mitificación o por medio de compensaciones que le permitan distanciarse de ella. Su dolorosa imbricación con la realidad negativa más bien manifiesta una incapacidad para dejarse consolar definitivamente por los mitos efectivos en su entorno y a los que Israel recurrió, no cabe duda, y repetidamente, pero sin poder, a pesar de ello, acallar la desconsolada apelación a dios que nace del sufrimiento.(47)

La incapacidad para desarrollar estrategias idealizadoras de la realidad o exculpadoras de dios, la incapacidad para compensar con mitos transmundanos los absurdos del curso histórico, en definitiva, la radical terrenalidad de Israel, se convierte paradójicamente en una forma singular de capacidad para dios llena de tensión no resuelta. Este es el origen de una forma de autocrítica radical de la religión, que bien podría considerarse una característica singular de la tradición judeo-cristiana. Se trata de la autocrítica que adopta la figura de una interpelación urgente a dios, a veces en forma de denuncia, otras en forma de lamento, a la vista del sufrimiento propio o de otros. Esta autocrítica religiosa de la religión desde las experiencias de sufrimiento parte de un tomar en serio dichas experiencias, de rechazar estrategias que las encubren, disimulan e integran en estructuras de sentido.

Esto demuestra que el discurso sobre dios es un discurso siempre amenazado, porque si bien está necesitado de experiencias, sin embargo la experiencia de la autocomunicación de dios no puede quedar y no queda de hecho confirmada por la experiencia y la interpretación del mundo. Las experiencias de dios de la tradición judeo-cristiana son experiencias de liberación que necesitan estar mediadas por la superación de su opuesto, por la eliminación de las causas y mecanismos que hacen sufrir a los hombres y les hacen dudar de dios. Comportarse religiosamente frente a la realidad, no consiste por tanto en inmunizarse frente a esas experiencias, sino en exponerse a ellas, para poder enjuiciarlas y actuar en consecuencia, puesto que la acción práctica contra las causas del sufrimiento y el juicio negativo sobre el mal son originariamente inseparables.

J. B. Metz ha revindicado la relevancia política de esta experiencia de Dios en el horizonte de una modernidad consciente de sus contradicciones.(48) Se trataría, según él, de una experiencia resistente tanto frente a un relativismo funcionalizable por la lógica del mercado como frente un universalismo moderno pero imperialista. La universalidad de su principio monoteísta pasa por la rememoración del dolor y sufrimiento de los otros y es inseparable de una responsabilidad para con las víctimas. Esta fe en un dios que no deja desaparecer sin rostro los sufrimientos pasados en el abismo de una evolución anónima es la garantía de los criterios inquebrantables y decisivos en la lucha por que todos los seres humanos lleguen a ser sujetos en sentido pleno, en la lucha por una liberación universal, ya que «percibir y articular el sufrimiento de los otros es la condición necesaria de una política futura de paz, de todas las formas de solidaridad social a la vista de las brechas cada vez más graves entre pobres y ricos, así como de todo entendimiento prometedor entre los universos culturales y religiosos».(49)

La compasión política que define la experiencia de dios de las tradiciones bíblicas está llamada en las sociedades modernas avanzadas, según Metz, a preservar a la libertad política de sucumbir al puro pragmatismo de una negociación de intereses entre sujetos reconocidos formalmente como iguales; a interrumpir dicha negociación abriéndola a los otros amenazados y sacrificados, a los otros excluidos y destrozados por la lógica del mercado, el intercambio y la competencia; a hacer valer la "débil" autoridad de los que sufren como la única capaz de quebrar el dominio deshumanizador, de establecer un principio de oposición contra las causas de sufrimiento inocente e injusto, contra el racismo, contra la xenofobia, contra la religiosidad empapada de nacionalismo o puramente étnica, con sus ambiciones de guerra civil, pero también contra la fría alternativa de una sociedad mundial, en la que el "ser humano" desaparece cada vez más en los sistemas de la economía, la técnica y la industria de la información. Si es posible mostrar que todas las grandes religiones de la humanidad tienen su centro en una mística del sufrimiento, entonces también se podría construir una ecumene de la compasión que «sería un acontecimiento político, y no para defender una política visionaria atada a una cosmovisión o incluso a una política fundamentalista sustentada por una religión, sino para que las grandes religiones apoyen una política mundial a conciencia en favor de los seres humanos, especialmente de las víctimas indefensas.»(50)

NOTAS:

1. Uso el término fundamentalismo en un sentido general no específico, a la manera como aparece en el discurso público. Pese a todas las diferencias existentes en dicho uso, pretende señalar una actitud de enrocamiento en la certeza de las propias convicciones y en el desprecio de la pluralidad de opiniones distintas. Sobre el origen del término y su significado específico, cf. José A. Zamora: «Fundamentalismo religioso, religión civil y la guerra», en: C. Roldán, Tx. Ausín, R. Mate (eds.): Guerra y paz. En nombre de la política. Madrid 2004, pp. 277-292.

2. Cf. A. Maalouf: Identidades asesinas. Madrid 1999.

3. Cf. J. Flaquer: Fundamentalismo. Entre la perplejidad, la condena y el intento de comprender. Barcelona 1997, p. 5.

4. Cf. Flaquer: Op. cit., p. 7ss; P. L. Berger: Una gloria lejana. La fe en tiempos de credulidad. Barcelona. 1994, p. 92-94; J.M. Mardones: Las nuevas formas de la religión. Estella 1994, p. 116s; Id: «Modernidad», en: Id. (ed.): 10 palabras clave sobre fundamentalismos. Estella 1999, p. 21s.

5. M. Castells: La era de la información: Economía, sociedad y cultura. Vol. II. El poder de la identidad. Madrid 1998, p. 34ss.; A. Touraine: ¿Podremos vivir juntos? Iguales y diferentes. Madrid 1997, p. 59.

6. Cf. S.P. Huntington: El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial. Barcelona 1997.

7. Cf. B. Lawrence: Defensor of God. The fundamentalist Revolt against the Modern Age. Londres, Nueva York 1990; G. Kepel: La revancha de Dios. Cristianos, judíos y musulmanes a la conquista del mundo. Madrid 1991.

8. Cf. W. Schmidt: «Naissance des Polythéismes (1624-1757)», en Archives des Sciences Sociales des Religions 59 (1985), 77-90.

9. D. Hume: La historia natural de la religión, ed. bilingüe, trad. de C. Cogolludo e intr. de S. Rábade, Trotta, Madrid, 2003, p 97.

10. A. Schopenhauer: Paralipomena, en: Sämtliche Werke T. 5, (ed. W. Löhneysen), Frankfurt a.M. 1986, p. 423.

11. F. Nietzsche: Die fröhliche Wissenschaft nº 143, en: Sämtliche Werke (KSA), T. 3, München 1980, p. 490s.

12. F. Nietzsche: Der Antichrist, nº 19, en: Sämtliche Werke (KSA), T. 6, München 1980, p. 185.

13. K. Löwith: Weltgeschichte und Heilsgeschehen. Die theologischen Voraussetzungen der Geschichtsphilosophie. Stuttgart 1953.

14. Cf. O. Marquard: «Aufgeklärter Polytheismus - auch eine politische Theologie?», en: J. Taubes (ed.): Der Fürst dieser Welt. Carl Schmitt und die Folgen (Religionstheorie und Politische Theologie, T. 1), Paderborn 1983, 77-84, p. 82.

15. Cf. H. Blumenberg: Sekularisierung und Selbstbehauptung. 2ª ed. ampli. y reelab. Frankfurt a.M. 1983, p. 46ss.

16. Op.cit., p. 44.

17. Op.cit., p. 45.

18. Op.cit., p. 60.

19. Cf. Id.: Schwierigkeiten mit der Geschichtsphilosophie. Frankfurt a.M. 1973, S. 70.

20. Op. cit., p. 16.

21. H. Blumenberg: Op.cit., p. 251s.

22. O. Maquard: «Lob der Polytheismus. Über Monomythie und Polymythie», en: Id.: Abschied vom Prinzipiellen. Philosophische Studien. Stuttgart 1982, 103.

23. Cf. J. Assmann: Moisés el egipcio. Madrid 2003. La primera edición de esta obra aparece en inglés en 1997 y son muchas la reacciones que provoca, al menos en el contexto alemán. Recopilaciones de tomas de postura y criticas a las tesis de Assmann se pueden encontrar en Th. Söding (ed.): Ist der Glaube Feind der Freiheit? Die neue Debatte um den Monotheismus. Freiburg i.Br. 2003 y J. Manemann (ed.): Monotheismus (Jahrbuch Politische Theologie, 4), Münster 2003. J. Assmann ha vuelto a formular sus tesis más debatidas en una nueva obra (Die Mosaische Unterscheidung oder der Preis des Monotheismus. München 2003), en la que a su vez se editan cinco contribuciones de diferentes autores que analizan y critican sus argumentos. También resulta importante en este contexto otra obra escrita entre las dos dedicadas a la figura de Moisés y que lleva por título Herrschaft und Heil. Politische Theologie in Altägypten, Israel und Europa. München 2000.

24. J. Assmann: Die Mosaische Unterscheidung, op.cit, p. 164.

25. J. Assmann: Moisés el egipcio, op.cit., p. 23.

26. Gerhard Kaiser ha señalado con acierto las debilidades del concepto de "mnemohistoria" utilizado por Assmann y los problemas que plantea a una necesaria crítica de los arreglos y acomodaciones que lleva a cabo la memoria cultural. La historia de la memoria cultural no puede prescindir de toda confrontación con la historia real, aunque resulte imposible alcanzar un objetivismo histórico, así como del análisis de cómo la historia fue elaborada, instrumentalizada, etc. por dicha memoria cultural. La historia de la memoria cultural no puede pues prescindir de una historia de la tradición, de la transmisión y de la recepción de las experiencias históricas, incluso de una historia crítica de la historiografía (cf. G. Kaiser: «War der Exodus der Sündenfall?», en: J. Assmann: Die Mosaische Unterscheidung, op. cit., p.240ss.

27. Peso especial posee la interpretación de S. Freud en su obra Der Mann Moses und die monotheistische Religion (Gesammelte Werke XVI, ed. p. Anna Freud, 1939; Frankfurt a.M. 1964).

28. En este punto se muestra la debilidad del concepto de mnemohistoria elaborado por Assmann. Carecemos de cualquier indicador histórico del vínculo entre Akhenatón y Moisés, pero si la memoria de Akhenatón y de su acto fue borrada del recuerdo por su carácter traumático, la conexión mnemohistórica hay que establecerla entre una figura ausente, reprimida, y una figura ella misma sólo existente en el recuerdo del movimiento monoteísta, movimiento cuyo origen todos los historiadores de Israel sitúan siglos más tarde. ¿Cómo pudo ser unida la figura de Moisés en el recuerdo a la figura de Akhenatón, si éste había sido borrado de él?

29. Akhenatón realizó según Assmann una verdadera revolución en la historia de las religiones, una revolución con carácter traumático. Poseía además el poder para hacer realidad e imponer su revolución "desde arriba". Sin embargo, su exclusión de los demás dioses no tiene reflejo en una teoría elaborada. Sólo el dios Atón (el dios sol), sin el concurso de la pluralidad de divinidades que componen el universo religioso egipcio, garantiza la generación y sostenimiento del cosmos. Y la única mediación necesaria es el propio "hijo del sol". Sin embargo, a los ojos de los egipcios, acostumbrados como estaban al concurso de la pluralidad de dioses para dicho menester y a la ausencia de incompatibilidad entre lo Uno y lo Múltiple, la eliminación progresiva del resto de divinidades tenía que poner en peligro dicho sostenimiento. Tras la muerte de Akhenatón se produciría una "restauración" progresiva de un henoteísmo integrador y cosmoteísta (cf. E. Hornung: El Uno y los Múltiples. Concepciones egipcias de la divinidad. Madrid 1999, p.229). Precisamente en esta restauración encuentra Assmann los rasgos de un modelo de monoteísmo atemperado y suavizado que contraponer al monoteísmo intolerante de las grandes religiones históricas.

30. J. Assmann reconoce que la distinción entre verdadero y falso no es exclusiva del monoteísmo y habla de una "distinción parmenídea", que supone una revolución análoga en el orden del pensamiento y sustenta la diferencia entre logos y mito, entre saber y opinión, fundamental para el saber científico. Este saber es y tiene que ser intolerante, según Assmann, como el monoteísmo es y tiene que ser intolerante, pero esta constatación no le lleva a indagar sobre las consecuencias políticas de la distinción pamenídea. Al contrario, parece que ésta no representa ningún impedimento para la elaboración de un pensamiento político en Grecia como reflexión autónoma sobre el mejor orden político. Parece que si la distinción mosaica da origen a una teología política o una teologización de lo político, la distinción parmenídea es perfectamente compatible con un pensamiento reflexivo sobre el orden político, consistente en sopesar las diferentes alternativas al respecto sin ningún sobrepeso teológico (cf. J. Assmann: «Monotheismus», en: J. Manemann (ed.): Monotheismus, op. cit., p. 123).

31. J. Assmann: Die Mosaische Unterscheidung, op. cit., p. 14.

32. Cf. J. Assmann: Herrschaft und Heil. Politische Theologie in Altägypten, Israel und Europa. München 2000.

33. Cfr. E. Hornung: L'esprit du temps des pharaons. Paris 1996, p. 141s.

34. J. Assmann: Die Mosaische Unterscheidung, op. cit., p. 70.

35. Cf. J. Assmann: Herrschaft und Heil, op. cit., p. 12.

36. R. Rendtorff: «Ägypten und die "Mosaische Unterschiedung"», en: J. Assmann: Die Mosaische Unterschiedung, op. cit., p. 197ss.

37. M.-Th. Wacker: «"Monotheismus" als Kategorie der altestamentlichen Wissenschaft. Erkenntnis und Interesse», en: J. Manemann (ed.): Monotheismus, op. cit., p. 50-67.

38. El mismo Assmann admite que desde el punto de vista histórico resulta imposible acceder a la figura de Moisés, cuanto más a la figura de Moisés el egipcio. Pero tampoco resulta posible establecer una conexión mnemohistórica entre Akhenatón y la figura del recuerdo de Moisés. Por ello recurre Assmann a la categoría psicoanalítica de "represión", primero de la figura histórica de Akhenatón y su acto revolucionario y después del origen egipcio del monoteísmo aceptado o impuesto a las tribus de Israel y su cara oculta: el cosmoteísmo politeísta al que se había enfrentado en su país de origen. Sin embargo, el giro exclusivista y podríamos decir, antipoliteísta del monoteísmo bíblico, con la tradición del éxodo y la representación de YHWH como elementos centrales, no se produce hasta como muy pronto el siglo VIII a.C. Es decir, son quinientos años los que tarda en emerger lo "reprimido", sin que además podamos señalar con claridad quiénes fueron los sujetos que vivieron y transmitieron de algún modo esa represión.

39. E. Zenger: «Thesen zum Proprium des biblischen Monotheismus», en: J. Manemann (ed.): Monotheismus, op. cit., p. 162.

40. A. Halbmayr: «Welcher Monotheismus?», en: J. Manemann (ed.): Monotheismus, op. cit., p. 140.

41. Resulta realmente contradictorio con el intento de invertir la tesis schmittiana el querer quitar al monoteísmo su violencia inherente. Porque o bien lo violento es el principio político mismo y el antagonismo amigo/enemigo que él genera, o bien la violencia es aportada por la idea monoteísta al ámbito de lo político. En el primer caso, la teología monoteísta sólo supone una forma de articular el interés político que carga con las huellas de su procedencia. Entonces habría que plantear la renuncia a la violencia en el ámbito de lo político. Resulta realmente llamativo en las contribuciones de Assmann cómo lo político está completamente infradefinido. En el segundo caso, el monoteísmo no puede ser neutralizado políticamente, ya que será una fuente de violencia permanente. Debería ser combatido --¿con violencia? (Cf. D. Schellong: «Die Schwäche des christlichen Monotheismus», en: J. Manemann (ed.): Monotheismus, op. cit., p.154ss). Sin embargo, todo parece indicar que la contraposición amigo/enemigo ni es una creación del monoteísmo, ni tampoco algo que le sea específico. La universalidad que instaura la afirmación monoteísta del único dios tiene potencialidades excluyentes y la historia de su recepción en occidente da sobradas pruebas de ello, pero también ha desarrollado una hermenéutica propia del reconocimiento del otro en su alteridad, que tampoco conviene ignorar. La legislación bíblica referida al extranjero e inmigrante es un buen ejemplo de ello (cf. J. Cervantes: «Un inmigrante será para vosotros como el nativo (Lv 19,34). El Inmigrante en las tradiciones bíblicas», en: J. A. Zamora (ed.): Ciudadanía, Multiculturalidad e inmigración, Estella 2003, pp. 241-288) o la institución del código Noemítico que impedía imponer a los extraños que vivían en Israel la fe del pueblo de dios, limitándose a exigir el mantenimiento de prescripciones morales universales (cf. J. Manemann: «Götterdëmmerung. Politischer Anti-Monotheismus in Wendezeiten», en: Id. (ed.): Monotheismus, op. cit., p. 45).

42. Cf. O. John: «Zur Logik des Monotheismus. Verteidigung des Monotheismus gegen den Vorwurf seiner inhärenten Gewalttätigkeit», en: J. Manemann (ed.): Monotheismus, op. cit., p. 141-153.

43. Op. cit., p. 146.

44. Cf. J. Taubes: «Zur Konjuntur des Polytheismus», en: K. H. Bohrer (ed.): Mythos und Moderne. Begriff und Bild einer Rekonstruktion. Frankfurt a.M. 1983, p. 457-470.

45. Cfr. M. Walzer: Exodus and Revolution. Nueva York, Basis Books, Inc. 1985 (cit. por la trad. alem. Berlín, Rotbuch 1988).

46. Op. cit., p. 24.

47. Cfr. J.B. Metz: «Theologie versus Polymythie oder Kleine Apologie des biblischen Monotheismus», en: Einheit und Vielheit. 14 Congreso Alemán de Filosofía. (Ed. ) O. Marquard. Hamburgo 1990, 170-186. Cfr. G.v. Rad: Teología del Antiguo Testamento, vol. I. Salamanca 41978, p. 469: «Israel percibía con sumo realismo los sufrimientos y las amenazas de la vida, se sentía entregado a ellos, indefenso y vulnerable y, al mismo tiempo, desmostró poco talento para refugiarse en cualquier género de ideologías. [...] poseía sobre todo una energía para enfrentarse con las realidades negativas, para aceptarlas y no reprimirlas, incluso cuando no podía dominarlas intelectualmente.»

48. Cfr. Johann Baptist Metz: «Monotheismus und Demokratie. Über Religion und Politik auf dem Boden der Moderne», en: Jahrbuch Politische Theologie T. 1 (1996), p. 39-52.

49. Johann Baptist Metz: «Compasión política: Sobre un programa universal del cristianismo en la era del pluralismo cultural y religioso», en: José A. Zamora (coord.): Radicalizar la democracia. Sociedad civil, movimientos sociales e identidad religiosa. Foro I. Ellacuria. Estella: Verbo Divino 2001, p. 270.

50. Johann Baptist Metz: «Compasión política y memoria del sufrimiento». Entrevista de José A. Zamora, en: Iglesia Viva 201 (2000), p. 83.

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