José A. Zamora


Religión tras su final: Adorno versus Habermas

Bragança Paulista (Brasil): EDUSF 1996 ("Cuadernos do IFAN; 14). 91 pp.


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CONTENIDO:

I. SIGNIFICACIÓN DEL TEMA TEOLÓGICO EN HABERMAS Y ADORNO

II. DESENCANTAMIENTO Y LINGÜISTIZACIÓN RACIONALIZADORA

III. PERSISTENCIA RESIDUAL DE LA RELIGIÓN DESPUÉS DE LA LINGÜISTIZACIÓN

IV. MUNDO DE VIDA Y DISCURSO

V. PENSAMIENTO MÍTICO Y EVOLUCIÓN SOCIAL

VI. DISCURSO Y EXPERIENCIA CORPORAL

VII. EL ESTRATO SEMÁNTICO MÁS ANTIGUO

VIII. AUSCHWITZ Y LA IDEA DE RECONCILIACIÓN

IX. LA IMPOSIBILIDAD DE PENSAR HASTA EL FINAL LA DESESPERACIÓN


 

«La teología, como es sabido, es hoy pequeña y fea y no debe dejarse ver en modo alguno». Con este diagnóstico comenzaba W. Benjamin sus conocidas tesis ‘Sobre el concepto de historia’.1 Y porque es fea y pequeña, tiene que permanecer oculta bajo el tablero donde se libran las escaramuzas y los combates filosóficos y políticos. Sin embargo, paradójicamente, esto no significa su completa anulación. Aunque la crítica marxista de la religión, que tanto había aprendido de Hegel y Feuerbach, parecía no sólo haberle asestado un golpe definitivo, sino además haber hecho innecesaria su crítica, Benjamin todavía parece querer atribuir a la teología un contenido de verdad y confiarle un papel en las luchas teóricas y prácticas que había de afrontar el materialismo histórico.

En realidad, Benjamin retoma en sus ‘tesis’ la reflexión sobre el proceso de historización, en cuyo transcurso fueron absorbidas lentamente y desaparecieron las huellas de lo religioso. Al final de los años treinta, la utopía de una historia entregada a sí misma y exitosamente emancipada apenas puede resistir la confrontación con la historia real, que desmiente su concepto filosófico, ya efectivo desde hacía tiempo en el plano político. No es que él considere ilegítima la profanización de las convicciones de fe, profanización que en cualquier caso ya ha tenido lugar. Más bien busca en determinados motivos teológicos los indicios para una salida de la infernalidad de la historia, tan patente en ese momento histórico. En clara oposición a las concepciones secularizadoras, dichos motivos son aquí el índice de la posibilidad y la exigencia de rechazar el consenso existente sobre la facticidad histórica y de quebrar su inmanencia catastrófica.

A la vista de las formas históricas de superación del arte, la religión y la filosofía dentro del marco de la praxis ilustrada, formas que en vez de instaurar una sociedad racional, emancipada y justa, han conducido al dominio de la industria de la cultura, de la política burocratizada y de la ideología tecnocrática, quizás sea Benjamin el pensador del círculo de la Teoría Crítica que de modo más paradigmático y radical se ha preguntado por el sentido de lo que ha sido sacrificado a la idea ilustrada de emancipación y por la posibilidad de ponerlo al servicio precisamente de una crítica de la reducción de dicha idea a la autopóiesis prometeica del género humano.

A pesar de su posición algo marginal dentro del círculo de intelectuales vinculados al Instituto de Investigación Social, su discusión con M. Horkheimer en torno al carácter cerrado y acabado del pasado histórico2, el intenso intercambio epistolar con Adorno durante la preparación de su obra no acabada sobre los Pasajes3 y el impacto que, bajo la impresión de su reciente muerte y de la catástrofe del genocidio judío y de la guerra, produjeron sus Tesis sobre el concepto de historia a Horkheimer y Adorno4, dejarían una profunda huella en el pensamiento de éstos y terminarían ejerciendo un poderoso influjo sobre todos los pensadores de la así llamada Escuela de Francfort5 Sin embargo, lo que se conoce como ‘segunda generación’ de la Teoría Crítica parece beber de otras fuentes en su interpretación del fenómeno religioso y de su relevancia para desentrañar críticamente los procesos que han generado la sociedad y la racionalidad modernas. Quizás se manifieste en torno a este tema de un modo más patente que en torno a otros, la quiebra teórica que ha supuesto el cambio generacional. Esto es lo que pretenden contribuir a dilucidar las presentes páginas.

 

I. SIGNIFICACIÓN DEL TEMA TEOLÓGICO EN HABERMAS Y ADORNO

Aunque la cantidad y la extensión de sus manifestaciones sobre religión y teología con anterioridad a la Teoría de la acción comunicativa podrían hacer pensar lo contrario6, las consideraciones tanto de sociología como de filosofía de la religión que encontramos en la teoría de la racionalización desplegada por J. Habermas en esta obra capital poseen una significación que en absoluto puede ser calificada de secundaria, sobre todo si tenemos en cuenta su definición del concepto de racionalidad comunicativa. No en vano dicha racionalidad se presenta a sí misma como heredera legítima de la función integradora y normativa que en otro tiempo ejerció la religión, aunque ésta lo hiciera de modo prelingüístico y no fundamentado racionalmente. Por este motivo no es exagerado afirmar que en la discusión de los elementos de teoría de la religión presentes en su filosofía lo que se discute afecta al núcleo mismo de ésta.7

Además de estas consideraciones de carácter sistemático, habría que señalar que el propio Habermas, preguntado por las motivaciones e imágenes libidinosas que impulsan su trabajo, ha hecho referencia explícita a la fuente teológica de inspiración de su Teoría de la acción comunicativa:

«Yo tengo un motivo intelectual y una intuición fundamental. Por lo demás, esta última proviene de tradiciones religiosas como la de los místicos protestantes o judíos, también de Schelling. La idea motivacional es la reconciliación de la modernidad dividida consigo misma».8

Así pues, a pesar de su pathos secularizador, la teoría de la modernidad de Habermas conecta con la tradición religiosa esotérica de los escritos de Schelling sobre Las edades del mundo, que a su vez recogen las visiones teosóficas de Jakob Böhme y las reflexiones cabalísticas de Isaak Luria. Se trata de aquella tradición dentro de la ilustración que se propuso como tarea principal la transformación de las verdades religiosas en verdades racionales.9

Respecto a Adorno, no es necesario destacar la significación de ciertos theologumena como la ‘prohibición de imágenes’ o la ‘idea de reconciliación’ para que quede patente la importancia de la herencia teológica presente en su filosofía, ya que en este asunto existe un amplio consenso.10 Él mismo considera la vinculación de la filosofía con la teología una evidencia histórica difícilmente negable, que sólo se convierte en una vinculación inaceptable para la primera cuando permanece inconsciente o cuando es afirmada por mor de sí misma.

«Soy totalmente consciente,» —exponía Adorno en sus clases del semestre de verano de 1962— «de lo que por otra parte también ha manifestado el Anti-Cristo Nietzsche, que no existe nada en el reino del espíritu que no tenga su origen en el ámbito teológico y que en definitiva no remita nuevamente a él. No le corresponde a la filosofía fingir que lo puede sacar todo limpiamente de sí misma. Muy al contrario, esto forma parte de las ilusiones de la filosofía que ella ha de destruir.»11

Esta actitud frente a los temas teológicos se remonta también en el caso de Adorno a la fase más temprana de su pensamiento. Su primera fuente importante de inspiración filosófica fue sin duda el libro de W. Benjamin sobre el Drama barroco, en el que los motivos temáticos de carácter teológico poseen una importancia fundamental.12 Pronto pasaría Adorno a asumir el papel de abogado de las ‘intenciones teológicas’ de Benjamin contra el influjo de lo que él consideraba el marxismo escolar de B. Brecht.13 Adorno habla en esa primera fase de su pensamiento de una teología ‘inversa’ directamente emparentada con la literatura kafkiana, es decir con la percepción de la vida terrenal como infierno o, lo que es lo mismo, como imagen invertida de una vida redimida.14 La defensa a ultranza de esta teología tiene su origen en el convencimiento de que sólo una polaridad mantenida entre las categorías sociales y las teológicas permite penetrar la dialéctica de lo moderno y lo arcaico, tan esencial para una protohistoria del siglo XIX, es decir, de la sociedad capitalista y burguesa, tal y como pretendía realizarla Benjamin en su obra sobre los Pasajes. Con ello se conseguiría, según Adorno, un acceso a las cuestiones sociales, que la asunción abstracta de categorías marxistas no haría sino impedir.

Esta cercanía entre Habermas y Adorno en lo que se refiere a la relativa importancia de la teología o la religión en su pensamiento, se prolonga en un decantamiento claro en ambos por un planteamiento decididamente no religioso y desde luego metodológicamente ateo. Para Habermas resulta imposible ignorar los resultados de la crítica de la religión, que desde Kant a Nietzsche ha caracterizado el pensamiento filosófico de los siglos XVIII y XIX. Es más, la filosofía de la religión, incluso la que más pretende salvar de ésta en su concepto filosófico: la hegeliana, está inevitablemente caracterizada por un ateísmo metodológico en su acercamiento a los contenidos de la experiencia religiosa, pues dicha conceptualización presupone una distancia reflexiva que quiebra la inmediatez de la tradición religiosa.15 Así pues, el ateísmo metodológico resulta inevitable en el tratamiento filosófico de la religión, aunque no tenga necesariamente que abocar al ateísmo dogmático en que incurrieron algunas críticas de la religión de la izquierda hegeliana.16

Por su parte, Adorno constata una disolución de la transcendencia fruto del proceso de emancipación social y desmitologización ilustrada. El triunfo de la imagen racional del mundo y del sistema capitalista de producción conlleva un derrumbe de las pretensiones racionales de la fe revelada. Sin excluir la posibilidad de una experiencia religiosa individual seria17, Adorno considera que la religión positiva ha perdido en el plano general su carácter de validez objetiva, onmicomprensiva, incuestionable y apriórica, por lo que hay que desenmascarar los intentos de rehabilitar la revelación en cuanto alternativa a las aporías de la razón ilustrada como una proyección de los sentimientos de impotencia generados por la sociedad.18 El hecho de que el proceso supuestamente emancipador se manifieste como entronización de un poder desbocado sobre la naturaleza y de un dominio social destructor de los individuos, no quiere decir que la alternativa sea un retorno a la religión positiva, entre otras cosas, porque dicha religión también ha sido cómplice de la ‘dialéctica de la Ilustración’.19

Adorno observa además cómo se impone en el contexto moderno una tendencia a la pragmatización de la religión, que la funcionaliza al servicio de la higiene psíquica o la integración del individuo en el conjunto social y que no hace sino reforzar la incapacitación creciente de la conciencia para pensar lo incondicionado e ilimitado, es decir, para la transcendencia, en una sociedad que se presenta a sus miembros como un sistema aparentemente cerrado y sin alternativas. El recorte instrumental de la razón ha afectado también a la religión, que no ve más posibilidad para asegurarse su relevancia social que recomendándose como medio para asegurar el equilibrio anímico y social. Los contenidos religiosos sustanciales quedan de este modo neutralizados y la tensión entre la realidad existente y el anhelo de transcenderla se desvanece.

Sin embargo, a pesar de la cercanía señalada entre Habermas y Adorno, no se pueden soslayar las importantes diferencias que existen entre ellos. Habermas se encuentra en una continuidad fundamental con la tradición ilustrada, es decir, por un lado afirma positivamente la inmanencia intrahistórica del proceso de autoproducción del género humano, que de modo progresivo se vuelve transparente a sí mismo racional y discursivamente, y por otro lado interpreta la religión como un sistema primitivo de regulación social históricamente superado y, por lo tanto, sólo de interés en cuanto campo de investigación a través del que desentrañar la realidad social, realidad en la que ha quedado superada y conservada la esencia de lo religioso. El interés de Habermas se centra, pues, en la función legitimadora e integradora de la religión, tanto desde el punto de vista cognitivo (imagen del mundo) como social (integración garantizada sacralmente). La secularización, desvinculada de la invasión colonizadora de la acción instrumental y la racionalidad medios-fines que la sustenta, es vista como un proceso que ha hecho posible heredar las funciones de la religión por una racionalidad comunicativa que asegura el entendimiento sobre el mundo y entre los actores por el camino de la interacción lingüística mediada simbólicamente y de su prolongación discursivo-argumentativa.

Adorno, por el contrario, concibe la superación negadora y a la vez conservadora de la religión, cuya figura clásica ilustrada encontramos en la dialéctica hegeliana, más bien como producción autodestructora de la razón, es decir, Adorno intenta desencantar nuevamente e ilustrar sobre sí mismo el proceso autopoiético del género humano y el movimiento supuestamente desencantador de dicha superación negadora de la religión, ya que ésta sólo ha sido realizada irónicamente: el contenido racional no ha sido transportado a un medio más libre cuando se destruyó la idea anterior. Los resultados históricos del proceso emancipador moderno muestran pues los límites de la secularización ilustrada de la tradición teológica, cuyos contenidos de razón quizás puedan ser movilizados nuevamente contra la marcha catastrófica de dicho proceso. Sin desconocer ni dejar de criticar la función legitimadora de la religión, su interés se centra más bien en la dimensión de verdad de los potenciales críticos de la misma. Lo que habría que heredar serían, por tanto, sus momentos de protesta y resistencia frente a una inmanencia acabada que cierra toda posible salida y excluye toda alternativa a la realidad constituida e injusta.

Pero confrontar las interpretaciones que Habermas y Adorno hacen de la religión no persigue aquí una aclaración conceptual en el ámbito específico de la filosofía de la religión, ya que ninguno de los dos ha pretendido ofrecer en su pensamiento una aportación sistemática dentro de dicho ámbito. Más bien se toma el tema de la religión como una forma de abordar las divergencias de fondo entre la nueva generación de la Teoría Crítica y sus predecesores, y así tematizar determinadas carencias del ‘nuevo paradigma’ que hagan ver la actualidad no superada de la primera generación de la Escuela de Francfort.20

En primer lugar se expondrá de forma resumida la interpretación general de la religión llevada a cabo por Habermas a través de los teoremas del ‘desencantamiento’ y de la ‘lingüistización de lo sacral’.21 Después trataremos su tesis de la persistencia residual de la religión y de su posible coexistencia con un pensamiento postmetafísico. En un segundo paso examinaremos tanto el concepto de racionalización como el de lingüistización, con el fin de comprobar la posible existencia de unilateralidades y reducciones. En este contexto tematizaremos la significación que los potenciales estético-expresivos poseen para un pensamiento abierto a las pretensiones y derechos todavía por cumplir de los sufrimientos e injusticias del pasado, así como a la lógica de la esperanza de la razón práctica. Precisamente aquí es donde tiene su lugar apropiado la idea adorniana de salvación concebida de modo negativo frente a la catástrofe extrema, frente a Auschwitz. Para terminar presentaremos algunos aspectos de su exploración aporética de la doctrina de los postulados de la razón práctica.

 

II. DESENCANTAMIENTO Y LINGÜISTIZACIÓN RACIONALIZADORA

La pérdida de significación y la disminución de relevancia social de la religión en cuanto fenómeno de carácter general en la modernidad es un hecho empíricamente constatable.22 Sin embargo, en él no nos enfrentamos con la desaparición repentina de lo religioso, sino con su transformación progresiva acompañada de un desmoronamiento creciente de su influjo social que necesita ser interpretada sociológica y filosóficamente.

Habermas describe dicha transformación siguiendo a M. Weber como un proceso de diferenciación, descentramiento y racionalización de la imagen religiosa del mundo, es decir, como un proceso de desencantamiento de la realidad. Esa racionalización del mundo de vida conformado por la imagen religiosa del mundo es caracterizada a continuación siguiendo a E. Durkheim como «lingüistización de lo sacral», es decir, como una «transformación de la reproducción cultural, de la integración social y de la socialización que sustituye sus fundamentos sacrales por la comunicación lingüística y la acción orientada al entendimiento mutuo».23

Habermas parte de un entrelazamiento armónico de la integración sistémica y la integración social en las sociedades tribales, que se caracteriza por la congruencia entre institución, cosmovisión y persona.24 El proceso de racionalización referido anteriormente, supone una diferenciación creciente de sus componentes estructurales —cultura, sociedad y persona— (G.H. Mead) y de las esferas culturales —ciencia, moral y arte— (M. Weber), así como una vinculación creciente de los procesos de reproducción —en concreto, de la reproducción cultural, la integración social y la socialización— a una estructura de interacción fundamentada racionalmente.

De esta manera, Habermas no hace sino presentar la evolución social como un proceso de racionalización y desencantamiento del mundo, que partiendo de las sociedades tribales integradas religiosamente conduce hasta las sociedades modernas integradas comunicativamente, en las que las creencias religiosas han quedado reducidas a convicciones privadas sin carácter vinculante general y en las que la autoridad religiosa ha sido sustituida por un consenso básico de carácter normativo generado y mantenido discursivamente. Mientras que en las sociedades arcaicas las formas de entendimiento mutuo e interacción se corresponden con el mito (imagen del mundo) y el rito (praxis cultual), en las grandes civilizaciones las imágenes religiosas y metafísicas del mundo van acompañadas de una praxis sacramental. Posteriormente, en las sociedades premodernas, una ética de orientación religiosa asume la función de imagen del mundo y la praxis cultual se transforma en la experiencia contemplativa del arte aurático. Por último, en las sociedades modernas, la religión es sustituida por una ética comunicativa.

Habermas atribuye a esta evolución tanto de las imágenes del mundo como de las formas sociales de consenso sobre la legitimidad social —derecho y moral— una dinámica de diferenciación, apertura, autonomización, formalización y universalización progresivas. Por lo tanto, la categoría ‘desencantamiento del mundo’ no es para él simplemente un concepto diagnosticador de carácter descriptivo, sino además un índice del aumento de universalidad, diferenciación y autonomía, en una palabra, del aumento de racionalidad. Con ello se sitúa en continuidad con la crítica ilustrada de la religión, que pretende negar, conservar y superar la religión positiva, primero en la ‘religión natural’ y después en la ‘razón’ en general, pues la racionalización, interpretada como lingüistización de lo sacral, significa la disolución y negación conservadora-superadora de los ‘recursos de sentido’ de la religión en una ética comunicativa:

«El desencantamiento y depotenciación del ámbito sacral se lleva a cabo por medio de una lingüistización del acuerdo normativo básico garantizado de modo ritual; ello va acompañado de la liberación de los potenciales de racionalidad inscritos en la acción comunicativa. El aura de lo fascinante y tremendo que irradia lo sacral, la fuerza cautivadora de lo santo es sublimada y al mismo tiempo cotidianizada en la fuerza vinculante de las pretensiones de validez criticables.»25

Siguiendo a Durkheim, Habermas interpreta el proceso por el que termina imponiéndose la razón comunicativa como un proceso que hace superflua la función integradora de la religión, que es asumida ahora por el sistema moral y jurídico, dado que la religión ya no está a la altura de la estructura diferenciada y argumentativa de la racionalidad moderna que ha nacido de ella. Las imágenes mítico-religiosas del mundo sólo pueden dar sentido, según él, al precio de una interpretación incuestionable, totalizadora, indiferenciada y substancial del mundo y de la acción humana. Pero la aparición de las estructuras modernas de conciencia, diferenciadas y formalizadas, ha destruido esta substancialidad y establecido nuevos criterios:

«Los núcleos de tradición garantizadores de identidad se separan en el plano cultural de los contenidos concretos con los que estaban estrechamente entrelazados en las imágenes míticas del mundo. Quedan reducidos a concepciones del mundo, presupuestos de la comunicación, procedimientos argumentativos, valores fundamentales abstractos, etc.»26

El resultado del proceso de racionalización moderno es una yuxtaposición de ámbitos independientes unos de otros y coexistentes entre sí, provistos con tipos de racionalidad también diferentes e irreductibles. A través de una atribución exacta de competencias e incumbencias, Habermas ordena con pasión taxonómica los diferentes intereses y pretensiones de validez enraizados en el mundo de vida, articulables lingüísticamente y socialmente institucionalizables. La ciencia se encarga de la cuestión de la verdad y de la disposición racional del mundo. La cuestión de la justificación práctica de los principios jurídicos y morales universales le corresponde a la moral y al derecho. Por último, el arte se encarga del enriquecimiento de las vivencias subjetivas y de las expresiones individuales. Verdad, legitimidad y autenticidad, separadas analíticamente de esta manera, son puestas en manos de las diferentes ramas de expertos culturales.

 

III. PERSISTENCIA RESIDUAL DE LA RELIGIÓN DESPUÉS DE LA LINGÜISTIZACIÓN

Cuando se contempla la diferenciación de las esferas culturales y con ella de las diferentes formas de relacionarse con el mundo, así como el espectro de tipos de validez vinculado a dichas formas de relación, que constituye por su lado el fundamento racional del entramado vital intersubjetivo, llama inmediatamente la atención que la religión, a diferencia del arte, quede completamente fuera de consideración. Al parecer, en el caso de la religión no se trata más que de una forma no diferenciada de mundo de vida que se ha vuelto obsoleta y que por lo tanto sólo puede poseer en las sociedades modernas una existencia residual. La religión ha sido desposeída en todo caso de su pretensión de validez normativa y verdad universal. Según esto, no sólo se habría quedado sin relación real con el mundo, sino que tendría que haber enmudecido desde el punto de vista argumentativo.

Sin embargo, parece que no todas las esferas culturales diferenciadas se comportan de igual manera respecto a la religión. Habermas tiende a privilegiar la esfera moral cuando trata de determinar si y cómo pueden ser heredadas tanto las dimensiones generadoras y reforzadoras de la identidad como las dimensiones socio-integradoras de las imágenes religiosas del mundo. Pues si bien los contenidos de la religión transformados y heredados por la metafísica no han podido sobrevivir al asalto de las ciencias positivas, la filosofía práctica moderna sí que puede presentarse «como la heredera de la religión salvífica» precisamente allí «donde la metafísica nunca había podido reclamar para sí funciones de sustitución o de competencia».27 Esto supondría una cierta continuidad entre la ética autónoma de la responsabilidad y las tradiciones religiosas de las grandes religiones.

Pero es más, ya en la ‘Introducción’ a su obra Perfiles filosófico-políticos de 1971, Habermas parece ir más lejos y postular una especie de supervivencia postmetafísica de lo religioso:

«La filosofía, aun después de haber asumido los impulsos utópicos de la tradición judeo-cristiana, se ha mostrado incapaz de, por medio del consuelo y la confianza, pasar por alto (¿o de hacerse con?) el sinsentido fáctico de la muerte contingente, del sufrimiento individual y de la pérdida privada de la felicidad y, en general, la negatividad de los riesgos que acechan a la existencia individual, tal y como fue capaz de hacerlo la expectativa de salvación religiosa.»28

Este resto persistente después de que la religión haya sido heredada y sustituida por una ética fundamentada comunicativamente podría ser descrito con el concepto de ‘hacerse de la contingencia’ (Kontingenzbewältigung) acuñado por H. Lübbe para referirse a la función intransferible e insustituible de la religión —incluso después de la Ilustración— de dar consuelo, sentido, esperanza, etc. en relación a aquellas contingencias de la existencia humana, que ni el progreso científico-técnico ni la evolución de los sistemas sociales han podido eliminar.29 Sin embargo, la reducción asombrosa de los factores de contigencia en la vida de los seres humanos por medio de dicho progreso explica el carácter crecientemente residual de la religión en las sociedades modernas. Además, no todos los miembros de dichas sociedades necesitan recurrir a la religión para hacerse con esa contingencia ineliminable. Habermas no excluye por ello que en un futuro todos los seres humanos ‘puedan hacerse de’ ella sin necesidad de la religión. En el fondo, quizás sea ésta la posición más racional para él.30

Pero a pesar de todo, la apropiación en principio posible de los potenciales semánticos de las tradiciones religiosas por medio de la ética discursiva, aunque sea en una forma totalmente limpia de cualquier pretensión transcendente, parece tener sus límites. En primer lugar, el límite de la existencia de dichas tradiciones. La ‘dilución comunicativa’ (kommunikative Verflüssigung) de los potenciales semánticos de la religión presupone la vigencia efectiva de su mediación socializadora. Si la religión pierde su substancia transcendente y su relevancia social, los filósofos también pierden el material de su trabajo diluyente. Habermas parece lamentar en este contexto que, con la desaparición de la religión, la humanidad podría perder lo que el describe con el término de ‘capital cultural’, de cuyos potenciales se ha alimentado hasta ahora de modo esencial la fuerza integradora de la sociedad.31

Habermas percibe de modo más intenso en los últimos tiempos el peligro de que si las tradiciones religiosas pierden su vigencia, también podrían perderla sus potenciales de racionalidad secularizados: «Sin la mediación socializadora y sin la transformación filosófica de alguna de las grandes religiones universales, puede que algún día se hiciese inaccesible ese potencial semántico.»32 La confianza anterior de que las «estructuras de las comunicaciones generadoras de valores y normas» podrían reemplazar aquellas tradiciones también en cuanto «generadores motivacionales»33 parece haberse vuelto más débil. Habermas ni siquiera excluye «que las tradiciones monoteístas dispongan de un lenguaje con un potencial semántico no liquidado, que en la fuerza para abrir mundo y configurar identidad, en la capacidad de renovación, diferenciación y alcance se manifiesta superior»34 al discurso ético en sus figuras seculares.

Sin embargo, lo que se expresa aquí es la oferta de una coexistencia puramente provisional y no el reconocimiento de que la racionalidad comunicativa estuviera necesitada de otra transcendencia que la transcendencia desde dentro, incluso y precisamente ante el riesgo «de un fracaso o hasta de una destrucción de la libertad justo en los procesos que deben promover y realizar la libertad».35 Dicho fracaso sólo manifiesta la constitución de la existencia finita, pero «no es un argumento suficiente para la suposición de una libertad absoluta, que salva en la muerte».36 Habermas mantiene la existencia de una «fuerza tenazmente transcendedora», inherente a la razón, que no puede ser acallada, porque se renueva «con cada acto de entendimiento no obligado, cada instante de convivencia solidaria, de individuación lograda y de emancipación salvadora».37 En las pretensiones de validez de los mundos formales (verdad, corrección y autenticidad) actúa dicha fuerza transcendiendo la comunidad de comunicación existente y anticipando una comunidad ilimitada, en la que supuestamente podrá hacerse efectivo de modo definitivo el entendimiento libre de coacción.

Transcendencia no sería sino el punto de fuga de un proceso infinito de interpretación y entendimiento mutuo, por el que se ven transcendidos los límites fácticos del espacio y el tiempo, como quien dice, desde dentro, sin recurrir al concepto de ‘absoluto’. Habermas sigue viendo pues la posibilidad de oponerse al peligro de «perder la luz de los potenciales que en otro tiempo fueron conservados en el mito»38 sólo y exclusivamente en la «insistencia implacable en hacer efectivos de modo discursivo las pretensiones de validez».39 Por eso sigue subrayando la diferencia entre un «sentido de incondicionalidad», que es posible salvar con los medios de una razón procedimental, y un «sentido incondicional», que significa una recaída en la metafísica, aunque ésta sea negativa.40

Según Habermas, la idea de una intersubjetividad sin menoscabo que subyace a la ética discursivo-comunicativa no debe ser

«dibujada en todos sus detalles hasta convertirla en la totalidad de una forma de vida reconciliada y proyectarla como una utopía hacia el futuro; ella no contiene nada más, pero también nada menos, que la caracterización formal de las condiciones necesarias de posibilidad para formas no anticipables de una vida no malograda. Tales formas de vida, aquende las doctrinas proféticas, ni siquiera nos han sido prometidas, tampoco en abstracto.»41

El concepto teológico de ‘gracia’ sólo es admisible, por tanto, si se interpreta de modo completamente profano como la dependencia del proyecto emancipador respecto ‘a la gracia del momento histórico propicio’, con el fin de diferenciar la realización humana de los objetivos perseguidos, esto es, la emancipación global, de la pura producción técnico-burocrática de la misma, que se encuentra bajo sospecha de instrumentalidad desde la Dialéctica de la Ilustración.

 

IV. MUNDO DE VIDA Y DISCURSO

Pero quizás haya que buscar la razón de los titubeos respecto a la posibilidad de una completa ‘dilución comunicativa’ de las tradiciones religiosas, que hemos descrito en el apartado anterior, en la propia teoría habermasiana de la racionalización y en su estrechamiento tanto formal-procedimental como fundamentador-argumentativo, esto es, en una tensión no resuelta ni tematizada suficientemente entre el mundo de vida y el ámbito de los discursos.

Su idea de racionalización se articula sobre todo en torno a la relación entre mundo de vida y discurso.42 El primero es definido como el horizonte ‘no problemático’ de la interacción mediada lingüísticamente.43 Habermas habla de una amalgama de «presupuestos de fondo, solidaridades y habilidades socializadas», que constituye el «contrapeso conservador respecto a los procesos de entendimiento mutuo que se realizan a través de las pretensiones de validez.»44 En ese sentido, el concepto de mundo de vida está referido a la reserva de recursos interpretativos que se encuentran a disposición de los participantes en la comunicación en todo momento.45

En cuanto tradición sociocultural, entendida en sentido amplio, el mundo de vida tiene carácter vinculante para todos los miembros de la sociedad y nadie puede sustraerse o adoptar un punto de vista exterior a él. Al hablar del mundo de vida Habermas se refiere a una precomprensión culturalmente adquirida, que normalmente ni se tematiza ni es objeto de reflexión consciente, es decir a un saber implícito. Habermas hace referencia además a un nexo entre el mundo social-objetivo y el mundo subjetivo, que es garantizado por ese saber que permanece en el trasfondo, de modo que dicho saber se constituye en una totalidad que abarca todos los ámbitos. Por esta razón se puede hablar de un «saber estructurado holísticamente»46, por el que el mundo de vida adquiere en cierto modo el carácter globalizante de las imágenes del mundo.

Parecen pues existir en todo esto ciertas correspondencias entre el pensamiento mítico-religioso, tal como el propio Habermas lo define, y el saber de fondo del mundo de vida. Por esa razón, según él, es posible estudiar en relación al mito, en cuanto ‘caso límite instructivo’, estructuraciones ‘similares’ a lo que constituye el fundamento no cuestionado de la familiaridad del mundo de vida. Además, ese saber de fondo, en cuanto correlato de los procesos de entendimiento entre los sujetos que actúan comunicativamente, tiene por definición un carácter difuso, preargumentativo y en cierto modo, por tanto, prerracional, lo que no haría sino confirmar dicha semejanza. En efecto, el ejercicio cotidiano de los hábitos es «tan ‘anodino’, que la estructura normativa interna de la costumbre se ha encogido hasta desaparecer y sólo queda la pura habituación y un sometimiento a reglas que funciona de modo inconsciente.»47

Por eso, tan sólo cuando aparecen problemas o divergencias hasta ese momento no existentes, que amenazan con hacer saltar el marco de evidencias del mundo cotidiano, quedan afectadas las certezas concretas o partes del mundo de vida no puestas ordinariamente en duda. Mundo de vida y evidencia son, según Habermas, inseparables. El discurso debe entenderse por tanto como una situación excepcional, ya que éste no entra en acción hasta que no se ha producido un desacuerdo, que se convierte así en la condición previa de posibilidad de aquel. Pues «para poder realizar discursos, tenemos que abandonar en cierto modo las estructuras de acción y experiencia. Entonces ya no se intercambian informaciones, sino argumentos, que sirven a la fundamentación (o rechazo) de pretensiones de validez problemáticas.»48

Sin embargo, también parecen existir diferencias entre el concepto de mundo de vida y el de imagen mítico-religiosa del mundo. Habermas las caracteriza con el término «descentración de las imágenes del mundo».49 Mientras que en las sociedades dominadas por el mito, el mundo de vida no sólo no permitiría la diferenciación entre los mundos objetivo, social y subjetivo, sino que además estaría sometido a una interpretación en principio impermeable a la crítica,50 el entendimiento mutuo y la posibilidad de acuerdo en el mundo de vida de las culturas postradicionales depende, por el contrario, de los propios logros interpretativos de los actores, de modo que dicho mundo de vida pierde en gran medida su poder prejuzgativo sobre la praxis comunicativa en la cotidianidad. Es decir, los participantes en la interacción han de definir en común la situación en la que realizan sus comunicaciones y acciones. La comunicación cotidiana se convierte de esta manera en un test permanente, en el que se confrontan y modifican continuamente las predefiniciones y redefiniciones de la situación.51 Pero, si esto es así, el discurso tendría que perder necesariamente su carácter de excepción o, por decirlo con otras palabras, la excepción se convertiría en la regla.

Como puede verse, esta nueva definición de la comunicación cotidiana contrasta netamente con la afirmación de no problematicidad e incuestionabilidad del mundo de vida, que, como hemos visto, lo acercaba al mito. Esto sorprende tanto más, cuanto que Habermas insiste repetidamente en dicha afirmación, llegando a sostener que en el instante «en que uno de sus elementos es entresacado y criticado, sometido a discusión, deja de pertenecer al mundo de vida.»52 Ahora bien, si la interacción simbólica se convierte en un test permanente y arriesgado de las prevaloraciones supuestamente no problemáticas, es más, si todo participante en esa interacción tiene que contar ya de antemano en las sociedades modernas con la posibilidad de que sus valoraciones y concepciones sean puestas en duda, ya que las cosmovisiones religiosas o metafísicas han perdido su autoridad, no se entiende cómo ha de asumir el mundo de vida su tarea de amortiguar las turbulencias que amenazan la interacción a través del riesgo permanente de disenso.

Si, en efecto, la preestructura inherente a los actos de entendimiento mutuo también depende del acuerdo acreditado por las pretensiones de validez articuladas discursivamente, es decir, si, en definitiva, el acuerdo reinante de modo apriórico en el mundo de vida es la resultante de procesos de entendimiento intersubjetivos puestos en marcha y regidos por la confrontación consciente de dichas pretensiones, entonces el contraste radical entre la incuestionabilidad del apriori social y el saber criticable no resulta del todo comprensible. Y es que Habermas se ve obligado a suavizar el contraste de principio, que le asegura la posibilidad de vincular la racionalidad de la acción comunicativa de modo exclusivo a la articulación discursiva de las pretensiones de validez y deslindarla de la trivial prevalidez del mundo de vida no sometible a crítica, si quiere acoplar de alguna manera dicho mundo con los imperativos de validez de los mundos formales. Pero entonces habría que preguntarse, si es posible definir la racionalidad sólo y exclusivamente como capacidad discursiva de los mundos formales diferenciados.

Habermas realiza en este contexto una redefinición que socava su propio concepto holístico de mundo de vida. Ahora, éste no sólo se compone de certezas culturales, es decir, de convicciones de fondo sabidas de modo trivial, sino también de habilidades individuales y prácticas acostumbradas, solidaridades probadas y competencias experimentadas, que se amalgaman con el saber y las certezas culturales del mundo de vida.53 Esto no hace sino agudizar el problema de la mediación entre sus elementos vigentes precríticamente y los sometidos ya a crítica racional. Para responder a este problema, Habermas recurre al concepto de racionalización.

Dicho concepto intenta explicar cómo llegan a realizarse los potenciales de racionalidad inscritos ¾ya desde el comienzo¾ en el lenguaje a través de procesos de aprendizaje que siguen una lógica evolutiva y, además, la forma en que los contenidos ‘personales’ y ‘sociales’ del trasfondo del mundo de vida llegan a separarse y disponerse en mundos formales, así como a exponerse a sus test específicos de validez. Esto conduce a establecer como criterios de racionalidad principios de carácter pragmático-formal: no son los nuevos contenidos compartidos por los participantes en la comunicación dentro del horizonte cultural de sociedades postradicionales los que garantizan la racionalidad de las convicciones compartidas, las proposiciones científicas, las normas morales o las expresiones subjetivas, sino la diferenciación formal de los mundos subjetivo, objetivo y social (con sus pretensiones de validez y actitudes también diferenciadas), la reflexividad crítica frente a la tradición cultural y la actualización de la misma en situaciones discursivas, la especialización en culturas de expertos y, en fín, la diferenciación clara entre acciones estratégicas y comunicativas. En última instancia serán los procedimientos los que legitimen la racionalidad de una creencia.

Sin embargo, habría que plantear la cuestión de si la argumentación discursiva puede prescindir o hasta qué punto puede prescindir de tomas de postura previas, es decir, de elecciones respecto del contenido que permitan determinar la pertinencía de los argumentos. Pues en caso de que esto fuera así, el contenido ya no puede ser desvinculado absolutamente de la experiencia cognitiva, normativa, estética, etc. alcanzada por la especie humana, tanto si dicha experiencia pertenece a la tradición como si pertenece al contexto de convicciones no-problemáticas inherentes al mundo de vida. La situación discursiva sometida a la pragmática formal de la comunicación no bastaría entonces para calificar de racional un consenso o un acuerdo específico.54

Aunque la racionalización suponga para Habermas la pérdida progresiva de la naturalidad (‘Naturwüchsigkeit’) del contexto compartido en el mundo de vida en favor de un consenso alcanzado a través de la confrontación y el ajuste de los logros interpretativos propios, parte de la evidencia que ofrecen los discursos teóricos y sobre todo los prácticos provendría de hecho de convicciones (¿necesariamente irracionales?) arraigadas en el mundo de vida y por tanto preargumentativas. La decisión racional respecto a pretensiones de validez problematizadas dependería en ese caso de condiciones que no son sólo pragmático-formales.

De hecho, los argumentos de J. R. Searle frente a las teorías del significado literal suponen una radicalización del carácter magmático e ilimitado del trasfondo pragmático de las expresiones lingüísticas, que también se vuelve contra el sistema de pretensiones de validez criticables reconstruido por medio de la pragmática formal habermasiana. Todo acuerdo en una situación actual se alimenta de fuentes ocultas de la experiencia común. Ninguna descripción, por muy detallada que sea, puede representar en el modo de su significatividad el contenido de experiencia que constituye el tema de sus esfuerzos reconstructivos. Quizás sea esto mismo lo que lleve a Habermas a hablar de potenciales semánticos (también en la tradiciones religiosas) cuya desaparición podría agostar las fuentes de significatividad de que se alimenta la comunicación y la vida humana en general, pero sin poder explicar la relación entre dichos potenciales y los mundos formales, lo que convierte aquellos en un fondo ignoto.

La trinidad comunicativa de la razón parece, pues, algo forzada y tampoco convence su construcción desde las meras funciones del entendimiento mutuo. No resulta nada fácil establecer correspondencias entre los componentes estructurales del mundo de vida y los mundos formales, aunque establecerla resulte casi exigido, dado que la diferenciación de las estructuras del mundo de vida y la de los tipos de relación con el mundo parecen ser coextensivas. Pero si bien personalidad y mundo subjetivo, así como sociedad y mundo social parecen corresponderse, no ocurre lo mismo entre cultura y mundo objetivo. Aunque la acción cumunicativa abarca todos los mundos formales, la acción instrumental queda desplazada del mundo de vida a los subsistemas. La separación entre acción instrumental-teleológica y acción comunicativa dificulta una integración del mundo objetivo dentro de esta última, aunque Habermas parezca ignorarlo.

Aún aceptando que más que de una razón habría que hablar de un conjunto estructurado de racionalidades en cuanto formas de justificación de supuestos o creencias, ¿por qué han de ser dos o tres los tipos básicos de racionalidad, y no cinco o siete, que con sus formas específicas de fundamentabilidad generen aspectos de la razón, sin que ninguna de ellas llegue a dominarla? En todo caso, si el análisis del mundo de vida queda restringido por la esquematización trinitaria de los contextos permitidos por Habermas, entonces sólo se consiguen movilizar elementos y porciones del saber de fondo dosificadas ad hoc. Esto supone la exclusión y excomunión de cantidades de saber de fondo que se vuelven inaccesibles y que sólo pueden ser calificadas negativamente ¾‘triviales’, ‘vagas’, ‘prerracionales’¾ en contraste con el saber criticable.

¿No tendría Habermas que revisar entonces la dicotomía estricta entre discurso y consideraciones pre o extradiscursivas, usada por él como criterio de separación entre la razón y los modos deficientes de la misma? ¿No tendría que replantearse el estrechamiento que suponen los tres mundos formales —ciencia, moral, arte— y sus pretensiones de validez respecto a la riqueza y variedad de contenidos personales y sociales del mundo de vida, también respecto aquellos contenidos creativos y transformadores que nacen del recuerdo de los aniquilados y de la experiencia de solidaridad y anticipación de una vida liberada en el horizonte de la realidad de Dios?

¿No están vinculadas también las tradiciones religiosas, y no sólo desde la modernidad, a procesos constitutivos de interacción mediada lingüística y comunicativamente? ¿No son ellas las que han contribuido también a la génesis histórica de expectativas, inherentes a la comunicación, de reconocimiento mutuo y de respeto al otro como persona, expectativas que la reconstrucción pragmático-formal parece encontrar como ab ovo en la estructura de la comunicación, para después presentarlas a guisa idealista como el ámbito formal con prioridad sobre las concreciones históricas? ¿No son dichas tradiciones además componente irrenunciable de un mundo de vida racionalizado, en el que no sólo son necesarias orientaciones formales, procedimentales y atemporales, sino también substanciales y efectivas? ¿No tendría pues que reconsiderar Habermas su concepción algo monolítica de dichas tradiciones y, en definitiva, su teoría de la evolución social que tanto recuerda a la idea de los tres estadios de Comte55? ¿No es aquí víctima de figuras dogmáticas de pensamiento neoilustrado, que lejos de fundamentar racionalmente la necesidad del relevo de los modos de razón ordenados en progresión histórica, simplemente la postulan? Y ¿no es ésta la razón que lleva a decretar la destrucción de aquella parte de la teología que no se deja traducir sin más en la utopía de una autopóiesis de la razón a través de la historia del género humano?

 

V. PENSAMIENTO MÍTICO Y EVOLUCIÓN SOCIAL

Habermas concibe la racionalidad ‘adulta’ como razón discursiva y esta última como una potencia inscrita en el lenguaje y por tanto como algo presente en la historia del género humano ya desde su origen. Con esto pretende no sólo poder concebir el género humano en su totalidad como básicamente racional, sino también legitimar la razón discursiva como la forma más elevada de racionalidad. Sobre estos supuestos, es posible presentar el desarrollo social como un proceso de racionalización, es decir, de evolución dirigida a una meta. El proceso de aprendizaje, en el que las imágenes del mundo asumen un papel de «marcapasos», media y dirige una secuencia de estructuras de racionalidad, sobre la que se basa a su vez una secuencia de competencias del género humano dependiente de la lógica evolutiva inmanente a la estructura del lenguaje.

El resultado de esa evolución es el que ofrece los criterios con los que es posible medir de modo objetivo y transcultural la racionalidad de las imágenes del mundo56: ya que en ese proceso de evolución, las estructuras garantizadoras de identidad se vuelven cada vez más formales y las imágenes del mundo son cada vez más abiertas y menos fijadas en contenidos, han der ser los conceptos pragmático-formales que las imágenes del mundo ponen a disposición de los individuos de una sociedad, los que indiquen el grado de racionalidad de las mismas. Y según lo que hemos visto, esto se concreta básicamente en la capacidad de diferenciación entre los tres mundos formales y de cuestionamiento de las pretensiones de validez articuladas en relación a ellos.

La pretensión de universalidad y hegemonía de la racionalidad moderna se ve así confirmada por el hecho de que, a través de la diferenciación de las esferas de valor y de la reflexividad argumentativa correspondiente, ha llegado a constituirse en la modernidad un tipo procedimental de racionalidad, que por un lado representaría los criterios formales con los que analizar los diferentes mundos de vida y al mismo tiempo sería el que mejor los cumple. Realmente no puede extrañar que sea el tipo de racionalidad constituido él mismo con carácter formal el que mejor cumple los criterios también formales que sirven para realizar la comparación.

Habermas observa que con ello tan sólo se han alcanzado las mejores condiciones de posibilidad de una forma de vida lograda, pero que esto no es suficiente para garantizar su cumplimiento concreto. Él quiere evitar la petitio principii de cierta etnología, que presupone la superioridad, no sólo formal, sino también substancial, del conocimiento científico y deduce de ahí el atraso del pensamiento mítico-religioso. Pero pasa por alto hasta qué punto los criterios funcionales y formales, que se distancian necesariamente de todo contenido, comulgan con las condiciones de ese conocimiento y vienen exigidas por él: la racionalidad estratégica de medios-fines es esencialmente, no lo olvidemos, una racionalidad procedimental.

Además, las bases teóricas de esta reconstrucción evolutiva de la historia, distan mucho de ser seguras. Habermas analiza el proceso filogenético de la evolución de la imágenes del mundo como correlato del proceso ontogenético, es decir, de la ‘descentración de una comprensión del mundo conformada egocéntricamente’, siguiendo a Piaget en su concepción de la lógica evolutiva (cognitiva, moral y de la identidad)57. Con el universalismo moral y las operaciones formales en el plano cognitivo, el individuo ha alcanzado, según él, «la totalidad de la razón». A este nivel es posible para los sujetos sociales el discurso libre y racional. Las sociedades primitivas, supuestamente dominadas por una ‘coacción colectiva’ que excluye una verdadera cooperación y no permite más que una aceptación pasiva de lo vigente, sólo sirven a la epistemología genética de contraste negativo de la racionalidad representada por el nivel evolutivo occidental. Como en las sociedades primitivas todo está centrado en torno al grupo social, tampoco consiguen una conciencia de sí mismas (sociocentrismo). Ni las relaciones con el mundo están diferenciadas, ni la situación social es cuestionable.

Sin embargo, no parece que los conocimientos modernos sobre las formas de vida en las sociedades primitivas corroboren la negación de una capacidad y voluntad de cooperación que defiende Piaget. Además, la correlación entre el descentramiento de las imágenes del mundo en la filogénesis y en el desarrollo ontogenético no deja de tomar como modelo una ontogénesis concreta: la occidental-moderna. Así pues, de ser cierta esta correlación, o bien habría que aceptar que en sociedades en las que no se ha alcanzado un nivel de racionalidad equivalente al occidental es posible, sin embargo, una ontogénesis completa, lo que parece en principio contradictorio, o bien habría que mantener que los adultos de dichas sociedades sólo han podido realizar una ontogénesis incompleta, lo que está bajo sospecha de ser un prejuicio etnocéntrico que identifica la pertenencia a sociedades primitivas con la ‘infantilidad’.58

La teoría evolutiva de Habermas presenta claros rasgos etnocéntricos, pues degrada toda forma de vida no occidental o moderna a una etapa del camino escalonado hacia la modernidad, convirtiéndolas en ‘prehistoria’ de esta última. Esto supone una determinación abstracta y negativa de dichas formas de vida. Abstracta, porque necesita establecer un constructo como «el» pensamiento mítico o «la» imagen mítica del mundo que le sirva de transfondo de nuestra racionalidad. Negativa, porque no pretende comprender dicho pensamiento desde sí mismo, sino definirlo desde las carencias, las ausencias, las no realizaciones, etc. que presenta desde el punto de vista de la racionalidad occidental.59

Pero como no se puede negar que los individuos de las sociedades primitivas también son capaces de una interacción plena, una acción instrumental cooperativa y de un discurso proposicionalmente diferenciado, cosa que sería imposible en el estadio ontogenético del pensamiento preoperacional, Habermas tiene que terminar afirmando que la interpretación mítica del mundo se encuentra por detrás de las capacidades individuales de la apropiación activa del mundo en la cotidianidad, lo cual está en flagrante contradicción con la función anticipadora y de marcapasos de la evolución que él le atribuye a las imágenes del mundo.

Ciertamente, según Habermas las imágenes del mundo contienen en cada estadio de la evolución un superávit de capacidad para solucionar problemas y una capacidad de aprendizaje, que todavía no ha sido institucionalizada en los sistemas de acción. Los principios de organización marcan el nivel de aprendizaje de una sociedad y pueden ser identificados por su núcleo institucional. Ellos son los que fijan el espacio para la diferenciación sistémica y la racionalización de los ámbitos de acción. Ésta es la razón de que presenten una estructura sintética entre sistema y mundo de vida. Pero los problemas de regulación sistémica sólo tiene efectos desestabilizadores en la integración social (identidad, estructuras normativas, sistemas culturales de sentido, tradición, etc.). Es entonces cuando se ha de realizar el potencial excedente en el sistema de acción (nuevas estructuras normativas, sistemas de sentido, etc.) en un nuevo principio de organización a un nivel más elevado de aprendizaje y con una nueva institucionalización, lo que permite una expansión de la complejidad sistémica y una nueva capacidad de solución de problemas del sistema.

Pero esto se contradice con la afirmación de que tanto en la sociedades primitivas como en las civilizaciones antiguas, la praxis cotidiana se orienta ya por una racionalidad implícita (diferenciación de pretensiones de validez, así como de la acción estratégica y la orientada al entendimiento), que no puede ser expresada y explicitada en las estructuras de racionalidad de las imágenes del mundo (mito o grandes religiones), porque la autoridad del ámbito sacral bloquea la racionalidad y somete a su lógica las formas profanas de acción.

Habermas caracteriza el pensamiento mítico como un pensamiento intuitivo y orientado a establecer analogías o relaciones de semejanza y contraste, lo que lleva a una «confusión entre naturaleza y cultura»60: mezcla del ámbito de los objetos de la naturaleza física y del entorno sociocultural; confusión entre el mundo objetivo de los hechos y el mundo social de lo que está ordenado o es debido; diferenciación deficiente entre lenguaje y mundo, la imagen del mundo no se reconoce como una interpretación, sino como coincidente con el mundo real; mezcla entre la naturaleza interna (mundo subjetivo) y la cultura. Sin embargo, esta caracterización es, cuando menos, cuestionable.

¿No es el presupuesto de unidimensionalidad de los tipos de relación con el mundo y de sus correspondientes ámbitos de acción y de argumentación lo que lleva a una definición negativa del pensamiento mítico como ‘mezcla confusa’ de esos tipos de relación? ¿No cabría pensar también en una relativización de la diferencia entre esos tipos de relación que la reconoce y presupone? ¿Habría otra posibilidad de calificar la pluridimensionalidad de la argumentación y de la fundamentación en el pensamiento mítico? ¿No sería más adecuado ver en ella una relativización de la oposición entre naturaleza y cultura que responde a un tipo específico de relación con el mundo? ¿Se puede excluir de entrada y descalificar como irrelevante o no pertinente cualquier otro tipo de acceso cognitivo a la naturaleza que no la considere como objeto de dominación o intervención instrumental? ¿No cabría pensar un tipo de apropiación «reconocedora» de la naturaleza o, cuando menos, una relación no manipulativa con ella, como defendía la primera generación de la Escuela de Francfort?61

Por otra parte, también resulta relevante la interpretación que Habermas hace del concepto weberiano de racionalización de las imágenes del mundo de las religiones universales. Según Weber, las concepciones religiosas de las civilizaciones, que también representan los diferentes modelos de solución al problema del sufrimiento (teodicea), determinan las posturas específicas de los sujetos respecto al mundo, que son interpretadas prevalentemente por las formas de ética dominantes en dichas religiones. Ciertamente que Weber asocia a la racionalización de las imágenes del mundo una diferenciación de las esferas de valor, pero más que a un esquema trinitario, él parece referirse a un descoplamiento y autonomización de determinadas esferas, que siguiendo una dinámica de desarrollo propia, se enfrentan a las esferas de valor tradicionales: religión y ética. Tan sólo la ética profesional puritana consiguió una armonización productiva de la esfera ética y la económica.

Para Weber, la línea directriz de la racionalización religiosa viene dada por el problema del sufrimiento, al que las imágenes del mundo intentan dar solución, siendo dicho problema el responsable de las diferencias de contenido de las mismas. Sin embargo, el ímpetu formalizador le lleva a Habermas a prescindir de estas diferencias para centrar su atención unilateralmente en la adquisición de competencias ante todo procedimentales. Con ello pierde todo valor la memoria histórica del sufrimiento.62 En su reconstrucción del proceso de evolución social, la teoría de Habermas entresaca de la historia sólo aquellos acontecimientos que confirman la dilución comunicativa de instituciones prelingüísticas y soslaya las quiebras históricas, regresiones y discontinuidades, presentándose como una historiografía triunfalista que reprime la historia real de sufrimiento de las víctimas sin nombre. La teoría de la evolución social de Habermas incluso podría ser vista como una ‘ratio-dicea’ formal, que intenta demostrar contra-fácticamente un progreso estructural de las capacidades de aprendizaje del género humano a través de todas las vicisitudes históricas. Esto no queda tan lejos como parece a primera vista de la idea hegeliana de historia como ‘progreso en la conciencia de la libertad’.63

Ciertamente que Habermas tiene más cuidado en distinguir la conciencia de libertad de la libertad real, la lógica de la evolución de la dinámica de la misma y, en fin, la evolución de la historia, pero el tenor fundamental es común a los dos: contemplar el curso real de la historia como material sobre el que se han formado y transformado las estructuras de la racionalidad moderna. El sufrimiento es por consiguiente un fenómeno marginal, cuyo recuerdo no es recuperable en los procesos de aprendizaje determinados formalmente.

Esto se refleja claramente en su interpretación unilateralmente funcional y legitimadora de la religión. El concepto de protoconsenso normativo anterior a la separación de los ámbitos sacral y profano se basaría, según Habermas, en la identificación común con lo sacral que producía y conservaba la identidad colectiva. El consenso era aquí un fin en sí mismo: la identidad del grupo. A su vez, dicha identidad es la condición previa de la autoridad moral del ‘otro generalizado’ (Mead), así como el origen de la interacción mediada simbólicamente y de la acción vehiculada por roles sociales. Pero entonces habría que preguntarse de dónde proviene la fuerza vinculante de ese acuerdo ‘prelingüístico’, es decir, garantizado sacralmente, y si esa fuerza puede recibir el apelativo de ‘normativa’. Habermas afirma: «La autoridad del grupo consiste simplemente en que él puede amenazar con sanciones para el caso de que sean violados sus intereses y ejecutar dichas sanciones. Esa autoridad imperativa sólo se transforma en una autoridad normativa por medio de la internalización.»64

¿Produce la internalización de una coacción externa la transformación de lo fáctico en normativo simplemente por el hecho de presuponer la otorgación del consentimiento? Pues, si es sólo la internalización la que produce normatividad, hay que suponer que el orden existente y a internalizar no estaba fundamentado de modo normativo. «En efecto, resulta difícil colocar a la base del orden real de los tiempos primitivos un tipo de acción comunicativa en el sentido habermasiano.»65 Quizás la posibilidad de una autonomía (moral) verdadera no tiene su origen, tal como opina Habermas, en la ‘internalización’ de la autoridad grupal y en su lingüistización posterior, sino más bien en la distancia respecto a la violencia objetiva, que suscita una experiencia corporal y masiva de sufrimiento.66 En su crítica de la explicación que hace Habermas de la génesis de la normatividad por medio de la internalización, escribe G. Dux: «Las relaciones de las sociedades tradicionales fundadas sobre el dominio e impuestas con cruda violencia han lesionado los intereses de los sometidos a la violencia de una manera tan flagrante, que se puede dar por supuesto que dichas lesiones fueron sentidas como tales. En efecto, existen pruebas de ello a lo largo de toda la historia. [...] Por lo menos en el sufrimiento tiene que ser registrada la oposición.»67

 

VI. DISCURSO Y EXPERIENCIA CORPORAL

Sin embargo, describir la interacción en el mundo de vida a partir del concepto de ‘situación’, que ha de ser definida por los actores a través de manifestaciones e interpretaciones mediadas lingüísticamente, conlleva una consideración insuficiente de la significación de la corporalidad para la orientación en el mundo y por tanto para la definición de la interacción misma. En el planteamiento de Habermas, la reserva de evidencias implícitas, presupuestos de fondo, solidaridades y habilidades socializadas sólo adquiere relevancia para la situación de modo temático, es decir como articulación lingüística de estados de cosas, contenidos de normas o vivencias personales.68 El entendimiento mutuo lingüístico-temático adquiere de este modo una situación de monopolio, que sólo se explica por el teorema onmipresente de complementariedad entre la validez precrítica de las estructuras de fondo del mundo de vida y el sistema de pretensiones de validez criticables de la acción comunicativa.

La tesis de la lingüistización de lo sacral, que como ha podido verse está directamente emparentada con el concepto de racionalización articulado en torno a la relación entre mundo de vida y discurso, conlleva a todas vistas una armonización de las ambivalencias inherentes a lo sacral en favor de un cognitivismo consensualista del que se ha eliminado toda dimensión de corporalidad. La dimensión somática de la experiencia de lo sacral, sin la que resultaría imposible explicar su dialéctica de prohibición y transgresión, felicidad y espanto, atracción y repugnancia, se pierde totalmente de vista. Para Habermas sólo poseen relevancia el consenso normativo y la fuerza de idealización inherentes a lo sacral, que posteriormente se hacen efectivos en la formación de las pretensiones racionales de validez. En la transición filogenética de la potencia fusionadora de lo sacral (Bannung) a la fuerza vinculante de la validez diferenciada (Bindung) a través del consenso básico religioso, Habermas escamotea la dimensión ‘somático-material’ de los vínculos sociales arcaico-sacrales, así como la ambivalencia, la prohibición y la potencia de atracción inseparables de ella.

Así pues, quedan fuera de consideración «las formaciones sociales arcaicas, en las que la generosidad, el deslindamiento y la salida de sí mismo, en las que, por tanto, las transgresiones son las que sirven de paradigma de la intersubjetividad y de la ‘potencia de contagio’ de la reciprocidad en general», tal como constata U. Matthiesen.69 El intento de Habermas de explicitar el consenso normativo a partir exclusivamente de la ‘dilución comunicativa’ de lo sacral no puede tener éxito, pues también «el cuerpo, desde el comienzo portador y generador de significación, es ámbito donde se ejercitan prohibiciones fundamentales.»70 Se puede hablar con razón de un estrechamiento unilateral en la teoría de la comunicación, pues la conexión entre ambigüedad, prohibición y atracción mediada somáticamente se resiste a una reconstrucción puramente formal de reglas de comunicación lingüística.

Considerar dicha conexión habría tenido sus consecuencias, como señala U. Matthiesen: «En vez de la celebración armónica de un ‘consenso básico religioso’ en los orígenes, habría que haber colocado como medios cognitivos más bien los componentes renitentes del hechizo aurático (ambivalencia, prohibición, atracción mediada somáticamente), para rastrear los núcleos de resistencia y los procesos locales y reclusivos de cualquier tipo de aislamiento, las ‘condensaciones’ que se oponen al programa de dilución propio de una humanidad que aparentemente habla en principio sobre todo. La perspectiva de la diferenciación de las pretensiones de validez habría que completarla por encima del nivel del mundo de vida cotidiano con la perspectiva refractaria a los procedimientos de exclusión de los supuestos de validez no racionalizables.»71 Ni la experiencia ni la significación pueden ser reducidas a lo lingüístico-cognitivo.72

Por ello, habría que preguntarse hasta qué punto la ‘tematización lingüística’ puede transformar en efectivos de saber criticables y ajustables en un consenso la masa del saber implícito que forma el horizonte y la reserva de recursos de sentido del mundo de vida, indeterminable desde el punto de vista lógico de su extensión, así como hasta qué punto los sistemas diferenciados de saber en la modernidad (ciencia, moral, arte), separados del mundo de vida por un largo proceso de formación teórica y dependientes de procesos autónomos autorregulados, se pueden explicar simplemente desde las necesidades surgidas del intento de fundamentación argumentativa de las pretensiones de validez articuladas en el mundo de vida y, por último, hasta qué punto dichas culturas de expertos pueden ser retraducidos a saber cotidiano.

Aquello que en la ejecución de nuestras acciones presuponemos, percibimos y pretendemos explícitamente, se diferencia de manera específica de nuestro saber implícito sobre la situación, en la que se realiza nuestra acción. La descripción temática y la valoración de lo experimentado no clarifican de por sí el sentido orientador de una experiencia. Las experiencias no se agotan en los conocimientos teóricos y criterios normativos que se obtuvieron en su realización y que pueden ser formulados independientemente de las situaciones descubiertas experencialmente. Por esa razón no debe confundirse la «experiencia» con la obtención de conocimiento o información ni con la aceptación de la validez de un pensamiento o de la recomendabilidad de una posible acción.

En este sentido habría que dar más valor a un aspecto que ha puesto de relieve el propio Habermas. Él señala que las razones sobre las que se basa la pretensión de validez de una manifestación problematizada tienen que ser dadas de modo argumentativo, es decir, por medio del recurso a una interpretación teórica de la realidad que explicita discursivamente dicha pretensión. Sin embargo, en tanto que los argumentos «tienen un contenido substancial, estos se apoyan en experiencias y necesidades, que son interpretados de modo diverso a la luz de teorías cambiantes y con la ayuda de sistemas cambiantes de descripción, y por lo tanto no poseen un fundamento definitivo».73

Es evidente que Habermas pretende subrayar aquí el carácter abierto, plural y no dogmático del proceso de búsqueda de la verdad. Pero no deja de tener importancia que se impliquen ‘experiencias’ y ‘necesidades’, de las que evidentemente no se puede eliminar la dimensión corporal, como fundamento no definitivo de los procesos argumentativos de fundamentación de las pretensiones de validez, pues la fuerza de la motivación racional, es decir, la fuerza de convicción de un discurso, proviene en gran medida del recurso a dichas experiencias y necesidades humanas.74 Comprender el significado de manera proposicionalmente diferenciada no puede desvincularse de la atribución de significación. Proposiciones no menos que expresiones sólo pueden tener significado en un contexto de realidades interpretadas socioculturalmente, experimentadas participativamente y coloreadas individualmente, de modo que los objetos centrales de una situación son conocidos y reconocidos como tales en el marco de un contexto de suposiciones y opciones significativas. Sin embargo, el acontecer general de lo temático y significante en ella no puede ser hecho consciente por los sujetos atrapados en ella. Por eso todo acuerdo se alimenta de fuentes ocultas de la experiencia común, cuya significatividad ninguna descripción por detallada que sea puede representar.

Dado que Habermas sólo está interesado por la caracterización formal del procedimiento argumentativo, pasa por alto la significación de este hallazgo de cara a la determinación de los contenidos de la racionalidad. Sin embargo, esto no quedará sin consecuencias para la definición del concepto de ‘reconciliación’, dado que los contenidos materiales del mismo no pueden hacerse presentes sin más en un concepto formal de racionalidad comunicativa. Frente a éste, aquél implica ‘un más’ en contenidos de reflexión teórica referidos a la experiencia. El ‘entendimiento mutuo’, la utopía de la racionalidad comunicativa, sigue siendo excesivamente formal.

Como posible reacción a las conmociones que afectan a las certezas de la cotidianidad, Habermas sólo considera la acción orientada al entendimiento. Pero la comprensión mutua está comprometida de antemano en favor de la idea formal de lo universal y se encuentra orientada a la coordinación normativa y efectiva de las acciones. Así, la comprensión lingüística se define como el «mecanismo de coordinación de la acción, que conjunta en la interacción los planes de acción y las actividades orientadas a fines de los participantes.»75 Por ello se tiene que establecer el consenso como telos propio de la comunicación mediada discursivamente, consenso que en el fondo sólo se puede basar en la evidencia compartida o en la plausibilidad de las argumentaciones intercambiadas con fundamento teórico.76

Esto llevaa a denegar el rango discursivo precisamente a aquella esfera cultural, en la que se considera imposible, o quizás incluso no deseable, alcanzar un consenso, es decir, la esfera expresivo-estética. A diferencia de las pretensiones de verdad y legitimidad, según Habermas, a las pretensiones de veracidad no se les puede dar cumplimiento de modo discursivo. La autenticidad y veracidad de las expresiones estéticas sólo pueden ser mostradas, pero no fundamentadas77, se sustraen al discurso. «Por ese motivo, las argumentaciones que sirven a la justificación de estándares valorativos no cumplen las condiciones de los discursos. En el caso prototípico poseen la forma de la crítica estética78

Es cierto que la necesidad de alcanzar un acuerdo intencional depende de la presión que empuja a la acción y con ello a la coordinación. Tampoco se puede negar que no es posible imaginarse una autoconservación del género humano sin esa presión. Pero la autoconservación está entrelazada —y no sólo desde la modernidad— con procesos de hegemonización del sujeto y con las estructuras de dominio que los mediatizan, y estos no pueden ser separados limpiamente como pretende Habermas de las pretensiones de validez articuladas discursivamente.

Por el contrario, a la base de la idea de reconciliación de Adorno se encuentra un concepto de verdad no-intencional que ha descubierto la ilusión de la razón subjetiva de querer fundar el sentido y demostrarlo desde sí misma. «Como en la supuestamente superada filosofía de la conciencia» —constata H. Hesse frente a Habermas— «la Teoría de la acción comunicativa parte de la hegemonización del sujeto en la modernidad, que quiere demostrar de modo emancipado la verdad de sus conocimientos y fundamentar de modo autónomo la corrección de su acción.»79 Mientras que la ‘antigua’ Teoría Crítica analiza las contradicciones de la constitución intencional de la racionalidad moderna, sin postular por ello un comienzo no intencional o libre de violencia, Habermas sólo puede identificar la no intencionalidad con la fuerza totalitaria de las imágenes míticas del mundo, que no permiten ninguna subjetividad autónoma80: «modernidad [...] tiene que sacar su normatividad de sí misma».81

Esa contraposición impide ver la recaída en el mito, quizá incluso el vuelco en totalitarismo, de una intención subjetiva que se ha vuelto absoluta, así como también la posibilidad de una liberación emancipadora respecto al dictado de los intereses y necesidades propias conservada en ciertas tradiciones (religiosas), no libres ellas mismas de estar enredadas en las tramas del poder y la opresión.82 Pero la desmitologización seguirá atrapada bajo el hechizo del miedo mítico mientras que no permita la existencia de lo que está fuera de sí, como constataban Horkheimer y Adorno: «Nada absolutamente debe existir fuera, pues la sola idea del exterior es la genuina fuente del miedo.»83

No debería pues parecer ilegítima, según lo que hemos visto hasta ahora, la sospecha de que en la teoría de la racionalidad comunicativa, la esfera expresivo-estética, tan vinculada a la experiencia en su mediación más somática, sirve para acoger todo aquello que en la relación entre mundo de vida y discurso y en el concepto de racionalización articulado en torno a ella no ha podido pasar por el estrecho embudo discursivo-fundamentador de las pretensiones de validez vinculadas a los mundos formales de la ciencia, la moral y el derecho.

 

VII. EL ESTRATO SEMÁNTICO MÁS ANTIGUO84

Sorprende el hecho de que, mientras que Habermas ha desarrollado una teoría consensual de la verdad y una ética discursiva, haya tratado la función expresiva y de abrir mundo propia del lenguaje, según su propia confesión, «de modo negligente».85

Habermas se enfrenta por primera vez de un modo algo extenso con la problemática de esta función en su importante artículo sobre W. Benjamin de 1972. Allí presenta la teoría mimética de lenguaje esbozada por éste. Él está de acuerdo con su suposición «de que el estrato semántico más antiguo es el de las expresiones».86 La capacidad mimética del lenguaje expresivo testimonia tanto la vinculación originaria del organismo humano con la naturaleza como también la coacción a adaptarse a una naturaleza todavía prepotente. En esa capacidad mimética se encuentra depositado un potencial semántico con el que los seres humanos pueden interpretar el mundo a la luz de sus necesidades.

La protohistoria de la modernidad que pretendía escribir Benjamin no sería otra cosa, según Habermas, que la búsqueda de las fantasías plásticas depositadas tanto en los caracteres expresivos de la cotidianidad como en el arte y la literatura, fantasías en las que comulgan los potenciales de experiencia arcaico-miméticos y semánticos con las condiciones de vida capitalistas y que debían ser puestas al servicio de una emancipación política en el presente.

Habermas reconoce la necesidad social y cultural de que esos potenciales semánticos de experiencia no se agosten, pues sólo ellos pueden proteger contra aquello frente a lo que el discurso no ofrece ninguna garantía: contra un acuerdo absolutamente banal. Y llega a preguntarse: «¿Podría un día encontrarse una humanidad emancipada en los espacios ampliados de formación discursiva de la voluntad y estar despojada de la luz en la que ser capaz de interpretar su vida como una vida buena? [...] sin el suministro de aquellas energías semánticas a las que se dirigía la crítica salvadora de Benjamin, quedarían completamente baldías las estructuras del discurso práctico por fin impuestas con éxito.»87

La razón comunicativa quiere, pues, recoger la herencia de esos potenciales semánticos, pero en cuanto que son potenciales de contenido substancial los tiene que considerar como ya no recuperables en sus estructuras definidas procedimentalmente: de hecho, todo lo que no es posible recoger en las determinaciones formales de una racionalidad comunicativa orientada al entendimiento, se deposita en el cajón estético-expresivo y queda neutralizado tanto desde el punto de vista cognitivo como práctico-moral. Pues dichos potenciales no articulan, según Habermas, pretensiones de verdad o legitimidad, sino sólo una pretensión de autenticidad, es decir, necesidades, sentimientos e ideas que no permiten ninguna simetría entre los participantes en una comunicación, con lo que queda excluida de principio la posibilidad de alcanzar un consenso basado en la evidencia.

Es cierto que Habermas ha corregido algunos aspectos de esta concepción como resultado de la confrontación con sus críticos. Él habla ahora de un ‘potencial de verdad’ que no puede ser identificado exclusivamente con una de las tres formas de racionalidad y que, por tanto, también puede ser atribuido a la racionalidad estético-expresiva. Sin embargo, ese potencial está referido sólo al ensamblamiento de las tres esferas en la experiencia del mundo de vida, pero no a las pretensiones de validez articuladas en sus institucionalizaciones discursivas o, en su caso, no discursivas. En relación al arte, sólo se puede hablar de ‘verdad’ en un sentido metafórico.88 Habermas no niega que el arte tenga la prerrogativa de generar de modo creativo cambios en las reglas de uso del lenguaje, reglas que constituyen las condiciones de posibilidad de la categorización, tematización y objetivación del mundo, pero esa función del lenguaje artístico sólo juega un papel importante también en los sistemas teóricos de lenguaje en tiempos de una ciencia ‘anormal’, es decir, cuando se producen cambios de paradigma.89

Sin embargo, en contra de esta posición de Habermas, sería posible mostrar que tanto en la crítica estética como en los discursos teórico y práctico «se introducen supuestos y presuposiciones en cada una de esas fundamentaciones, que por su parte no pueden ser tematizados en la argumentación correspondiente de modo crítico respecto a la validez.»90 Significación, validez y fundamentación son pues magnitudes diferentes que no pueden ser reducidas a un sólo modelo explicativo. Según esto, no sólo existiría una conexión en el plano de la experiencia del mundo de vida, sino también una interdependencia de las diferentes formas argumentativas en los mundos formales, así como la posibilidad y, dado el caso, la necesidad de un cambio en la forma de argumentación. Cada uno de los tipos de discurso presupone de hecho elementos argumentativos de los otros tipos y choca con límites en los que sólo es posible seguir argumentando en otra forma de argumentación. Con esto no se restaura la unidad substancial y totalizadora de la razón metafísica, pero se rompe la impermeabilización mutua de los mundos formales por medio de un concepto relacional de racionalidad.

Sería pues preciso preguntarse, si lo moral puede identificarse sin más con lo racionalmente fundamentado o si el interés de la teoría crítica por la realización histórica de la felicidad contra la injusticia social no implica de hecho una ética de la compasión en la que lo racional y lo voluntativo, lo cognitivo y lo emotivo ganan una vinculación originada por un sentimiento moral que no carece de orientación conceptual. La perspectiva teórica acerca de la utopía de la felicidad provee a ésta de una pretensión universal, que ciertamente se encuentra ligada a la crítica racional, pero que carece de protección frente a exigencias de fundamentación discursiva última. Dicha perspectiva tiene más bien que ver con la lógica de esperanza de la razón práctica y con el status inseguro de los postulados, que, tal como constata L. Nagl, «perfilan los espacios lógicos de lo pensable (y creíble)», sin que por ello se trate sólo de «construcciones metafísicas compensatorias».91

Ésta es una de las razones de que Habermas vacile entre un afán discursivo-formal de dilución de las tradiciones religiosas y de los potenciales expresivo-semánticos del arte, por un lado, y un titubeo frente a su asimilación definitiva, por otro. Sin embargo, lo que no es posible introducir en las rígidas vías de una teoría consensual de la verdad definida de modo formal-procedimental o de una ética discursiva, recibe un valor marginal en el plano de la motivación, sensibilización, enriquecimiento y obtención de felicidad de los individuos, universalmente no vinculante e irrelevante para el concepto de racionalidad.

Los fragmentos de auténtica experiencia, en los que, como escribía W. Benjamin, «se hace sentir algo verdaderamente nuevo por primera vez con la sobriedad del amanecer»92, se originan y viven a contrapelo de la ‘historia natural’ del progreso, en la que se prolonga el destino mítico de lo siempre igual. Se trata de experiencias de sufrimiento y felicidad que han encontrado expresión en el arte, en la tradición de los oprimidos y también en las tradiciones teológicas y místicas, y en las que se enciende la utopía de una reconciliación universal. Para Benjamin, tanto los potenciales semánticos que se alimentan de esas experiencias, como sus sujetos se encuentran sumamente expuestos, incluso amenazados de sucumbir, precisamente por la historia natural del progreso. De ahí su programa de crítica salvadora.

Lo que ésta se plantea es cómo se puede vencer el mito en cuanto expresión del destino y la fatalidad históricas, sin perder con ello la utopía de reconciliación contenida en la experiencia enfática de felicidad. Aquí es donde tiene su sitio la idea benjaminiana de historia, que intenta conectar de modo fulminante y kairológico, en imágenes dialécticas, el presente con un pasado necesitado de redención y con sus potenciales liberadores, para hacer saltar así en pedazos el continuo catastrófico del tiempo.

Todo esto indica que la idea enfática de felicidad y la sensibilidad agudizada frente al carácter catastrófico de la historia van de la mano. Sin embargo, ambas parecen estar ausentes del pensamiento de Habermas. Su descripción del mundo de vida es un testimonio fehaciente de dicha ausencia. La praxis cotidiana en ese mundo de vida rebosa por todos sus poros una normalidad inspirada y sostenida por la confianza de que los discursos pueden hacerse de todas o casi todas las conmociones que ella sufra, si prescindimos de la contingencia y finitud atribuible a la constitución corporal y moral de los individuos. Difícilmente se encuentra aquí un vestigio de la sensibilidad desplegada por Benjamin ante el fenómeno fascista europeo, quien supo aprender de la tradición de los oprimidos «que el ‘estado de excepción’ en que vivimos es la regla.»93 Sólo la claridad adquirida de modo instantáneo y como por medio de un shock ante el horror de la historia, capacita para captar su verdad.

Sin embargo, las conmociones del horizonte no problemático del mundo de vida tematizadas por Habermas no llegan nunca a la altura del verdadero carácter negativo y catastrófico de la historia de sufrimiento de la humanidad. De otro modo, le tendría que haber parecido insuficiente la trinidad inviolable de pretensiones de verdad, legitimidad y autenticidad que configura su concepto de racionalidad. ¿Es posible limitar el horizonte de esperanza, inherente a la lógica de la praxis humana, a la anticipación contrafáctica de una comunidad universal libre de dominio, implícita en las reglas de la comunicación? ¿No se articulan en conexión con las experiencias históricas de injusticia y sufrimiento ‘pretensiones de salvación’94 o pretensiones de justicia radical también para las víctimas del pasado, sin cuyo reconocimiento los esfuerzos presentes por una mejora de la sociedad podrían acabar en la resignación? ¿Se pueden rechazar esas pretensiones simplemente porque no son aptas para una argumentación domesticada bajo el principio de evidencia? ¿No existe también una pretensión legítima del pasado a la que es imposible sin embargo dar espacio en una comunidad comunicativa constituida de modo simétrico? ¿Es la percepción y articulación de la pretensión de salvación de lo históricamente quebrantado y aparentemente perdido simplemente la expresión del deseo actual de consuelo ante el hecho inevitable de la propia muerte o es más bien la visión bajo la cual la profanidad alcanza su verdadera dignidad? Y por último, ¿existe una posibilidad que no sea la especulativa de abordar el problema de la escisión entre virtud y marcha real del mundo, escisión que motivó la doctrina kantiana de los postulados de la razón práctica?

 

VIII. AUSCHWITZ Y LA IDEA DE RECONCILIACIÓN

«Paralizada quedó la aptitud para la metafísica, porque lo que sucedió le hizo añicos al pensamiento metafísico especulativo la base de su compatibilidad con la experiencia.»95 Adorno pone en claro con estas palabras que sus ‘Meditaciones sobre metafísica’, el pasaje final de la Dialéctica Negativa, no intentan ninguna restauración de un concepto positivo de la misma. ‘Después de Auschwitz’, la metafísica, tan emparentada con la teodicea, ha perdido toda su credibilidad. Sobre Auschwitz no es posible ni siquiera elaborar un metafísica de las situaciones límite, en las que todavía el existencialismo creía poder encontrar la fuente de la ‘autenticidad’ humana.96 Si ya las reflexiones que pretenden dar sentido a la muerte, independientemente de como ésta tenga lugar, resultan impotentes frente a la inconmensurabilidad de la misma para la ‘experiencia’ humana97, Auschwitz significa una imposibilitación de dichas reflexiones incomparablemente más radical, pues «desde Auschwitz, temer la muerte significa temer algo mucho peor que la muerte»98.

Ch. Menke-Eggers no ha percibido la radicalidad que se expresa en estas frases. Él caracteriza la concepción adorniana de la experiencia moderna de muerte como «experiencia de crisis» y añade que «no es decisivo, qué figura empírica se identifique con la experiencia de crisis bosquejada por ella»99. Esto no se corresponde en absoluto con la posición de Adorno, que como hemos visto define la singularidad de la experiencia moderna de la muerte a partir de Auschwitz: «La afirmación de que la muerte es siempre igual resulta tan abstracta como falsa; la forma en que la conciencia se resigna a la muerte varía junto con sus concidiones concretas, y este cambio puede llegar a afectar a la misma esencia.»100

Ignorando este aspecto fundamental del planteamiento adorniano, Menke-Eggers intenta diferenciar entre una ‘negación de la capacidad de nuestros discursos’ frente a la experiencia de la muerte, negación que sería articulable discursivamente y por ello no es absolutamente radical, y una ‘pérdida total de su relevancia para los sujetos de experiencia’, pérdida que según Menke-Eggers sólo se podría denunciar, si se hace valer una pretensión absoluta de validez de los discursos también para los no participantes en ellos. Pero tal pretensión no se podría fundamentar dentro de un marco de referencia no estético.

Si una crítica de la discursividad realizada discursivamente queda absorbida nuevamente por la discursividad, que se muestra como un espacio hermético intranscendible, tampoco existe una experiencia o acontecimiento histórico con una relevancia tal que suspenda el funcionamiento mismo de los discursos. La negatividad en sentido auténtico, es decir, la fuerza que hace tambalearse completamente la confianza en el sentido de la realidad, que desmiente la pretensión de la razón de ofrecer un fundamento seguro de sentido, no es inherente a la experiencia articulada discursivamente, que según Menke-Eggers sólo afecta al problema de nuestra participación en los discursos y no a su funcionamiento. Dicha fuerza sólo es propia de la experiencia estética, en cuanto experiencia del fracaso de la discursividad en cuanto tal, experiencia que se sitúa en un ámbito diferente al de los discursos, pero los cuestiona radicalmente sin suspenderlos. De este modo quedan aseguradas tanto la autonomía como la soberanía de la experiencia estética sin renunciar a la diversificación moderna de la razón.

Sin embargo, el intento de diferenciación de Menke-Eggers no tiene en cuenta la singularidad y radicalidad de la ‘experiencia’ de Auschwitz. Pues en Auschwitz nos encontramos con una experiencia que de ninguna manera puede ser realizada de un modo comprensible —ni siquiera como no idéntica— por los participantes en ella, si es que se puede utilizar la palabra ‘participante’ para referirse a los prisioneros de los campos de concentración. De modo que la negación de la capacidad de los dicursos ante esa ‘experiencia’ no podría ser recuperada nuevamente desde un horizonte de comprensión no afectado por dicha negación. Ésta afecta sin embargo no sólo a la participación en los discursos, como sería el caso de considerar pura y simplemente la muerte, ya que en el caso de Auschwitz la experiencia de muerte invade paradójicamente el ámbito mismo de lo viviente. Por otro lado no se trata meramente de una ‘experiencia estética’ o ajena a toda discursividad.

Lo que queda fuera de la consideración de Menke-Eggers es que en Auschwitz la frontera entre la vida y la muerte sufrió una transformación hasta ese momento desconocida. Con ello queda reinsertado dentro del ámbito de la experiencia y del discurso aquello que lo cuestiona radicalmente. Esto es precisamente lo que determina esencialmente el pensamiento de Adorno: «En los campos de concentración del fascismo se eliminó la línea de demarcación entre la vida y la muerte. Esos campos crearon una estado intermedio, esqueletos vivos y seres putrefactos, víctimas a las que les falló el suicidio, la risa de Satanás sobre la esperanza de vencer a la muerte. Como en los epos invertidos de Kafka pereció allí aquello que da la medida a la experiencia: la vida vivida desde sí misma hasta su final.»101

Desde Auschwitz hay que replantear la relación entre discursividad y expresividad artística. Las obras de arte, en este caso los epos de Kafka, son recuerdo de lo derrotado y reprimido, cuya destrucción es coproducida y sancionada por los discursos cotidianos ejercitados en el olvido de la negatividad. Sin embargo, el concepto de la misma que queda expresado en dichas obras de arte no es atribuible a la actitud estética adoptada frente a la realidad, sino que se trata de una negatividad realmente experimentable, que obliga al pensamiento discursivo a volverse contra sí mismo o a moverse al límite de sus posibilidades, que le obliga a una exploración aporética de la pregunta por el sentido.

Por eso, la afinidad entre pensamiento y arte no significa que la crítica filosófica renuncie al conocimiento conceptual, sino que el discurso filosófico recupere la dimensión retórica que lo acerca al lenguaje configurativo, devolviéndole su dimensión expresiva y experiencial. Adorno rechaza decididamente una convergencia entre ambos que suponga pseudomorfosis. «El concepto filosófico no puede renunciar al anhelo que anima al arte en cuanto a-conceptual y cuyo cumplimiento escapa a su inmediatez por tratarse de una apariencia. El concepto, organon del pensamiento y al mismo tiempo muro entre él y lo que es pensado, niega ese anhelo. La filosofía no puede ni evadir tal negación, ni someterse a ella.»102 Filosofía y arte convergen por tanto no en una asimilación de su procedimientos y formas de actuar, sino en sus esfuerzos por dar expresión sin recortes al sufrimiento y la negatividad y en la utopía de la reconciliación. En ambos tiene esta tarea una estructura antinómica.

Tanto la articulación de la negatividad radical (Auschwitz) como la de su opuesto, la idea de reconciliación, supone pues una tarea irrealizable pero irrenunciable para el pensamiento, tarea que le imprime un carácter paradójico y aporético, sobre todo si se tiene en cuenta que ambas articulaciones son inseparables. La utopía de la eliminación del sufrimiento histórico tiene su origen en la desesperanza, más aún, en la desesperación por la situación en que se encuentra el mundo, una situación en la que el sufrimiento determina la vida de tantos seres humanos. Fácilmente puede reconocerse en esto la idea de W. Benjamin de la ‘salvación de lo que carece de esperanza’, que acompañó siempre los esfuerzos críticos de Adorno. En esa idea se unen de forma comprimida tanto una vinculación radical a lo intramundano como un anhelo de salvación sin concesiones.103

Por ello, según Adorno, el motivo temático de la salvación sólo se puede expresar en la crítica radical de lo existente negativo y está sometido por lo demás a la ‘prohibición de imágenes’, es decir a la prohibición de todo intento de determinación positiva. Como en la religión judía, Adorno liga la esperanza de modo exclusivo a la prohibición de «invocar como Dios a lo falso, como infinito a lo finito, como verdad a la mentira».104 Una determinación positiva traicionaría la idea enfática de salvación recortándola a la realidad existente y con ello traicionaría también las esperanzas de las víctimas de la historia, por mor de las cuales únicamente nos está dado tener esperanza.

En ningún otro texto se expresa mejor este carácter paradójico de la idea de salvación que en el tan citado aforismo con que acaba la Minima Moralia.105 Adorno exige de la filosofía que contemple todas las cosas desde punto de vista de la salvación. Pero paradójicamente, bajo su luz esas cosas no aparecen salvadas, sino indigentes y desfiguradas. No son el resplandor proléptico del absoluto a través de su participación en él, tal como había pretendido la metafísica tradicional. Al contrario, bajo esta perspectiva aparece con mucha más claridad el abismo que separa su existencia real del estado de salvación.106 Sólo a una contemplación del mundo sub specie redemptionis se le revela la verdadera magnitud de la deformación y el deterioro de la existencia, que toda ideología encubre negándola, ayudando cínicamente a subestimarla o simplemente distrayendo de su presencia. Pero no menos se revela también a dicha contemplación el deseo inscrito en la existencia dañada de una transformación radical de la situación constituida e injusta.

Adoptar el punto de vista de la salvación, no significa por tanto ser dueño de él, sino ganar la única perspectiva que puede hacer justicia a los objetos, es decir, que puede dar expresión a su desfiguración bajo la negatividad acabada y a la necesaria eliminación de la misma. Esa perspectiva desenmascara lo-que-existe como lo-que-no-debe-existir, y presenta la salvación como el único estado que haría justicia a lo desfigurado y dañado en la historia, si es que un día llegara a realizarse.107

Pero aunque ésta sea la perspectiva más evidente cuando se contempla la negatividad de la historia detenidamente, es al mismo tiempo una perspectiva totalmente imposible. Ninguna filosofía puede adoptar de modo real el punto de vista de la salvación, ninguna ha escapado al ámbito de la existencia. La filosofía no posee la distancia que necesita para contemplar el mundo desde la salvación. Más bien se encuentra marcada con la misma indigencia que alimenta las exigencias de salvación que ella ha de articular. Es más, la misma razón subjetiva está involucrada en la lógica de dominación que subyace a la negatividad social e histórica y que en Auschwitz presenta su rasgos más horribles.108

Por eso, para que ella sea posible, la filosofía tiene que intentar comprender y articular su propia imposibilidad. El ejercicio imposible del pensamiento de adoptar el punto de vista de la salvación, sin poder hacerlo realmente, es la tarea de toda filosofía empeñada por la verdad. El único camino que le queda al pensamiento, según Adorno, es el de la crítica de la negatividad existente. Aunque también parece atisbarse otro camino, que no puede recorrerse sin esa crítica, en una empatía con los objetos libre de violencia y arbitrariedad, pues ésta tendría que percibir en su indigencia y desfiguración el anhelo infinito, cuyo cumplimiento no puede ser pensado ni afirmado con sentido desde la perspectiva de la finitud de la existencia y de la capacidad de conocer tomada radicalmente en serio, pero a la que el pensamiento no puede renunciar sin convertirse en una simple reproducción de lo que hay, en su confirmación ideológica.

Este camino permite a Adorno traspasar los límites que él mismo ha puesto al pensamiento, para conjeturar, no sin una pizca de ironía, sobre el estado de reconciliación:

«Si estuviera permitido especular sobre la situación de reconciliación, no cabría representarse en ella ni la unidad indiferenciada de sujeto y objeto ni su antítesis hostil; más bien, la comunicación de lo diferente. Solo entonces encontraría su lugar apropiado el concepto de comunicación, en cuanto concepto objetivo. El actual es tan indigno porque traiciona lo mejor, el potencial de un acuerdo entre los hombres y las cosas, en favor de una comunicación entre sujetos según las exigencias de la razón subjetiva. La relación de sujeto y objeto, también desde el punto de vista de la teoría del conocimiento, estaría en su justo lugar en la paz realizada tanto entre los hombres como entre ellos y su otro. La paz es la situación de lo diferenciado ausente de dominación, en la que lo diferente participa uno en otro.»109

Lejos de definir la reconciliación, tal como pretende Habermas, «en conceptos de una intersubjetividad sin menoscabo, que se constituye y mantiene en la reciprocidad del entendimiento basado en el libre reconocimiento mutuo»110, Adorno establece como condición de una subjetividad y, cómo no, también de una intersubjetividad sin menoscabo, el acuerdo entre los hombres y las cosas así como «la rememoración de la naturaleza en el sujeto»111, es decir una relación sin menoscabo con la naturaleza interna y externa. Lo que Adorno se plantea no son pues las determinaciones formales de la infraestructura comunicativa112, sino la dimensión material de la emancipación, la felicidad y la plenitud de vida, que se resiste a una reconstrucción científico-discursiva. La idea de reconciliación universal no queda cumplida en el discurso libre de dominio entre personas emancipadas. Ella pretende ayudar a la naturaleza a alcanzar lo que en vano desea y sólo las obras de arte realizan, «abrir los ojos».113

No puede extrañar pues, que la experiencia corporal se convierta en modelo de la comunicación con la naturaleza (externa e interna) y en escenario privilegiado de la tematización de la idea de reconciliación. Adorno sostiene que es en el sufrimiento donde de manera singular se hace presente la dimensión corporal del conocimiento, dimensión reprimida por su identificación con el pensamiento discursivo. Por eso es también en la experiencia de sufrimiento donde se encuentra la fuente del desencantamiento del concepto y de la identidad con su otro. La inervación somática se comporta como un sismógrafo que registra en las experiencias de sufrimiento la negatividad de la sociedad y atisba a percibir el carácter ideológico de sus legitimaciones. Sin que sea posible constituir a las necesidades y experiencias de ahí derivadas en un primer principio, ya que también ellas pueden ser objetivamente ideología, algo reacciona en dichas «necesidades, incluso de los seres humanos manipulados y administrados [...], en lo que no están del todo atrapados: el excedente de la parte subjetiva, de la que el sistema todavía no se ha adueñado por completo».114

Esta es la razón de que el sufrimiento, en cuanto factor corporal de la experiencia, quiebre, aunque no sin mediación subjetiva, la tendencia del status quo a perpetuarse. En la frase de Nietzsche —«El dolor dice: ¡pasa!»— se expresa aquello que la dimensión corporal del conocimiento continuamente reclama, «que el sufrimiento no debe ser, que debería ser de otra manera».115 Por esa razón, también las fantasías, los anhelos, sueños y desiderata podrían ser vistos como mensajeros del impulso somático-natural, que da el ‘estímulo exterior’ por el que el espíritu, impulso diferenciado y modificado, se hace consciente de su base natural. La dialéctica negativa no hace sino acoger en su seno y movilizar productivamente tanto los sufrimientos como las fantasías, porque su meta, a diferencia de la dialéctica idealista, no es la identidad absoluta de identidad y no-identidad, sino la liberación de lo no idéntico: sólo ésta inauguraría verdaderamente la multiplicidad de lo diferente que representa la idea de reconciliación:

«El estado de reconciliación no se anexionaría lo ajeno con imperialismo filosófico, sino que encontraría su dicha en que lo lejano y diferente siga siéndolo en la cercanía otorgada, más allá de lo heterogéneo y de lo propio.»116

El hecho de que esta idea de reconciliación se resista a ser asimilada por el reino del discurso argumentativo, es decir, que se resista de modo irreconciliable «a su afirmación en el concepto»117, no hace sino mostrar el carácter aporético pero irrenunciable de un pensamiento que quiera ser más que pura reconstrucción de lo que hay. Sin embargo, Adorno no busca una alternativa en la mímesis, en cuanto lo otro del concepto, para fijar en ella la posibilidad de acceso a la idea de reconciliación, tal como repetidamente se dice118, sino que asume el trabajo de Sísifo de la autorreflexión del concepto sobre su propia falsedad, para así intentar sacar a la luz lo no conceptual con ayuda del concepto.119 En definitiva, lo que Adorno pretende es ir más allá de los conceptos, pero a través de ellos.120 Su filosofía está movida por la esperanza de destruir «en una reflexión de segundo grado la supremacía del pensamiento sobre su otro».121

Su verdadero interés se dirige pues a lo singular, a lo no conceptual, excluido y olvidado, es decir, a aquello por lo que la filosofía tradicional sólo mostró desinterés. Por esta razón se enfrenta Adorno en su crítica de la conciencia constitutiva a la supresión de lo no-idéntico. Una filosofía transformada, lejos de creerse poseedora de lo infinito, como pretendía la prima philosophia, tendría que abandonarse y hundirse en su heterogéneo, desposeída de categorías prefabricadas. Dicha filosofía no sometería la diversidad de sus objetos bajo un esquema, sino que intentaría literalmente ajustarse a ellos, para poder ser en el medium de la reflexión conceptual experiencia plena y sin recortes. «Sólo de esta forma puede defender el concepto la causa de aquello que él desbancó, la mímesis, apropiándose algo de esta en su propia forma de comportamiento, sin asimilarse a ella.»122

Como puede verse, el telos de la posible reconciliación es lo no-idéntico, eso indisoluble que el concepto no puede recuperar completamente y hacer desaparecer en sí mismo, es decir, eso a lo que la utopía de una experiencia no recortada ni reglamentada quiere hacer justicia, convirtiéndose así en otra expresión de la idea de reconciliación.123 Pero sólo el conocimiento que se esfuerza por destruir la violencia ejercida sobre su objeto, por desbaratar el velo que teje continuamente en torno a él, es capaz de entregarse confiadamente a la propia experiencia en una pasividad libre de miedo.124 A través de la rememoración de lo reprimido en y por el sujeto, puede éste oponerse al dominio que le sirve de fundamento. Rememoración es un acto de reflexión del espíritu sobre sí mismo en cuanto naturaleza escindida. En esa autorreflexión «la naturaleza se invoca a sí misma [...] como algo mutilado».125 No se trata pues de un retorno romántico a la naturaleza (primera), sino de la crítica de la razón instrumental en cuanto función de la autoconservación. Se trata, en fin, de la búsqueda de las huellas de lo reprimido y desfigurado por ella, de las pretensiones de la naturaleza viva en el sujeto y de los impulsos del cuerpo, más allá de su figura deformada bajo condiciones represivas.

Con todo lo que hemos visto, podría decirse que la idea de reconciliación recoge en sí la utopía de un conocimiento presidido por la libertad para su objeto, es decir, por la libre comunicación entre sujeto y objeto, pero también por la comunicación de lo diferente; que supone la superación del dominio derivado de la hegemonización del sujeto, la eliminación del sufrimiento sin sentido, la convergencia de la conciencia teórica y la corporalidad, etc. Sin ser puramente formal, recuperando la dimensión material de la emancipación, la felicidad y la plenitud de vida, la idea de reconciliación defendida por Adorno, no se vuelve afirmativa en un sentido metafísico malo, sino que permanece vinculada a la crítica de la realidad negativa y a la experiencia no recortada ni reglamentada de lo no-idéntico, así pues, con un resultado abierto. Pero, ¿es esta idea de reconciliación algo más que un vano deseo?

 

IX. LA IMPOSIBILIDAD DE PENSAR HASTA EL FINAL LA DESESPERACIÓN

Adorno coincide con Nietzsche, que criticaba la teología por confundir la esperanza con la verdad: desde la imposibilidad de vivir sin el absoluto, es decir, sin salvación, desde el deseo de Dios la teología pasa a afirmar su existencia.126 Con razón se ha opuesto el pensamiento ilustrado por medio de la crítica de la religión y de las ideologías a la tendencia tan frecuente a inferir la existencia de algo partiendo de la necesidad que se siente de ello. Pero, «si ya no pensamos desde la necesidad, si pensamos por tanto de tal manera que en nuestros pensamientos ha sido totalmente reprimido el wishful thinking, el deseo como padre del pensamiento, entonces no podemos pensar verdaderamente nada en absoluto. Porque entonces no podríamos ir más allá de lo que hay, porque ya no seríamos capaces de transcender lo puramente existente.»127

La sociedad absolutamente socializada se presenta como «una densa trama de inmanencia sin salida»128, es decir, con la apariencia mítica de una naturaleza dominada por la repetición hermética. Al transformarse en un sistema que se reproduce y crece bajo condiciones establecidas por ella misma y de modo autorregulado, la sociedad ensancha sus dimensiones convirtiéndose en un cosmos del que no existe escape, obstruyendo así la posibilidad de cuestionar sus presupuestos e imperativos supuestamente objetivos. Pero un mundo que se hace absoluto se vuelve un infierno.129 Adorno necesita del absoluto, es decir de la valentía y la capacidad para su concepto, si quiere socavar «la pretensión absoluta de aquello que es así sin más ni más».130

Por eso, en el concepto nietzscheano de amor fati habría que ver una deducción errónea del mismo rango que en la afirmación especulativa de la existencia de Dios de la vieja metafísica, aunque con sentido contrario, a saber, en la afirmación de lo que hay, sólo porque aquello que sería radicalmente distinto, sólo puede ser esperado y deseado. Afirmar de principio la imposibilidad de realizar la utopía no es una violación menor de la prohibición de imágenes que el intento de dibujarla en todos sus detalles. Ni se le puede atribuir realidad al deseo, ni tampoco sentido a la marcha absurda de las cosas. Al fetiche del es-así-y-no-de-otra-manera se opone la mirada detenida sobre el carácter devenido de lo existente y sobre las posibilidades no realizadas de aquello que existe. «Con lo que la dialéctica negativa penetra sus objetos petrificados es la posibilidad, sobre la que su realidad les ha engañado y que a pesar de todo asoma en cada uno de ellos.»131

Adorno opta pues por un pensamiento que asume en sí la esperanza como una dimensión esencial, que le acompaña y le muestra sus límites, ya que el pensamiento sólo va más allá de sí mismo por medio de la esperanza, sin poder sin embargo atribuir realidad a lo esperado:

«Al final, es la esperanza, tal como ésta es arrebatada a la realidad al negarla, la única figura en la que aparece la verdad. Sin esperanza sería casi imposible pensar la idea de verdad, y es la falsedad más cardinal hacer pasar por la verdad la existencia reconocida como mala, sólo porque fue conocida una vez».132

Sólo el pensamiento que niega la injusticia es expresión de la verdad.133 Ésta no es posible para Adorno, más que en la esperanza de que la opresión y la ausencia de libertad no tengan la última palabra.134 El absoluto se convierte de esta manera en el índice de una posibilidad de salvación, de la que es responsabilizado el pensamiento, a pesar de o incluso contra sus propias posibilidades, por la negatividad de lo existente y por la desesperación que ella provoca. Aunque, naturalmente, la desesperación no garantiza «la existencia de lo desesperadamente ausente».135 La esperanza dista mucho de ser una posesión segura. Además, en cuanto tal se impermeabilizaría frente al sufrimiento, que obliga más bien a la desesperación, y obraría así contra él, que es el único motivo por el que se debe seguir teniendo esperanza.

Así pues, aquello que ofrezca fundamento a la esperanza no puede ser una transcendencia fijada especulativamente, que se manifiesta en la naturaleza o en la historia. Lo que se entrega en la faz de lo existente al contemplador amoroso no es la verdad sin apariencia. Al contrario, sólo en el desmoronamiento, en lo oscuro de la naturaleza, en las fisuras y grietas de la realidad desfigurada, resplandece el reino plástico del deseo y el anhelo, reino en el que chispaguean súbitamente las huellas apenas perceptibles de lo otro, de lo carente de imágenes.

«La conciencia no podría desesperar ante el gris lúgubre, si no albergara el concepto de un color distinto, cuyas huellas dispersas no faltan en la totalidad negativa. Dichas huellas provienen siempre del pasado, la esperanza de su contrario, de lo que tuvo que irse abajo o está condenado.»136

No es que la naturaleza o su indigencia sean ahora un garante de la salvación. Más bien es la fantasía, en la que la naturaleza se supera a sí misma y va más allá de sí, la que transforma por medio del recuerdo las huellas del desmoronamiento en signos de esperanza. Los fragmentos de la realidad desmoronada sólo pueden ser transformados en signos cifrados de la promesa por medio de un recuerdo que aspira a redimir. En las imágenes que la fantasía rescata en las fisuras abiertas por la desintegración, vive el anhelo que no puede garantizar desde sí ninguna salvación, pero que podría abrirle el camino por que el un día se hiciera realidad. Aquí habría que situar el intento de Adorno de salvar la apariencia/ilusión de la metafísica y del arte.

En la teología y en su forma secularizada, la metafísica, no sólo se articula una superestructura legitimadora del status quo, que con razón ha sido víctima de la crítica de las ideologías, sino también ‘la protesta contra la miseria real’, para decirlo con palabras de K. Marx. Así pues, la ‘rememoración de la transcendencia’ pretendida por Adorno aspira en el fondo a hacer memoria del impulso de protesta contra la injusticia, la desfiguración y el deterioro de la existencia, impulso que es inherente a la religión y la metafísica y que hay que hacer valer contra su encubrimiento idealista.

Lo que tiene que ser rescatado no es el sentido irradiado por una transcendencia establecida positivamente y fijada especulativamente, sentido que se manifestaría entonces como el sentido ‘verdadero’ de la inmanencia. Semejante planteamiento metafísico, desmentido repetidamente por la historia, se ha vuelto definitivamente inviable después de Auschwitz. Una salvación de la apariencia/ilusión de la metafísica ya sólo es posible a través de su transformación materialista: «La marcha de la historia obliga a la metafísica al materialismo, ella que fue tradicionalmente su opuesto directo.»137 La pregunta metafísica no puede situarse ya lejos de lo material, somático e inferior, tal como pretendía su vieja versión, sino que tiene que introducirse en todo esto, en la existencia material en cuanto escenario del sufrimiento, si no quiere perder el derecho de existencia junto a la cultura con la que estuvo fusionada y que en Auschwitz demostró irrevocablemente su fracaso. «Ninguna palabra que suene desde lo alto, tampoco una palabra teológica, tiene derecho después de Auschwitz, si no es transformada.»138

Adorno pretende pues reconectar con la realidad histórica aquello que un día representó la metafísica: el ir más allá de lo que existe, pues siempre que la transcendencia quedó sometida al dualismo metafísico o teológico, siguió siendo impotente frente a la existencia y no fue más que su confirmación o su compensación. La transcendencia, en el sentido que Adorno defiende, remite a la transformación real de lo existente: «Únicamente si lo que existe se puede cambiar, sólo entonces, aquello que es no lo es todo.»139

Adorno quiere salvar en la apariencia/ilusión metafísica algo más que un regulativo necesario de la razón, es decir, el quiere salvar la posibilidad real de transcendencia en lo existente. Pero dicha posibilidad sólo se manifiesta en el instante mismo del derrumbamiento de la metafísica. «El impulso transcendedor no busca un más allá del mundo histórico, sino una constitución distinta del mundo».140 La reflexión en cuanto crítica de ese mundo histórico se ve impelida a transcenderlo, motivada precisamente por lo que existe. La transformación materialista de la metafísica confiere pues a lo intramundano e histórico una nueva relevancia justamente para aquello que la metafísica tradicional separó del mundo elevándolo a transcendencia. «No es posible otra rememoración de la transcendencia que en virtud de la caducidad; la eternidad no se manifiesta en cuanto tal, sino precariamente a través de lo más perecedero.»141

Esto se pone de manifiesto con toda claridad en la experiencia de la muerte. Si la metafísica idealista intentaba transfigurar ilusoriamente la muerte, consolar engañosamente sobre su inconmensurabilidad con la vida o introducirla en la inmanencia del espíritu, que en realidad debía ser su adversario, la metafísica transformada de modo materialista desea más bien movilizar toda fuerza de resistencia contra la integración civilizadora de la muerte y contra la cosificación que se manifiesta en dicha integración, fuerza de resistencia que no se expresa en los altos vuelos especulativos, sino que se anuncia en la percepción somática de su inconmensurabilidad.

«Al no concebirse la muerte más que como la separación de un ser natural del consorcio de la sociedad, éste ha terminado domesticándola: el morir sólo confirma la irrelevancia absoluta del ser vivo natural frente al absoluto social. [...] Lo que los nacionalsocialistas hicieron con millones de hombres, la catalogación de los vivos como si se tratara de muertos, y con posterioridad la producción en masa y el abaratamiento de la muerte, ya se anunciaba premonitoriamente sobre aquellos que se dejan mover a la risa por los cadáveres. Lo determinante es la asunción de la destrucción biológica en la voluntad social consciente. Sólo una humanidad para la que la muerte se ha vuelto tan indiferente como sus miembros, sólo una humanidad que ha muerto para sí misma, puede condenar a muerte por vía administrativa a tantos seres.»142

Para la metafísica ‘negativa’, la muerte no es una magnitud invariante, sino que está determinada históricamente hasta en su dimensión biológica, tal como Auschwitz nos ha puesto ante los ojos. Por ello, en la imposibilidad de pensar la muerte hasta el final, que no se impone menos enérgicamente que la imposibilidad de pensar la inmortalidad, no sólo hay que buscar el autoengaño de una subjetividad generada por el interés de autoconservación, sino también el punto de partida de la resistencia contra la situación social establecida, de la que siempre depende la figura histórica concreta de la muerte.

La Crítica de la razón práctica de Kant deja entrever algo de este contenido objetivo del postulado de la inmortalidad, contenido que no se agota en pura construcción subjetiva.

«Que ninguna mejora intramundana alcanzaría a hacer justicia a los muertos; que ninguna afectaría a la injusticia de la muerte, impulsa a la razón kantiana a esperar contra la razón. El secreto de su filosofía es la imposibilidad de pensar hasta el final la muerte.»143

Kant articula en su filosofía de modo incomparable la aporética de la esperanza, abriendo el espacio en que ella ha de existir y que una teoría de la acción colectiva meliorista reduce a lo factible y producible, pero él no cae en la tentación de querer fijar su objeto, la transcendencia, lo que no haría sino traicionarlo. El carácter de postulado no asegurable protege a esa esperanza de confundirse con un argumento cognitivamente concluyente. De ese modo, la doctrina de los postulados de la razón práctica respeta los límites puestos por la razón teórica y se resiste a dar el salto a una afirmación especulativa del absoluto. Sin embargo, añade Adorno, la frontera que Kant traza entre las ideas de la razón y la experiencia objetiva, que preserva a su afán de salvación de degenerar en afirmación, le impide por otra parte penetrar hasta la esfera de la experiencia viva que se resiste a la prohibición de pensar al absoluto: dicha experiencia quiere escapar hacia los espacios abiertos.

Así pues, si bien los postulados de la razón práctica no son juicios de existencia, sí que exigen la salvación de su objetividad pasando a través del sujeto. Esto no se consigue rehabilitando la metafísica falsamente afirmativa, sino haciendo valer un concepto enfático de experiencia, es decir a través de una rehabilitación de la dignidad de lo corporal en la experiencia. Como ya hemos señalado, el estrato de lo somático, quizás lejano a todo sentido, pero respecto a cuya expresión ha de medirse el pensamiento, es precisamente el ‘escenario del sufrimiento’. Todo lo que no sea el intento de darle expresión, «resulta ser de antemano de la misma especie que la música de acompañamiento, con la que la SS gustaba de cubrir los gritos de sus víctimas».144 Para Adorno, «la necesidad de hacer elocuente el sufrimiento es la condición de toda verdad».145

Pero para llegar a entender la verdad como expresión del sufrimiento, el pensamiento tiene que percibir en sí mismo el instinto, la necesidad y el deseo. Sólo entonces se convierte la duración en su forma necesaria, es decir, la rememoración, el impulso a salvar lo pasado como viviente. La transcendencia a la que el impulso salvador del espíritu se refiere y hasta la que una experiencia en sentido enfático quiere llegar, es la de una salvación que penetre hasta ese estrato de lo somático, del sufrimiento experimentado corporalmente. Aquí se encuentra anclada la necesidad de que la experiencia tenga que alcanzar la esfera de lo inteligible.146 Esta no es la pura negación abstracta de la esfera de lo existente. Su concepto sería «el de algo, que no es y sin embargo no simplemente no es».147

Precisamente en la marcha dañada y sobresaltada del mundo se anuncia de modo perceptible la exigencia experimentada por el pensamiento no sólo de eliminar el sufrimiento presente, sino también de una constitución del mundo, en la que «incluso sería revocado el sufrimiento sucedido irrevocablemente.»148 La fe en la resurrección de la carne está mucho más cerca de este anhelo no garantizado de las criaturas, que todas las sublimes ideas de la metafísica especulativa. Dicho anhelo, presente en toda conciencia utópica, no se proyecta en el cielo de las ideas, sino que busca cobijo en las constelaciones de elementos de la realidad, en las que el resplandor/apariencia de algo otro promete lo que no es apariencia. «Las trazos intramundanos más pequeños tendrían relevancia para lo absoluto.»149

Sólo abismándose sin reservas en las cosas, en su dimensión histórica, puede la crítica sacar a la luz lo que ha quedado pendiente y dar expresión al derecho de lo posible frente a lo que existe. «"Toda cosificación es un olvido"» —afimaba Adorno en una de sus clases del semestre de verano de 1968— «y la crítica no consiste en otra cosa que en el recuerdo, es decir, en movilizar en los fenómenos aquello por lo se convirtieron en lo que son y así percibir la posibilidad de que habrían podido llegar a ser otra realidad y por ello pueden ser otra realidad».150 Al servicio de esta dimensión anamnética de la crítica se encuentra el concepto de constelación en cuanto figura mimética de racionalidad. Mientras que en el concepto aislado se anuncia la pretensión de ser idéntico con lo considerado por él y la verdad no se entiende más que como hacer desaparecer la diferencia, que no es sino errar su verdad, Adorno espera alcanzar no sólo de una pluralidad de conceptos, sino sobre todo de su ordenación ‘constelativa’ lo que el concepto identificador impide: penetrar en el interior de las cosas y movilizar la historia caogulada en ellas, sin asimilárselas.

Historicidad significa aquí su concreción, su singularidad, su no-identidad con ellas mismas, su devenir. La pseudonaturalidad de lo existente queda desenmascarada como apariencia ilusoria a la luz de su devenir y de los potenciales utópicos de lo fáctico puestos a la vista como la posibilidad de ser otra realidad. Al hacer visible la negatividad acabada del sufrimiento desprovisto de todo sentido, las constelaciones objetivan su indigencia y precisamente así se convierten en escritura invertida de la transcendencia. No pueden garantizarla, pero testimonian por medio de la relativización de lo existente, al mantener distancia frente a la inmanencia que pasa por alto los sacrificios que exige para perpetuarlos implacablemente, la posibilidad de lo transcendente.

El valor del arte consiste, a los ojos de Adorno, en dar cumplimiento a ese desideratum. Él se atiene al teologúmeno judío, según el cual en la situación justa todo sería mínimamente de otra manera a lo que hay.151 Las obras de arte son el lenguaje de la voluntad de eso otro. Sus elementos se encuentran congregados en la realidad; sólo necesitan ser reordenados mínimamente para encontrar su lugar auténtico en una nueva constelación. De esta manera indican «que lo no existente podría ser».152 La síntesis estética se diferencia de la totalidad funcional y su elevación idealista a identidad porque ella no elimina ni subsume lo singular, los momentos singulares y los detalles. Ella es una dimensión y no la totalidad de la obra de arte.153

Esta descripción se corresponde sobre todo con las obras de arte moderno que conservan un carácter fragmentario. En la configuración paratáctica de sus elementos, lo individual y concreto no queda sometido a una totalidad establecida. Dichas obras de arte apuntan de esa manera a una convivencia de lo diferente libre de dominio. Por ello, pueden ser vistas como modelos de lo no-idéntico. La experiencia de lo no-idéntico en el arte expresa una relación de aproximación, una distancia insuperable que se acorta hasta la cercanía mas cercana. Precisamente aquí se ve que lo no-idéntico no es la pura facticidad, sino la utopía de una relación sin dominio con la naturaleza externa e interna. Pero esa utopía no es lo completamente otro de lo fáctico. Más bien se alimenta de la indigencia de todo lo existente, que se manifiesta en la rememoración de su génesis y de la historia de sufrimiento vinculada a ella. Lo que es ‘más’ de lo que es, existe en aquello que es como pasado no liquidado, que insta a hacer efectivas sus pretensiones y expectativas, sin que se pueda decir si esto se va cumplir.

Pero las obras de arte no tienen que expresar abstractamente la luz de la reconciliación y mucho menos representar la realidad como si estuviera reconciliada. Más bien tienen que permitir a los elementos de la realidad falsa e injusta constituirse en nuevas constelaciones de tal manera, que dicha realidad aparezca bajo la luz de la reconciliación. La intención de una vida verdaderamente humana se articula en el arte sólo de un modo negativo, como expresión de la experiencia de sufrimiento. Por eso, el arte ha de «testimoniar lo irreconciliado y al mismo tiempo reconciliarlo tendencialmente».154 Lo cualitativamente nuevo y distinto sólo aparece en el arte en correspondencias con el pasado a través de su negación determinada, que se articula como dialéctica entre la expresión mimética y la construcción racional. El arte es expresión del sufrimiento por medio de su dimensión expresiva. Pero por medio de la construcción racional, que también le es propia, intenta resistir al sufrimiento y mantener abierto el horizonte utópico de su superación. De esta manera el arte se convierte en recuerdo de una promesa: de la promesa «de felicidad, que es quebrantada».155

El recuerdo de la felicidad en cuanto felicidad perdida recibe en el arte el mismo valor crítico que el recuerdo del sufrimiento: es ‘reflejo de la esperanza pasada’, de posibilidades perdidas, que son acogidas por el presente como un futuro prometido. Dicha esperanza se transforma dentro del recuerdo en anhelo y ansia de plenitud dirigidas al presente. Pero aun logrando realizar esta paradoja, el resultado del arte seguirá siendo apariencia y no reconciliación real. No obstante, si el arte no enmascara esa antinomia, es decir, ser aparición de la reconciliación y al mismo tiempo su apariencia ilusoria, si no encubre su carácter irreal y aparente, entonces promete en la apariencia lo que no es tal: la reconcialión real.

 

Se puede interpretar el intento de Adorno de salvar de modo materialista la idea de salvación como un intento de depontenciar a Dios convirtiéndolo de una realidad, por la que lo tenía la metafísica tradicional, en una posibilidad, esto es, en una denominación de los anhelos de salvación del hombre sufriente, anhelos por la constitución de una identidad lograda y de una reconciliación social. Pero también sería legítimo interpretar dicho intento como la negativa todavía actual a reducir el pensamiento y la acción humanos a su inmanencia, sin por ello elevarlos pretensiosamente a una especie de poder con capacidad de disposición sobre la transcendencia. Para Adorno, las débiles huellas del absoluto sólo son perceptibles si se escucha el grito por su ausencia en la historia de sufrimiento humano.

«Aquello que transciende la sociedad dominante no es sólo la potencialidad por ella desplegada, sino también aquello que no terminó de ajustarse a las leyes de su movimiento histórico.»156

 


 

1 W. Benjamin: «Über den Begriff der Geschichte», en: Gesammelte Schriften. R. Tiedemann - H. Schweppenhäuser (eds.). Frankfurt a.M. 1972ss, T. I, p. 693 [tard. cast. en Discursos interrumpidos I. Madrid 1973, p. 177].

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2 Cfr. H. Peukert: Wissenschaftstheorie, Handlungstheorie, Fundamentale Theologie. Analysen zu Ansatz und Status theologischer Theoriebildung. Frankfurt a.M. 21978, p. 305-308.

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3 Cfr. Theodor W. Adorno - Walter Benjamin. Briefwechsel 1928-1940. (Ed.) H. Lonitz. Frankfurt a.M. 1994 (existe trad. cast. de algunas cartas en Th. W. Adorno: Sobre Walter Benjamin. Madrid 1995).

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4 Cfr. R. Wiggershaus: Die Frankfurter Schule. Geschichte - Theoretische Entwicklung - Politische Bedeutung. München 21988, p. 348ss.

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5 Para una presentación del problema de la religión en la Teoría Crítica tomando como hilo conductor a M. Horkheimer, cfr. la excelente contribución de J.J. Sánchez: «La esperanza incumplida de las víctimas. Religión en la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt», en: M. Fraijó (ed.): Filosofía de la religión. Estudios y textos. Madrid 1994, p. 617-646.

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6 Cfr. E. Arens: «Theologie nach Habermas. Eine Einführung», en: Id. (ed.): Habermas und die Theologie. Beiträge zur theologischen Rezeption, Diskussion und Kritik der Theorie des kommunikativen Handelns. Düsseldorf 1989, p. 10.

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7 Cfr. W. Reese-Schäfer: Jürgen Habermas. Frankfurt a.M/New York 1991, p. 109-114, que habla en relación a Habermas de «una especie de socioteología postreligiosa» (op. cit., p. 109)

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8 J. Habermas: Die Neue Unübersichtlichkeit. Kleine Politische Schriften V. Frankfurt a.M. 1985, p. 202 [trad. cast.: Barcelona 1988, p. 170].

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9 Habermas dedicó su tesis doctoral a Schelling, sobre todo a sus escritos sobre Las edades del mundo. Cfr. J. Habermas: Das Absolute und die Geschichte. Von der Zwiespältigkeit in Schellings Denken, Diss. Bonn 1954. Sobre el influjo permanente de esta ocupación temprana con las tradiciones filosófico-teológicas del idealismo alemán, cfr. J. Keulartz: Die verkehrte Welt des Jürgen Habermas. Hamburg 1995, p. 7-57.

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10 Un tema que aparece repetidamente en cierta línea de crítica a Adorno es precisamente la calificación de su filosofía de criptoteología o de teología con otros medios. Cfr. entre otros M. Theunissen: Hegels Lehre vom absoluten Geist als theologisch-politisches Traktat. Berlin 1970, p. 33; Id.: «Negativität bei Adorno», en: L.v. Friedeburg - J. Habermas (ed.): Adorno-Konferenz 1983, Frankfurt a.M. 1983, p. 60; T. Koch - K.-M. Kodalle: «Negativität und Versöhnung. Die negative Dialektik Th. W. Adornos und das Dilemma einer Theorie der Gegenwart», en: Id. - H. Schweppenhäuser: Negative Dialektik und die Idee der Versöhnung. Eine Kontroverse über Theodor W. Adorno. Stuttgart et al. 1973, p. 23.

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11 Th.W. Adorno: Philosophische Terminologie. I, R. zur Lippe (ed.), Frankfurt a.M. 1982, p. 127 [trad. cast. Madrid 1983, p. 95].

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12 Sobre la importancia de la relación con W. Benjamin en el origen del pensamiento de Adorno, cfr. S. Buck-Morss: The Origin of Negative Dialectics. Th. W. Adorno, Walter Benjamin, and the Frankfurt Institute. Hassocks/Sussex 1977.

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13 Cfr. Theodor W. Adorno - Walter Benjamin. Briefwechsel 1928-1940. (Ed.) H. Lonitz. Frankfurt a.M. 1994, p. 72ss. (existe trad. cast. de algunas cartas en Theodor W. Adorno: Sobre Walter Benjamin, Madrid 1995. Dado el caso, indicaremos también las páginas de esa publicación como trad. cast.), p. 112 [trad. cast., p. 116s.].

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14 Cfr. op. cit., p. 90 [trad. cast., p. 106s.].

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15 Cfr. J. Habermas: Texte und Kontexte. Frankfurt a.M. 1991, p. 136ss.

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16 Cfr. op. cit., p. 129.

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17 Cfr. Th.W. Adorno: «Theses Upon Art and Religion Today», en: Noten zur Literatur, Gesammelte Schriften [cit.= GS], Frankfurt a.M. 1970ss., T. 11, p. 647. Adorno llega incluso a constatar en sus Etudios sobre el carácter autoritario que las convicciones religiosas seriamente internalizadas se convierten en una fuente de resistencia frente los prejuicios étnicos (cfr. Id.: Studies in the Authoritarian Personality, en: GS 9, p. 437).

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18 Cfr. Th.W. Adorno: «Vernunft und Offenbarung», en: GS 10, p. 608-616 [trad. cast. en Consignas, Buenos Aires 1973, p. 18-26]. La formulación teológica más atrevida de Adorno se encuentra en una carta del 25 de febrero de 1935 a M. Horkheimer: «... es sorprendente,» —escribe Adorno— «de qué manera tan plena coinciden las consecuencias de su ‘ateísmo’ (en el que yo tanto menos creo cuanto más es explicitado, pues con cada explicación aumenta su ímpetu metafísico) con las de mis intenciones teológicas, por mucho que éstas le desazonen, pero cuyas consecuencias en cualquier caso ciertamente no se diferencian en nada de las suyas — yo podría establecer como el intento central de todos mis esfuerzos el tema de la salvación de lo que carece de esperanza, sin que me quedara nada más que decir; a no ser que, además del consignamiento histórico del sufrimiento y de lo que no ha llegado a ser, yo piense en el lector sobre el que usted calla y que no obstante sería el único lector al que esa historia del sufrimiento de las criaturas podría ser dirigida. Y por lo demás creo que así como ninguno de mis pensamientos tendría derecho a existir si, confrontado con su ateísmo, no se mostrara como encubridor y verdadero, tampoco se podría pensar ninguna de sus ideas sin ese ‘hacia qué’ en cuanto fuente de energía a través de la muerte, que tanto más actúa en su conocimiento cuanto más intenta usted impermeabilizarlo contra ella; como una especie de rayos que no sólo no son detenidos por ningún muro, sino que además poseen la fuerza de iluminar lo más íntimo del muro mismo.» (cit. según H. Gumnior - R. Ringguth: Max Horkheimer in Selbstzeugnissen und Dokumenten. Reinbek b. Hamburg 1973, p. 84s.) Sin embargo, esta forma de hablar de un ‘lector’ o una ‘fuente de energía’ de un modo tan personalizado no se encuentra en Adorno en ningún otro lugar. Es más, parece que el problema del sufrimiento que transita por estas líneas y exige un destinatario al que presentarlo o al que reclamarle, se convertiría en la mayor dificultad para aceptar la idea del Dios revelado. «El sentimiento que, después de Auschwitz, se opone a cualquier afirmación de positividad de la existencia en cuanto charlatanería e injusticia contra las víctimas, que se opone a que se arranque de su destino un sentido, por muy depurado que sea, tiene su razón de ser objetiva en los acontecimientos que condenan al ridículo la construcción de un sentido de la inmanencia irradiado por una transcendencia establecida afirmativamente.» Th.W. Adorno: Negative Dialektik, en: GS 6, p. 354 [trad. cast., Madrid 1984, p. 361].

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19 Cfr. M. Horkheimer - Th.W. Adorno: Dialektik der Aufklärung. Philosophische Fragmente, en: GS 3, p. 239ss. y 253ss. [trad. cast. Madrid 1994, p. 254ss. y 266ss.].

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20 En esta misma línea, pero en un contexto más global, cfr. A. Thyen: Negative Dialektik und Erfahrung. Zur Rationalität des Nichtidentischen bei Adorno. Frankfurt a.M. 1989; F. Lövenich: Paradigmenwechsel. Über die Dialektik der Aufklärung in der revidierten Kritischen Theorie. Würzburg 1990; C. Rademacher: Versöhnung oder Verständigung? Kritik der Habermasschen Adorno-Revision. Lüneburg 1993 y J.A. Zamora: Krise - Kritik - Erinnerung. Ein politisch-theologischer Versuch über das Denken Adornos im Horizont der Krise der Moderne. Münster/Hamburg 1995.

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21 Cfr. también L. Nagl: «Aufhebung der Theologie in der Diskurstheorie? Kritische Anmerkungen zur Religionskritik von Jürgen Habermas», en: H. Nagl-Docekal (ed.): Überlieferung und Aufgabe. Wien 1982, T. I, p. 197-213; F.-Th. Gottwald: «Religion oder Diskurs? Zur Kritik des Habermasschen Religionsverständnisses», en: Zeitschrift für Religions- und Geistesgeschichte 37 (1985), p. 193-202; D.J. Rothberg: «Rationality and religion in Habermas' recent work: some remarks on the relation between critical theory and the phenomenology of religion», en: Philosophy and Social Criticism 11 (1986), p. 221-243; K.-M. Kodalle: «Versprachlichung des Sakralen? Zur religionsphilosophischen Auseinandersetzung mit Jürgen Habermas' "Theorie des kommunikativen Handelns"», en: Allgemeine Zeitschrift für Philosophie 12 (1987), 39-66; H. Peukert: «Kommunikatives Handeln, Systeme der Machtsteigerung und die unvollendeten Projekte Aufklärung und Theologie», en: E. Arens (ed.): Habermas und die Theologie, op. cit., p. 39-64; G.M. Simpson: «Die Versprachlichung (und Verflüssigung?) des Sakralen. Eine theologische Untersuchung zu Jürgen Habermas' Theorie der Religion», en: E. Arens (ed.): Op. cit., p. 145-159; L. Oviedo Torró: La secularización como problema. Aportaciones al análisis de las relaciones entre fe cristiana y mundo moderno. Valencia 1990, p. 102-118; M. Kessler: «Wahrheit im Profanen? Beobachtungen zum Problemfeld Religion im Umkreis Kritischer Theorie», en: M. Kessler - W. Pannenberg - H.J. Pottmeyer (eds.): Fides quaerens intelectum. Beiträge zur Fundamentaltheologie. Tübingen 1992, p. 75-92. G. Amengual: «¿La raó comunicativa relleva la religió? Secularització i autonomia de la religió segons J. Habermas», en: Id.: Presència elusiva. Sobre el nihilisme i la religió. Barcelona 1995, p. 65-99; Id.: «Ètica discursiva i religió (J. Habermas)», en: G. Amengual et allii: Habermas, Lévinas, Ricoeur. Ètica contemporània i religió. Barcelona 1995 (en prensa).

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22 Cfr. J. Habermas: Philosophisch-politische Profile. Frankfurt a.M. 21991, p. 36 [trad. cast., Madrid 1984, p. 33].

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23 J. Habermas: Theorie des kommunikativen Handelns. Frankfurt a. M. 41988, T. II, p. 163 [trad. cast., Madrid 1987, p. 154].

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24 Cfr. Op. cit., T. II, p. 233 [trad. cast., p. 220].

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25 Op. cit., T. II, p. 119 [trad. cast., p. 112].

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26 J. Habermas: Der philosophische Diskurs der Moderne. Zwölf Vorlesungen. Frankfurt a.M. 1988, p. 399 [trad. cast., Madrid 1989, p. 406].

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27 J. Habermas: Philosophisch-politische..., op. cit., p. 30 [trad. cast., p. 28].

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28 Op. cit., p. 36 [trad. cast., p. 33]. Se pueden encontrar manifestaciones similares en otras obras tempranas de Habermas, cfr. p.ej. Id.: Legitimationsprobleme im Spätkapitalismus. Frankfurt a.M. 1973, p. 162ss [trad. cast., Buenos Aires 1975, p. 142ss.].

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29 Cfr. H. Lübbe: Religion nach der Aufklärung. Graz; Wien; Köln 1986, p. 127-218. En la valoración de la religión civil y en la caracterización de la religión como una forma privada de hacerse con la contingencia, Habermas muestra una cercanía sospechosa a la funcionalización neoconservadora de la religión, contra la que él, por otro lado, ha dirigido su crítica con toda razón (cfr. J. Habermas: Die neue Unübersichtlichkeit, op. cit., p. 52s.). Cfr. también E. Arens: «Kommunikative Rationalität und Religion. Die Theorie des kommunikativen Handelns als Herausforderung politischer Theologie», en: E. Arens, O. John, P. Rottländer: Erinnerung, Befreiung, Solidarität, Benjamin, Marcuse, Habermas und die politische Theologie. Düsseldorf 1991, p. 171s. y 192s.

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30 «Si consideramos los riesgos de la vida individual, no es siquiera imaginable una teoría que elimine por medio de la interpretación las facticidades de la soledad y la culpa, la enfermedad y la muerte; las contingencias que dependen de modo insuprimible de la complexión corporal y moral del individuo sólo admiten elevarse a la conciencia en cuanto contingencias: tenemos que vivir con ellas, por principio, sin consuelo.» (J. Habermas: Legitimationsprobleme im Spätkapitalismus. Frankfurt a.M. 1973, p. 162ss, [trad. cast., Buenos Aires 1975, p. 142ss.]).

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31 Cfr. J. Habermas: Die nachholende Revolution. Kleine politische Schriften VII. Frankfurt a.M. 1990, p. 87 [trad. cast., Madrid 1991, p. 124]. Habría que señalar en honor a la verdad que junto a ese lamentar las posibles pérdidas que supondría la carencia total de relevancia social de la religiones históricas, Habermas también ha revisado su fijación unilateral de la religión en la función de legitimar el poder o en la función de imagen del mundo que se encuentra en la Teoría de la acción comunicativa (cfr. Id.: Texte und Kontexte, op. cit., p. 141).

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32 J. Habermas: Nachmetaphysisches Denken. Frankfurt a.M. 1988, p. 24 [trad. cast., Madrid 1990, p. 25.

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33 J. Habermas: Zur Rekonstruktion des historischen Materialismus. Frankfurt a.M. 1976, p. 120 [trad. cast., Madrid 1981, p. 113].

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34 J. Habermas: Texte und Kontexte, op. cit., p. 131.

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35 Op. cit., p. 142. Con esto responde Habermas a la crítica de H. Peukert en su magnífico estudio Wissenschaftstheorie - Handlungstheorie - Fundamentaltheologie. Analysen zu Ansatz und Status theologischer Theoriebildung. Frankfurt a.M. 21978. Cfr. también J. Habermas: Vorstudien und Ergänzungen zur Theorie des kommunikativen Handelns. Frankfurt a.M. 1984, p. 515s. [trad. cast., Madrid 1989, p. 432s.]; Id.: Der philosophische Diskurs..., op. cit., p. 26 [trad. cast., p. 27]; Id.: Erläuterungen zur Diskursethik. Frankfurt a.M. 1991, p. 29s. Sobre la interesante argumentación de H. Peukert, en la que no podemos entrar aquí, cfr. Th.M. Schmidt: «Funktionalisierung des Absoluten. Handlungstheoretische Fundamentaltheologie im Lichte der Hegelschen Religionsphilosophie», en: H.-J. Höhn (ed.): Theologie, die an der Zeit ist. Entwicklungen, Positionen, Konsequenzen. Paderborn et allii 1992, p. 113-137; G. Amengual: «Ètica discursiva i religió (J. Habermas)», op. cit., apto. 3º.

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36 J. Habermas: Texte und Kontexte, op. cit., p. 143.

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37 J. Habermas: Vorstudien und Ergänzungen, op. cit., p. 478 [trad. cast., p. 402].

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38 J. Habermas: Nachmetaphysisches Denken, op. cit., p. 275 [trad. cast., p. 271].

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39 J. Habermas: Theorie und Praxis. Sozialphilosophische Studien. Frankfurt a.M. 41978, p. 22.

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40 J. Habermas: Texte und Kontexte, op. cit., p. 125.

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41 J. Habermas: Nachmetaphysisches Denken, op. cit., p. 185 [trad. cast., p. 186].

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42 Hacemos abstracción aquí del problema de la colonización del mundo de vida por los subsistemas controlados por los medios poder y dinero, ya que, según Habermas, la relación fluida y en principio posible entre el mundo de vida y los discursos institucionalizados en los mundos formales (ciencia, moral/derecho y arte) no se vería entorpecida en absoluto, si no existiera dicha colonización, cuya causa es ajena al proceso mismo de racionalización. «Ni la secularización de las imágenes del mundo, ni la diferenciación estructural de la sociedad tienen per se inevitables efectos colaterales patológicos.» J. Habermas: Theorie des kommunikativen Handelns, op. cit., T. II, p. 488 [trad. cast., p. 469]. Sin embargo, esto no quiere decir en absoluto que estemos de acuerdo con esta tesis. El deseo de Habermas de separar colonización sistémica del mundo de vida y proceso de racionalización (separación de cultura, sociedad y personalidad, así como sustitución del fundamento sacral de la integración social por otro de carácter comunicativo), resulta más que cuestionable. Habermas pretende garantizar la posibilidad contrafáctica de una comunicación postradicional que asegure tanto la autonomía de los individuos como la limitación de las invasiones agresivas por parte de los subsistemas y que además permita un intercambio mutuamente enriquecedor de los discursos altamente especializados de los mundos formales con el mundo de vida caracterizado por una evidencia trivial. Para esto recurre a la separación entre interacción y trabajo, que considero muy problemática tanto desde el punto de vista sociológico-sistemático como etnológico-histórico. Que los imperativos de la producción provenientes de su vinculación a la lógica capitalista de autoexplotación del capital o, en su caso, precapitalista de aprovechamiento del medio dinero no hayan influido constitutivamente en el desarrollo de la ciencia y la técnica en sus figuras actuales, resulta más que improbable. Sobre esto, habría que tener en cuenta que los procesos de diferenciación estructural de la sociedad y de racionalización progresiva no son separables del desarrollo de la racionalidad estratégica medios-fines, aunque tampoco reducibles a ella. Sin embargo, el primado habermasiano de racionalidad comunicativa transforma el dominio instrumental de la naturaleza y las relaciones estratégicas de dominación en ‘fenómenos marginales’ de la evolución social, que unas veces generan situaciones problemáticas y otras actúan de modo negativo-selectivo frente a las posibilidades cognitivas, jurídico-morales y expresivas maduradas en el mundo de vida siguiendo una lógica propia (cfr. op. cit, T. I, p. 277 [trad. cast., p. 264]). En contra de esto, creemos que la relación entre la integración estratégico-instrumental y la interactiva no es puramente exógena (colonización), sino que el desarrollo del lenguaje y el de las formas sociales y de trabajo se encuentran entrelazados y tienen que ver con la evolución de las formas de trabajo y de cooperación en el ámbito de la producción. Por tanto, no se puede prescindir de las relaciones de intercambio y sus tipos históricos cuando se intenta explicar el proceso de diferenciación y abstracción en los ámbitos del saber, en la organización de la interacción social y, con ello, en el proceso de racionalización mismo. Para un despliegue más extenso de estos argumentos puede consultarse mi trabajo Krise, Kritik, Erinnerung, op. cit., p. 12-53.

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43 Cfr. J. Habermas: Theorie des kommunikativen Handelns, op. cit., T. I, p. 107 [trad. cast., p. 104].

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44 J. Habermas: Der philosophischer Diskurs..., op. cit., p. 379 [trad. cast., p. 386].

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45 Cfr. J. Habermas: Vorstudien und Ergänzungen, op. cit., p. 591 [trad. cast., p. 495].

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46 J. Habermas: Theorie des kommunikativen Handelns, op. cit., T. I, p. 451 [trad. cast., p. 430].

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47 Op. cit., T. I, p. 265s [trad. cast., p. 252s].

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48 J. Habermas: Vorstudien und Ergänzungen..., op.cit., p. 130s. [trad. cast., p. 116].

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49 J. Habermas: Theorie des kommunikativen Handelns, op. cit., T. I, p. 107 [trad. cast., p. 104].

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50  Cfr. op. cit., T. I, p. 107s. [trad.cast., p. 104s.].

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51 Cfr. op. cit., T. II, p. 185ss [trad. cast., p. 173ss].

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52 J. Habermas: Die Neue Unübersichtigkeit, op. cit., p. 186 [trad. cast., p. 155]. Habermas afirma que el mundo de vida en cuanto tal «no puede en absoluto volverse problemático» (J. Habermas: Theorie des kommunikativen Handelns, op. cit., T. II, p. 198 [trad. cast., p. 186]).

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53 El resultado es un mundo de vida racionalizado, una especie de ‘hierro de madera’ si tenemos en cuenta la definición inicial del mundo de vida omnicomprensivo, no tematizado y evidente. «El mundo de vida racionalizado garantiza la continuidad de los universos de sentido a través de los medios de la crítica rompedores de continuidad; conserva el nexo de la integración social con los arriesgados medios de un universalismo que separa de manera individualista; y sublima, con los medios de la socialización extremadamente individualizadora, el poder abrumador de la estructura genealógica en una generalidad frágil y vulnerable.» J. Habermas: Der Philosophische Diskurs..., op. cit., p. 400s. [trad. cast., p. 408]; cfr. Id.: Theorie des kommunikativen Handelns, op. cit., T. I, p. 150 [trad. cast., p. 145].

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54 Quizás sea ésta una reserva que Habermas nunca ha abandonado del todo frente a su colega K.-O. Apel más decididamente volcado a atribuir la fuerza racional exclusivamente a las condiciones formales de la situación discursiva. Pero puede que también esto intruduzca un tesión y circularidad problemáticas entre una teoría de la verdad como correspondencia (realismo semántico) y una teoría de la solventación discursica de la verdad. Cfr. Luz Marina Barreto: El Lenguaje de la modernidad. Lógica evolutiva y lógica de la argumentación en la fundamentación de la racionalidad comunicativa de Jürgen Habermas. Aspectos problemáticos de la integración de ambos conceptos. Caracas 1994.

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55 Se podrían traer infinidad de formulaciones similares que corroboran esta afirmación, como por ejemplo: «En la vía que va desde el mito, pasando por la religión, hasta llegar a la filosofía y la ideología, se impone cada vez más la exigencia de hacer efectivas discursivamente las pretensiones de validez normativas.» J. Habermas: Legitimationsprobleme im Spätkapitalismus, op. cit., p. 23 [trad. cast., p. 27].

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56 Cfr. J. Habermas: Theorie des komm. Handenls, op. cit., II, p. 593 [trad. cast., p. 572]. Por mucho que él asegure lo contrario, en la teoría de la racionalización fundamentada científicamente se esconde implícitamente un resto de filosofía de la historia: lenguaje y lógica evolutiva sustituyen al sujeto de la antigua filosofía de la historia; es la «astucia del lenguaje» la que permite al hombre «realizarse acabadamente» y le hace llegar a ser «él mismo» en el discurso y la razón reflexiva. Puesto que la evolución inscrita en el lenguaje sólo se ha realizado una vez en la historia precedente, el occidente es superior a todas las otras sociedades pasadas y exitentes.

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57 Cfr. op. cit., I, p. 106 [trad. cast., p. 103].

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58 Los resultados de la «cross-cultural research» de la escuela de Piaget han sido muy cuestionados, ya que no parece adecuado querer analizar las capacidades intelectuales de seres humanos en sociedades no occidentales con conceptos de investigación y test psicológicos que han sido desarrollados en nuestra sociedad y están fijados en la adquisición de determinadas competencias formales (cfr. Th. McCarthy: «Rationality and relativism: Habermas’s ,overcoming’ of hermeneutics», en: J. B. Thompson - D. Held. (eds.): Habermas: critical debates London 1982, p. 70ss.; cfr. también la crítica de este aspecto de la teoría habermasiana de la racionalidad en A. Giddens: «Reason without revolution? Habermas’s Theorie des kommunikativen Handelns: critical review», en: Praxis International 2 (1982) 3, p. 335; H. Bosse: Diebe, Lügner, Faulenzer: Zur Ethno-Hermeutik von Abhängigkeit und Verweigerung in der Dritten Welt. Frankfurt a. M. 1979, p. 22; W. Kunstmann: «Geschichte als Konstruktion der Vernunft: Bemerkungen zur Evolutionstheorie von Jürgen Habermas», en: Id. - E. Sander: "Kritische Theorie" zwischen Theologie und Evolutionstheorie: Beiträge zur Auseinandersetzung mit der "Frankfurter Schule". München 1981, p. 293s.).

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59 Cfr. J. Lorite Mena: Sociedades sin estado. El pensamiento de los otros. Madrid 1995. Como constata el autor: «El análisis global de la sociedad occidental parte de convicciones indiscutibles: se trata de una sociedad científica, democrática, racional, técnicamente desarrollada, con Estado, etc. —...— Desde ahí se estudian otras composiciones sociales para comprenderlas sin esas formaciones culturales. La ausencia ya preside la visibilidad.» Además curiosamente se aplica un varemo diferente: «hablamos de nosotros mismos desde la imagen de nuestro deber-ser y de los otros en su ser concreto inmediato» (op. cit., p. 13). Según Habermas, la interpretación de una forma de vida extraña tiene el carácter de una participación en un proceso de entendimiento mutuo en igualdad de condiciones. No es que el científico social se sitúe fuera del contexto comunicativo. Su interpretación consiste exclusivamente en una radicalización del camino reflexivo-discursivo abierto ‘en principio’ a todos, aunque por unas u otros razones bloqueado ‘de hecho’ para algunos. Habermas plantea con esto una más que dudosa relación no problematica entre experiencia y reflexión, entre lenguaje cotidiano y lenguaje científico, vivencia y representación de lo vivenciado, subordinando siempre el primer término de la relación al segundo. Además, neutraliza el grave problema de toda antropología cultural, de cómo traducir entre sí las diferentes formas de vida.

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60 J. Habermas: Op. cit., I, p. 79 [trad. cast., p. 77].

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61 K. Marx habla en sus Grundrisse de una «apropiación artísitica, religiosa, práctico-espiritual de este mundo» (Grundrisse der Kritik der politischen Ökonomie. Berlin 1974, p. 22). Aquí aparece formulada una apropiación del mundo que va más allá del proceso directo de trabajo, para abarcar también elementos cognitivos, estéticos e interpretativos mediados con aquel.

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62 La definición de autonomía desde criterios puramente discursivos y pragmático-formales no puede percibir hasta qué punto, llegado el caso, la dependencia respecto a determinadas tradiciones alberga en sí verdaderamente potenciales de libertad y resistencia frente a una amenaza radical. Cfr. O. John: «Die Tradition der Unterdrückten als Leitthema einer theologischen Hermeneutik», en: Concilium (D) 24 (1988), p. 519-526. R. Mate, por su parte, habla de una tradición del deber-ser, y no en el sentido de Bloch de algo todavía no existente, es decir en un sentido orientado al futuro, sino en un sentido anamnético: «El ser habla ahí de un derecho pendiente» (R. Mate: Mística y política. Estella 1990, p. 48). De esta manera llama la atención sobe la diferencia entre una intersubjetividad simétrica y una asimétrica. Esta última se refiere a la relación entre sujetos desiguales por lo que se refiere a sus competencias, a su libertad y a sus posibilidades de hacerse valer. Las versiones de la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel y Marx han convertido precisamente esa asimetría en el punto de partida de sus teorías del reconocimiento o de la revolución/reconciliación. Si dejamos aparte las implicaciones de filosofía de la historia de estas teorías, se puede hacer de la intersubjetividad asimétrica el fundamento de una teoría de la reconciliación que haga justicia a la situación real de los sujetos. «La reconciliación entre desiguales supone una ruptura del consenso existente, ya que éste se ha logrado al precio de la desigualdad que se trata de superar. [...] Es decir, la reserva crítica a la que puede recurrir el no-sujeto en su lucha por el reconocimiento no consiste en un momento de fuerza, sino de fracaso» (ibid., p. 55). La tradición que cobija en sí esa reserva crítica, la ‘débil fuerza mesiánica’ de que hablaba W. Benjamin, es la tradición de los oprimidos y vencidos de la historia, es la tradición que mantiene la memoria de los sufrimientos pasados, reconociéndoles su derechos no saldados. Cfr. también G. Amengual: «La solidaridad según Jürgen Habermas», en: Cuadernos Salmantinos de Filosofía XIX (1992), p. 221-239.

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63 Cfr. R. Eickelpasch: «Mit der Axt der Vernunft. Mythos und Vernunftkritik in der Kritischen Theorie», en: Id. (ed.): Unübersichtliche Moderne? Zur Diagnose und Kritik der Gegenwartsgesellschaft. Opladen 1991, p. 69.

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64 J. Habermas: Theorie des komm. Handelns, op. cit., T. II, p. 63 [trad. cast., p. 59s].

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65 G. Dux: «Kommunikative Vernunft und Interesse. Zur Rekonstruktion der normativen Ordnung in egalitär und herrschaftlich organisierten Gesellschaften», en: A. Honneth - H. Joas (eds.): Kommunikatives Handeln..., op. cit., p. 120.

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66 Cfr. G. Dux: Op. cit., p. 121.

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67 L.c.

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68 «Una situación es un segmento de los contextos referenciales del mundo de vida seleccionado por medio de temas y articulado a través de objetivos y planes de acción» (J. Habermas: Theorie des Komm. Handelns, op. cit., T. II, p. 187 [trad. cast., p. 174], la cursiva es nuestra).

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69 U. Matthiesen: Das Dickicht der Lebenswelt und die Theorie des kommunikativen Handelns. München 1983, p. 122.

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70 Op. cit., p. 125.

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71 Op. cit., p. 136.

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72 Por este motivo hay que asentir a Agnes Heller cuando constata «una escasez de experiencias sensitivas de esperanza y desesperación, de atrevimiento y humillación» en la estructura de la teoría de la acción comunicativa; «en ella, los aspectos creaturales de la vida humana están ausentes.» A. Heller: «Habermas and Marxism», en: J.B. Thompson - D. Held (eds.): Habermas. Critical Debates. London 1982, p. 21.

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73 J. Habermas: Moralbewußtsein und kommunikatives Handeln. Frankfurt a.M. 1983, p. 76 [trad. cast., Barcelona 1985, p. 83].

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74 Habermas mismo manifiesta que el saber de fondo e implícito que define el horizonte y la reserva de recursos de sentido del mundo de vida, «tiene que completar tácitamente el conocimiento de las condiciones de aceptabilidad de las manifestaciones lingüísticamente estandarizadas». J. Habermas: Theorie des kommunikativen Handelns, op. cit., T. I, p. 450s [trad. cast., p. 430].

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75 Op. cit. T. I, p. 143 [trad. cast., p. 138], la cursiva es nuestra. Habermas no parece percibir en absoluto la determinación instrumental de este concepto de interacción. La ‘coacción no coactiva del mejor argumento’ exige zanjar las diferencias sobre las distintas pretensiones de validez y conseguir un acuerdo de cara a la acción conjunta, pero olvida que el hacer explícitas discursivamente las propias pretensiones e incluso un acuerdo hipotéticamente alcanzado sin ejercicio de dominación alguna, todavía no dice nada acerca de una posible interiorización compartida de la violencia. Esto sólo puede ser reconocido cuando se recuerde lo que ha sucumbido al proceso de constitución de lo que posee validez y vigencia y que en cuanto tal ha sido entregado al olvido, es decir, cuando se recuerde la génesis de lo existente.

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76 Como es conocido, Habermas ha elaborado una teoría consensual de la verdad: «Llamamos verdaderas las proposiciones que podemos fundamentar» (J. Habermas: Vorstudien und Ergänzungen, op. cit., p. 136). Esto quiere decir que una proposición es verdadera cuando es posible hacer efectiva discursivamente la pretensión de validez articulada en la acción comunicativa. El consenso producido en condiciones ideales sería la verdad, con lo que ésta puede ser vista como una forma de intersubjetividad lograda. H. Schnädelbach (Vernunft und Geschichte. Vorträge und Abhandlungen. Frankfurt a.M. 1987, p. 169ss.) se ha referido a las dificultades de Habermas para determinar con precisión la diferencia y la relación mutua entre objetividad y verdad. Si bien parece a veces recurrir en su teoría consensual de la verdad a las condiciones externas (experienciales) de la generación y constitución discursiva del consenso (cfr. J. Habermas: Vorstudien und Ergänzungen, op. cit., p. 136), otras veces parece excluir el valor de la evidencia experiencial, para conceder el papel decisivo al curso de la argumentación (cfr. op. cit., p. 135). La separación del problema gnoseológico de la constitución del objeto del problema de cómo hacer efectivas la pretensiones de validez, resulta a todas luces insuficiente y deja fuera de consideración la posibilidad contemplada por Adorno, de que la verdad es objetiva, pero no plausible (cfr. Th.W. Adorno: Negative Dialektik,en: Gesammelte Schriften 6, Frankfurt a.M. 1984, p. 52 [trad. cast., Madrid 1984, p. 49]). Lejos de haber superado el paradigma de la filosofía del sujeto, el concepto de verdad como intersubjetividad lograda no es más que su ampliación: «La construcción de la verdad según la analogía de una volonté de tous ¾consecuencia última del concepto subjetivo de razón¾ defraudaría en nombre de todos esa verdad respecto a lo que ellos necesitan» (op.cit., p. 51 [trad. cast., p. 48s.]). Para Adorno, la verdad no está vinculada a la comunicabilidad, sino a la posibilidad precaria, amenazada y nunca segura de experiencia, es decir, a la posibilidad de «entregarse à fond perdu a los objetos. El vértigo que da es index veri; el shock de lo abierto, que en lo garantizado y siempre igual aparece necesariamente como la negatividad, es la no-verdad sólo para lo falso» (op. cit., p. 43 [trad. cast., p. 40]). Sobre las teorías de la verdad de Habermas y Adorno cfr. también J. Früchtl: «Radikalität und Konsequenz in der Wahrheitstheorie. Nietzsche als Herausforderung für Adorno und Habermas», en: Nietzsche-Studien 19 (1990), p. 431-461.

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77 J. Habermas: Theorie des kommunikativen Handelns, op. cit., T. I, p. 69 [trad. cast., p. 67].

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78 Op. cit., T. I, p. 41 [trad. cast., p. 40].

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79 H. Hesse: Vernunft und Selbsterhaltung. Kritische Theorie als Kritik der neuzeitlichen Rationalität. Frankfurt a.M. 1984, p. 145.

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80 Cfr. J. Habermas: Theorie des komm. Handelns, op. cit., T. I., 72-113 [trad. cast., p. 69-110]

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81 J. Habermas: Der philosoph. Diskurs..., op. cit., p. 16 [trad. cast., p. 18] Habermas no puede evitar a pesar de todo un decisionismo último. «En efecto» —escribe él— «la pregunta —¿por qué ser moral en general?— no puede ser contestada por una filosofía que piense postmetafísicamente.» (J. Habermas: «Exkurs: Transzendenz von innen, Transzendenz ins Diesseits», en: Texte und Kontexte, op. cit., 144). La necesidad de ‘ser moral’ sólo es garantizada por convicciones morales existentes de hecho en el mundo de vida y ancladas en sus tradiciones.

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82 Cfr. la crítica de J.B. Metz a Habermas, quien acusa a su figura ilustrada de la razón de un prejuicio profundo: «el prejuicio frente al recuerdo. Exige discurso y consenso, y subestima ¾en su critica abstracta y total de la tradiciones¾ el poder inteligible y crítico del recuerdo» (J.B. Metz: «Monotheismus und Demokratie. Über Religion und Politik auf dem Boden der Moderne», en: Jahrbuch der Politischen Theologie 1 (1996), p. 45). Metz se refiere al recuerdo del sufrimiento. En este cree ver un autoridad no superada por ninguna crítica de la autoridad, «la autoridad de los sufrientes» (p. 47). Por su respeto a la singularidad de los sufrientes, por su potencia crítica frente la injusticia, por su dimensión práctico-política, el recuerdo del sufrimiento tiene cabida dentro de una modernidad libre de ideología y mitología. «Aunque la razón anamnética está conformada por las grandes tradiciones monoteístas, aunque tiene por lo tanto en este sentido una procedencia premoderna, es absolutamente capaz de pluralismo y, bajo el apriori del respeto ante el sufrimiento ajeno, se recomienda para la discusión de los derechos humanos de la modernidad» (p. 49).

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83 M. Horkheimer - Th.W. Adorno: Dialektik der Aufklärung, op. cit., p. 32 [trad. cast., p. 70]; cfr. también p. 49 [trad. cast., p. 85].

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84 No es posible entrar aquí en el problema frecuentemente abordado por los críticos de Habermas del dudoso status de la esfera estético-práctica en su teoría de la acción comunicativa, por lo menos en la extensión que merece. Sin embargo, sí es necesario examinar algunos aspectos relacionados, como se verá, con el tema de que tratan estas páginas.

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85 J. Habermas: «Entgegnung», en: A. Honneth - H. Jonas (eds.): Kommunikatives Handeln. Beiträge zu Jürgen Habermas' »Theorie des kommunikativen Handelns«. Frankfurt a.M. 1986, p. 336.

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86 J. Habermas: Philosophisch-politische Profile, op. cit., p. 361 [trad. cast., p. 319].

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87 Op. cit., p. 375 [trad. cast., p. 331].

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88 J. Habermas: «Questions and Counterquestions», en: R.J. Bernstein (ed.): Habermas and Modernity. Cambridge/Massachusetts 1985, p. 203 [trad. cast. Madrid 1988, p. 322].

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89 Cfr. J. Keulartz: Die verkehrte..., op. cit., p. 17.

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90 M. Seel: «Die zwei Bedeutungen ‘kommunikativer’ Rationalität. Bemerkungen zu Habermas' Kritik der pluralen Vernunft», en: A. Honneth - H. Jonas (eds.): Kommunikatives Handeln, op. cit., p. 57.

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91 L. Nagl: «Das verhüllte Absolute. Religionsphilosophische Motive bei Habermas und Adorno», en: Mesotes 4 (1994) 2, p. 184.

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92 W. Benjamin: Das Passagen-Werk, en: Gesammelte Schriften, op. cit., T. V, p. 593.

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93 W. Benjamin: «Über den Begriff der Geschichte», op. cit., p. 697 [trad. cast., p. 182].

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94 Tomo el concepto de pretensiones de validez ‘soteriológicas’ de M. Knapp: Gottes Herrschaft als Zukunft der Welt. Biblische, theologiegeschichtliche und systematische Studien zur Grundlegung einer Reich-Gottes-Theologie in Auseinandersetzung mit Jürgen Habermas' Theorie des kommunikativen Handelns. Würzburg 1993, p. 575.

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95 Th.W. Adorno: Negative Dialektik, op. cit., p. 354 [trad. cast., p. 362].

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96 Cfr. Th.W. Adorno: «Engagement», en : GS 11, p. 424; Id.: «Zur Schlußszene des Faust», en: GS 11, p. 129; Id.: Jargon der Eigentlichkeit. Zur Deutschen Ideologie, en: GS 6, p. 500ss. [trad. cast., Madrid 21982, p. 98ss.].

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97 Cfr. Th.W. Adorno: Negative Dialektik, op. cit., p. 362 [trad. cast., p. 369].

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98 Op. cit., p. 364 [trad. cast., p. 371]

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99 Ch. Menke-Eggers: Souveränität der Kunst. Ästhetische Erfahrung nach Adorno und Derrida. Frankfurt a.M. 1988, p. 232.

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100 Th.W. Adorno: Negative Dialektik, op. cit., p. 364 [trad. cast., p. 371].

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101 Th.W. Adorno: «Aufzeichnungen zu Kafka», en: GS 10, p. 273 [trad. cast. en Critica cultural y sociedad, Barcelona 1970, p. 156].

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102 Th.W. Adorno: Negative Dialektik, op. cit., p. 27 [trad. cast., p. 23s].

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103 Cfr. M. Brumlik: «Theologie und Messianismus im Denken Adornos», en: H. Schröter - S. Gürtler (eds.): Parabel. Ende der Geschichte. Abschied von der Geschichtskonzeption der Moderne? Münster 1986, p. 36. Sobre el concepto de salvación en Adorno cfr. también H. Schweppenhäuser: «Die Religion in der Kritischen Theorie», en: Evangelischer Erzieher 23 (1971), p. 173-181; T. Koch - K.-M. Kodalle - H. Schweppenhäuser: Negative Dialektik und die Idee der Versöhnung. Eine Kontroverse über Th.W. Adorno. Stuttgart et al. 1973; H. Hrachovec: «Was läßt sich von Erlösung denken? Gedanken von und über Th. W. Adornos Philosophie», en: Philosophisches Jahrbuch 83 (1976), p. 357-370; W. Ries: «"Die Rettung des Hoffnungslosen". Zur "theologia occulta" in der Spätphilosophie Horkheimers und Adornos», en: Zeitschrift für Philosophische Forschung 30 (1976), p. 69-81; P. Steinacker: «Verborgenheit als theologisches Motiv der Ästhetik», en: Neue Zeitschrift für systematische Theologie und Religionsphilosophie 23 (1981), p. 254-271. Frente a los intentos de explicar teológicamente la idea adorniana de salvación, creemos que ella representa más bien una interpretación materialista de la teología que debe ser reconocida en cuanto tal. Lo que Adorno pretendía era pasar a la filosofía materialista y a la teoría de la sociedad los contenidos de verdad de los temas teológicos, una vez transformados.

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104 M. Horkheimer - Th.W. Adorno: Dialektik der Aufklärung, op. cit., p. 40 [trad. cast., p. 77].

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105 Th.W. Adorno: Minima Moralia, en: GS 4, p. 281 [trad. cast., Madrid 1987, p. 250].

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106 Cfr. Th. W. Adorno: «Charakteristik Walter Benjamins», en: GS 10, p. 252 [trad. cast. en: Crítica cultural y sociedad, op. cit, p. 130].

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107 Para Adorno, la negatividad es la ‘escritura invertida’ de su opuesto. Así reformula la conocida frase de Spinoza ‘verum index sui et falsi’ convirtiendo lo falso en ‘index sui et veri’. «Esto significa que partiendo de lo falso, es decir, de aquello que se conoce como falso, se determina lo verdadero. Y así como no debemos "dibujar en todos sus detalles" la utopía, tampoco sabemos cómo sería lo verdadero, pero sí que sabemos exactamente lo que es falso.» («Etwas fehlt ... Über die Widersprüche der utopischen Sehnsucht. Ein Gespräch mit Theodor W. Adorno», en: Gespräche mit Ernst Bloch. (eds.) R. Traub - H. Wieser. Frankfurt a. M. 1975, p. 70).

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108 La crítica del pensamiento identificador realizada por Adorno no puede entenderse si no se ve su conexión con la organización social y los procesos históricos que lo han generado y que él, en cuanto su expresión, refuerza y sostiene. «El genocidio es la integración absoluta que se prepara en todas partes donde los hombres son uniformados, pulidos —como se decía en el ejército—, hasta que se los extermina literalmente como desviaciones del concepto de su completa nulidad. Auschwitz confirma el filosofema de la pura indentidad como la muerte.» Th. W. Adorno: Negative Dialektik, op. cit., p. 355 [trad. cast., p. 362].

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109 Th.W. Adorno: «Zu Subjekt und Objekt», en: GS 10, p. 743 [trad. cast. en Consignas, op. cit., p. 145], la cursiva es nuestra.

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110 J. Habermas: Theorie des kom. Handelns, op. cit., T. I, p. 523 [trad. cast., p. 498].

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111 M. Horkheimer - Th.W. Adorno: Dialektik der Aufklärung, op. cit., p. 58 [trad. cast., p. 93].

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112 Cfr. J. Habermas: Vorstudien und Ergänzungen, op. cit., p. 489 [trad. cast., p. 411].

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113 Th.W. Adorno: Ästhetische Theorie, en: GS 7, p. 104 [trad. cast., Madrid 1971, p. 92]. Habermas contempla este planteamiento con gran escepticismo. La idea de una ‘naturaleza que abre los ojos’ o la de una ‘resurrección de la naturaleza’ no son para él más que residuos románticos de una fantasía utópica, no sometibles a concretización conceptual. Respecto a la crítica de la idea de una resurrección de la naturaleza cfr. J. Habermas: Theorie und Praxis, op. cit., p. 348ss. y Id.: Philosophisch-politische Profile, op. cit., p. 163ss. [trad. cast., p. 147ss.] No podemos renunciar, escribe Habermas, «a la explotación necesaria de la naturaleza externa por mor de la eliminación de una represión social evitable. El concepto de una ciencia y una técnica categorialmente distintas es tan vacío como la idea de una reconciliación universal carece de fundamento. Esta idea tiene otra razón de ser: la necesidad de consuelo y de confianza frente la realidad de la muerte, necesidad a la que la crítica más ferviente no puede dar satisfacción» (ibid., p. 177 [trad. cast., p. 159]). Pero habría que plantearse si, una vez que se dé espacio a la idea de una comunicación libre de coacción, considerando además la dialéctica de dominación de la naturaleza exterior e interior, podrá permanecer la idea de emancipación sin ir más allá de sí misma o si, por el contrario, no tendrá que ampliarse a un trato fraternal con la naturaleza (cfr. A. Allkemper: Rettung und Utopie. Studien zu Adorno. Paderborn et allii 1981, p. 240, nota 531). Habermas mismo admite la relevancia de una relación estético-moral con la naturaleza para el comportamiento moral, aunque carente según él de valor cognitivo: «El impuso que nos lleva a prestar asistencia, a solidarizarnos con la creatura herida y humillada, la compasión ante sus tormentos, la repugnancia ante la desnuda instrumentalización de la naturaleza para fines que son nuestros fines, pero no los suyos, en una palabra: las intuiciones que con toda razón las éticas de la compasión hacen pasar a primer plano, no deberían quedar eliminadas en términos antropocéntricos.» (Id.: Vorstudien..., op. cit., p. 515 [trad. cast., p. 431s.]) Sólo que Habermas considera que en este tipo de experiencias y en su formulación lo que se manifiesta no es otra cosa que los límites de la ética discursiva y lo destierra al ámbito prediscursivo del mundo de vida o a la esfera estético-práctica.

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114 Th.W. Adorno: Negative Dialektik, op cit., p. 99 [trad. cast., p. 96].

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115 Op. cit., p. 203 [trad. cast., p. 204].

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116 Op. cit., p. 192 [trad. cast., p. 192].

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117 Op. cit., p. 163 [trad. cast., p. 163].

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118 Un aspecto importante de la crítica de Habermas a la ‘antigua’ Teoría Crítica consiste precisamente en la afirmación de que ésta opone a la universalización exagerada de la racionalidad medios-fines una teoría contradictoria de la mímesis. El concepto de mímesis de Adorno y Horkheimer designa según Habermas lo otro de la razón instrumental, por ello no puede ser recuperada en el discurso (cfr. J. Habermas: Theorie des kom. Handelns, op. cit., T. I, 512ss. [trad. cast., p. 487ss.]). Más bien habría asumido «el papel de lugarteniente de una razón originaria, cuyo lugar ha sido usurpado por la razón instrumental» (op. cit., p. 512, nota [trad. cast., p. 487]). Pero esto es precisamente lo que ella no puede hacer, puesto que la mímesis representa lo otro de la razón. Acertadamente rechaza H. Hesse esta interpretación habermasiana, pues un constante motivo del pensamiento de Adorno y Horkheimer es la crítica de toda filosofía del origen o prima philosophia y el rechazo de la idea de un origen incólume, de modo que para ellos también la mímesis está afectada por la misma ambivalencia que el pensamiento conceptual (cfr. H. Hesse: Vernunft und Selbsterhaltung, op. cit., p. 143, nota 20). La interpretación que Habermas hace del concepto adorniano de mímesis es en el fondo una proyección de su propio esquema de pensamiento. Él busca un punto de apoyo arquimédico e inatacable para la crítica y cree poder alcanzarlo estableciendo una separación originaria de dos ámbitos lógicamente diferentes ‘trabajo’ e ‘interacción’. Desde esa perspectiva puede explicarse su designación de la mímesis como ‘lugarteniente de la razón’. Sin embargo, para Adorno, mímesis y pensamiento son dos aspectos de la subjetividad que participan de igual modo en la lógica del dominio de la naturaleza y que a pesar de ello no se agotan en dicho dominio. Ambos están activos en la misma medida en los fenómenos culturales que interrumpen el continuo de la autoconservación salvaje e irreflexiva. Cfr. J.P. Arnason: «Die Dialektik der Aufklärung und die postfunktionalistische Gesellschaftstheorie», en: A. Honneth - A. Wellmer (eds.): Die Frankfurter Schule und die Folgen. Berlin/New York 1986, 214s. Para una elaboración más completa del concepto de mímesis en Adorno, cfr. J. Früchtl: Mimesis. Konstellation eines Zentralbegriffs bei Adorno. Würzburg 1986.

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119 Cfr. Th.W. Adorno: Negative Dialektik, op cit., p. 21 [trad. cast., p. 18].

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120 Cfr. op. cit., p. 27 [trad. cast., p. 25].

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121 Op. cit., p. 201 [trad. cast., p. 202].

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122 Op. cit., p. 26 [trad. cast., p. 23].

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123 Cfr. A. Thyen: Negative Dialektik und Erfahrung, op. cit., p. 218.

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124 Cfr. Th.W. Adorno: «Zu Subjekt und Objekt», op. cit., p. 752 [trad. cast., p. 153].

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125 M. Horkheimer - Th.W. Adorno: Dialektik der Aufklärung, op. cit., p. 57 [trad.cast., p. 92].

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126 Cfr. Th.W. Adorno: Minima Moralia, op. cit., p. 107 [trad. cast., p. 96].

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127 Th.W. Adorno: Philosophische Terminologie, op. cit., T. I, p. 129 [trad. cast., p. 97].

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128 Th.W. Adorno: Negative Dialektik, op. cit., p. 362 [trad. cast., p. 369].

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129 Cfr. Th.W. Adorno: «Versuch, das Endspiel zu verstehen», en: GS 11, p. 281-231, p. 320.

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130 Op. cit., p. 319.

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131 Th.W. Adorno: Negative Dialektik, op. cit., p. 62 [trad. cast., p. 158].

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132 Th.W. Adorno: Minima Moralia, op. cit., p. 108 [trad. cast., p. 97].

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133 Cfr. M. Horkheimer - Th.W. Adorno: Dialektik der Aufklärung, op. cit., p. 248 [trad. cast., p. 261].

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134 Cfr. Th. W. Adorno: «Wozu noch Philosophie», en: GS 10, p. 465 [trad. cast. en: Filosofía y superstición, Madrid 1972, p. 16]. La conexión entre verdad y salvación se hace compresible, si se interpreta la verdad como redención definitiva de los fenómenos (cfr. R. Buchholz: Zwischen Mythos und Bilderverbot. Die Philosophie Adornos als Anstoß zu einer kritischen Fundamentaltheologie im Kontext der späten Moderne. Frankfurt a.M. et al. 1991, p. 126).

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135 Th.W. Adorno: Negative Dialektik, op. cit., p. 363 [trad. cast., p. 372].

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136 Op. cit., p. 370 [trad. cast., p. 378].

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137 Op. cit., p. 358 [trad. cast., p. 365].

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138 Op. cit., p. 360 [trad. cast., p. 367].

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139 Op. cit., p. 391 [trad. cast., p. 397].

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140 A. Wellmer: «"Metaphysik im Augenblick ihres Sturzes"», en: D. Henrich - R.-P. Horstmann (eds.): Metaphysik nach Kant? Stuttgarter Hegel-Kongreß 1987. Stuttgart 1988, p. 771.

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141 Th.W. Adorno: Negative Dialektik, op. cit., p. 353 [trad. cast., p. 359].

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142 Th.W. Adorno: Minima Moralia, op. cit., p. 263s. [trad. cast., p. 234s.].

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143 Th.W. Adorno: Negative Dialektik, op. cit., p. 378 [trad. cast., p. 385].

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144 Op. cit., p. 358 [trad. cast., p. 365].

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145 Op. cit., p. 29 [trad. cast., p. 26].

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146 Cfr. op. cit., p. 377 [trad. cast., p. 384].

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147 Op. cit., p. 385 [trad. cast., p. 392].

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148 Op. cit., p. 395 [trad. cast., p. 401].

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149 Op. cit., p. 400 [trad. cast., p. 405].

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150 Th.W. Adorno: Einleitung in die Soziologie (1968). Ch. Gödde (ed.). Frankfurt a.M. 1993, p. 250.

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151 Th.W. Adorno: Negative Dialektik, op. cit., p. 294 [trad. cast., p. 295].

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152 Th.W. Adorno: Ästhetische Theorie, en: GS 7, p. 200 [trad. cast., p. 177].

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153 Cfr. op. cit., p. 450 y p. 263 [trad. cast., p. 395 y p. 233].

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154 Op. cit., p. 251 [trad. cast., p. 222].

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155 Op. cit., p. 205 [trad. cast., p. 181].

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156 Th.W. Adorno: Minima Moralia, op. cit., p. 170 [trad. cast., p. 151].

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