José A. Zamora |
Murcia: Publicaciones del
C.E.T.E.P 1997 |
Autoridades, señoras y señores.
'¿De qué tiene que hablar necesariamente la teología?' Esta pregunta, no por elemental fácil de responder, está al comienzo de toda actividad intelectual que merezca dicho nombre. La etimología y, cómo no, su propia tradición parecen obligarla a hablar de Dios. Pero con esta constatación, más que responder a la pregunta, lo que se hace es poner de manifiesto en toda su dimensión la dificultad de la empresa teológica. ¡¿Es capaz el discurso racional de decir algo con sentido sobre Dios?!
Durante siglos la teología ha confiado en la metafísica como fiel aliada y eficaz ayudante ('ancilla') en la resolución de los problemas que acarrea su atrevimiento. La razón teológico-metafísica ha gustado de pensar en globalidades absolutamente optimistas y en series causales intactas, deduciendo de manera directa de la existencia de Dios el orden del mundo. Se partía de una "semejanza" (dentro de una desemejanza todavía mayor), de una conexión entre el mundo y Dios, los fenómenos mundanos y su procedencia divina ("causa"), independientemente de cómo se interpretaran las 'vías' que lo puedan hacer reconocible.
Más de un siglo necesitaría la teología católica para comprender que la crisis de la metafísica en la modernidad había herido de muerte el presunto poder objetivador de su logos e imposibilitado todo discurso sobre Dios que haga abstracción del sujeto que lo realiza. La teología de los dos últimos siglos había sido testigo de cómo Dios, confinado al ámbito irrebasable de la subjetividad, se convertía en una Idea de la Razón (Kant), en el Espíritu Absoluto, unidad histórica y social de las autoconciencias (Hegel), o en la proyección de la esencia humana (Feuerbach).(1) La trascendencia ya no era recuperable como 'algo' frente al sujeto, como su puro más allá, fijable y objetivable por medio del fatigoso esfuerzo de la analogia entis. En todo caso, esa trascendencia ya sólo se le podría abrir al sujeto buceando en sí mismo, remontándose, sí, pero no a un más allá de sí, sino hasta los presupuestos últimos de su misma constitución como sujeto.
El giro antropológico de la teología en la primera mitad de este siglo no es más que el intento de responder al giro subjetivo de la modernidad, de hacer posible eso que es su tarea irrenunciable, hablar de Dios, en el marco de la nueva racionalidad moderna. La consecuencia más llamativa, pero también de mayor alcance, viene expresada en aquella conocida afirmación de que "no se puede hablar de Dios sin hablar del hombre". Si la teología ha de hablar necesariamente de Dios, también ha de hablar necesariamente del hombre. Todo discurso racional sobre Dios que no sea al mismo tiempo discurso antropológico, se hace sospechoso de un objetivismo metafísico inaceptable. No es sólo un problema de relevancia o de mediación, de hacer entendible a los destinatarios un mensaje preexistente y predefinido. O el sujeto humano y el discurso sobre Dios se constituyen mutuamente de modo esencial, o este último pierde su legitimidad después del giro subjetivo del pensamiento en la modernidad.
Pero no sólo el giro subjetivo de la razón moderna representaba un reto ineludible para la teología. Remontarse a las posibles condiciones religiosas de la constitución de los sujetos exigía también, por lo menos desde Hegel y Marx, considerar que dicha constitución tiene lugar o es frustrada en la historia y la sociedad. La crítica de las ideologías no sólo mostraba la inaceptabilidad del discurso metafísico como proyección o alienación, sino que desenmascaraba su función social legitimadora. Religión y metafísica se encontraban bajo sospecha no sólo de ser la proyección de una subjetividad que se desconoce a sí misma, sino de ser además un engaño interesado, encubridor de injusticias y opresiones: expresión invertida de un mundo asimismo invertido.
Historia y sociedad no podrán ser ya simplemente un ámbito de aplicación de las verdades obtenidas por otro camino. Historia y sociedad, en cuanto factores constitutivos del sujeto, de su libertad y opresión, de su realización o aniquilación, deberán pues entrar a formar parte del discurso teológico sobre Dios como dimensiones inherentes al mismo. Si Dios llama a todo ser humano a ser sujeto en libertad y solidaridad ante Él, y esto ha de constituir su identidad humana y religiosa, la teología, que intenta articular racionalmente esa experiencia, está obligada a dar cuenta de sus intereses sociales e históricos, es decir, de su papel en el ámbito en que se realiza la respuesta a esa llamada de Dios.(2) Ningún discurso, tampoco el teológico, es de entrada inocente, por muy elevados que sean sus contenidos o místicas las experiencias que tematiza. Dios no puede ser pensado, sin que nuestro orden humano, tantas veces demasiado humano, no sea trastocado.
Una teología que quiera mantener su derecho a existir después de la crítica moderna de la religión en cuanto ideología, ha de dar cuenta pues de sus intereses históricos y sociales, es decir, ha de hacer explícitos los intereses que vulnera y los que avala. Tiene que decir qué quiere cuando piensa a Dios, de qué presupuestos parte cuando dice "Dios", qué valoraciones y actitudes están contenidos en esos presupuestos, qué es ignorado, encubierto o sobreseído, qué es absolutizado y a qué precio. Esto sólo es posible, si es capaz de reflexionar sobre su propia constitución histórica y social, esto es, si es capaz de dar cuenta de cómo la historia y la sociedad intervienen en la génesis y el resultado de su discurso. Pero también cómo el discurso teológico incide crítica y liberadoramente en el campo de fuerzas que constituye la sociedad. La teología tiene que hablar necesariamente de la sociedad si es que quiere hablar legítimamente de Dios.
Por eso está necesitada de una teoría crítica de la sociedad. Para poder decir "Dios" tiene que saber qué está pasando, tiene que intentar penetrar la realidad social en que se halla inmersa. Y esto sólo puede hacerlo incorporando en su discurso los análisis sociales que mejor asuman su interés más originario; en palabras de Jesús de Nazaret: 'el hambre y la sed de justicia' para todos. Desde este interés orientador del conocimiento cabe desenmascarar las proclamaciones de neutralidad valorativa de la ciencia como una división del trabajo inaceptable y cómplice. La cuestión de la justicia ha de constituir pues el núcleo mismo del análisis de la sociedad de una teoría crítica de la misma que pueda ser interlocutora de la teología.
Pero la teología no se encuentra totalmente desarmada en ese esfuerzo común por desentrañar 'lo que ocurre'. Ella posee un olfato especial alimentado por sus propias tradiciones, por así decirlo, una agudeza propia para percibir las injusticias y desenmascarar las ideologías que las encubren, para, como dirían los profetas, liberar de los ídolos. Se trata de una competencia cognitiva no asegurable transcendentalmente, sino generada, conservada y reactualizada históricamente.(3) Se trata pues de una competencia amenazada, que puede perderse, en la que hay que ser educado e iniciado y en la que mantenerse exige el esfuerzo permanente de la conversión. Creo que es esa competencia, todavía hoy viva en ciertas comunidades eclesiales y en las tradiciones proféticas que ellas mantienen vivas, la que sabe percibir en la ideología neoliberal del mercado capitalista no sólo una ideología, sino una idolatría: la expresión de un orden social que exige sacrificios humanos y, en definitiva, la muerte del Dios de Jesús de Nazaret para entronizar a su ídolo.(4)
CAPITALISMO LIBERAL:¿FINAL DE LA HISTORIA?
Cuando hace unos años la tesis de Fancis Fukuyama sobre el "Final de la Historia"(5) celebraba su marcha triunfal en los mass media a escala mundial no pocos intelectuales reaccionaron con perplejidad ante el éxito aparentemente inexplicable de lo que consideraban la reedición de una doctrina filosófica ya agotada, expuesta además con poca consistencia filosófica e ingenuamente apologética. ¿Cómo explicar entonces la gran recepción cosechada por dicha tesis? Más allá de estrategias mediáticas apoyadas por el poder económico, cabría pensar que Fukuyama había conseguido expresar el espíritu de una época o, cuando menos, el triunfo del orden económico neoliberal, al que pretendía ofrecer una legitimación filosófica.
El autor de El final de la historia y el último hombre cree poder realizar nada menos que un diagnóstico del momento presente desde una perspectiva histórica universal partiendo de un dato fundamental: el derrumbamiento del así llamado 'socialismo real'. Su tesis viene a decir que la democracia liberal representa el punto final de la evolución ideológica de la humanidad.(6) No es que se acaben los conflictos o desaparezca todo cambio, pero sí que se han agotado todas las alternativas viables a la civilización representada por los países de la OCDE. A partir de este momento sólo queda un camino por el que avanzará, seguramente con dificultades, la libertad. Con la derrota del socialismo, la democracia liberal ha conseguido establecerse como forma de gobierno definitiva. El capitalismo liberal es el non plus ultra de la vida política y económica sobre la tierra. Lo que no debe ser confundido con el establecimiento de un sistema perfecto, sino con la exclusión de toda otra alternativa mejor.
«El estado que aparece al final de la historia es liberal, porque reconoce y protege a través de su sistema jurídico el derecho universal del ser humano a la libertad, y democrático, porque sólo existe con el acuerdo de los gobernados.»(7)
Esta manera de ver la historia y el presente presupone una nueva orientación mental que se desmarca de un pesimismo, según él, muy extendido, con el punto de mira fijado en las experiencias traumáticas de la primera mitad del siglo XX y por ello incapaz de percibir las evoluciones positivas en el mundo después de la Segunda Guerra Mundial.(8) Por el contrario, el fundamento del nuevo optimismo y del discurso inherente a él sobre el final de la historia tendría su base en la marcha victoriosa de la democracia liberal, en virtud de una doble línea de explicación y fundamentación.(9)
La primera línea argumentativa es de carácter económico y se basa en una concepción de las ciencias naturales modernas, vistas como una actividad social, cuyas características serían la acumulación, la orientación hacia una meta y la irreversibilidad.(10) Según el punto de vista de Fukuyama, las ciencias naturales poseen un efecto unificador de todas las sociedades que obliga en última instancia a una evolución hacia el capitalismo.(11) Esto se pone de manifiesto especialmente en la formación de la así llamada economía postindustrial, que está vinculada inevitablemente con el libre intercambio de información. Sólo la democracia, por su flexibilidad y su capacidad de adaptación, posibilita un funcionamiento óptimo de una sociedad cada vez más compleja.(12) La revolución científico-técnica y su despliegue en la economía industrial selecciona por sí misma al sistema capitalista por su carácter competitivo como la forma más eficiente de aumentar la productividad en el marco de una división del trabajo a escala mundial.
Sin embargo, para Fukuyama, esta línea argumentativa resulta insuficiente si queremos explicar la evolución hacia la democracia, visible, según él, por doquier. Habría que considerar pues otro aspecto de gran relevancia en la motivación de la acción humana: el deseo de reconocimiento. Esta línea de pensamiento se basa en una interpretación antropológica de la filosofía de Hegel que sigue la tradición de Alexandre Kojèves.(13) Fukuyama señala que «el deseo del deseo de los otros seres humanos»(14), esto es, la lucha por el reconocimiento de parte de los otros, es un motor esencial de la historia. La dinámica de este deseo ha llevado a las diferentes formas de sociedad que se dan en la historia.(15) De modo que no sólo los apetitos y la búsqueda de su satisfacción, sino también la aspiración a un reconocimiento existencial es lo que empuja al ser humano hacia la libertad.
Naturalmente que Fukuyama también llama la atención sobre el peligro que supone el deseo de un reconocimiento exacerbado, que en recuerdo del thymos platónico, él denomina 'megalotymia'. Pero a pesar de este peligro y otros que él describe, sigue manteniendo que el thymos es un elemento imprescindible y necesario en una sociedad que funcione, es decir, que no conduzca a la visión del 'último hombre' descrita por Nietzsche.(16) La aspiración a autoafirmarse, a no ser uno entre iguales, sino a ser superior a los demás es un motor interior del comportamiento humano y siempre hay que contar con él. Y, aunque ninguna forma de gobierno es capaz de satisfacer a todos los seres humanos(17), sin embargo, la democracia liberal se recomienda a sí misma como la mejor forma de gobierno para garantizar un equilibrio óptimo de tres factores: la razón, el deseo y la lucha por el reconocimiento.(18)
Podríamos resumir el resultado de las reflexiones de Fukuyama en analogía con la Teodicea de Leibniz diciendo que un mundo constituido por democracias liberales, sería 'el mejor de los mundos posibles'. «No podemos imaginarnos» --escribe Fukuyama-- «ningún mundo que sea esencialmente distinto al nuestro actual y al mismo tiempo mejor. [...] un futuro que no sea democrático y capitalista» y que represente una «mejora fundamental frente al orden actual».(19) Nos encontramos pues con una especie de 'metafísica estática de la insuperabilidad' (H. Blumenberg).
El discurso de Fukuyama sobre la democracia liberal como el fin de la historia se basa en una interpretación positiva del continuo evolutivo, tan inconmovible frente a las discontinuidades y catástrofes de la historia como la teoría biológica de la evolución ante la desaparición de los dinosaurios.(20) La mirada que Fukuyama arroja sobre la historia no es capaz de romper ese continuo evolutivo, porque no permite percibir los acontecimientos históricos en su catastrofalidad. Especialmente los acontecimientos más oscuros del siglo XX quedan subsumidos y hechos desaparecer bajo un constructo de teoría de los totalitarismos, supuestamente superados para siempre. Como la filosofía de la historia hegeliana también la historia universal de Fukuyama pasa por encima de las víctimas, de los que cayeron y siguen cayendo arrollados por la marcha triunfal del espíritu o del capitalismo liberal. La sangre de las víctimas es absorbida por el tampón del sentido atribuido al devenir histórico.
Pero habría que resaltar que el neoliberalismo no sólo exige de nosotros que creamos que el mundo es tal como él lo ve, sino además que la imagen supuestamente natural del mundo que nos ofrece es inmutable, fijada para siempre, permanente y necesaria. Sin embargo, lo que ha de quedar fijado para siempre está muy lejos de ser una feliz combinación de orden democrático y capitalismo avanzado, que sólo espera abrazar progresivamente a todos los pueblos de la tierra con sus bendiciones. La esperanza que abriga Fukuyama de que el progreso económico propiciado por el sistema capitalista alcance el standard actual de los países de la OCDE también en aquellos países que en las últimas dos décadas han instaurado o restablecido el sistema de gobierno democrático y así abandonen la oscura noche de la historia para pasar al día sin fin del capitalismo posthistórico, es más un deseo piadoso que una posibilidad con visos de realidad.
Los datos transmiten otro mensaje. Algo menos de un cuarto de la población mundial se apropia de casi el 85% de los ingresos totales. Y lejos de haberse acercado los extremos, las diferencias no han dejado de crecer en los últimos veinticinco años. En ese tiempo el 20% más pobre de la población mundial ha visto descender sus ingresos del 2,3% de los ingresos mundiales a un 1,4%, mientras que el 20% más rico los veía aumentar del 70% a casi el 85%.(21) 800 millones de personas carecen de trabajo, de los que 35 millones viven en los países que podríamos llamar ricos. Mil millones de personas padecen hambre crónica.
Aunque la evolución realizada por los así llamados 'tigres asiáticos' (Taiwan, Corea, Singapur, etc.) fuera en principio exportable a otros países del Tercer Mundo, todavía queda por ver si el planeta es capaz de soportar ecológicamente el crecimiento productivo que acompañaría ese proceso. Es ya un hecho, que la tierra no podría saciar más de la mitad de sus habitantes actuales, si todos ellos hubieran de poder consumir tantos alimentos como la media de la población de los EEUU en la actualidad. No digamos nada si tenemos que contar con los 10.000 millones que habitarán el planeta dentro de cincuenta años. Lo que todos sabemos y preferimos callar, es que una ecología global del capital sólo puede mantenerse, si una mayoría creciente sigue viviendo en la pobreza para que una minoría cada día más restringida mantenga sus privilegios.
El carácter ideológico del neoliberalismo se hace patente en la ocultación sistemática de realidades fundamentales. El mecanismo de crecimiento imparable que constituye el centro del sistema económico capitalista hace caso omiso de la finitud de las reservas naturales que constituyen la base física de nuestra existencia. Dicho mecanismo es asimismo ciego para todas aquellas necesidades reales que no puedan expresarse en el mercado por medio de una demanda con poder adquisitivo. Además, tampoco resulta convincente el nexo que Fukuyama establece entre economía de mercado y democracia. La apariencia de una participación en principio igualitaria asegurada por el mercado esconde no sólo un desequilibrio de poder permanente entre productores y propietarios de los medios de producción, sino que tiende a aumentar dicho desequilibrio por la concentración del capital, frente a la que los mecanismos de gobierno democráticos y de verdadera distribución del poder casi nada pueden hacer.
Esto se muestra de una manera patente en el desacoplamiento de los mercados monetarios respecto a la economía real. El volumen de negocios de los mercados de divisas supone ya diez veces más que todas las reservas de divisas de los diez países más ricos del mundo. Pero además, de ese volumen sólo el 2% se destina a la financiación del intercambio real de bienes y servicios. El resto sólo sirve a la especulación. La mayor rentabilidad de los intereses del dinero respecto a los beneficios de la producción ha dado lugar a lo que ciertos economistas llaman el 'capitalismo de casino', en el que las cuotas de crecimiento de los intereses del dinero crecen a un ritmo que se distancia exponencialmente de las cuotas de crecimiento de la economía real.(22) Esta dinámica resulta especialmente relevante, si tenemos en cuenta el carácter determinante de los capitales errantes en la presión sistémica al crecimiento y a la sobreexplotación de las reservas naturales, así como en los procesos inflacionarios y en el crecimiento de las diferencias entre los ricos y los empobrecidos a escala mundial.(23)
EL MERCADO TOTAL Y LAS VIRTUALIDADES DE LA "MANO INVISIBLE"
Para todos estos problemas, el neoliberalismo ofrece su dogmática del libre comercio, la privatización y la desregulación de los mercados. El concepto clásico de mercado, que parecía haber quedado superado por la era keynesiana, recobra nueva virulencia ideológica para presentarse como el mecanismo único, que, bajo la guía de la famosa 'mano invisible', conduce a los pueblos de modo irremisible por el camino del progreso. Los teóricos neoliberales no se cansan de proclamar que, eliminando ingerencias e intromisiones políticas, el mercado podrá conducir a la humanidad a cotas insospechadas de prosperidad y desarrollo.(24)
«La tesis aquí defendida» --escribe uno de estos teóricos, Arthur Seldon-- «es que no basta con implantar la democracia política. El mercado garantiza mejor la libertad de los ciudadanos... Si se quiere que el capitalismo produzca sus mejores frutos, no alcanzados hasta ahora en parte alguna, es preciso que el proceso político se circunscriba a las funciones mínimas del Estado.»(25)
Como puede apreciarse, la teoría neoliberal no duda en proclamar un primado de lo económico sobre lo político. Atribuye al mercado una competencia sin igual para solucionar todos los problemas de localización de los factores de producción y de la asignación de ingresos. Su mano invisible se encarga de corregir eficazmente las disfunciones del sistema, en especial los mercados financieros, cuya función orientadora aviva la competencia y estimula la modernización, evita el despilfarro y corrige los desarrollos erróneos. De modo que la eliminación de las barreras que impiden el libre intercambio y la mundialización tanto de la producción como de los flujos financieros son la condición sine qua non del abaratamiento de los costes, de la innovación técnica y de la permanente dinamización de la economía.(26)
El profeta del radicalismo neoliberal del mercado, Milton Friedman, llega incluso a descargar a los seres humanos de toda responsabilidad respecto al acontecer económico. En realidad no somos más que marionetas de las leyes del mercado, que queda así transformado en una especie de macrosujeto. El mercado es infalible. No conoce ni fallos ni tiene debilidades. Si se produce paro, escasez de vivienda o pobreza, no se trata más que de efectos secundarios de la modernización económica --o incluso están causados por aquellos que creen tener que corregir el mercado por motivos éticos o políticos. Friedrich A. von Hayek, uno de los padres ideológicos del neoliberalismo, llega a exigir de los miembros de la sociedad «sumisión a los procesos del mercado».(27)
El lenguaje pseudorreligioso de ciertos economistas neoliberales delata el verdadero carácter de su ideología. Humildad o sumisión representan actitudes morales o religiosas que expresan la reverencia respetuosa de los creyentes frente a Dios. La economía de mercado adquiere pues el papel de un ídolo. Exige confianza, credulidad y sumisión. Si los miembros de la sociedad se comportan sumisa y humildemente, se nos promete, serán compensados por un mercado justo, eficiente y humano, esto es, por un 'buen Dios'.
Lo que era un secreto a voces, es ahora tematizado y proclamado a los cuatro vientos sin ambages: el capitalismo se ha convertido en la 'última religión' de este mundo, porque garantiza la asunción integral de las funciones religiosas. «Los dioses creadores del mercado capitalista del consumo producen interminablemente y colocan sus más nuevas creaciones en la pista de circulación de los anhelos de las almas consumidoras».(28) No es que el capitalismo necesite de una legitimación religiosa a la vieja usanza.(29) Sin alternativa que haga peligrar su hegemonía universal, él mismo se ha encaramado al trono del Olimpo: el capitalismo se ha convertido en religión y ha conseguido hacer de sus mercancías nuestros dioses.(30)
Pero el núcleo teórico de la fe capitalista es la confianza en los supuestos automatismos benéficos del mercado, es decir, en los mecanismos internos que regulan autónomamente el funcionamiento del sistema. En realidad toda la doctrina descansa sobre lo que bien podría llamarse el teísmo económico del mercado, que hunde sus raíces en la doctrina liberal clásica.
La tesis de la 'mano invisible' viene a decir, que existen condiciones naturales, es decir, inherentes a la creación, que se encargan de que, a pesar de que los individuos persiguen en su praxis exclusiva o predominantemente intereses particulares, al final se produce un resultado global que ha de ser visto como óptimo, por lo menos relativamente, desde el punto de vista del interés general.(31)
Lo nuevo en la concepción del modelo de la mano invisible consiste en que libera a los hombres la carga que pesa sobre su praxis y su conciencia de estar obligados a incorporar el interés general en la acción individual, o por lo menos les hace esa carga más ligera. La complejidad de las estructuras sociales que crece con el avance de la sociedad de mercado conlleva una vinculación de las formas de acción individuales a espacios sociales cada vez más grandes e impenetrables a la comprensión, excluyendo en la práctica poco a poco aquello que exigía la moral tradicional: que los individuos prevean y anticipen las acciones paralelas de los otros miembros de la sociedad y sus consecuencias generales, por los menos en una medida que les permita incorporar de una manera satisfactoria esas consecuencias en su propia praxis. Los conceptos tradicionales de filosofía moral no ofrecen ningún resultado satisfactorio en la nueva situación, porque las expectativas individuales son frustradas sistemáticamente por la 'hipercomplejidad' social. En otras palabras, era necesario hacerse de la inseguridad y compensar el desconcierto generado por la disolución de los modelos tradicionales de acción así como las normas sociales a su base --también, cómo no, para debilitar la resistencia frente a la imposición de las formas modernas de socialización.
Si nos atenemos a las descripciones de las condiciones de trabajo en los comienzos de la así llamada revolución industrial, veremos hasta qué punto la naturalización del mecanismo del mercado, es decir, su desvinculación del marco de acción individual y de la competencia moral de ésta, pero sobre todo el aseguramiento de su resultado benefactor a través del sólo mecanismo, cumplía la función ideológica de descargar a la nueva clase empresarial de toda responsabilidad ética respecto a la miseria extrema de la clase trabajadora que se formaba al unísono con la revolución industrial. En definitiva todo ello era atribuible a las leyes del mercado, bajo las cuales dicha miseria adquiere un valor instrumental en aras de un bien global mayor. A. Smith no tiene dificultad en admitir abiertamente grandes diferencias en la posesión de bienes y en mantener aun así la afirmación de que bajo esas condiciones puede alcanzarse el bien común optimo.
Sin duda Smith estaba predispuesto a suponer en la marcha natural del mundo un orden benefactor. Él toma esa idea probablemente de la teoría ética de los estoicos, que en su juventud habían dejado en él una profunda impresión. Los estoicos creían entre otras cosas en una armonía cósmica a la que dieron el nombre griego de sympatheia. No opinaban que todos los elementos en un universo armónico tuvieran en sentido literal una compasión mutua, sino que todos ellos están coordinados y actúan en armonía recíproca. El uso que Smith hace del concepto «simpatía» es ciertamente singular, pero lo explica frecuentemente hablando de armonía, y no se puede dudar que pensaba en la idea estoica de un sistema armónico cuando describía el efecto socializado de nuestros sentimiento de simpatía. Todo parece indicar que la misma idea estoica de un sistema armónico ha contribuido a que el mercado le parezca a Smith un sistema que contribuye al beneficio general de la sociedad.
Smith estaba impresionado por los mecanismos efectivos que pueden observarse en el mercado: de modo automático «el mercado» reacciona a los cambios de los costos, de la oferta y la demanda, de manera que siempre se restablece un equilibrio. Cuando habla de que los precios del mercado «gravitan» hacia el precio natural, esto muestra que las formas de actuación del mercado le recordaban el sistema de la mecánica, y los efectos benefactores no planificados probablemente le hacían pensar en la idea estoica de una armonía natural. Esta idea estoica se unía a la prescripción de vivir conforme a la naturaleza, y era una de las fuentes de la tradición del derecho natural. Smith conocía esa tradición ya que había leído las obras de los juristas y filósofos del siglo XVII, Grotius, Putendorf y Locke. Su contribución digna de resaltar consistió en interpretar el derecho natural normativo o prescriptivo como algo salido de las leyes científicas de la naturaleza
Pero no cabe duda que la fórmula de la mano invisible era además la expresión idiomática de la reflexión religiosa sobre la relación entre el orden natural de la creación y la sabiduría providente de Dios. Como otros pensadores de la Ilustración, también Smith creía que la naturaleza observable da motivo suficiente para creer en la existencia de Dios.
Así pues en la teoría de la mano invisible confluyen varias líneas de reflexión: filosofía moral, deísmo, economía y teoría social se dan la mano en ella y la convierten en el catalizador ideológico de la sociedad burguesa recién constituida.
LOS PRESUPUESTOS DE LA 'MANO INVISIBLE'
En la filosofía moral de los siglos XVII y XVIII tiene lugar un proceso por el que las pasiones, valoradas hasta ahora de modo negativo, pues según la teoría tradicional amenazan a la razón y con ello también a la virtud, son transformadas y sustituidas por los intereses, que son valorados de modo neutral o incluso positivamente.(32) Este proceso está a la base del modelo de la mano invisible. Pero no menos importante resulta la revolución científica cuya figura más importante será I. Newton. La idea del mundo como un todo ordenado, sometido a leyes cognoscibles y exponibles por la razón, se convierte en punto de referencia para todas las áreas del saber.
Sin embargo, todavía era necesario superar un escollo de no poca importancia. Thomas Hobbes ya había intentado una síntesis de la concepción científico-mecanicista del mundo y una antropología centrada en las pasiones. El mundo es para él un sistema de materia en movimiento expresable en los términos de la mecánica, en el que también está integrado el hombre. Sus acciones no son otra cosa que movimientos que obedecen a una mecánica de las pasiones naturales y a su tendencia a la autoconservación. Las leyes de esa mecánica definen la libertad como 'ausencia de resistencia', es decir, como posibilidad de imponer los propios intereses. Esa lucha de las libertades individuales por la obtención de dominio está sujeta a su vez a la lógica de los procesos naturales universales y necesarios: se impone aquello que posee mayor poder y fuerza.
Las consecuencias de esta lucha de todos contra todos bajo el imperio de la ley de la selva estaban demasiado a la vista para Hobbes, como para no intentar una superación de ese 'estado natural'(33) en un contrato social, a través del que quedase instituido un macropoder, el todopoderoso estado, capaz de salvaguardar la lucha de los intereses individuales enfrentados y evitar sus últimas consecuencias destructivas. Lo que dificultaba la aceptación del modelo hobbesiano era la exterioridad insuperable entre el poder arbitrario y coercitivo del estado por un lado y por otro el carácter competitivo y conflictivo de la estructura social. Pero también, el pesimismo antropológico que rezuma toda su teoría social.
Un importante heredero de Hobbes en la afirmación de las pasiones como motor de acción humana, pero ya libre de su pesimismo, sería Bernard Mandeville con su Fábula de las abejas (1705). Dicha fábula viene a decir que es el despliegue de las pasiones y los apetitos humanos, en cuanto verdadera energía de la acción, el que está a la base del bienestar social y del crecimiento de la riqueza. La virtud por el contrario, en cuanto represión de las pasiones, no hace sino impedir dicho bienestar. Mandeville ha perdido el miedo de Hobbes y no necesita recurrir a la represión del estado. La pasiones y no la virtud son el origen del bienestar. La fórmula 'vicios privados -- virtudes públicas' supone la afirmación de una sociedad en crecimiento económico e impactada por las nuevas posibilidades de consumo; de una sociedad que ve en las virtudes del orden disuelto el signo de un nivel de vida inferior. Sin embargo, Mandeville no ofrece ninguna explicación del mecanismo por el que las virtudes privadas se convierten en virtudes públicas.
Habría de ser el deísmo inglés el que diera un paso importante en la transformación optimista del concepto de hombre guiado por sus inclinaciones naturales y la formulación de un orden global que se impone a través de las mismas. «El auténtico teísta» --dice Anthony Earl of Shaftesbury en sus Investigaciones sobre la virtud(34)-- «cree que todo cuanto acontece en el orden del mundo es en su globalidad justo y bueno». Puede ser que el individuo no alcance a ver cómo lo singular que a él le parece inoportuno, inútil o malo, puede compatibilizarse con un orden bueno en su globalidad, pero esto se debe a su capacidad cognitiva necesariamente limitada en relación a la infinitud del objeto del conocimiento.
Shaftesbury considera esencial desde el punto de vista de la filosofía moral el dato de que las inclinaciones y pasiones del ser humano están armónicamente ordenadas, completándose y limitándose mutuamente. Su tema clave es el ser humano en el equilibrio de sus sentimientos y emociones.(35) En tanto se dé dicho equilibrio, existe una armonía entre el individuo y el todo. En ese caso, las inclinaciones naturales del ser humano le «van a inducir contra su voluntad a impulsar el bien de la sociedad y a actuar contra aquello que él, por egoísmo ciego considera su beneficio privado».(36) Shaftesbury no necesita ya recurrir a una neutralización de las pasiones para facilitar el dominio de la razón, porque las pasiones mismas son en realidad los agentes que garantizan la buena actuación de los individuos.
De manera parecida se expresa Francis Hutcheson, profesor de A. Smith en Glasgow: «Grandeza, belleza, orden y armonía provocan allí donde hacen aparición la idea de un espíritu, de una intención y sabiduría.»(37) Y esto también vale para los afectos y pasiones del ser humano. Todas ellas --dice Hutcheson-- «buscan el bien privado o general, y a través de ellas todo actor individual es puesto en gran medida al servicio del bien de la totalidad. La humanidad es articulada de esa manera imperceptiblemente por una unidad invisible en un gran sistema.»(38)
Como en el caso de Shaftesbury, también aquí encontramos la construcción de un sistema global cuya teleología inmanente se realiza en la dotación afectiva individual, contra la que no se puede imponer la voluntad de los individuos. La fórmula de la «unión invisible» recuerda la de la mano invisible, es decir, la rectificación de las aspiraciones y esfuerzos individuales 'a espaldas de los actores'.
Naturalmente que ambos autores conocen la experiencia a veces amarga del sufrimiento inocente, de la injusticia y del triunfo del mal, y ante esa experiencia recurren a la creencia de que un contexto posterior y superior, ahora oculto a los hombres, el mal aparecerá como algo sólo aparente, como algo que tan sólo a nuestro conocimiento limitado de la realidad le parece tal mal.
No es simplemente que el mal esté por debajo del bien, sino que desde la perspectiva de la perfección del todo, no existe en absoluto. Para ello Shaftesbury ofrece la estrategia habitual de la ontología normativa: para determinar el sentido o el valor de los fenómenos singulares, los introduce en un todo, que representa la quintaesencia de su propia actitud fundamental, la que de esa manera se convierte en el criterio por el que se valoran los fenómenos singulares. Si el todo es bueno, entonces los fenómenos singulares están al servicio del bien. Aquí se hace patente el carácter modélico de las ciencias naturales, sin cuyo concepto de legalidad natural sería imposible entender el concepto de armonía defendido por los deístas. Funcionalidad y teleología son los garantes del valor del cosmos y de la existencia de Dios.
Con el punto de vista teleológico se enlaza en Shaftesbury un optimismo metafísico, que lo sitúa en la cercanía de Leibniz. Si el universo no fuera completamente bueno, entonces o bien tendría que darse una imperfección querida por Dios, en cuyo caso no existiría ningún fundamento único y absolutamente perfecto de mundo, o la imperfección sería efecto del azar, y entonces no habría ningún fundamento del mundo que actuara intencionalmente. Como ambas hipótesis son inaceptables, todo tiene que ser bueno en la totalidad del mundo, es decir, estar en conformidad con un orden perfecto.
DE LA TEODICEA AL LIBERALISMO Y VICEVERSA
Con lo expuesto hasta aquí, no creo que sea del todo injustificado hacer notar la analogía entre el trasfondo deísta de la figura argumentativa de la mano invisible y la problemática que aborda la teodicea.
«Como teodicea se entiende» --según Kant--«la defensa de la sabiduría suprema del creador del mundo contra la acusación que la razón eleva contra ella a partir de lo incongruente en el mundo».(39) La teodicea así entendida, es decir, como un proceso judicial realizado ante el «tribunal de nuestra razón»(40), en el que el creador es sentado en el banquillo de los acusados a causa del mal en el mundo y en el que la razón actúa al mismo tiempo como fiscal, defensora y jueza, es una empresa específicamente moderna(41), que, sin embargo, tiene sus precedentes en parecidas estrategias de descargo de Dios provenientes de la antigüedad o la edad media 'análogas a la teodicea'(42)
O. Marquard diferencia entre un planteamiento propio de la antigüedad clásica, otro propio del cristianismo premoderno y otro propio de la modernidad, que sería teodicea en sentido estricto. Mientras en la antigüedad clásica se intenta "desautentizar" el mal e imputarlo a la materia, el planteamiento cristiano consiste en moralizarlo e interpretarlo como consecuencia del pecado. Ambas cosas se vuelven imposibles en la modernidad. Y dado que el mal «ya no puede ser desautentizado ni globalmente moralizado»(43), en vez de ser atribuido a un poder que limita a Dios desde fuera (la materia en la antigüedad clásica, el Dios contrario en Marción, la libertad humana en Agustín), es atribuido a un límite de la omnipotencia en Dios mismo, esto es, a los imperativos de las 'composibilidades' propios, según Leibniz, del entendimiento divino o al fundamento en Dios de su propia existencia según el último Schelling.
En todo caso, las distintas concepciones comparten un mismo horizonte. Se trata del horizonte de la metafísica u ontología occidental, entendida como la pretensión de la razón de desentrañar racionalmente la constitución del mundo, de un mundo que evidentemente está regido por las leyes de la razón. Este es el marco intelectual originario del 'proceso judicial' que pretende llevar a cabo la teodicea. La justificación de Dios, es decir, su descargo de la acusación de ser responsable de todo lo que se opone a la idea de una 'buena' disposición del mundo, es a la vez justificación del mundo a partir de una racionalidad inherente al mismo. La justificación de Dios significa por ello la disolución de las disteleologías (solo aparentes) en la naturaleza y en la historia por medio de la demostración del carácter racional del todo.
En la metafísica racionalista, que pretende ser al mismo tiempo teología 'natural', y que curiosamente es tanto apología como crítica de la revelación, el mundo aparece como un universo ordenado y reconstruible por medio de la razón y bajo su luz, un universo en el que la mayor diversidad posible y el mayor orden se condicionan mutuamente. Además, la armonía del mundo y la teleología que resulta de ella encuentran su correspondencia en el reino de la libertad. El mundo físico y el mundo moral se corresponden.
Partiendo de esta base, quizás sea la instrumentalización la figura específicamente moderna de responder al problema del sufrimiento y del mal en el mundo y la historia. Lo óptimo en cuanto fin justifica los males como condición de su posibilidad. El principio básico secreto de esa teodicea es la frase: 'el fin justifica los medios'. Existe el mal y los sufrimientos, sin embargo, Dios es bueno, pues no pudo no permitir los males y el sufrimiento, y esto precisamente a causa de una limitación de su omnipotencia. La razón del creador divino tiene que respetar los imponderables de la 'composibilidades' por medio de un cálculo de optimización consciente de la utilidad marginal. El resultado no es un mundo perfecto, pero si el mejor de los posibles. Una vez presupuesto que el mundo es el mejor de los posibles, hay que creer que incluso los sufrimientos y las monstruosidades son parte del orden, que todo pertenece al sistema y que no tenemos razón para suponer que otro mundo sería un mundo mejor.
Sin embargo, a partir de la mitad del siglo XVIII la teodicea entra en crisis. Voltaire se mofa de ella en su novela Cándido o el optimismo y Hume en sus Diálogos en torno a la religión natural (1751/1779) así como Kant en su artículo Sobre el fracaso de todo intento filosófico en la teodicea la rechazan como una arrogancia de la razón. Renovada por Hegel, que la identifica con la tarea por antonomasia de la filosofía,(44) alcanza su plenitud y quizás también su final en la filosofía tardía de Schelling, para después, en la filosofía postidealista, perder su rango de problema central y sucumbir en gran parte a su crítica.
Pero este fracaso de la teodicea en su forma clásico-moderna no debe cegar nuestros ojos ante su transformación en filosofía de la historia.(45) Y es precisamente en esta transformación donde adquiere una relevancia sin igual la mano invisible de Smith. Pues, como hemos visto en el caso del deísmo inglés, la problemática de lo negativo y del mal se desplaza del contexto puramente onto-teológico al contexto de la filosofía moral y social. La crisis de la teodicea leibniziana y las dificultades de la filosofía moral, que como señalábamos más arriba se derivan de la implantación de las estructuras sociales y económicas capitalistas, se aliaron para dar continuidad en las filosofías de la historia, cuando menos desde el punto de vista funcional, a los argumentos que pretendían justificar a Dios frente al sinsentido, el mal y el sufrimiento en el mundo. Sólo que ahora era el nuevo orden socioeconómico el que necesitaba esos argumentos.(46)
Con el cambio de planos también cambia, no cabe duda, el carácter de los argumentos. Para Kant, el progreso posee tan sólo el carácter de una idea regulativa, que ni tiene significación ontológica, ni puede pretender ser constatada empíricamente, pero que sin embargo puede ser «útil» desde el punto de vista práctico-moral.(47) El valor heurístico de la idea de progreso no le impide, a pesar de todo, seguir manteniendo el concepto de heterogonía de los fines que refleja la metáfora de la mano invisible:
»Seres humanos individuales e incluso pueblos completos tienen poco en cuenta que al perseguir cada cual su propósito, según su criterio y a menudo en mutua oposición, avanzan sin percibirlo en la intención de la naturaleza que desconocen, como en un hilo conductor, y trabajan en el mismo fomento que, de serles conocido, poco les interesaría.»(48)
No se debería recelar en este concepto de heterogonía de los fines simplemente una ceguera frente al carácter catastrófico de la historia. El motivo que impulsa esta forma de considerarla es justamente la percepción de la cruda realidad de la evolución del género humano, cuya »vista nos obliga a retirar nuestros ojos con indignación y a dudar de poder encontrar alguna vez en ella una intención racional acabada».(49) La búsqueda de una teleología en la totalidad de la historia es en el fondo ya una percepción de la injusticia y la destrucción que se encuentran en ella y una búsqueda de sentido a la vista de las mismas.
Sin embargo, Kant recurre a la intención de la naturaleza -- adelantándose a la 'astucia de la razón' hegeliana -- para disolver quizás demasiado cómodamente las contradicciones entre individuo y género humano, guerra y paz, sufrimiento y felicidad. La naturaleza (providencia) termina sirviéndose de la «sociabilidad insociable» de los seres humanos para realizar sus planes. El horror ante el sufrimiento y la destrucción en la historia se transforma de este modo en una confianza mesurada pero firme de que todo conduce al orden y la racionalidad.(50)
«La naturaleza ha utilizado nuevamente la incompatibilidad de los seres humanos, e incluso de las grandes sociedades y cuerpos estatales que forman esta clase de criaturas, como un medio para encontrar dentro del inevitable antagonismo de los mismos un estado de tranquilidad y seguridad; es decir, ella conduce por medio de las guerras [...] hasta aquello que la razón podría haberles comunicado sin necesidad de tanta triste experiencia, a saber: salir del estado sin ley de los salvajes y entrar en una federación de naciones; [...]»
La idea de progreso, en cuanto idea regulativa con intención práctica, que da expresión a los fines de la razón práctica, amenaza así con ser proyectada en el interior de la realidad histórica y convertirse en su teleología inmanente.(51) Para Kant, ciertamente, el abismo entre la idea y su realización va a seguir existiendo siempre.(52) Pero la idea de un progreso más o menos garantizado por la intención de la naturaleza se transforma en una especie de escenificación para impedir la desesperación frente al hecho de que es imposible alcanzar una seguridad absoluta de supervivencia.
El concepto kantiano todavía algo precario de intención de la naturaleza, que como se ha visto posee sobre todo un valor heurístico, encuentra su plena satisfacción especulativa en el concepto hegeliano de Espíritu, que elevando a conciencia los fines inconscientes de la naturaleza transforma la historia en su marcha triunfal.(53)
El principio de la libertad, que se hace consciente por primera vez en el cristianismo, se realiza dentro del ámbito religioso en la Reforma y se institucionaliza jurídicamente en el estado moderno, es para Hegel el que manifiesta la esencia del proceso de la historia universal: «La historia universal es el progreso en la conciencia de la libertad.» (VG, 63). Dicha historia se presenta como «marcha gradual» (VG, 155), por la que el espíritu universal alcanza su autoconciencia y su verdad.
El individuo puede tener la sensación de que el proceso histórico es injusto, pero la historia universal no tiene ninguna compasión con los individuos, que sólo le «sirven como medio en su progresar» (VG, 76). La mirada a la mesa de sacrificios de la historia, a las ruinas y las víctimas que se acumulan en ese proceso, sólo agudiza la necesidad de la pregunta por el fin último al que son sacrificadas. El resultado de la historia universal las convierte en medio de la autorrealización del Espíritu Absoluto.(54)
La tarea de la filosofía, según Hegel, no es rebelarse contra la marcha tortuosa e injusta de la historia, sino 'comprender conceptualmente' la identidad entre la «razón como Espíritu autoconsciente y la razón como realidad existente». Sólo esa comprensión racional permite «reconocer la razón como la rosa en la cruz del presente y con ello gozarse en ella».(55) Filosofía es reconciliación con la realidad.
«La filosofía no es pues un consuelo; es más, ella reconcilia, transfigura la realidad, que parece injusta, en racional, la muestra como tal, fundamentada en la Idea misma, con lo que la razón debe ser satisfecha» (VG, 78).
Reconciliación no significa que los males y los sufrimientos desaparecen de la historia, sino que son aceptados. El 'tiene que ser' de la autoconciencia histórica tiene como objeto lo negativo: el sufrimiento y el mal --y ninguno como Hegel ha sabido mirar cara a cara la realidad de manera tan implacable--, pero estos no encuentran salvación en el sentido de una transformación en felicidad y bien. Son racionales en cuanto tales. La racionalidad del proceso permanece oculta al observador individual, pero no al saber absoluto, que bajo el azar superficial reconoce el orden racional.
Introducir la actividad humana no cambia nada en principio en la idea de historia hasta aquí presentada. Incluso los grandes personalidades de la historia universal no son, para Hegel, más que «gerentes de una finalidad, que constituye un peldaño en la marcha progresiva del Espíritu universal» (VG, 99s.). En el juego desconcertante de las pasiones y de los intereses particulares termina imponiéndose en última instancia lo universal, porque «la astucia de la razón ... deja actuar para sí a las pasiones» (VG, 105). De este modo se dan la mano en la filosofía hegeliana de la historia y en su astuta razón la mano invisible del mercado capitalista y el Dios que encuentra en la historia universal su justificación más acabada: su auténtica teodicea (cfr. VG. 48). Con lo que queda desvelado el verdadero Absoluto de la sociedad burguesa: el Capital.
El supuesto de que la razón dirige la historia es la piedra angular de la concepción hegeliana. Si esa piedra cae, todo el edificio se viene abajo bajo la sospecha de ser una justificación cínica o, más indulgentemente dicho, resignada de lo que hay. La 'historia universal' es el 'juicio universal'(56) en el sentido de que no hay que esperar ningún juicio: no hay más justicia que la de los vencedores.
RAZÓN ANAMNÉTICA VERSUS RAZÓN APOLOGÉTICA
El breve recorrido que he realizado por los intrincados caminos de la razón apologética moderna ha puesto de manifiesto una complicidad entre la razón teológico-metafísica y su supuesta justificación de Dios a la vista del mal y del sufrimiento en el mundo, por un lado, y la razón apologética moderna y su intento de justificar la marcha de la historia en su facticidad, por otro. Esa forma común de bagatelizar y quitar explosividad al mal integrándolo en una totalidad de sentido no sólo provoca objeciones de tipo teórico, sino también se ve enfrentada al reproche de ilicitud moral.
Resulta inaceptable una concepción de la sociedad o la economía que eleva el mercado y su funcionamiento sin cortapisas ni restricciones a criterio último de la actividad económica, justificando desde él el estado de postración de millones de seres humanos, minimizando los sufrimiento de los excluidos, funcionalizando la muerte de tantos inocentes en aras de un progreso global supuestamente benefactor a largo plazo o sometiendo el valor inalienable de la vida digna para todos a la lógica del capital indiferente a lo que no sea su propia autorreproducción.
Para las víctimas de la historia --con sus sufrimientos individuales e inintercambiables-- todo progreso es nulo. Cada víctima es como el negativo de la coacción persistente y por tanto la negación de que haya existido realmente progreso. Lo contrario sería integrar y superar hegelianamente las víctimas en el movimiento del todo hacia un final feliz, degradándolas a estaciones de la ascensión imparable del espíritu o del género humano, y convertir de ese modo sus sufrimientos en una 'quantité négliegeable' que inevitablemente hay que pagar como precio de ese ascenso. Esto podrá contribuir a la justificación de la (falsa) totalidad, pero desde luego no a hacer justicia a las víctimas, pues desde su perspectiva toda víctima es una víctima de más.
Mientras que la perspectiva que parte de la totalidad, y de una totalidad vista con los ojos de los no afectados, considera el sufrimiento como una excepción y tiende casi inevitablemente a establecer una cuenta con más y menos, positivo y negativo, por muy refinada y especulativamente que dicha cuenta se formule, la perspectiva de las víctimas desmiente el carácter de excepción del sufrimiento, pues para ellas, el estado de excepción es la regla. Para el que es aniquilado, la negatividad aniquiladora no puede ser relativizada, no puede ser reducida a momento, a aspecto. Para él la negatividad es total, porque la aniquilación es total. Detrás de la afirmación explícita o del supuesto implícito del carácter de excepción/accidente de lo negativo se oculta una relativización inadmisible del sufrimiento y con ella su sancionamiento. Pero aquí queremos afirmar lo contrario: que ninguna víctima queda legitimada como precio anónimo de un presente o futuro supuestamente mejores, ni puede ser olvidada como irrelevante para un presente construido de espaldas a ella.(57) Sólo reconociendo los derechos pendientes de las víctimas es posible escapar a la lógica de dominio, que enmascara ideológicamente su éxito histórico como universalidad lograda, para seguir produciendo víctimas destinadas a caer en el pozo del olvido.
Para el logos que subyace a las tradiciones monoteístas judeocristianas, la historia no es puramente una historia de vencedores. Su patrón de medir son las víctimas, aquellos que no cuentan, que aun siendo mayoría se convierten en cantidad despreciable de los que hacen las grandes cuentas de la economía y de la historia. En esas tradiciones y muy especialmente en Jesús de Nazaret, en su mensaje y su actuación, encontramos una sensibilidad especial para el sufrimiento ajeno. La dolorosa imbricación con la realidad negativa que podemos constatar en la historia de Israel, su incapacidad para dejarse consolar definitivamente por los mitos efectivos en su entorno y a los que Israel recurrió, no cabe duda, y repetidamente, pero sin poder, a pesar de ello, acallar la desconsolada apelación a Dios que nace del sufrimiento(58), su incapacidad para desarrollar estrategias idealizadoras de la realidad o exculpadoras de Dios, la incapacidad para compensar con mitos transmundanos los absurdos del curso histórico, en definitiva, la radical terrenalidad de Israel, se convierte paradójicamente en una forma singular de capacidad para Dios llena de tensión no resuelta.
Este es el origen de una forma de autocrítica radical de la religión, que bien podría considerarse una característica singular de la tradición judeo-cristiana. Se trata de la autocrítica que adopta la figura de una interpelación urgente a Dios, a veces en forma de denuncia, otras en forma de lamento, a la vista del sufrimiento propio o de otros. De manera impresionante queda formulada esa interpelación en el libro de Job y encuentra su cumbre en el abandono de Dios expresado por Jesús en la cruz. La cuestión del sufrimiento pertenece pues al interior de la relación con Dios. Esta autocrítica religiosa de la religión desde las experiencias de sufrimiento parte de un tomar en serio dichas experiencias, de rechazar estrategias que las encubren, disimulan e integran en estructuras de sentido, pero en esa autocrítica religiosa el sufrimiento no aleja de Dios, sino que aboca si cabe más profundamente a la pregunta por Él.
Plantearse hoy la pregunta por Dios dentro de la tradición del monoteísmo judeo-cristiano significa, por tanto, heredar la pregunta que nace de las experiencias de sufrimiento; significa reconocer no sólo el poder y la bondad de Dios, sino también la autoridad de los sufrientes y la verdad de sus experiencias. Esto sólo es posible si el discurso sobre Dios no es una mera idea, que mostraría entonces aquella contradicción formal sobre la que las teodiceas concentraron especialmente sus esfuerzos, sino una experiencia que proviene de la realidad y que puede ser rebatida por experiencias opuestas.
Esto demuestra que el discurso sobre Dios es un discurso siempre amenazado, porque si bien está necesitado de experiencias, sin embargo la experiencia de la autocomunicación de Dios no puede quedar y no queda de hecho confirmada por la experiencia y la interpretación del mundo. Las experiencias de Dios de la tradición judeo-cristiana son experiencias de salvación y liberación que necesitan estar mediadas por la superación de su opuesto, por la eliminación de las causas y mecanismos que hacen sufrir a los hombres y les hacen dudar de Dios. Comportarse religiosamente frente a la realidad, no puede consistir por tanto en inmunizarse frente a esas experiencias, sino en exponerse a ellas, para poder enjuiciarlas y actuar en consecuencia, puesto que la acción práctica contra las causas del sufrimiento y el juicio negativo sobre el mal son originariamente inseparables.
La noche de la cruz no puede ser saltada por encima teóricamente; la esperanza en Dios, que incluso ahí, en la muerte abismal, salva, no puede ser solventada en un saber (absoluto). El insoluble problema de la teodicea irrumpe siempre nuevamente ante todo sufrimiento abismal y no puede encontrar una respuesta independientemente o al margen de los sufrientes. Que Dios es esencialmente salvador y liberador sólo puede percibirse en la realización práctica de una acción solidaria que, como seguimiento de Jesús, en el recuerdo de su vida, sufrimiento, muerte y resurrección, hace presente anticipativamente la realidad del Dios liberador.
La sensibilidad aquí exigida siempre ha estado unida al recuerdo y, por cierto, al recuerdo peligroso del sufrimiento. Pues sólo una «razón anamnética»(59) es capaz de «hacer elocuente al sufrimiento», como formulara Th.W. Adorno en el horizonte del judaísmo(60), sólo ella es capaz de hacer valer el sufrimiento en su fuerza hermenéutica para el presente. El mismo credo cristiano nos actualiza ininterrumpidamente que no existe una vinculación con Dios que pueda establecerse al margen del recuerdo del sufrimiento. Pero ese recuerdo no sólo nos vincula a Él, sino que significa al mismo tiempo una cesura, un quiebra en la vinculación, pues las víctimas de la historia permanecen inalcanzables. El saber anamnético tiene, pues, que adentrarse en el territorio del olvido que domina nuestra cultura guiado por el instinto de sentir la ausencia, por el deseo de recuperar lo perdido, lo que no llegó a ser, lo que quedó incumplido, y todo esto en el horizonte de Dios, como apelación desgarrada y como tensa esperanza.
Esto constituye el logos de la teología como un logos anámnetico y práctico, como el logos de la memoria passionis y la praxis del seguimiento. La estructura interna de este logos es el recuerdo de sufrimiento ajeno. No un recuerdo que se agota en sí mismo o que es un fin para sí, sino un recuerdo que es interrupción, un recuerdo que interrumpe la marcha catastrófica de la historia y que trae consecuencias para el presente. Recordar significa oponerse, saber que la facticidad no posee por sí misma validez absoluta alguna.
La anámnesis de la que hablamos aquí no se reduce nunca al mero conocimiento del sufrimiento pasado, sino que es, antes que eso y sobre todo, un perseverante escuchar el grito de las víctimas, que se deja oír a lo largo de la historia y en el presente y que continúa exigiendo una respuesta. Precisamente por eso, por tratarse de una razón auditiva, la razón anamnética es una razón ética, una razón que escucha el grito de las víctimas y se deja interrumpir por él. Así pues, el recuerdo que el pensamiento teológico ha de hacer suyo es al mismo tiempo su interrupción. Una interrupción que no elimina el pensamiento y su necesidad, pero que permite sondear los límites de la comprensión y hablar de Dios allí donde la teología misma está en juego, donde la verdad cristiana misma está amenazada.
Pero el carácter ético de la rememoración del sufrimiento ajeno evidencia que ésta no debe ser confundida con una contemplación pasiva del mismo. En el horizonte de ese rememorar, de ese hacer memoria del dolor y el sufrimiento de las víctimas, ha de estar inscrita la oposición, la protesta y la lucha contra ellos, para cambiar lo que sea cambiable y para acompañar solidariamente allí donde se choca con el sufrimiento no eliminable. Identificar la historia del sufrimiento como ineludible lugar hermenéutico de la fe supone que sólo puede ser considerado auténtico sujeto creyente aquel que busca la cercanía solidaria y práctica con los sufrientes, o lo que es lo mismo, el que se opone a lo que hizo y hace sufrir a las víctimas.
1. Cfr. P. Cerezo
Galán: «La reducción antropológica de la teología. Historia del problema y
reflexiones críticas», en: Inst. Fe y Secularidad (ed.): Convicción de fe y
crítica racional. Salamanca 1973, pp. 135-223.
2. Cfr. J.B. Metz: La
fe, en la historia y la sociedad. Esbozo de una teología política fundamental para
nuestro tiempo. Madrid 1979; Id.: «Unterwegs zu einer nachidealistischen
Theologie», en J. Bauer (ed.): Entwürfe der Theologie. Garz/Viena/Colonia 1985,
pp. 209-233.
3. Cfr. en relación a
los movimientos obreros en la Iglesia española el trabajo de A. Murcia: Obreros y
obispos en el franquismo. Madrid 1995.
4. H. Assmann - F.
Hinkelammert: A Idolatria do Mercado. Petrópolis 1989; W. Jacob - J. Moneta - F.
Segbers (eds.): Die Religion des Kapitalismus. Die gesellschaftlichen Auswirkungen des
totalen Marktes. Luzerna 1996; B. Brecker: «Liberalismus als Idolatrie?», en: Jahrbuch
Politische Theologie 2 (1970), en prensa; F. Hinkelammert: «Die 'Leichen im Keller'
des Okzidents», en: Jahrbuch Politische Theologie 2 (1970), en prensa.
5. F. Fukuyama formula
su tesis por primera vez en un artículo titulado «The End of History?», publicado en la
revista The National Interest en el verano de 1989, pp. 3-18 (trad. esp. en: Claves
de la Razón Práctica, nº 1, abril 1990). Tres años más tarde aparecería el
libro donde el autor presentaba de modo más extenso, pero sin cambios esenciales, la
misma tesis: The End of History and the Last Man. Nueva York 1992 (trad. esp. de
P. Elías, Barcelona 1992).
6. F. Fukuyama: The
End of History and the Last Man, op. cit., p. XI.
7. Id.: «The End of
History?», op.cit., p 5.
8. Cfr. Id.: The
End of History and the Last Man, op. cit., p. 7-12.
9. Cfr. op. cit., p.
S. XIII.
10. Cfr. op.cit., p.
XIV, 73-82.
11. Cfr. op. cit., p.
XV.
12. Cfr. op. cit., p.
109-113.
13. Cfr. M. Meyer: Ende
der Geschichte? Munich/Viena 1993, espe. pp. 37-61.
14. Cfr. F. Fukuyama:
Op. cit., p. XVI, 165.
15. Cfr. op. cit., p.
146-180.
16. Cfr. op. cit., p.
188-189, 304-311.
17. Cfr. op. cit., p.
334-335.
18. Cfr. op. cit., p.
337. No podemos entrar aquí a discutir la posibles incoherencias del concepto thymos
tanto en Platón como en Fukuyama. De todos modos no parecen fácilmente compatibles las
diferentes manifestaciones que este último quiere atribuirle: aspiración de libertad,
sentido comercial, ideales comunitarios, volutad de dominio, etc. Cfr. P. Arderson: Zum
Ende der Geschichte. Berlín 1993 (orig. ingl. 1992), p. 113ss.
19. Cfr. op. cit., p.
46,51.
20. Cfr. op. cit., p.
128.
21. Cfr. J.
Estefanía: La nueva economía. La globalización. Madrid 1996, p. 26ss.
22. Cfr. E. Altvater:
Die Zukunft des Marktes. Ein Essay über die Regulation von Geld und Natur nach dem
Scheitern des "real existierenden Sozialismus". Münster 1991. 148-162; U.
Duchrow: Alternativen zur kapitalistischen Weltwirtschaft. Biblische Erinnerung und
politische Ansätze zur Überwältigung einer lebensbedrohenden Ökonomie.
Gütersloh/Maguncia 1994.
23. Cfr. A. Schubert:
Die Internationale Verschuldung. Die Dritte Welt und das transnationale Banksystem.
Fráncfort 1985.
24. Cfr. Milton y
Rosa Friedman: Libertad de elegir. Barcelona 1980; Id.: La tiranía del status
quo. Barcelona 1984; Friedrich von Hayek: Camino de la servidumbre. Madrid 1985;
Id.: La fatal arrogancia. Los errores del socialismo. Madrid 1990; G. Stigler: Memorias
de un economista. Madrid 1992; A. Seldon: Capitalismo. Madrid 1994. Un buen
resumen del decálogo neoliberal que ha pasado a ser consenso de las políticas
económicas a nivel mundial se puede encontrar en H. James: Rambouillet, 15. November
1975. Die Globaliserung der Wirschaft. Munich 1997, pp. 240ss.
25. A. Seldon: Op.
cit., p. 20s.
26. Para una
revisión crítica de estas afirmaciones, cfr. J.F. Martín Seco: La farsa neoliberal.
Refutación de los liberales que se creen libertarios. Madrid 1995 y P. Montes: El
desorden neoliberal. Madrid 1996.
27. F.A. von Hayek: Individualismus
und Wirtschaftsordnung. Zürich 1952, p. 47.
28. N. Bolz - D.
Bosshart: KULT-Marketing. Die neuen Götter des Marktes. Düsseldorf 1995, p.
22s.
29. Cuando éstas
existen, como en el caso de las corrientes religiosas neoconservadoras, en teólogos como
M. Novak, etc., tienen sólo una función complementaria. Cfr. J.M. Mardones: Capitalismo
y religión. La religión política neoconservadora. Santander 1991.
30. Cfr. P. Bruckner:
La tentación de la inocencia. Barcelona 1996, p. 46ss.
31. Cfr. A. Smith: La
riqueza de las naciones. Madrid 1994, p. 554.
32. Cfr. A.O.
Hirschman: The Passions and the Interests. Political Arguments for Capitalism before
its Triumph. Princeton 1977.
33. La concepción
del 'estado natural' en Hobbes responde a dos experiencias clave: las guerras de religión
(cfr. P.J. Opitz: «Thomas Hobbes», en: E. Voegelin (ed.): Zwischen Revolution und
Restauration. Politisches Denken in England im 17. Jahrhundert. Munich 1968, pp.
47-81) y la capitalismo temprano en Inglaterra (cfr. C.B. Macpherson: La teoría
política del individualismo posesivo. De Hobbes a Locke. Barcelona 1970, p. 44ss.).
34. En: A. Earl of
Shaftesbury: Der gesellige Enthusiast. Philosophische Essays. K.H. Schwabe (ed.)
Munich 1990, p. 255.
35. Cfr. op. cit., p.
319.
36. Op. cit., p. 312,
319s.
37. F. Hutcheson: Essay
on the Nature and Conduct of the Passions and Affections (1728), en: Collected
Works, II, Hildesheim 1969, p. 175.
38. Op. cit., p. 177.
39. I. Kant: «Über
das Misslingen aller philosophischen Versuche in der Theodizee», en: Werke in zehn
Bänden. Ed. W. Weischedel, edic. espec., Darmstadt 1981, vol. 9, A 194.
40. G.W. Leibniz: Teodicea,
§ 49, en: Obras de Leibniz, vol. V, P. Azcárate (ed.) Madrid 1878, p. 86
41. Cfr. W.
Oelmüller: Die unbefriedigte Aufklärung. Beiträge zu einer Theorie der Moderne von
Lessing, Kant und Hegel. Fráncfort del Meno 1969, pp. 189-200 y 314, nota 98a; H.-G.
Janssen: Gott - Freiheit - Leid. Das Theodizeeproblem in der Philosophie der Neuzeit.
Darmstadt 1989, pp. 1-16; O. Marquard: Apologie des Zufälligen. Philosophische
Studien. Stuttgart 1986, pp. 14-17; W. Sparn: «Mit dem Bösen Leben. Zur Aktualität
des Theodizeeproblems», en: Neue Zeitschrift für Systematische Theologie und
Religionsphilosophie, 32 (1990), pp. 211-215.
42. Cfr. C.-F- Geyer:
«Materialien zur Begriffsgeschichte der Theodizee, vor allem im 19. Und 20.
Jahrhundert», en: W. Oelmüller (ed.): Worüber man nicht schweigen kann. Neue
Diskussionen zur Theodizeefrage. Munich 1992, pp. 209-212.
43. O. Marquard:
«Bemerkungen zur Theodizee», en: W. Oelmüller (ed.): Leiden. Kolloquien zur
Gegenwartsphilosophie, vol. 9, Paderborn et alli 1986, 215.
44. Cfr. G.W.F.Hegel:
Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte, en: Id.: Werke in zwanzig
Bänden (cit.: TWA). Redacc. de E. Moldenhauer y K.M. Michael. Fráncfort
del Meno 1969-71, vol. 12, pp. 28 y 540.
45. La continuidad
entre teodicea y filosofía de la historia es negada por H. Blumenberg, que ve en la
afirmación del mundo existente como 'el mejor de los mundos posibles' una exclusión de
toda concepción de la historia como progreso. La teodicea de Leibniz conduce más bien a
una estática optimista de la insuperabilidad, que elimina la significación del hombre de
cara a la realización de un mundo 'mejor' (cfr. H. Blumenberg: Säkularisierung und
Selbstbehauptung. Fráncfort 1974, 66). O. Marquard, sin embargo, ha interpretado la
continuidad entre la filosofía moderna de la historia y la teodicea no desde el punto de
vista del contenido sino desde el punto de vista funcional, y así mantiene el
teorema de la continuidad, pero transformándolo. La función de la filosofía de la
historia es exonerar a Dios de la incongruencia del mundo cargando ésta sobre los hombros
del ser humano. La filosofía de la historia conduciría en última instancia, según él,
«a un ateísmo ad maiorem Dei gloriam». Cfr. O. Marquard: Schwierigkeiten mit der
Geschichtsphilosophie. Fráncfort 1973, S. 70. La filosofía de la historia tendría
su origen pues en la crisis de credibilidad de la teodicea optimista
leibniziana. Por ello, la filosofía de la historia se convierte en representante
indirecta del interés teológico, lo que en la filosofía de Hegel alcanza su figura más
sobresaliente. También Hegel es el mejor ejemplo de que la idea de progreso no tiene por
qué ir unida a una perfectibilidad sin fin. La realización del concepto en el saber
absoluto no es sólo el fin último de la historia, sino también punto final.
En ese sentido el arte griego es el punto final de la historia del arte, el cristianismo
de la historia de las religiones, la revolución francesa de la historia política y el
idealismo absoluto de la historia de la filosofía. Cfr. G. Amengual: «Modernidad:
progreso o final de época», en: A. Dou (ed.): Progreso o final de época.
Madrid 1990, p. 69. Como señala R. Mate, la filosofía de la historia es una ontología
del presente. «No hay novum posible porque no existe el pasado, con lo que
el futuro sólo es prolongación del presente. Tanto en Hegel como en Kant, el pasado,
sobre todo el pasado doloroso, no es historia sino Vor-Geschichte, esto es, el
precio de la historia. Tiene razón F. Fukuyama cuando apoya su cínica tesis de el
fin de la historia en Hegel. Sólo hay eterno presente.» (R. Mate: La razón de
los vencidos. Barcelona 1991, p. 23).
46. Cfr. H.-D-
Kittsteiner: Naturabsicht und unsichtbare Hand. Zur Kritik des
geschichstsphilosphischen Denkens. Fráncfort/etc. 1980.
47. Cfr. I. Kant:
»Zu Johann Gottfreid Herder: Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit«, en: Werke
in 10 Bänden, Darmstadt 1983, t. 10, p. 806.
48. I. Kant.: Idee
zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlichen Absicht, en: Op.c., t. 9, p. 34
(la cursiva es nuestra). Cfr. W. Euchner: «Kant als Philosoph des politischen
Fortschritt», en: Materialien zu Kants Rechtsphilosophie. Ed. de Z. Batscha.
Fráncfort 1976, p. 390-402. En las pp. 391ss. se hace referencia a la conexión de la
idea de progreso de Kant con los teoremas de la economía liberal temprana nombrados más
arriba. Las circunstancias sociales que dichos economistas tenían ante sus ojos eran
bastante distintas de las que existían al este del Elba, lo que naturalmente se
manifiesta en las diferentes concepciones de filosofía del derecho. «La filosofía de la
historia dispone de metáforas que expresan un progreso de la historia de carácter nuevo:
habla de una "intención de la naturaleza" -- sin embargo habría callado si se
le preguntaba por una idea exacta del "prime mover" de la "sociedad
burguesa".» (H.-D. Kitsteiner: Op.c., p. 207).
49. I. Kant: Op.cit.,
p. 49.
50. I. Kant: Op.cit.,
p. 42. Cfr. R. zur Lippe: Autonomie als Selbstzerstörung. Zur bürgerlichen
Subjektivität. Fráncfort 21984, p. 92-153.
51. Cfr. H.-D.
Kittsteiner: Op.cit., p. 100.
52. Kant comparte con
el resto de filosofías de la historia del siglo XVIII el peligro de un retroceso a
posiciones metafísicas. Por medio de la insistencia en la intención práctica de su
concepción de progreso, mantiene sin embargo su fidelidad al criticismo: en esto se
diferencia su planteamiento del de aquellas.
53. «La historia
universal comienza con su fin general -- que el concepto de espíritu
sea satisfecho -- solo en sí, esto es, como naturaleza; -- él es el
impulso interno, más íntimo e inconsciente, -- y todo el asunto de la historia universal
consiste [...] en la labor de traerlo a la conciencia» (G.W.F. Hegel: Die Vernunft in
der Geschichte. [cit.: VG]. Ed. por J. Hoffmeister, Hamburgo 51955,
p. 86-87).
54. Ver VG,
80. Sólo el fin último, la 'libertad', permite reconocer el carácter racional de la
historia. Dicho fin dirige el recuerdo, que no puede ser confundido con el 'falso
recordar' de un puro citar la épocas pasadas (cfr. VG, 19). Bajo esta
perspectiva, el presente es la consumación de la historia. Si se interpreta así, el
pasado esta clausurado. El recuerdo del sufrimiento pasado pierde su virulencia para el
presente allí donde el sufrimiento queda justificado por la existencia en el presente.
Esto es sustentado por la conciencia de que en el presente no existe ningún sufrimiento
que establezca una continuidad con el pasado o que los sufrimientos presentes se tienen
que someter al mismo fin substancial que los pasados.
55. G.W.F. Hegel: Grundlienien
der Philosophie des Rechts, en: TWA 7, p. 26s.
56. G.W.F. Hegel: Grundlinien...,
op. cit., p. 503.
57. Cfr. R. Mate:
«El mito de la modernidad y el silencio del logos», en: F. Duque (ed.): Lo santo y
lo sagrado. Madrid 1993, p.198ss.
58. Cfr. J.B. Metz:
«Theologie versus Polymythie oder Kleine Apologie des biblischen Monotheismus», en: Einheit
und Vielheit. 14 Congreso Alemán de Filosofía. (Ed. ) O. Marquard. Hamburgo 1990,
170-186. Cfr. G.v. Rad: Teología del Antiguo Testamento, vol. I. Salamanca 41978,
p. 469: «Israel percibía con sumo realismo los sufrimientos y las amenazas de la vida,
se sentía entregado a ellos, indefenso y vulnerable y, al mismo tiempo, demostró poco
talento para refugiarse en cualquier género de ideologías. [...] poseía sobre todo una
energía para enfrentarse con las realidades negativas, para aceptarlas y no reprimirlas,
incluso cuando no podía dominarlas intelectualmente.»
59. Cfr. J.B. Metz:
«Anamnetische Vernunft. Anmerkungen eines Theologen zur Krise der
Geisteswissenschaften», en: A. Honneth y otros (eds.): Zwischenbetrachtung: Im
Prozeß der Aufklärung. Fráncfort del Meno 21989, pp. 773- 778.
60. Th.W. Adorno: Negative
Dialektik, en: Gesammelte Schriften 6, Fráncfort del Meno 1973, p. 29.