José A. Zamora


«Cristianismo y Filosofía Contemporánea ante Auschwitz»

en: I. Murillo (ed.): Filosofía contemporánea y Cristianismo: Dios, Hombre y Praxis. Madrid: Diálogo Filosófico 1998, 81-111.

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Ninguna palabra que suene desde lo alto,
tampoco una palabra teológica,
tiene derecho alguno después de Auschwitz,
si no es transformada.

Th. W. Adorno



Hemos asistido a dos formas fundamentales de enfrentarse filosóficamente a la experiencia religiosa en el horizonte de la modernidad. Una podría englobar todos aquellos intentos de «descifrar» dicha experiencia desde una «clave» establecida previamente y desde fuera de la misma. En estas interpretaciones queda cuestionada más o menos radicalmente la autointerpretación de la experiencia religiosa llevada a cabo por los sujetos de la misma. En unos casos, el cuestionamiento llega hasta un rechazo sin concesiones de dicha autointerpretación, que es considerada como la expresión de la alienación de los sujetos religiosos. La interpretación religiosa de la experiencia es vista aquí como un impedimento fundamental para una realización cabal de la existencia humana. En otros casos, el cuestionamiento se traduce en matizaciones o en proposiciones de purificación filosófica de la autointerpretación tosca, pero en sí aceptable, de la experiencia religiosa.

La otra forma de enfrentarse a la experiencia religiosa podría englobar a aquellos intentos de abrir las coordenadas del propio sistema filosófico, de modo que la experiencia religiosa pudiera caber 'sin violencia' en dicho sistema. Estos intentos están marcados por el deseo de hacer justicia a la autointerpretación de los sujetos religiosos, pero sin poder eliminar la distancia reflexiva que quiebra la inmediatez de la tradición religiosa, si ha de conservarse la pretensión de conceptualización propia de la filosofía.

La teología, por su parte, tampoco ha dejado de desarrollar estrategias de defensa de la irreductibilidad y pertinencia de la experiencia religiosa. Unas estrategias han ido encaminadas a definir y delimitar un ámbito específico e irreductible de experiencia: el ámbito de lo sagrado, lo divino, lo religioso, etc., para el que los planteamientos de interpretación reductiva se muestran claramente insuficientes y del que prescindir conlleva una pérdida sustantiva para el hombre. Otras estrategias intentan ofrecer una interpretación de la experiencia humana en cuanto tal, que permita descubrir sus condiciones de posibilidad en la apertura al Misterio o al Absoluto.

Sería posible y quizás también muy clarificador, analizar la confrontación de estas dos perspectivas, la filosófica y la teológica, en relación al concepto de experiencia en el horizonte de la modernidad, aunque fuera concretada en algunos ejemplos. Sin embargo, aquí vamos a seguir un camino distinto, que quizás evite la espiral interminable de interpretación del hecho, interpretación de la interpretación, y así sucesivamente.... El camino del diálogo que se pretende explorar en estas páginas bien podría llamarse «indirecto». La cuestión que nos planteamos es si existen acontecimientos históricos que conmuevan los cimientos tanto del pensamiento filosófico contemporáneo como del cristianismo actual, acontecimientos con los que ambos han de confrontarse necesariamente y que pueden cambiarlos radicalmente, marcando el plano en el que ha de situarse el diálogo entre ellos más allá de estrategias de autohegemonización o impermeabilización estéril. Veamos pues en qué medida y de qué manera se ven afectados cristianismo y filosofía contemporánea por la catástrofe social sin precedentes que representa Auschwitz.


I. Experiencia de Dios e historia del sufrimiento

El monoteísmo, que constituye el horizonte de la experiencia religiosa cristiana, se ha formado en la interpretación de una experiencia histórica de liberación (Éxodo). Si se pudiera resumir el contenido de esa experiencia originaria, yo lo expresaría del siguiente modo: Dios sólo es aquel que pueda salvar de la aniquilación a los perseguidos y oprimidos, y que los salva de hecho.(1) Esto es lo que encontramos en ese singular credo de naturaleza narrativo-práctica del libro del Deuteronomio:


«Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: '¿Qué son esas normas, esos mandatos y decretos que os mandó el Señor, vuestro Dios?' Le responderás a tu hijo: 'Éramos esclavos del Faraón en Egipto y el Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte; el Señor hizo signos y prodigios grandes y funestos contra el Faraón y toda su corte, ante nuestros ojos. A nosotros nos sacó de allí para traernos y darnos la tierra que había prometido a nuestros padres.» (Dt 6,20-23)


La singularidad de Yahvé no se manifiesta en que él revele de modo inmediato su rostro, sino que aparece mediada a través de aquello que de modo incomparable vive Israel en su historia y que en su continuidad manifiesta la fidelidad de Yahvé. Israel reconoce esas hazañas incomparables de su Dios en todas partes, en las que ante la prepotencia terrorífica de condiciones hostiles logra afirmarse felizmente, y esto no como potente autoafirmación ante la amenaza, sino como resultado de una capacitación divina. Es decir, siempre allí, donde Israel reconoce el modelo de la experiencia originaria de los "protoisraelitas" de ponerse a salvo de la prepotente superioridad de los egipcios que les perseguían, y ello gracias a la mano poderosa de Dios.

Esa experiencia originaria es constitutiva de la identidad de Israel. El pueblo de Israel mismo es por ello una comunidad anamnética y narrativa. Es más, dado que Israel sigue permanentemente expuesto al poder aniquilador de los poderosos, el recuerdo de los actos liberadores de Yahvé representa la única posibilidad de conservar la identidad en cuanto oprimido y perseguido. Un recuerdo, sin embargo, que se ve permanentemente contrastado y cuestionado por experiencias actuales de una, aparente al menos, impotencia divina o, en su caso, de una aparente indiferencia o un silencio no menos problemáticos. Pensemos, por ejemplo, en la experiencia del exilio o en la del sufrimiento del justo, que conmueven los cimientos de la fe de Israel y su pretensión de verdad.

Pero Israel no se distingue por desarrollar estrategias de negación exitosa de los horrores de la realidad, ya sea por medio de su idealización, mitificación o por medio de compensaciones que le permitan distanciarse de ella. Su dolorosa imbricación con la realidad negativa más bien manifiesta una incapacidad para dejarse consolar definitivamente por los mitos efectivos en su entorno y a los que Israel recurrió, no cabe duda, y repetidamente, pero sin poder, a pesar de ello, acallar la desconsolada apelación a Dios que nace del sufrimiento.(2)

La incapacidad para desarrollar estrategias idealizadoras de la realidad o exculpadoras de Dios, la incapacidad para compensar con mitos transmundanos los absurdos del curso histórico, en definitiva, la radical terrenalidad de Israel, se convierte paradójicamente en una forma singular de capacidad para Dios llena de tensión no resuelta. Este es el origen de una forma de autocrítica radical de la religión, que bien podría considerarse una característica singular de la tradición judeo-cristiana. Se trata de la autocrítica que adopta la figura de una interpelación urgente a Dios, a veces en forma de denuncia, otras en forma de lamento, a la vista del sufrimiento propio o de otros.

De manera impresionante queda formulada esa interpelación en el libro de Job y encuentra su cumbre en el abandono de Dios expresado por Jesús en la cruz. La cuestión del sufrimiento pertenece pues al interior de la relación con Dios. Desde su situación de sufrimiento extremadamente propia, desde la dignidad que le confiere su sufrimiento y desde la protesta contra él originariamente suya, la persona que eleva su queja interroga a Dios como aquel que abarca su situación con su poder creador y salvador, interroga, incluso acusa, y pide una respuesta. Esta autocrítica religiosa de la religión desde las experiencias de sufrimiento parte de un tomar en serio dichas experiencias, de rechazar estrategias que las encubren, disimulan e integran en estructuras de sentido, pero en esa autocrítica religiosa el sufrimiento no aleja de Dios, sino que aboca si cabe más profundamente a la pregunta por Él.

Plantearse hoy la pregunta por Dios dentro de la tradición del monoteísmo judeo-cristiano significa, por tanto, heredar la pregunta que nace de las experiencias de sufrimiento; significa reconocer no sólo el poder y la bondad de Dios, sino también la autoridad de los sufrientes y la verdad de sus experiencias. Esto sólo es posible si el discurso sobre Dios no es una mera idea, que mostraría entonces aquella contradicción formal sobre la que las teodiceas concentraron especialmente sus esfuerzos, sino una experiencia que proviene de la realidad y que puede ser rebatida por experiencias opuestas.

Esto demuestra que el discurso sobre Dios es un discurso siempre amenazado, porque si bien está necesitado de experiencias, sin embargo la experiencia de la autocomunicación de Dios no puede quedar y no queda de hecho confirmada por la experiencia y la interpretación del mundo. Las experiencias de Dios de la tradición judeo-cristiana son experiencias de salvación y liberación que necesitan estar mediadas por la superación de su opuesto, por la eliminación de las causas y mecanismos que hacen sufrir a los hombres y les hacen dudar de Dios. Comportarse religiosamente frente a la realidad, no puede consistir por tanto en inmunizarse frente a esas experiencias, sino en exponerse a ellas, para poder enjuiciarlas y actuar en consecuencia, puesto que la acción práctica contra las causas del sufrimiento y el juicio negativo sobre el mal son originariamente inseparables.

La noche de la cruz no puede ser saltada por encima teóricamente; la esperanza en Dios, que incluso ahí, en la muerte abismal, salva, no puede ser solventada en un saber (absoluto). El insoluble problema de la teodicea irrumpe siempre nuevamente ante todo sufrimiento abismal y no puede encontrar una respuesta independientemente o al margen de los sufrientes. Que Dios es esencialmente salvador y liberador sólo puede percibirse en la realización práctica de una acción solidaria que, como seguimiento de Jesús, en el recuerdo de su vida, sufrimiento, muerte y resurrección, hace presente anticipativamente la realidad del Dios liberador.

El horizonte de la experiencia religiosa expuesto hasta aquí sobre la conexión esencial entre el discurso cristiano sobre Dios y las experiencias de sufrimiento, permite ver con toda claridad la relevancia de un hecho histórico como el exterminio sistemático, organizado burocráticamente y realizado industrialmente, de millones de judíos en el Tercer Reich.(3) Auschwitz, el nombre del campo de concentración especialmente destinado a ese exterminio, el nombre singular para designar una catástrofe social sin precedentes, no es un tema más, sino un problema que afecta de modo radical a los fundamentos de la teología y que ésta tiene que afrontar necesariamente. Pues la experiencia de la aniquilación de vidas humanas en Auschwitz amenaza de sinsentido a la fe y a la teología cristianas de una manera incomparable.

El escritor E. Wiesel ha formulado implacablemente esta cuestión. En su novela La noche recuerda los cadáveres arrojados a un foso en llamas. Ellas --nos recuerda-- «hicieron de mi vida una noche encerrada con siete cerrojos. Nunca olvidaré aquel humo. Nunca olvidaré las caritas de los niños cuyos cuerpos vi transformarse en volutas bajo el oscuro azul mudo. Nunca olvidaré aquellas llamas que consumieron para siempre mi fe. Nunca olvidaré aquel silencio nocturno que me privó para toda la eternidad del deseo de vivir. Nunca olvidaré aquellos momentos que asesinaron a mi Dios y a mi alma y a mis sueños, que tomaron el rostro del desierto. Nunca lo olvidaré. Ni aunque estuviera condenado a vivir tanto como el mismo Dios. Nunca.»(4) ¿Cómo seguir creyendo en Dios, cómo seguir adorándolo de espaldas a esta experiencia, a este testimonio? Prescindir de esta situación, como en general de la historia de sufrimiento, convierte todo discurso teológico sobre Dios en un discurso vacío y ciego.(5) Auschwitz es, por tanto, un reto ineludible para el cristianismo hoy y para toda teología contemporánea enraizada en la tradición judeo-cristiana.(6)

Que Dios es realmente salvador y liberador no queda verificado porque sea concebido teóricamente de esa manera y se arroje lo así concebido como una red sobre todo lo que acontece, sino sólo porque Él salva y su salvación es experimentada. Donde ella no es experimentada, sino más bien su contrario, allí donde sólo se experimenta la abismalidad del sufrimiento, ¿dónde queda Dios? La fe en un Dios todopoderoso y bondadoso, que actúa en la historia salvando y liberando, exige pues necesariamente, como ya hemos visto, una sensibilidad frente a las situaciones de sufrimiento, que socavan, por su parte, la plausibilidad de la propia fe. Y esta tensión inherente de por sí a la fe judeo-cristiana se ve agudizada y dramatizada por la agudización y la dramatización de la historia de sufrimiento, que en Auschwitz encontró su máxima cumbre de negatividad sin sentido.

Esto se agrava con el oscurecimiento histórico dentro del propio cristianismo, en su praxis y en su teología, de la necesaria sensibilidad hacia los sufrimientos ajenos y la consiguiente complicidad con la historia de los mismos. Sólo pocos teólogos europeos han comprendido o se han atrevido a reconocer la crisis de fundamentos de la dogmática eclesial y de la teología cristiana a la que han arrojado las acciones destructoras y aniquiladoras del nacionalsocialismo. Pocos se han atrevido a reconocer en cuánta medida la historia del cristianismo desde ese momento debe ser considerada también como la prehistoria del genocidio judío.(7)

La crítica más radical al cristianismo que encontramos en la Dialéctica de la Ilustración de M. Horkheimer y Th.W. Adorno está contenida precisamente en la afirmación de que el antijudaísmo no se relaciona con el cristianismo de un modo puramente periférico, sino que forma parte de él de modo esencial. El antijudaísmo sería, por así decirlo, la otra cara de la medalla del optimismo salvífico cristiano, que se duele a causa de su refutación por la realidad. La salvación afirmada como cumplida, pero desmentida por el curso real del mundo, debe verificarse de modo invertido en la fatal desgracia de los judíos, es decir, de aquellos que con su simple existencia representan el recuerdo vivo del incumplimiento real de la expectativa cristiana de salvación. Sin olvidar la diferencia existente entre el antijudaísmo cristiano y el antisemitismo moderno, Adorno y Horkheimer creen poder constatar, pues, una analogía estructural entre ambos en el narcisismo herido.

Es cierto, que ellos también constatan en el cristianismo una suavización del espanto y el terror divino, si lo comparamos con el judaísmo. Pero, a ellos les parece que esa suavización ha sido comprada al precio de instaurar la idolatría, es decir, de la absolutización de lo finito. La espiritualización que acompaña la tradición cultural cristiana, manifestada tanto en la autonomía del espíritu como en la afirmación de una reconciliación exitosa entre lo natural y lo sobrenatural, se revela a la postre como una engañosa donación afirmativa de sentido. Esto sólo ha sido posible gracias a la represión de la dimensión judío-negativa(8) en la doctrina cristiana, así como a través de la restauración de la magia (aseguramiento administrativo de la salvación: Iglesia y sacramentos).

La dificultad para aguantar la inseguridad de la promesa espiritual de salvación, habría hecho que el cristianismo se convierta en una posesión segura de la misma, cuyo reverso es una mala conciencia insaciable que se revuelve contra todo lo que le recuerda la inseguridad de la salvación creída como segura: «Lo que escandaliza a los antijudíos cristianos --escriben Horkheimer y Adorno-- es la verdad que hace frente a la desgracia sin racionalizarla, y conserva la idea de la dicha inmerecida contra la marcha del mundo y el orden salvífico, que supuestamente deberían realizarla.»(9) En este escándalo habría que buscar según Adorno y Horkheimer el origen religioso de la antisemitismo.

Se puede discutir sobre la pertinencia de esta crítica o sobre su posible unilateralidad. Sin embargo, tanto la fundamentación ontoteológica de la metafísica como la teología apoyada en ella, lo mismo que su superación en la filosofía moderna de la historia, no serían entendibles si se pasa por alto la intención de asegurar un optimismo salvífico o de la razón, constantemente amenazado por la negatividad y el absurdo de la realidad.

Quizás haya sido la dificultad de aguantar la permanente vulnerabilidad de la idea de Dios, vulnerabilidad no suprimida ni siquiera por el mensaje de la resurrección, que aún llevaba la marca temporal de expectación escatológica, quizás haya sido esa dificultad lo que llevó a aceptar ofertas gnósticas que daban un sentido teológico de carácter histórico universal al problema del mal y el sufrimiento o a buscar otras respuestas que, más allá de la polémica de carácter temático, coincidían formalmente en el intento de asegurar especulativamente el sentido frente al problema del mal y de suavizar la tesión del final próximo ante el retarso de la parusía. O quizás haya sido la decepción por esto último lo que llevó a una separación de la cristología y la escatología y a la pérdida del carácter expectante de la esperanza. En cualquier caso, estos procesos parecen ir acompañados de una represión en el cristianismo de su raíces judías.

No faltan pues razones para pensar que la helenización se consiguió a un alto precio(10): con la infiltración de su teología por el pensamiento de la identidad que ha dominado la filosofía de la religión occidental desde Plotino a Hegel. En estas propuestas filosóficas se trata siempre de hacer transparente la creación y la historia, con su disonancias, sinsentidos e injusticias, desde un final exitoso, desde una identidad lograda o desde una evolución a mejor, que son adelantados especulativamente contra los hechos y la marcha real del mundo.

El problema de cómo seguir creyendo después de Auschwitz, después de tanto sufrimiento inocente o injusto, el problema de cómo creer hoy a la vista de las injusticias que todos conocemos, es cómo, ante todo eso, hablar con sentido de salvación y de un Dios presente en la historia. Si hay respuesta a este problema, sólo la hay en la solidaridad con los sufrientes y las víctimas de la historia. La voluntad racional de universalidad, el saber sobre Dios en cuanto liberador y salvador, que es tal universalmente y por tanto, por decirlo de alguna manera, de modo esencial, no encuentra cumplimiento en un tratado teórico sobre la esencia y el sentido del sufrimiento: el problema irresuelto e irresoluble de la teodicea irrumpe siempre de nuevo a la vista de cada sufrimiento y sólo encuentra su 'respuesta posiblemente en un dirigirse esperanzado hacia el salvador y sus promesas en una praxis solidaria con las víctimas, es decir, la respuesta incluye la praxis de los sujetos que la dan y no puede ser en absoluto dada independientemente de los que sufren.

Pero si la universalidad teórica, o lo que es lo mismo, que Dios es salvador de modo esencial, sólo es comprensible en la realización práctica de una acción solidaria, nunca podrá ser poseída en un puro saber. La afirmación de esa realidad no tiene lugar, por tanto, de modo teórico, en una contemplación pura y desinteresada, sino de modo práctico, es decir, interviniendo en la realidad del sufrimiento. El saber sobre esa realidad liberadora y salvadora, es un saber práctico(11), que no se conforma con el mundo tal como éste es, un saber que interviene liberadoramente en la situaciones vitales.

La misma teología, en cuanto momento de esa praxis, debe pues ganar en sensibilidad para la problemática de la teodicea, entendida ésta no como una disciplina filosófica o teológica dentro del conjunto de disciplinas, como una disciplina en la que preguntar por la justicia de Dios a la vista del mal y del sufrimiento en el mundo y dar respuestas racionales a dicha pregunta. Más bien habría que entender la teodicea como la pregunta que afecta a todas las disciplinas y conceptos teológicos, como la pregunta por su derecho, su pertinencia y su verdad frente a la historia de sufrimiento de la humanidad. Un cristianismo y una teología que puedan quizás subsistir después de Auschwitz y a la vista de los sufrimientos presentes, se vería pues obligada a hacerse otras preguntas diferentes a las que dominan habitualmente su discurso. Esas serían las preguntas de las víctimas. Unas preguntas para la que no existen respuestas fáciles.

Puede que algunos piensen, y tengan razón en ello, que se acude demasiado frecuentemente al horror o a su representación mediática, lo que en ocasiones aumenta más la afectación psicológica que agudiza y radicaliza la reflexión. Pero la teología tiene que hacerse cargo de la historia de sufrimiento, tiene que hacerse cargo de Auschwitz, así como dejarse cuestionar y desafiar por él en su verdad. Esto es inevitable, sobre todo, si ella se mantiene en su asunto propio, en la pregunta por Dios y su justicia, por la liberación y la salvación, y no se entrega a otros servicios, en los que pronto se agotaría y se haría innecesaria.

La sensibilidad aquí exigida siempre ha estado unida al recuerdo y, por cierto, al recuerdo peligroso del sufrimiento. Pues sólo una «razón anamnética»(12) es capaz de «hacer elocuente al sufrimiento», como formulara Th.W. Adorno en el horizonte del judaísmo(13), sólo ella es capaz de hacer valer el sufrimiento en su fuerza hermenéutica para el presente. No existe una vinculación a Dios que pueda establecerse al margen del recuerdo del sufrimiento. Pero ese recuerdo no sólo nos vincula a Él, sino que significa al mismo tiempo una cesura, una quiebra en la vinculación, pues las víctimas de la historia permanecen inalcanzables. El saber anamnético tiene, pues, que adentrarse en el territorio del olvido que domina nuestra cultura guiado por el instinto de sentir la ausencia, por el deseo de recuparar lo perdido, lo que no llegó a ser, lo que quedó incumplido, y todo esto en el horizonte de Dios, como apelación desgarrada y como tensa esperanza.

La anámnesis de la que hablamos aquí no se reduce nunca al mero conocimiento del sufrimiento pasado, sino que es, antes que eso y sobre todo, un perseverante escuchar el grito de las víctimas, que se deja oir a lo largo de la historia y en el presente y que continúa exigiendo una respuesta. La razón anamnética es una razón ética precisamente por tratrase de una razón auditiva, una razón que escucha el grito de las víctimas y se deja interrrumpir por él. Así pues, el recuerdo que el pensamiento teológico ha de hacer suyo es al mismo tiempo su interrupción. Una interrupción que no elimina el pensamiento y su necesidad, pero que permite sondear los límites de la comprensión y hablar de Dios allí donde la teología misma está en juego, donde la verdad cristiana misma está amenazada.

Pero el carácter ético de la rememoración del sufrimiento ajeno evidencia que ésta no debe ser confundida con una contemplación pasiva del mismo. En el horizonte de ese rememorar, de ese hacer memoria del dolor y el sufrimiento de las víctimas, ha de estar inscrita la oposición, la protesta y la lucha contra ellos, para cambiar lo que sea cambiable y para acompañar solidariamente allí donde se choca con el sufrimiento no eliminable. Identificar Auschwitz como ineludible lugar hermenéutico de la fe supone que sólo puede ser considerado auténtico sujeto creyente aquel que busca la cercanía solidaria y práctica con los sufrientes, o lo que es lo mismo, el que se opone a lo que hizo y hace sufrir a las víctimas.


II. La razón moderna frente a Auschwitz

Pero, ¿es sólo el logos de la teología cristiana el que se ve obligado a adoptar una constitución anamnética y práctica al intentar tomar en serio el reto que representa Auschwitz? ¿Cómo se ve afectada la razón moderna por ese acontecimiento? ¿Cómo habría que plantear las relaciones entre cristianismo y modernidad si se reconociera el significado para ambas de la marca histórica «después de Auschwitz»?

Maurice Blanchot ha recogido el sentir de no pocos filósofos contemporáneos en una pregunta formulada en relación con la obra de uno de ellos, E. Lévinas: «¿Cómo filosofar, cómo escribir en el recuerdo de Auschwitz, de aquellos que nos han dicho, a veces en notas enterradas cerca de los crematorios: sabed lo que ha pasado, no olvidad y a pesar de todo no sabréis nunca.»(14)

Como constata Adorno, «la aptitud para la metafísica quedó paralizada, porque lo que sucedió le hizo añicos al pensamiento metafísico especulativo la base de su compatibilidad con la experiencia».(15) 'Después de Auschwitz', la metafísica, tan emparentada con la teodicea, ha perdido toda su credibilidad. Sobre Auschwitz no es posible ni siquiera elaborar un metafísica de las situaciones límite, en las que todavía el existencialismo creía poder encontrar la fuente de la 'autenticidad' humana.(16) Si ya las reflexiones que pretenden dar sentido a la muerte, independientemente de como ésta tenga lugar, permanecen impotentes frente a la inconmensurabilidad de la misma para la 'experiencia' humana(17), Auschwitz significa una imposibilitación de dichas reflexiones incomparablemente más radical, pues «desde Auschwitz, temer la muerte significa temer algo mucho peor que la muerte»(18).

Es más, todo pensamiento teórico choca con barreras insuperables al intentar dar una explicación racional de Auschwitz. Con ayuda de la crítica de la economía política se pueden explicar y fundamentar las condiciones de posibilidad económicas, sociales y políticas de la toma del poder por los nacionalsocialistas y asimismo la 'necesidad' desde el punto de vista de la política interna alemana de una guerra ofensiva. Con ayuda de un psicoanálisis flanqueado por una buena dosis de teoría crítica de la sociedad se puede explicar la capacidad de adaptación y sumisión de las masas, su frialdad e indiferencia frente al destino de las víctimas y su entusiasmo por un sistema que de hecho actuaba contra ellas y contra sus verdaderos intereses.

Sin embargo, la aniquilación de millones de seres humanos llevada a cabo de modo industrial en los campos de concentración y de exterminio está en contradicción con toda razón económica, aunque sea la 'razón' de la cobertura con fuerza de trabajo 'enemiga' de las necesidades de la industria bélica o la 'razón' de la logística y la concentración de recursos en un momento en el que el ejército alemán se encontraba en una situación más que precaria en los diferentes frentes de batalla.(19) La aniquilación de los judíos no puede ser explicada de modo funcional a partir de dichas 'racionalidades'.(20) Además, el intento de una explicación científica del universo irracional de los campos de exterminio conduciría a una racionalización inaceptable de los mismos.(21)

Estas dificultades tampoco se eliminan siguiendo la distinción entre explicar y comprender tan querida de la hermenéutica. Para Gadamer, «lo singular no sirve para confirmar un regularidad nomológica, a partir de la cual son posibles predicciones de cara a una aplicación práctica». Pero a diferencia del conocimiento científico positivo, el ideal del conocimiento histórico es «comprender el fenómeno mismo en su concreción singular e histórica.»(22) Su meta es comprender cómo llegó a pasar que algo sea de tal o cual manera. Dado que existe una dependencia inevitable entre la precomprensión y la comprensión, se suele hablar de un círculo hermenéutico, por medio del cual se amplía y precisa el horizonte mismo de comprensión. De modo que el proceso del comprender no debe ser considerado primariamente una acción de la subjetividad, sino más bien un introducirse en el acontecer de la tradición. Baste aquí indicar los tres conceptos clave de la hermenéutica gadameriana: historia efectual, fusión de horizontes y aplicación.

Gadamer concibe la comprensión a partir de la situación de diálogo y subraya con ello el carácter intersubjetivo de la misma. Entre el pasado y el presente existe una continuidad que hace realidad la comprensión, así como, viceversa, esta última hace realidad la continuidad. Pero punto de partida y de llegada es la autocomprensión del hombre por medio de su participación en una universalidad, que abarca pasado y presente. Aunque Gadamer define el alma de la hermenéutica como la posibilidad de que el otro tenga razón(23), habría que preguntarse hasta qué punto puede realizarse esta posibilidad en relación con Auschwitz y sus víctimas, dado que la hermenéutica, a pesar de reconocer que la comprensión también se ve afectada por quiebras y alteraciones, siempre abrigó y abriga la esperanza de identificar un sentido mediado intersubjetivamente y de alcanzar una fusión de horizontes de perspectivas diferentes: «por principio podemos participar de cualquier otra experiencia del mundo».(24) Esto podría tener su base en la premisa de una identidad idealista entre ser y saber y en una concepción de la mediación en el sentido de un comprenderse en el otro, que incapacita para percibir la inconmensurabilidad y la alteridad de los acontecimientos que nos ocupan.(25)

Preguntar por el sentido en relación a la catástrofe de Auschwitz estaría referido a la pregunta por la posibilidad de su interpretación en relación a una significación. Atribuirle un sentido significaría integrar Auschwitz en el propio horizonte experiencial. El intento de comprender habría de conducir pues a una confirmación de la precomprensión o a una corrección y con ello a un crecimiento de la comprensión. Sin embargo, este planteamiento excluye la alteridad en sentido estricto.(26) En principio, comprender algo significa referir ese algo al sujeto de tal manera que él encuentre en ello una respuesta a sus preguntas. La mayoría de las veces se actúa de esa manera en relación a la catástrofe, pero se oculta el abismo que separa el contexto actual de aquel a comprender.

En efecto, una comprensión de la historia que quiera ser racional, que por tanto no pueda aceptar el exterminio de los seres humanos como su finalidad inmanente sin negarse a sí misma en cuanto racional, se ve obligada a entender la aniquilación de vidas humanas como un medio para conseguir un objetivo económico, político, bélico o de otra clase, por muy cruel que éste sea. Pero Auschwitz se resiste precisamente a esta interpretación, pues no sirvió a ninguna finalidad externa. «El exterminio de los judíos no sólo tenía que ser total, sino que además era un fin para sí mismo --exterminar por exterminar--, un objetivo que exigía una prioridad absoluta.»(27)

El que pretenda entender esto, tendrá que perder el entendimiento. Es más, quizás se encuentre en la incapacidad para comprender, tal como ha escrito Elie Wiesel, una gracia de Dios, que nos salva de la locura.(28) En Auschwitz se choca con una negatividad no negable, que como el propio Hegel sabía es «opaca y aplanada, y nos deja vacíos o nos repele...».(29) Esa negatividad no tiene ningún sentido, no hace avanzar la historia, no se resuelve en un resultado.(30) Auschwitz es una herida no cicatrizable. Como ha señalado Lyotard siguiendo a Adorno, sería «el nombre propio de una paraexperiencia o hasta de una destrucción de la experiencia».(31) Pues en Auschwitz nos encontramos con una experiencia que de ninguna manera puede ser realizada de un modo comprensible --ni siquiera como no idéntica-- por los participantes en ella, si es que se puede utilizar la palabra 'participante para referirse a los prisioneros de los campos de exterminio.

De modo que la negación de la capacidad de los discursos frente a esa 'experiencia no podría ser recuperada nuevamente desde un horizonte de comprensión no afectado por dicha negación. Ésta afecta sin embargo no sólo a la participación en los discursos, como sería el caso de considerar pura y simplemente la muerte, ya que la muerte invade aquí paradójicamente el ámbito mismo de lo viviente.(32) La inconmensurabilidad de Auschwitz respecto a la experiencia humana, sin dejar de ser experiencia, explica el porqué de su obstinada resistencia a ser representado en el medium del lenguaje.(33) Un abismo de silencio se abre frente a lo inconcebible y «sólo callando es posible expresar el nombre del desastre».(34)

La prohibición de representar la catástrofe no significa, sin embargo, una prohibición total de hablar. Auschwitz representa una quiebra en el proceso civilizador que exige un replanteamiento radical en la forma de considerar dicho proceso. La única forma de no hacer desaparecer en una interpretación de la historia universal el sufrimiento, que en Auschwitz alcanzó cimas insospechadas, o de no reducirlo a mera contingencia vinculada a contextos plurales y por ello mismo relativos, es contemplar desde él la totalidad de la historia. Lo más singular --Auschwitz-- obliga a cambiar el punto de vista sobre el todo, de modo que desde él se abra al que lo contempla la noche oscura de la historia: «es innegable» --escribe Adorno-- «que los martirios y humillaciones nunca antes experimentados de los que fueron deportados en vagones para el ganado arroja una intensa y mortal luz hasta sobre el más lejano pasado».(35) Desde esta perspectiva, «la historia manifiesta y conocida aparece en su relación con aquel lado oscuro, que ha sido pasado por alto tanto por la leyenda de los Estados nacionales como por su crítica progresista.»(36)

Una construcción crítica de la historia no dirigirá su atención sólo a la dinámica dominante, sino también, como dice Adorno, a «lo que no intervino en esa dinámica, quedando al borde del camino --por así decirlo, los materiales de desecho y los puntos ciegos que se le escapan a la dialéctica. Es constitutivo de la esencia del vencido parecer inesencial, desplazado y grotesco en su impotencia. Lo que transciende a la sociedad dominante no es sólo la potencialidad que es desarrollada por ella, sino también y en la misma medida lo que no encaja del todo en las leyes del movimiento histórico. La teoría se ve así remitida a lo que se le atraviesa, a lo opaco, a lo no comprendido, ...»(37) Para una construcción crítica de la historia, que pone la mirada en los materiales de desecho y los puntos ciegos, la lógica de la historia es una lógica de destrucción y desmoronamiento, pues dicha construcción no sólo percibe la marcha victoriosa del espíritu, sino también el sometimiento de lo singular y débil que tiene lugar en ella, su maltrato, su aniquilación.

Dicha construcción no buscará en el pasado la fuente y el origen de un presente constituido y vigente, es decir, aquello del pasado que se afirma victoriosamente en el presente y le sirve de legitimación, sino aquello que rompe el continuo de injusticia que generó y genera ininterrumpidamente sus víctimas y al romper ese continuo abre la posibilidad de un presente alternativo. Ninguna víctima queda legitimada como precio anónimo de un presente o futuro supuestamente mejores, ni puede ser olvidada como irrelevante para un presente construido de espaldas a ella.(38) Sólo reconociendo los derechos pendientes de las víctimas es posible escapar a la lógica de dominio, que enmascara ideológicamente su éxito histórico como universalidad lograda, para seguir produciendo víctimas destinadas a caer en el pozo del olvido.

Un pensamiento que tome en serio Auschwitz dirigirá pues su interés a lo singular, a lo no conceptual, excluido y olvidado, es decir, a aquello por lo que la filosofía tradicional sólo mostró desinterés. Por esta razón se enfrentará en su crítica de la conciencia constitutiva a la supresión de lo no-idéntico. Un pensamiento transformado, lejos de poner sus miras en lo infinito, tendrá que abandonarse y hundirse en su heterogéneo, desposeído de categorías prefrabicadas. Dicho pensamiento no someterá la diversidad de sus objetos bajo un esquema, sino que intentará literalmente ajustarse a ellos, para poder ser en el medium de la reflexión conceptual experiencia plena y sin recortes.

Su telos será lo no-idéntico, eso indisoluble que el concepto no puede recuperar completamente y hacer desaparecer en sí mismo, es decir, eso a lo que la utopía de una experiencia no recortada ni reglamentada quiere hacer justicia, convirtiéndose así en otra expresión de una idea de reconciliación(39) no dominada por la frase especulativa.

Por todo ello, tampoco la pregunta metafísica puede situarse ya lejos de lo material, somático e inferior, tal como pretendía su vieja versión, sino que tiene que introducirse en todo esto, en la existencia material en cuanto escenario del sufrimiento, si no quiere perder el derecho de existencia junto a la cultura con la que estuvo fusionada y que en Auschwitz demostró irrevocablemente su fracaso. Todo lo que no sea el intento de dar expresión al sufrimiento, «resulta ser de antemano» --como decía Adorno-- «de la misma especie que la música de acompañamiento, con la que la SS gustaba de cubrir los gritos de sus víctimas».(40)

Así pues, en la faz de lo existente no se entrega la verdad sin apariencia. Al contrario, sólo en el desmoronamiento, en lo oscuro de la naturaleza, en las fisuras y grietas de la realidad desfigurada, resplandece el reino del deseo y el anhelo, reino en el que chispaguean súbitamente las huellas apenas perceptibles de lo otro, de lo carente de imágenes. Pero los fragmentos de realidad desmoronada sólo pueden ser transformados en signos cifrados de la promesa por medio de un recuerdo que aspira a redimir. Sólo la rememoración puede articular la quiebra que se ha introducido entre realidad y reflexión.

Precisamente en la marcha dañada y sobresaltada del mundo así rememorada se anuncia de modo perceptible la exigencia experimentada por el pensamiento no sólo de eliminar el sufrimiento presente, sino también de una construcción del mundo, en la que «incluso sería revocado el sufrimiento sucedido irrevocablemente.»(41) La fe en la resurrección de la carne está más cerca de este anhelo no garantizado de las criaturas, que todas las sublimes ideas de la metafísica especulativa. Sólo abismándose sin reservas en las cosas, en su dimensión histórica, puede la crítica sacar a la luz lo que ha quedado pendiente y dar expresión al derecho de lo posible frente a lo que existe.

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Si todavía es posible un encuentro entre la teología y la razón moderna, que no signifique simplemente la afirmación recíproca de la propia obnubilación, tiene que realizarse por el camino de la autocrítica. Pero dicha autocrítica no debe ser un mero mirarse al espejo, sino que ha de llevarse a cabo en confrontación con los acontecimientos históricos que han sacudido a ambas en sus cimientos. Teología y razón moderna no se encuentran allí donde ellas se creen fuertes y superiores, sino allí donde desenmascaran su supuesta fortaleza como un olvido culpable y son capaces de rescatar de los escombros de su historia aquella 'débil fuerza mesiánica' que W. Benjamin intentaba conservar en su huida ante la victoria imparable de los soldados de Hitler, la fuerza mesiánica que se esconde en el grito audible, pero tantas veces sofocado, de las víctimas.


 

1. O. John: «Zur Politik der Theodizee», en: Jahrbuch Politische Theologie 1 (1996), p. 61.
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2. Cfr. J.B. Metz: «Theologie versus Polymythie oder Kleine Apologie des biblischen Monotheismus», en: Einheit und Vielheit. 14 Congreso Alemán de Filosofía. (Ed. ) O. Marquard. Hamburgo 1990, 170-186. Cfr. G.v. Rad: Teología del Antiguo Testamento, vol. I. Salamanca 41978, p. 469: «Israel percibía con sumo realismo los sufrimientos y las amenazas de la vida, se sentía entregado a ellos, indefenso y vulnerable y, al mismo tiempo, desmostró poco talento para refugiarse en cualquier género de ideologías. [...] poseía sobre todo una energía para enfrentarse con las realidades negativas, para aceptarlas y no reprimirlas, incluso cuando no podía dominarlas intelectualmente.»
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3. Cfr. O. John: «Die Allmachtsprädikation in einer christlichen Gottesrede nach Auschwitz», en: E. Schillebeeckx (ed.): Mystik und Politik. Theologie im Ringen um Geschichte und Gesellschaft. Maguncia 1988, p. 202-218.
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4. E. Wiesel: «La noche», en: La noche, el alba, el día. Barcelona 1986, p. 44. Cfr. al respecto, M. García-Baró: Ensayos sobre lo absoluto. Madrid 1993, pp. 103-122.
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5. Cfr. J.B. Metz: «Die Rede von Gott angesichts der Leidensgeschichte der Welt», en: Stimmen der Zeit 210 (1992) 311-320.
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6. Id.: «Unterwegs nach einer nachidealistischen Theologie», en: J.B. Bauer (ed.): Entwürfe der Theologie. Graz/Viena/Colonia 1985, p. 209-235.
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7. Cfr. T.R. Peters: «Unterbrechung des Denkens. Oder: Warum Politische Theologie?», en: Jahrbuch Politische Theologie 1 (1996), p. 30ss.
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8. Adorno y Horkheimer definen la dimensión negativa de la religión judía del siguiente modo: «La religión judía no permite ninguna palabra que pudiera consolar la desesperación de todo mortal. Esperanza vincula ella únicamente a la prohibición de invocar como Dios a aquello que no lo es, de tomar lo finito como infinito, la mentira como verdad. La garantía de la salvación consiste en apartarse de toda fe que intente suplantarla; el conocimiento, en la denuncia de la ilusión. La negación, por cierto, no es abstracta. La negación indiferenciada de todo lo positivo, la fórmula estereotipada de la innanidad, tal como la aplica el budismo, pasa por encima de la prohibición de nombrar al absoluto, lo mismo que su contrario, el panteísmo, o su caricatura, el escepticismo burgués. Las explicaciones del mundo como la nada o el todo son mitologías, y las vías garantizadas para la redención, prácticas mágicas sublimadas. La autosatisfacción del saber todo por anticipado y la transfiguración de la negatividad en redención son formas falsas de resistencia contra el engaño. El derecho de la imagen se salva en la fiel ejecución de su prohibición.» (M. Horkheimer - Th.W. Adorno: Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Introd. y trad. de J.J. Sánchez. Madrid 1994, p. 77).
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9. Op. cit., p. 224.
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10. Cfr. J.A. Zamora: Krisis - Kritik - Erinnerung. Ein politisch-theologischer Versuch über das Denken Adornos im Horizont der Krise der Moderne. Münster; Hamburgo 1995, pp. 333-392; C.-F. Geyer: Religion und Diskurs. Die Hellenisierung des Christentums aus der Perspektive der Religionsphilosophie. Stuttgart 1990.
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11. La expresión 'saber práctico no tiene evidentemente nada que ver con el significado habitual de saber útil o técnico, sino que designa el saber originado por la racionalidad inherente a la praxis humana en su dimensión ético-política.
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12. Cfr. J.B. Metz: «Anamnetische Vernunft. Anmerkungen eines Theologen zur Krise der Geisteswissenschaften», en: A. Honneth y otros (eds.): Zwischenbetrachtung: Im Prozeß der Aufklärung. Fráncfort del Meno 21989, pp. 773- 778.
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13. Th.W. Adorno: Negative Dialektik, en: Gesammelte Schriften 6, Fráncfort del Meno 1973, p. 29.
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14. M. Blanchot: «Lettre», en: Textes pour Emmanuel Lévinas. (Ed.) F. Laruelle, Paris 1980, p. 86s.
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15. Th.W. Adorno: op. cit., p. 354.
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16. Cfr. Th.W. Adorno: «Engagement», en : Gesammelte Schriften 11, Fráncfort del Meno 1974, p. 424; Id.: «Zur Schlußszene des Faust», en: Op. cit., p. 129; Id.: Jargon der Eigentlichkeit. Zur Deutschen Ideologie, en: Gesammelte Schriften 6, op. cit., p. 500ss.
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17. Cfr. Th.W. Adorno: Negative Dialektik, op. cit., p. 362.
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18. Op. cit., p. 364.
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19. Para hacerse una idea de la complejidad logística y la concentración de recursos que supuso la organización del genocidio judío cfr. R. Hilberg: Sonderzüge nach Auschwitz. Fráncfort/Berlin 1987. Es indudable que la ejecución de la 'solución final' substrajo considerables recursos al ejército alemán y contravenía la 'lógica' de la guerra.
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20. Cfr. A. Finkielkraut: La memoria vana. Del crimen contra la humanidad. Barcelona 1990, p. 19. Finkielkraut refiere aquí la definición del exterminio judío como «crimen gratuito», es decir, «sin relación con las necesidades y los horrores de la empresa militar», hecha por E. Faure, fiscal adjunto de Francia en el Tribunal Internacional de Nuremberg.
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21. Cfr. D. Claussen: «Nach Auschwitz. Ein Essay über die Aktualität Adornos», en, D. Diner (ed.): Zivilisationsbruch. Denken nach Auschwitz. Fráncfort 1988, p. 64. Cfr. además M.v. Brentano: «Die Endlösung - Ihre Funktion in Theorie und Praxis des Faschismus», en: H. Huss y A. Schröder (eds.): Antisemitismus. Zur Pathologie der bürgerlichen Gesellschaft. Fráncfort 1965, p. 43ss. Brentano identifica con toda claridad las dificultades del intento de comprender científicamente el genocidio de los campos de exterminio. Referida a él, la pregunta científica se vuelve sobre la ciencia positiva y su constitución conforme a una división del trabajo especializada, así como sobre la función social que resulta de dicha constitución, que permite reconocer su complicidad con la catástrofe.
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22. H.-G. Gadamer: Wahrheit und Methode. Grundzüge einer philosophischen Hermeneutik. Tubinga 51986, p. 10.
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23. Cfr. J. Grodin: Einführung in die philosophische Hermeneutik. Darmstadt 1991, p. 160.
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24. J. Conill: «Hermenéutica antropológica de la razón experiencial», en: D. Blaco et allii (eds.): Discurso y realidad. En debate con K.-O. Apel. Madrid 1994, p.140.
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25. Frente a estos presupuestos idealistas habría que hacer valer la 'hermenéutica del peligro de W. Benjamin (cfr. O. John: »... und dieser Feind hat zu siegen nicht aufgehört.« Die Bedeutung Walter Benjamins für eine Theologie nach Auschwitz. Tesis Doc. Münster 1982, p. 47ss). La hermenéutica del peligro parte de un sujeto del conocimiento amenazado de destrucción y disolución por el mismo proceso que él intenta analizar y describir. Pero ese sujeto tiene una signicación constitutiva de cara a la interpretación de los textos o de los acontecimientos. No se trata pues de un sujeto con poder, que establece una relación libre con su objeto, sino que éste (el dominio nacionalsocialista) le viene impuesto sin que él pueda substraérsele, amenazando su integridad psíquica, política o incluso física. Esta cercanía, que no presupone ilusoriamente un lugar fuera de la coacción social y considera dicha coacción como elemento constitutivo de la facultad cognitiva, posee una ambivalencia que no es eliminable por medio de una reflexión sistemática y distanciada. Pues de una parte, sólo en el ámbito de dominio del peligro es posible aclararse verdaderamente sobre él y sus raíces. Sólo en el origen mismo de la catástrofe puede identificarse la fuerza que ella desencadena y sólo ahí puede surgir la esperanza en una fuerza contraria. La cercanía no buscada al peligro desengaña sobre las posibles ilusiones respecto a su rápida superación por una dinámica inherente a la historia, permite percibir la propia debilidad y por ello las verdaderas dimensiones de dicho peligro. Supone por tanto una posibilidad de mejor acceso a la verdad histórica. Pero por otra parte, esta cercanía al peligro puede llevar también a la pérdida total de la distancia y por tanto a una sumisión e identificación con el estado negativo que cierra todas las posibles salidas y alternativas. Incluso podría suceder que esa cercanía se volcara en una identificación positiva con lo ineludible, como demuestra sobradamente la dinámica social bajo cualquier dictadura. Tampoco debe dejarse fuera de consideración que los sueños y visiones de los perseguidos y oprimidos llevan también la marca de la situación a la que quieren escapar, ¿son dichas visiones algo más que una proyección ilusoria desde la situación de opresión? «Sólo porque se mantiene la sospecha de que aquello que los perseguidos en su situación piensan y dicen podría ser falso y por tanto doblemente peligroso en su ilusionismo, y porque al mismo tiempo se sigue manteniendo que sólo los perseguidos pueden dar auténticamente noticia del peligro, sólo por estos dos motivos se mueve la hermenéutica desde su ambivalencia fundamental hacia una superación práctica del peligro» (o.c., p. 102).
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26. Cfr. D. Teichert: Erfahrung - Erinnerung - Erkenntnis. Untersuchungen zum Wahrheitsbegriff der Hermeneutik Gadamers. Stuttgart 1991, p. 155s.
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27. M. Postone: «Nationalsozialismus und Antisemitismus. Ein theoretischer Versuch», en: D. Diner (ed.): Zivilisationsbruch, o.c., p. 243. Si quisiéramos determinar la singularidad de Auschwitz, habría que buscarla probablemente en la decisión sin precedentes y respaldada con toda la autoridad de un estado de asesinar a todo un grupo humano, incluidos ancianos, mujeres y niños, a ser posible sin dejar resto, y de liberar todos los medios estatales posibles para la ejecución de dicha decisión (cfr. E. Jäckel: «Die elende Praxis der Untersteller. Das Einmalige der nationasozialistischen Verbrechen läßt sich nicht leugnen», en: »Historikerstreit«. Die Dokumentation der Konkroverse um die Einzigartigkeit der nationalsozialistischen Judenvernichtung. Múnich 1987, p. 118).
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28. E. Wiesel: Gesang der Toten. Erinnerungen und Zeugnis. Friburgo 1987, p.163. Cuando uno se acerca a los testimonios de los supervivientes, estos hablan siempre de una necesidad moral de dar testimonio acompañada del sentimiento de culpa de haber escapado a la aniquilación. Lo que debería ser testimoniado se sustrae permanentemente a aquel que pretende formularlo desde la distancia del que ha escapado. Cfr. Auschwitz-Hefte, T. I. (Ed.) Hamburger Institut für Sozialforschung. Weinheim-Basilea 1987. Los testigos también hablan permanentemente de la incomprensibilidad de lo ocurrido en los campos de exterminio. Cfr. C. Lanzmann: Shoah. Düsseldorf 1986, p. 20ss. Estos testimonio más que transmitir la experiencia del Holocausto, demuestran la imposibilidad de transmitirla. Cfr. E. Wiesel: Jude heute. Erzahlungen - Essays - Dialoge. Viena 1987, p. 26-33.
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29. G.W.F. Hegel: Vorlesungen über Ästhetik I. Fráncfort 1975, p. 288.
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30. Cfr. J.-F- Lyotard: La Diferencia. Barcelona 1988, p. 106ss.
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31. Op. cit., p. 117.
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32. «En los campos de concentración del fascismo se eliminó la línea de demarcación entre la vida y la muerte. Estos campos crearon un estado intermedio, esqueletos vivos y seres putrefactos, víctimas a las que les falló el suicidio y la risa de Satanás sobre la esperanza de vencer a la muerte.» Th.W. Adorno: «Aufzeichnungen zu Kafka», en: Gesammelte Schriften 10, Fráncfort del Meno 1977, p. 273. Esto aparece repetidamente en los testimonios de los supervivientes. Ninguna situación en los campos de concentración era calculable, no existía un sistema espacial y temporal de reglas, al que sometiéndose al menos se pudieran elevar las expectativas de una posible supervivencia. La muerte era omnipresente, se había transmutado en la supuesta vida de los deportados y se había vuelto indistinguible de ella. «Vivir en Auschwitz» significaba no seguir en vida.
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33. Cfr. Th.W. Adorno: Stichworte. Kritische Modelle 2, en: Gesammelte Schriften 10, Fráncfort del Meno 1977, p. 597s.
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34. Th.W. Adorno: «Versuch, das Endspiel zu verstehen», en: Gesammelte Schriften 11, Fráncfort del Meno 1974, p. 290. En este factor central del silencio a causa de la imposibilidad de comunicar la 'contra-experiencia de los campos de concentración recoge Adorno en su pensamiento un elemento esencial de la experiencia de los testigos-víctimas de la catástrofe de Auschwitz, a los que por otra parte él intenta proteger de una identificación prematura a través de la reflexión filosófica. Sobre el aspecto del silencio en la obra de los supervivientes Cfr. R. Boschki: Der Schrei. Theologie und Anthropologie im Werk von Elie Wiesel. Maguncia 1994.
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35. Th.W. Adorno: Minima Moralia, en: Gesammelte Schriften 4, Fráncfort del Meno 1980, p. 266.
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36. M. Horkheimer - Th.W. Adorno: Dialektik der Aufklärung, en: Th.W. Adorno: Gesammelte Schriften 3, Fráncfort 1981, p. 265.
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37. Th.W. Adorno: Minima Moralia, op. cit., p. 170.
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38. Cfr. R. Mate: «El mito de la modernidad y el silencio del logos», en: F. Duque (ed.): Lo santo y lo sagrado. Madrid 1993, p.198ss.
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39. Cfr. A. Thyen: Negative Dialektik und Erfahrung: zur Rationalität des Nichtidentischen bei Adorno. Fráncfort del Meno 1989, p. 218.
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40. Th.W. Adorno: Minima Moralia, op. cit., p. 358.
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41. Id.: Negative Dialektik, op.cit., p. 395.
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